domingo, 5 de agosto de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero VIAJE POR EL FIN DEL MUNDO

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero

VIAJE POR EL FIN DEL MUNDO

La imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, acompañó a Luis gran parte de su inesperada y sorprendente aventura durante el viaje entre Buenos Aires y São Paulo.

Jamás había creído merecer el amor, porque en su niñez nadie de su familia le había mostrado amor; sólo recordaba hostilidad, reproches incomprensibles, golpes, bofetadas, patadas y sus propios gritos que jamás obtenían auxilio. No conseguía imaginar que alguien pudiera quererle porque sí, sin pedirle cualquier cosa a cambio. Jossef Gurwitz, cuya insistencia en seguirle por Buenos Aires tanto le había inquietado, quizá le quiso de veras. ¿Cómo era ello posible? Se trataba de un hombre bastante adinerado, triunfador en los negocios, muy guapo a pesar del exceso de peso, respetado empresario y padre ya de cinco niños varones. Aquella mirada triste de Pepe, casi encendida de lágrimas, mortificaba sus recuerdos mientras observaba vagamente los paisajes vírgenes y hasta selváticos, y los caminos sin asfaltar, con ríos y arroyos intermitentes que, a veces, el autobús debía cruzar por vados en el propio cauce.

En algún momento, circulando por la margen de un río, el conductor les señalaba un grupo de caimanes o algún felino salvaje en la otra orilla, animal que nunca llegaban a vislumbrar del todo. El campo domesticado y cuadriculado de los alrededores de Málaga era una visión remota, difícil de representar ante el esplendor y el caos vegetal que orlaba el camino, como un extraño y temible bosque encantado. El conjunto de la vegetación era más bien chaparra, sin muchos árboles esbeltos. Solamente de vez en cuando, tras un recodo, aparecía de repente uno de grandes dimensiones, como un gigante vengador que acechara al autobús. Cada vez que cualquier cosa le hacía sentir temor, se producía un fundido en su imaginación hacia la imagen menguante de aquel Pepe lloroso por su marcha. El pecho se le inundaba de nostalgia por lo que había perdido, nostalgia que le impedía temer las penalidades que pudieran esperarlo en São Paulo.

El viaje constituía una aventura en sí mismo. El pinchazo de una rueda, el cruce de un caudaloso y temible río en barcazas de muy frágil apariencia, los animales que cruzaban raudos los caminos frente al autobús y que apenas tenían los pasajeros tiempo de ver cuando el conductor los señalaba, los grandes pájaros que volaban sobre ellos como multitudes sorprendidas. Nada resultaba común para el conocimiento de Luis; y por sus expresiones asombradas, tampoco en el ánimo de sus compañeros de viaje. Y todo resultaba tan primitivo, tan puro… Pasaron días completos sin vislumbrar ningún detalle que le hiciera pensar en contemporaneidad. Ni asfalto, ni gasolineras, ni sembrados, ni MacDonals ni antenas. Nada más que la omnipresente tierra roja estampada de rodadas, los charcos fangosos donde los neumáticos resbalaban, la vegetación silvestre y alguna que otra cabaña como de películas del lejano oeste. Cruzaron varios ríos, tras resbalar descendiendo por pendientes lodosas, en barcazas que no comprendía cómo se mantenían a flote. No se dio cuenta de cuándo atravesaron fronteras, aunque en algún momento oyó al conductor comentar que habían viajado por Argentina, Uruguay y Paraguay, y ya se encontraban en Brasil, transitando por el sur de Río Grande del Sur. Su corazón palpitó un poco más fuerte que de ordinario, produciéndole un crujido de dolor; sintió que ya nunca iba a volver a ver a Pepe, no iba a poder preguntarle por qué se había quedado tan triste.

Cada determinado número de horas, los conductores iban siendo sustituidos. Cada uno se empeñaba en ejercer de “guía turístico” y hablaba de los alisos de río y los palos bobos, que Luis era incapaz de reconocer. Raras veces, entreveía un árbol muy parecido al jacaranda malagueño, que sólo después de muchos años supo que era en realidad un árbol sudamericano. Lo que más le asombraba eran las coloridas cotorras que se levantaban de desbandadas al paso del autobús.

Una lejana y extraña voz en lo más profundo de su pecho le advertía de que nunca merecería algo igual al sentimiento de Pepe. Jamás le había dicho nada ni le había confesado sentir algo por él. Nunca le había mirado de frente, con franqueza. Luis se hubiera mostrado sobrecogido de haberse producido una confesión. Pero el recuerdo de su mirada, en la madrugada del distanciamiento, le decía más que cualquier frase. ¡Tantas conversaciones junto a un vaso de vino que se habían perdido! ¿Por qué había fingido siempre no darse cuenta de la persecución? Ahora le parecía entender las razones de aquellos cautelosos seguimientos. No se le había ocurrido recordar que Pepe era un judío casado, con familia numerosa, preso y deudor de las convenciones más prejuiciosas de la civilización occidental. Debió haber forzado a Pepe a explicarse. Y ahora ya no le quedaba ninguna posibilidad de invitarle a cruzar miradas de inteligencia. Nunca volvería a verlo.

Sólo después de muchos años comprendió Luis las maravillas por donde había transitado. Nadie le habló entonces de las cataratas del Iguazú ni del Gran Pantanal. No los habían cruzado pero sí pasado muy cerca, y únicamente después de mucho tiempo descubrió esos lugares en documentales de televisión donde para su sorpresa, reconocía las masas boscosas. Intuía entonces, sin embargo, que se dejaba prodigios en la carretera, por lo que se propuso viajar a la selva verdadera en cuanto tuviera ocasión.

El paisaje fue dejando de ser tan húmedo. Desaparecieron los grandes ríos y únicamente aparecían estrechos cursos lodosos. De vez en cuando, el autobús era envuelto por nubes oscuras, a veces de polvo y otras de moscas.

Viajaban ya a través de Rio Grande del Sur, el estado más templado de Brasil, en teoría, pero pasaba mucho calor. Según se dirigían a Porto Alegre, muchas de las casas de madera presentaban en los cobertizos tasajos de carne colgados a secar. Enjambres de moscas ennegrecían la carne. Preguntó a su compañero de asiento para qué colgaban la carne así.

-Es para elaborar nuestro plato más típico, la feijoada.

El estómago de Luis dio un repullo. Jamás iba a probar ese plato. En realidad, presentía que iba a comer muy poco en Brasil.

-Eres español, ¿no? –afirmó más que preguntó su compañero.

-Sí –respondió Luis-. ¿Cómo lo has adivinado?

El hombre, de unos treinta y cinco años, hablaba bien español aunque era, evidentemente, brasileño. Le extrañó que hubiera distinguido su acento, español y no porteño.

-Enseño español en Río de Janeiro. Percibo bien los diferentes acentos de tu lengua.

-¡Qué interesante! ¿Será difícil aprender portugués?

-No, qué va. Con que te abstengas de hablar con hispanohablantes los primeros dos o tres meses, bastará para que te des cuenta de las diferencias del portugués, que son mínimas. Son idiomas que cada cual parece un dialecto del otro. Ya verás. Y todos los brasileños cultos se defienden bien en español. Irás aprendiendo portugués hablándolo diariamente, sin darte cuenta. ¿Qué vas a hacer, turismo?

-No. Tendré que trabajar porque quiero quedarme un tiempo.

-¿Qué sabes hacer?

-Publicidad.

-Oh. Muy bueno. Será fácil. Ve a una avenida que se llama Paulista, donde hay tres o cuatro grandes publicitarias. Seguro que alguna de ellas te da empleo. Me llamo Wilson.

Luis estrechó la mano que le ofrecía.

-Yo soy Luis, con ese.

-Ya has notado que aquí escribimos Luiz con zeta, ¿eh? Desafortunadamente, vivo en Río. Pero igual te daré mi dirección, porque supongo que alguna vez irás por allí.

-Sí, desde luego. Cuando llegue el carnaval. Además, tengo familia en Río.

-¿En qué calle?

-Barata Ribeiro.

-¡Qué casualidad! Eso está muy cerca de donde vivo yo, en Copacabana.

-Copacabana, ¿de veras?

-Sí.

-Consideraba que mis parientes serían pobres.

Wilson no respondió. Miraba el paisaje abstraído. Sin perder el hilo, tras unos minutos dijo con voz gutural:

-La riqueza y la pobreza tienen en el Brasil dimensiones muy diferentes de las europeas. Puedes encontrarte favelas de aspecto mugriento en sus fachadas, que están equipadas interiormente con toda clase de electrodomésticos, televisión, aire acondicionado… Las fantasías de carnaval más lujosas y espectaculares de Río bajan de las favelas. Sin embargo, sé de familias de Copacabana que viven muy modestamente, con lo justo, pero aparentando más de lo que tienen. Con el tiempo, te darás cuenta de que la sociedad brasileña es un tanto exquisita, sobre todo la carioca.

Luis no entendió al pronto que una sociedad pudiera ser calificada de “exquisita”. Tardó algún tiempo en aprender que esa palabra significaba “raro”. Miró de reojo a Wilson; era un treintañero apuesto que se expresaba de manera educada. Este pensamiento fue aniquilado nuevamente por el recuerdo de Pepe achicándose mientras el autobús se alejaba. El examen de su vecino le pareció que constituía una especie de adulterio contra Pepe. Fijó su mente en el esfuerzo de contemplar lo que el conductor iba señalando a viva voz, tratando de no escuchar a Wilson.

-Vas a tener un gran éxito social en São Paulo; tienes un tipo físico que vuelve locas a las brasileñas y además eres muy guapo. Por tu manera de hablar, deduzco que eres más culto de lo que corresponde a tu edad. Así que, muchacho, prepárate para la conquista de Brasil. Conviértete en un bandeirante.

Su imaginación se enredó en una inesperada asociación de ideas; El tiempo vivido en Argentina había sido el más feliz de su vida. Durante ese tiempo había tenido amigos sin temerles, había participado de reuniones y festividades familiares, había sido elogiado y celebrado… Nada de eso había tenido jamás en Málaga. Todo lo vivido en su ciudad había sido tan tétrico, que por fuerza la normalidad de su vida en Argentina tenía que parecerle excelsitud. Pero él no lo sabía. Su mente se recreaba en la felicidad de los asados en Ezeiza, los partidos de fútbol en Palermo Chico, los paseos gastronómicos por la Costanera, las fiestas de cumpleaños los 9 de agosto, onomástica que jamás había sido festejada en Málaga. Hasta el rito del mate, que tanto le repugnara al principio, se magnificaba en el recuerdo como un sortilegio.

Su primer mate lo había “sufrido” en la ciudad de La Plata. Una vecina de asiento en el avión lo invitó a visitarla porque “La Plata está muy cerquita de Buenos Aires y es muy hermosa”. Fue a los pocos días, causando una sorpresa a aquella muchacha que, al parecer por su expresión, no esperaba que se cumpliera la visita. Como acostumbraban a hacer los argentinos, la familia lo invitó a comer y, en la sobremesa, se pusieron a cebar el mate. Observó que todos sorbían del mismo pitorro plateado y a cada comensal, añadían al contenido de la calabacita azúcar y agua hirviente, de una cafetera que llamaban “pava”. El hombre sentado a su lado era un viejo de casi ochenta años, muy desdentado. Luis sintió una repugnancia indisimulable cuando le pasó el mate; negó con la cabeza y se lo pasó al siguiente. Unos meses más tarde, se había aficionado tanto al mate, que sintió remordimientos por aquel primer desaire.

Nunca jugó al fútbol en Málaga. Los vecinos de su edad sí lo hacían, en el lecho de un apestoso torrente llamado Guadalmedina, pero Luis jamás fue invitado. Había muchos jóvenes en Buenos Aires que durante el descanso para el almuerzo y la siesta, jugaban al fútbol en cualquier espacio cercano a su lugar de trabajo. Cuando trabajaba en la calle Pueyrredón, sus compañeros comían poco, todo lo más un par de empanadas, y corrían a pelotear en Palermo Chico. Luis se encontró jugando con toda naturalidad; decían que lo hacía muy bien como defensa.

Tantas cosas había experimentado por primera vez en Buenos Aires, que consideraba que nunca había vivido de verdad en el pasado. Antes de convertirse en un adulto completo, había vivido una niñez, adolescencia y juventud acelerada, comprimidas como un cursillo de verano. Buenos Aires le había obligado a sentirse parte del género humano, del que su familia le había forzado a dimitir. Las tertulias de Los Inmortales brillaban en el recuerdo como un anuncio de neón. Los peregrinajes por las cuevas del tango, con grupos de amigos en los que solía ejercer de líder, constituían su verdadera primera experiencia adolescente. Las salidas del almuerzo junto con sus compañeros de trabajo, representaban la camaradería que no había tenido en las salidas de Málaga, donde siempre sentía miedo ante cualquier confidencia susurrada entre dos contertulios. Se trataba de un miedo paralizante, como una glaciación que le cayera por los hombros, espaldas abajo. Era una mortificación tan imponente, que le obligaba a renunciar a encontrarse con nadie durante meses. Meses durante los que no desaparecía del todo el dolor producido por el peso y el helor del hielo.

El paisaje iba volviéndose algo más domesticado según se dirigían a Porto Alegre. Había sembrados reticulares y granjas. Granjas enormes, como Luis sólo las había visto en las películas.

-Este paisaje te resultará más reconocible –señaló Wilson.

-¿Has estado en España?

-Sí. Y en Italia. Fui a hacer un máster de latín en Florencia y a perfeccionar mi español en Segovia.

-¿Estuviste en Florencia? Verías los jardines del Palacio Pitti.

-¡Qué maravilla! Nunca olvidaré ese paisaje de colinas ajardinadas.

-Yo tampoco lo olvidaré. Yo soy de Málaga, una ciudad que es la más montañosa de España, pero está a la orilla del mar. La ciudad ha sido construida tradicionalmente en una estrecha faja de detritus de la montaña resbalado hacia la playa. Desde que conocí los jardines Pitti, he predicado en Málaga la necesidad de crear parques en las colinas. Concretamente, tenemos una finca llamada Virreina que, llena de árboles y flores, sería como los jardines Pitti. Lo he comentado en artículos escritos gratis para los periódicos locales, pero nadie me ha hecho caso.

-Vaya, Luis. Es la primera vez que hablamos, pero me basta para comprender la enorme vida interior que posees.

-¿Te parece?

La primera vez que notó que Pepe lo acechaba no sintió temor. Sólo curiosidad y, en el fondo, alegría. No vio su cara de frente, pero una parte de su mirada subconsciente le dijo que había girado la cabeza violentamente al mirarlo. Sintió alegría por el encuentro que creyó fortuito. Iba a tener la oportunidad de alternar con uno de sus jefes y, tal vez, podrían tomar juntos un café o algo. Fue acercándome hacia donde él se encontraba, vadeando los numerosos expositores de ropa. Pero conforme Luis se aproximaba, Pepe fue distanciándose hasta perderlo de vista tras una estantería. Luis no fue consciente del todo de que estuviera evitándole; sintió gran curiosidad. El temor nació semanas después, tras descubrirlo cerca en varias ocasiones y escenificar Pepe la misma conducta. No llegó a imaginar qué debía temer, pero el temor nació en su ánimo independiente de sus reflexiones.

Nunca compartió ese temor con ningún compañero, ni siquiera con Rossi. Le daba vergüenza. Creía que la confesión le haría parecer presuntuoso. Debía estar equivocado; tal vez se trataba de casualidades. Aunque Pepe abonaba su extrañeza cada vez que entraba en el estudio; siempre eludía mirarle, aunque Luis estaba seguro de que lo hacía de reojo. Una vez lo vio en una confitería de los bajos de la empresa. Estaba sentado junto a una mesa frente a su mujer y sus tres hijos más pequeños, los que todavía eran muy niños. Se sintió turbado, porque fue evidente que Pepe bajaba la cabeza al mirarlo. No se dio por enterado de su presencia ni intentó presentarle a su familia. Permaneció obstinadamente mirando a su mujer con el cuello rígido, mientras Luis realizaba las compras. Al salir a la calle, Luis volvió la cabeza y notó que Pepe lo estaba mirando a través del escaparate.

-Tenemos que estar llegando a Porto Alegre –comentó Wilson.

En efecto, comenzaban a abundar las construcciones, como prueba de que se encontraban en los aledaños de una ciudad.

-Porto Alegre es nuestra ciudad más europea. Hasta el clima parece europeo.

Luis calló. Por ahora, nada tenía aspecto de europeo. Ni el alto porcentaje de casas de madera ni la vegetación, que parecía intentar expulsar la civilización y recuperar el área para el bosque.

-También la gente es diferente –insistió Wilson-. Ellos son diligentes, como si fueran portugueses o españoles, no son como los cariocas y mucho menos como los bahianos, que pensamos más en la diversión y las borracheras que en ahorrar. Aquí son tan ahorrativos, que hasta llegan a parecer un poco mezquinos.

Luis mantuvo una expresión neutra. Era muy ahorrativo pero no se consideraba mezquino. Ahorraba por necesidad y seguramente tendría que seguir haciéndolo. Dio un giro a la conversación.

-¿Es verdad que los cariocas sois tan liberales?

-Un poco, sí. La política no nos importa mucho, lo que más nos interesa es el carnaval. Y en el sexo, casi todos somos bisexuales.

Luis miró al frente, ruborizado. Ningún español habría hecho una confesión así ante un desconocido.

-Tan bisexuales… que a mí no me importaría tener una aventura contigo. ¿Quieres que me quede una noche en São Paulo, en vez de seguir de inmediato para Rio.

Luis negó con un hilillo de voz. El rubor no desaparecía.

-Bueno –prosiguió Wilson- La verdad es que alguien me espera, impaciente. Sería muy desconsiderado quedarme una noche más fuera.

Cuando llegaron a São Paulo era noche cerrada. Transitaron tanto tiempo por calles y avenidas interminables antes de llegar a la estación “rodoviaria”, que resultaba obvio que se trataba de una ciudad enorme, aunque mucho más desordenada que Buenos Aires.

¿Había terminado su etapa de felicidad juvenil?