SUBO LAS 8 PRIMERAS PÁGINAS DEL ORIGINAL DE LA NOVELA EN LA QUE TRABAJO ACTUALMENTE
Los sabios tienen sobre los ignorantes
las mismas ventajas que los vivos sobre los muertos.
Capítulo 1
Las rechiflas acabaron formando un recuerdo vago, del que era incapaz de distinguir lo real de lo imaginado:
Tenía seis años, pero participaba poco de los juegos escolares, ya que no consideraba amigos a sus condiscípulos a causa de sus burlas. El colegio ocupaba una parcela semi rural y el clima de la ciudad era muy benigno, por lo que los retozos infantiles semejaban una excursión. Una característica suya que no conseguía identificar le hacía sentirse distinto de los demás. El tiempo del recreo lo pasaba mirándolos como si los viera en la televisión, con un sentimiento de extrañeza nunca aclarado; se sabía diferente, aunque no entendía por qué. Su juego solitario consistía en interpretar las formas de las nubes o contemplar los insectos, y cuando sentía ganas de aliviarse, entraba en el apestoso retrete colectivo del colegio, seguido de inmediato por un grupo numeroso; iba a orinar, para lo que no tenía necesidad de abrirse la bragueta del pantalón. En el mismo instante, alguno de los otros chiquillos gritaba:
-¡Atención! El Dioni va a sacar la bicha.
Los demás niños, ninguno mayor de siete años, se arremolinaban alrededor de Dionisio en el momento que extraía el pene por debajo del pernil del pantalón corto. La salida de la “bicha” ocasionaba exclamaciones y risotadas, que terminaban con algo parecido a un aplauso cuando acababa la meada. Él sonreía beatíficamente, sin comprender la razón del revuelo, ya que todo lo suyo le parecía natural y de lo más corriente, aunque persistiera el sentimiento de no ser como ellos a causa de su esquivez burlona.
No recordaba situaciones parecidas del resto de la niñez, pero sí de cuando la adolescencia comenzó a manifestarse con salacidad incontrolable. Casi todas las muchachas de su vecindario se lo dijeron alguna vez:
-Tu porvenir es meterte a chulo.
Al cumplir Dionisio los diecisiete sin que su infame trayectoria escolar prometiera nada, su padre fue más específico. Estaban desnudándose a la vez en una caseta de playa; cuando el chico se bajó el calzoncillo hasta las rodillas, su padre se quedó inmóvil, alelado, mirando con ojos maravillados hacia su entrepierna. Tras unos instantes de mudez y mucho desconcierto de los dos, el padre se bajó el calzoncillo, lo que confirmó la idea de Dionisio de que lo suyo no era tan especial. Salieron ambos con cara de circunstancias y en silencio hacia las tumbonas, donde el resto de la familia había montado ya una especie de campamento tuareg con las neveras portátiles, las toallas, flotadores, sombrillas y los cestos y bolsas de comida.
Después de comer, Dionisio vio que su padre se disponía a echar la siesta en la hamaca situada junto a la suya. Sobre la algarabía de la comilona mezclada con arena y risas, y a despecho de las miradas lascivas hacia las muchachas que aquella tarde habían decidido hacer “topless”, en las mejillas de Dionisio perduraba aún el sonrojo del momento desconcertante de la caseta, y cuando su padre –tumbado ahora boca abajo, impaciente y al tiempo dubitativo, y mirándolo de reojo- denotó que iba decirle algo que por su actitud parecía importante, la rojez de las mejillas del muchacho aumentó. Dionisio reprochó con ojos resueltos la mueca burlona de los labios de su padre, pero dijo con tono de rabieta:
-¿Qué quieres, papá?
El padre vaciló unos segundos aunque tenía de sobra elaborado el discurso:
-Oye, niño; no tienes cabeza para los estudios ni apuntas condiciones artísticas. Pero tienes… un don. ¿Sabes de lo que hablo?
Con un arrebol volcánico, Dionisio asintió.
-Pues ya lo sabes, niño. Lo tuyo es de otro mundo. Volverás locas a las mujeres y… también a algunos hombres. Te harías rico si te atrevieras a chulear.
-Tú…tienes lo mismo que yo y…
-Sí, niño; pero yo hice la tremenda tontería de enamorarme de tu madre cuando tenía tu edad. No cometas el mismo error, sácale partido a esa entrepierna sobrenatural, y disfruta a granel.
El consejo, sumado al clamor de sus vecinas, le martilló las sienes durante el resto del verano. Llegado septiembre y ante la pregunta de sus padres de si iba a continuar la tarea imposible de estudiar o qué se proponía hacer con su vida, meditó un montón de días sentado en el muro de canalización del torrente. Pasaba las horas muertas mirando el pedregoso y seco lecho, inmóvil.
Pensaba con frecuencia creciente en la primera muchacha que penetró. Sus gritos, convulsiones y alaridos. El miedo a que alguien la oyese y creyera que él la maltrataba. El susto y la impotencia de casi un año, que pasó evitando el acercamiento a cualquiera de las que se le sugerían, por temor a que se repitiera aquella escena; sin embargo, la renuncia alentó el clamor que corría de boca en boca por el barrio. La supuesta “maltratada” les contó a sus amigas el don incomparable de Dionisio, de modo que se convirtieron en multitud las que ansiaban comprobarlo.
Lo que para las chicas con las que tenía escarceos era una lisonja más que una broma, para él fue tomando cuerpo a partir de la conversación con su padre en la playa. Aguzó el oído para tratar de averiguar si se trataba de algo que pudiera estar al alcance de sus aptitudes y situación, e inclusive consultó a los vecinos con los que tenía mayor intimidad.
-Fonsi, ¿tú crees que yo…podría meterme a puto?
-¡Cómo no! Con lo que te cuelga, ¿qué quieres que te diga? Yo no lo pensaría. Puedes hacerte rico con tu polla, que te lo digo yo. Fíjate en el Bibi, que no tiene ni la mitad que tú, y se lo rifan las ricachonas y los pudientes de Marbella,
Mediado el otoño, alcanzó el convencimiento de que eso era lo que deseaba hacer con su vida. Con objeto de llegar a imaginar un método para lograrlo, dedicó muchas tardes a leer las revistas de “información rosa” que su madre y sus dos hermanas leían con fruición. Al principio, creyó que todos aquellos noviazgos, rupturas y adulterios eran reales y se asombraba sobremanera, algo escandalizado; pero poco a poco se fue convenciendo del obsceno tejido de mentiras e invenciones pagadas que contenían tales publicaciones.
Estudió las caras, las ropas y las actitudes que ocupaban tanto las revistas como los programas especializados de televisión; para su sorpresa, en poco tiempo se convirtió en un experto capaz de reconocer a todos los famosos, sobre todos a los más descarriados. Hasta se sintió capaz de descubrir tras los oropeles aparentemente honestos a las que se prostituían bajo el influjo de una famosa madame que decía que no lo era.
Buscaba inspiración tanto en los hombres como en las mujeres, “modelos” que nunca salían en publicidad ni en pasarelas, pero a quienes los periodistas no hallaban ningún otro eufemismo con que nombrarlos. Ellas lo llevaban con mayor naturalidad; no se inventaban ocupaciones paralelas, reían aparatosamente siempre, componían posturas que resaltasen sus atractivos y acostumbraban a emplazar a los fotógrafos para “una gala que protagonizaré el viernes en la disco”. Ellos, en cambio, se comportaban con una seriedad que, en opinión de Dionisio, escondía timidez; solían declarar que ejercían profesiones generalmente raras o muy difíciles de comprobar; o manifestaban estar estudiando “por libre”. Todo los hermosos muchachos de las fotografías y los noticiarios rosa de televisión demostraban avergonzase de su verdadera profesión y era patente su determinación de ocultarla. Determinación tan fuerte, que llegaba a convertirse en afirmaciones muy obvias.
El que mejor lo llevaba era el hombre más guapo que conseguía imaginar que hubiera en el mundo sin llegar a parecer afeminado. Tenía pómulos prominentes bajo cuencas oculares muy oscuras y misteriosas, lo que le daba cierto aire de héroe del “far west” Su pelo era tan negro que parecía teñido. No parecía ser demasiado alto, aunque poseía proporciones muy armoniosas y vestía de manera espectacularmente elegante, no tan ostentosa ni estridente como sus iguales, pero todo lo que usaba parecía muy caro. Casi siempre lo fotografiaban en Marbella, que no estaba lejos. Nunca parecía avergonzado ni tímido, ni se esforzaba por hacer creer que no era lo que era.
Con frecuencia, lo sorprendían las cámaras al lado de grandes estrellas, actrices de cine –tanto españolas como estadounidenses-, célebres banqueros y nobles, y hasta “personajes” de las revistas cordiales que habían llegado ya arriba escalando eficazmente de cama en cama. Dionisio se pasó meses obsesionado con él, buscando sus fotos y acechando sus apariciones en televisión, que por fortuna eran muy numerosas. Decidió encontrar la manera de rogarle que fuera su Sócrates, porque era el mejor sin ninguna clase de duda. .
Una vez que le pareció haber pergeñado una estrategia viable, Dionisio decidió buscar su camino hacia lo indeclinable.
Capítulo2
Rodolfo poseía en las fotos la apostura de un príncipe de leyenda y la elegancia de los príncipes verdaderos que salían en la revista “Hola”. Dionisio celebró su elección tras reflexionar meticulosamente durante meses. Aparte de sus condiciones físicas y su relevancia, intuía en él algo oculto; estaba seguro de que en los ojos de Rodolfo había una profundidad a la que muy pocos o nadie tenía acceso, mas para él resultaba evidente que las personas tan glamorosas con las que salía en las fotos de las revistas ignoraban cuestiones esenciales del “figurín” supuestamente frívolo que tenían al lado.
Dionisio se jactaba ante su propio pensamiento de ser capaz de descubrir en los rictus y los ojos de Rodolfo un desprecio sutil hacia las cosas y las personas que lo rodeaban y, generalmente, lo ensalzaban.
Los periodistas alababan su fotogenia y simpatía, la importancia de sus conquistas y el despliegue de sus aduladores, pero nadie especulaba con un trabajo o una profesión. Otros “playboys” enmascaraban la prostitución diciendo que eran jinetes, cantantes en ciernes, atletas, campeones de pimpón, estudiantes o “artistas”; Rodolfo, en cambio, no daba la impresión de avergonzarse de nada. Nunca se empeñaba en el esfuerzo inútil de adornarse con títulos u ocupaciones imaginarios. Además, era el único de los protagonistas de revistas y programas rosa de televisión al que invitaban a las galas de Mónaco, y Dionisio hasta creyó reconocerlo en los reportajes de varias bodas reales europeas.
Los cronistas pretendidamente sesudos lo aclamaban como el más formidable “playboy” del mundo desde Porfirio Rubirosa, el chulo más afortunado de la historia según lo que Dionisio averiguó en Internet. Pero comparó las fotos y halló que Rodolfo, “el nuevo Valentino” como lo apodaban algunos, tenía no sólo una masculinidad mucho más rotunda, sino también poderes misteriosos que lo convertían en alguien muy superior a Rubírosa, además de ser mucho más bello.
Dionisio no conocía a nadie que pudiera ilustrarle acerca de la medida razonable de sus ambiciones, mas se preguntaba cada noche si eran metas que él pudiera materializar por mucho que se esforzara. Pero de tanto pensar en el proyecto, había dejado de plantearse otras alternativas para su futuro que no condujeran a la condición de gigoló. De modo que tomó la decisión, y tras aguardar varios días la ocasión, aprovechó un momento que se encontró a solas con su padre.
-Está bien, hijo. Es buena idea. Pero ese plan puede resultar caro y no puedo darte más que… unos cuatrocientos euros. Te verás en apuros.
-No importa, papá. A lo mejor me sale algún “trabajillo” en el camino, y así puedo ir practicando.
-De acuerdo, pero ten cuidado. Nunca, nunca, hagas nada sin condón.
-Pero si ninguno me entra…
El padre sonrió; trató de componer una expresión de cinismo: (alusión muy machista a sus infidelidades).
-Ve al “porno shop” que hay al doblar la esquina. Tienen unos especiales para tíos como nosotros. Siempre los compro por si acaso, tú ya sabes, oportunidades que salen en mi trabajo y tal, pero ahora… no me quedan.
Comprensivo ante la confesión de infidelidades que el párrafo contenía implícita, Dionisio se abstuvo de comentarios. Siguió el consejo paterno, pero debía haber alguna diferencia entre padre e hijo, porque se probó numerosos condones en el aseo del pornoshop hasta que vio peligrar su presupuesto. Ni los corrientes, ni los de colores ni los vibradores se le adaptaban. Tras muchas dudas y rubores, superando sus rubores tuvo que decírselo francamente al encargado de la tienda:
-Todos me quedan chicos…
El encargado lo miró con incredulidad, resbalándosele los ojos hacia la prominente bragueta del muchacho; sintió tanta admiración que le prometió:
-Hay unos muy, muy especiales, pero no tengo existencias en estos momentos. Para hacer un pedido, tendría que ser un mínimo de cien. Si me prometes comprármelos todos, los pido.
-¿Tendría que comprártelos todos de una vez?
.No, hombre. Pero prométeme agotarlos en un plazo de… unos tres meses.
-Vale, te lo prometo.
-Bueno, de acuerdo. Creo que el lunes o el martes que viene habrán llegado ya.
Precisamente, el lunes era el día que había pensado comenzar la aventura. Tendría que retrasarla una fecha. Daba igual, lo prepararía todo y emprendería el camino después de que llegasen los condones; faltaban cuatro o cinco tediosos días para poner el plan en marcha.
Por suerte, la factura del teléfono la cobraban en la cuenta de su padre. Pasó el viernes y el sábado llamando a discotecas, restaurantes de moda, bares y merenderos lujosos de la playa; sorprendentemente, nadie confesaba reconocer el sonoro nombre de Rodolfo. ¿O sería discreción desconfiada? En las páginas blancas de Internet no aparecía en Marbella ni Ojén, ni en Benahavís, ni en toda la provincia de Málaga. Quizá no fuera su nombre real, pero le parecía incomprensible el tono de duda de quienes respondían las llamadas. ¿Es que no leían revistas ni miraban televisión?
Tal vez las personas como Roberto y sus allegados se movían en sitios muy especiales, acaso desconocidos para el gran público. O podía ser que tales dudas no fueran sino suspicacia, de unos encargados de negocios que protegían a sus clientes.
No se le ocurría cómo seguir adelante. Cuatrocientos euros no era capital como para hacer milagros.
Tal vez encontrara alguien que quisiera compartir un apartamento por Mijas Costa o Fuengirola, mejor si era un chico de su edad o no mucho mayor. Debía localizar un lugar para vivir a donde pudiera ir en autobús.
Capítulo 3
Había un servicio directo de autobús entre Málaga y Benalmádena a cada momento. Los desplazamientos a Fuengirola y Marbella eran menos frecuentes. Pasó dos días rondando los locales de Puerto Marina en busca de un muchacho de su edad al que pudiera hacerle la propuesta.
Recibió muchos rechazos de caras indignadas que le acusaban de tratar de lograr un ligue gay. Como Dionisio no se distinguía por su desenvoltura ni su elocuencia, tardaba en explicarse y les daba a los jóvenes tiempo de expresar las suspicacias que inspiraba un comportamiento tan insólito. Tras una ojeada en cada local, elegía a uno de los muchachos sin saber exactamente por qué; hecha la elección, esperaba a que se levantase para ir al retrete, momento en que lo abordaba. Tardó varios días en comprender que estaba reproduciendo el comportamiento cazador de viejos gays más bien decadentes y, además, la timidez le hacía balbucear como si tartamudease por lo que buscaba, lo que completaba la convicción del otro..
Pero dio con un joven senegalés que padecía aun menor capacidad comunicativa que él, a causa de su desconocimiento del idioma. Como el moreno carecía de prejuicios y le costaba entender el español, Dionisio dispuso de tiempo para explicarle del todo su plan.
El senegalés, llamado Tombo, se entusiasmó con el proyecto.
-Yo también necesito encontrar un trabajo parecido al tuyo –consiguió decir-. Tengo un arma que me abrirá muchas camas.
Dioni sonrió.