sábado, 25 de agosto de 2012


CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, Luis Melero

MACHADO NO ERA UN POETA

La avenida Paulista, donde tenían sus sedes la mayoría de las agencias brasileñas de publicidad, parecía no estar demasiado lejos según el plano de bolsillo. Decidió ir caminando para no meterse en la complicación de encontrar un autobús, a causa del tráfico indescifrable que el mismo plano sugería.

Cruzó Anhangabau y enfiló la avenida Brigadeiro Luis Antonio sin dejar de palpar en su bolsillo la carta de Pepe. Era una calle peatonal a donde se abría la “praça da Sé”, una placita con palmeras delante de la catedral católica; aunque llevaba varios años sin practicar el catolicismo, le gustaba contemplar los templos por dentro.
La catedral “de la Asunción” de São Paulo era un templo grandísimo y exuberante, de estilo neogótico con su toque de efervescencia tropical. Precisamente por su grandilocuencia, no invitaba al recogimiento, pero Luis halló que podría meditar un rato; sentado en un banco, leyó de nuevo la carta de Pepe entre estremecimientos y arrebatado por las dudas. ¿Debería volver de inmediato a Buenos Aires? ¿Encontraría abiertos los brazos de Pepe? ¿No lo miraría todo con un cristal menos favorecedor, una vez decidido a vivir para siempre fuera de España?

Sacudió la cabeza como si así pudiera librarse del fragor de los engranajes de su cerebro. No era ése el ánimo más favorable para intentar forjarse un camino en Brasil.

A partir de la catedral, tuvo que parar varias veces calle arriba para releer la carta como un amante atormentado, apoyando un hombro en las fachadas. Su ánimo se agitaba por la duda de haber cometido o no un disparate abandonando Buenos Aires, donde no sólo había conseguido, por primera vez en su vida, un amplio círculo de amistades, sino que había renunciado a un empleo en el que estaba muy bien considerado. Y ahora se topaba ante la tarea imposible de encontrar trabajo sin hablar portugués.

La Brigadeiro Luis Antonio desembocaba en la avenida Paulista. Por las direcciones que había recolectado en el listín telefónico, la primera agencia que iba a encontrar al doblar la esquina sería “Alcántara Machado Publicidade”. Por tanto, sería la primera donde entraría a preguntar. La avenida, no muy ancha, tenía cierta prestancia, pero a base de altos edificios de estilo estadounidense. Parecía ser muy larga, con un cielo de muy diversas tonalidades hasta el del crepúsculo del amanecer hacia el fondo, brillando entre edificios muy grandes. El de Alcántara Machado era una torre de altura considerable. Sin la menor esperanza, subió a la tercera planta, en la que encontraría la recepción según informaba un panel de la conserjería.

La recepcionista se encontraba justo enfrente del ascensor. Trataba de encontrar alguna palabra en portugués para preguntar por el jefe de personal, cuando le interrumpió un hombre de mediana edad que pasaba en ese momento cerca.

-¿Es usted español? –le preguntó en inglés. Tenía aspecto español, tal vez valenciano o murciano. Algo rechoncho de cuerpo, tenía sin embargo las mejillas hundidas y manos muy alargadas, como de alguien que fuera más delgado.

Tampoco hablaba Luis gran cosa de inglés, pero entendió la pregunta y respondió asintiendo con la cabeza.

-¿Busca empleo? –ante la afirmación gestual, prosiguió- ¿En qué departamento?

-En el estudio –respondió en español.

-Venga conmigo para una prueba –ahora hablaba en portugués.

Asombrado, Luis fue tras él y fueron a parar en una especie de nave fabril. Separadas las mesas por divisiones de madera de mediana altura, había no menos de treinta dibujantes. El hombre lo condujo hasta una mesa desocupada y se la señaló.

-Diseñe un anuncio para píldoras de caramelo.

Casualmente, uno de los últimos trabajos que había emprendido en Buenos Aires, sin completarlo, era una campaña de caramelos. Recordaba fielmente la que, sólo ocho días atrás, le había parecido su mejor idea. La reprodujo en un bosquejo exactamente igual, con el título en español y el texto simulado a base trazos grises. Levantó la cabeza en busca del hombre, que se hallaba al fondo de la sala hablando con otro dibujante. Tardó unos minutos en descubrir la mirada de Luis; en cuanto lo hizo, acudió presuroso.

-¿Qué problema tienes? –había pasado repentinamente al tuteo.

-Ya he terminado –respondió Luis, señalando el boceto.

El hombre compuso un gesto de gran sorpresa, que aumentó tras examinar el anuncio durante varios minutos. Sin más preguntas, le dijo el monto del sueldo que tendría y ordenó de modo terminante:

-Empiezas mañana, a las ocho.

No le ofreció un papel que firmar ni alguna otra cosa. Al ir a tomar el ascensor para salir, la recepcionista le advirtió:

-Tiene usted que subir al quinto piso y preguntar por dona Almerinda.

Asintió sin comentar nada, porque no quería que se notase mucho su ignorancia del portugués. Hizo lo indicado. La tal Almerinda parecía ser la jefe de administración o de personal. Se limitó a tomar sus datos copiándolos del pasaporte y le despidió con un “te vejo amanhã”. Tampoco le ofreció documento alguno. Luis tomó una tarjeta de un expositor que había en la mesa y se despidió con un tímido adiós. En el ascensor, miró la tarjeta contemplándola despacio.
Machado había sido el poeta más importante de su adolescencia, los dos hermanos, pero Antonio preferentemente, porque le entusiasmaban sus proverbios. Había citado mucho uno en particular: “Moneda que está en la mano quizá se deba guardar. La monedita del alma se pierde si no se da”. Ahora iba a trabajar para un Machado que tal vez nunca conocería, dada la dimensión que la agencia aparentaba. En la tarjeta, rezaba: “Alcántara Machado Emprendimentos” en letra pequeña bajo la razón social de la agencia. Así que posiblemente se trataba de un grupo financiero importante. Tenía que esmerarse.

Luis pasó todo el día intentando entender los titulares de los periódicos expuestos en los quioscos y viendo televisión en la pensión, para tratar de que su oído se acostumbrase a los sonidos y no le recriminasen mucho al día siguiente su desconocimiento del idioma.

Pidió en la pensión que le llamasen a las seis y media de la mañana; así, pudo dedicar mucho rato al baño y a acicalarse todo lo posible. Cuando llegó a la conserjería del gran edificio, sentía un desánimo tal como no recordaba igual de hacía varios años, tal vez desde su charla con su amigo policía de Barcelona, cuando se le comenzó a pintar un futuro peligroso a causa de un malentendido monstruoso.

¿Cómo iba a conseguir que le valorasen profesionalmente, si cada vez que le ordenasen un trabajo tendría que repreguntar una y otra vez hasta convencerse de haber entendido del todo?

Afortunadamente, el hombre con quien había hablado el día anterior resultó ser el jefe del estudio. Al parecer, Luis había tenido la fortuna de llegar en el momento preciso, porque el hombre estaba completamente desbordado de trabajo y buscaba dos dibujantes más. Preguntó su nombre al compañero de la mesa más cercana.

-Edison Barreto –respondió el muchacho.

-Oh, es tu nombre, claro. Gracias, yo me llamo Luis Melero. Pero te preguntaba por el de aquel tipo, el jefe.

-Ah. Se llama Jordi Lapuyade.

Luis dedujo que sería catalán. Pero el tal Jordi no le había hablado en ningún momento en español, aunque era evidente que le entendía muy bien. Además, la tarde anterior le habían dicho en la pensión que no se preocupase tanto por no hablar portugués, “porque aquí, en Brasil, toda la gente culta sabe español muy bien”. Le pareció muy extraño el comportamiento de ese hombre que, sin duda, debía de haberse dado cuenta de su apuro por no conocer el idioma.

Decidió no comunicarse con nadie de habla española, para obligarse a aprender portugués cuanto antes. A los dos meses, se entendía estupendamente y a los tres, muchos comenzaron a tardar en darse cuenta de que era extranjero. Sólo entonces decidió buscar centros de inmigrantes españoles.

Salvo en el consulado, no encontró ningún sitio que luciera una bandera española. Sólo muchas semanas más tarde, cuando le advirtieron de que debía buscar la bandera republicana, comprendió lo que pasaba. Encontró pronto un centro que pretendía ser el “consulado del gobierno republicano en el exilio”. En realidad, era una legación del partido comunista español radicado en el sur de Francia. Él era un proscrito en la España de Franco, pero le pareció que todas las personas de ese centro hablaban imitando consignas e ignoraban todo sobre la realidad española que él conociera bien hasta pocos años antes.

No le agradó esa gente, y de todos modos le pareció que nadie hablaba allí español verdadero, sino una mezcla bastante indigesta que llamaban “portuñol”. En realidad, prácticamente todos los españoles que vivían en Brasil hablaban la misma jerigonza. Decidió entonces que él llegaría a hablar un portugués aceptable, completamente diferenciado del español. No pasó mucho tiempo antes de que casi todos en la agencia elogiaran su aprendizaje del idioma.

Un día, el tal Jordi le pidió a la hora de la salida que esperase un rato. Extrañado, temió durante casi un cuarto de hora que le fuera a despedir. Cuando lo vio acercarse a su mesa, sintió un pellizco en el corazón.

-Necesito que hagas esta noche un “freelance”

Así llamaban en publicidad a los encargos realizados a deshoras, que pagaban como sobresueldos. Sintió gran alegría, porque hacía tiempo que cavilaba cómo aumentar sus ingresos.

-Tienes que hacerme cuatro “chats”. ¿Crees que podrás? ¿Tienes materiales?
Si necesitas algo, puedes tomarlo de aquí.

-No es necesario. Tengo materiales suficientes.

-Estupendo. ¿Cuánto vas a cobrarme?

-No tengo ni idea. Ponga usted el precio.

-Muy bien. Cuando llegues mañana hablaremos.

Todo el diálogo se había desarrollado en portugués. Jordi hablaba portugués verdadero, no el portuñol de los demás españoles. Su inglés era bastante defectuoso, más que el de Luis.

Luis tuvo que trabajar hasta las dos de la mañana y de modo muy incómodo, en la mesilla plana de su habitación de la pensión. Temió que los cuatro cartelones no fueran muy del agrado de Jordi, preocupación por la que le costó un poco dormir.

A la mañana siguiente, los dispuso sobre su mesa, a la espera de que Jordi acudiera. De inmediato, se acercaron dos de los compañeros. Uno de ellos, de rostro achinado y fuerte musculatura, escudriñó los cuatro trabajos por un rato y dijo al fin:

-Não é precisso que capriche tanto.

Un compañero le recriminaba que se hubiera esmerado demasiado. El reproche le alegró y le asustó a un tiempo. Le alegró porque supuso que Jordi también iba a encontrar bueno su trabajo y le asustó porque el que había hablado parecía muy enojado. De modo que los elogios de Jordi cuando llegó y el precio que ajustó, que suponía más de un tercio del sueldo mensual, casi no le impresionaron. Cuando Jordi se retiró llevándose los cuatro cartelones, Edison Barreto le dijo:

-Ten cuidado. A la hora de salida, no vayas solo; saldremos los dos juntos.

La advertencia le mantuvo inquieto todo el día, lo que sumado al cansancio de su sueño escaso, produjo el efecto de mantenerle en un desagradable estado de alerta que le hacía doler las entrañas.

Poco después del almuerzo, se acercó Jordi y se sentó junto a la mesa vecina.

-Rubén y todos estos tíos son unos vagos de cuidado –le dijo en español.

Rubén era el muchacho de rasgos achinados, pero Luis, acostumbrado a oír a Jordi hablarle en portugués, tardó en entenderle sin darse cuenta al pronto de que había hablado en español.

-Ninguno de estos jóvenes tienen tus agallas ni las mías –prosiguió Jordi.

Ahora, Luis comprendió que le hablaba en español procurando que no le entendieran los demás. Era sorprendente lo bien que discriminaba las dos lenguas, y más, que jamás le hubiera hablado antes en español. No comentó nada, a la espera de comprender algún día la conducta de Jordi.

-Pasado mañana, apenas vamos a trabajar porque pasará por la Paulista la reina de Inglaterra, que está visitándonos.

Nunca más volvió Jordi a hablarle en español. Todas las órdenes se las daba en portugués y conforme Luis fue perfeccionando el suyo, se percató de que Jordi lo pronunciaba de un modo muy relamido, lo que generaba algo de antipatía entre los demás dibujantes del estudio, que lo denominaban “la inquisición española”.

Los preparativos para celebrar el paso de la reina Elisabeth por delante del edificio fueron muy meticulosos. Todos los dibujantes recibieron la orden de dibujar las banderas de Brasil y el Reino Unido combinándolas, cada uno a su modo, en una cartulina de tamaño de medio pliego. A la hora prevista, todos los empleados de la agencia fueron acomodados en los despachos y salas que disponían de ventanas sobre la avenida Paulista, bajo las cuales se habían colgado los dibujos del estudio.

El jefe supremo de la agencia se llamaba Alex; no era el dueño, sino un cargo usado en publicidad en todo el mundo con la denominación de “presidente”, que sólo preside los aspectos creativos y que suele ser un publicitario de prestigio internacional. El tal Alex era un casi cuarentón, muy alto, esbelto y atractivo, por el que todas las empleadas suspiraban. A Luis le tocó un espacio junto a la ventana de ese “presidente”; una ojeada le reveló que además de él y del jefe, sólo había en ese despacho personas algo relevantes en la agencia, incluido Jordi Lapuyade; fue la primera ocasión en que Luis sospechó que su cotización en la agencia había alcanzado muy buen nivel.

La aproximación del cortejo fue anunciada por las sirenas de la policía. No era nutrido; sólo estaba formado por el coche descubierto de la reina, de pie junto al presidente de Brasil, y la numerosa escolta.

Avanzaban muy despacio, a fin de que la gente tuviera tiempo de verles y vitorearles. Durante una breve pausa del jolgorio de vítores, sonó pastosa, fuerte y muy bien modulada la voz de Alex:

-¡God shave the Queen!

Hubo una risotada mayúscula, más dentro del despacho que en la calle, pero también en la calle, ya que en vez del clásico “Dios salve a la reina”, Alex había gritado “Dios afeite a la reina”.