martes, 21 de agosto de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero . ANHANGABAU, VALLE DEL DIABLO


CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero

Anhangabau -VALLE DEL DIABLO-

Por suerte, había tomado la precaución de buscarme dónde vivir antes del viaje a São Paulo. La dirección de la pensión me la proporcionó el hermano de mi compañero Raúl, el fotógrafo de la agencia, que residía en São Paulo hacía varios años. Una dirección tan fácil, que la aprendí de memoria mucho antes de salir de Buenos Aires, de modo que se la dejé escrita a los muchos amigos que descubrí tener en aquella mágica ciudad. Una fortuna inesperada. Suponía que al menos dos o tres mantendrían correspondencia conmigo, porque no quería olvidarme de lo maravillosa que había sido mi vida en Buenos Aires.

Menos mal que había tomado esa precaución, porque ya desde la llegada del autobús al laberinto infinito de sus calles descubrí que era la ciudad más caótica que había conocido. Y fea. Me pareció que ya era muy tarde para telefonear al hermano de Raúl y me dispuse a tomar un taxi. No había ningún vehículo y sí una cola de ocho o diez personas tratando de conseguir uno.

-No puedo dejarte ir solo -me dijo Wilson, mi compañero del autobús, del que ya me había despedido minutos antes.

Ante mi expresión perpleja, continuó.

-Eres demasiado ingenuo para coger solo un taxi en São Paulo, a estas horas y sin hablar portugués. Te estafarían de un modo feroz. ¿Tienes algún sitio donde ir?

-Sí, el hermano del fotógrafo de la agencia donde trabajaba me indicó una pensión barata.

-¿Dónde?

-Avenida São João.

-Ah, perfecto. Está junto a Anhangabaú, la plaza más céntrica de São Paulo, por donde yo tendría que pasar por fuerza para ir a mi hotel. Así que vendrás conmigo y el viaje te saldrá gratis.

Tardamos mucho en acercarnos a ese lugar, aunque parecíamos estar siempre en el centro.

-Ya vamos a llegar –dijo Wilson.

-Para la hora que es, hay mucho tráfico –señalé.

-Aquí siempre lo hay. Ya verás de día. Es un sitio con un tráfico infernal. El nombre de Anhangabaú le va muy bien, porque dicen que significa “valle del diablo” en la lengua de los indios que habitaban aquí. Imagina si el tráfico es insufrible, que muchos empresarios se desplazan en helicóptero, por lo que la mayoría de esos rascacielos tienen helipuertos en las azoteas.

El taxi se acercó a la acera junto a una esquina.

-La dirección de tu pensión está a un par de manzanas –dijo Wilson-. ¿Quieres que te acerquemos o podrás ir andando? Es que sería muy complicado dar la vuelta para volver aquí, a fin de seguir hasta mi hotel.

-Por supuesto que puedo caminar. No te molestes más. Y “muito obrigado”.

Wilson sonrió al ver que al menos ya sabía decir “gracias” La pensión se encontraba casi a la entrada de la avenida de São João, lo suficientemente cerca del hervidero de Anhangabú como para que yo tardara en pegar ojo. Ambulancias, trifulcas de noctámbulos borrachos, patrullas de la policía…, un ruido constante que en mi duermevela llegó a ser monótono, de modo que no supe recordar al día siguiente si había soñado o imaginado. Pero sé que aquella imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, estuvo ante mis ojos la mayor parte de la noche.

La lejana imagen de Pepe se enmarcaba en un pequeño rectángulo colgado de una nube. Evidentemente, había vivido en una nube todo mi tiempo en Buenos Aires; estimulado por mi recién descubierta valía personal, había gastado demasiado esfuerzo en mirarme sin contemplar nada más. Ni siquiera mis propias necesidades de amor. Me complacía tanto la cantidad ingente de amistades, muy superior a las que había tenido toda mi vida en Málaga, Barcelona y Milán, que no eché de menos el placer auténtico, el sexual. Las insinuaciones constantes me parecían claras ahora, en São Paulo, al recordarlas, pero nunca las había tenido en cuenta en la realidad material de mi extraño paraíso porteño.

Había llegado a Buenos Aires sangrando por incontables heridas del alma, que cicatrizaron del todo; ante mi sorpresa, Buenos Aires me había reconstruido, de modo que la opinión sobre mí mismo se elevó hasta la gloria. Una gloria donde sólo tenía ojos para mi propia humanidad reconstituida. Pero el adiós de Pepe me había dejado una herida en el corazón. Él había sido cauto, reservado, tal vez miedoso, porque era padre de familia, gozaba de una posición estupenda en una sociedad más bien formalista, era judío y debía de estar sometido a jueces muy severos. Pero yo había sido un estúpido colosal al no comprender en tantos meses lo que él sentía.

No es que mis entenderas carecieran de referencias. De mi triunfo social en Buenos Aires, buena parte de los entusiastas habían sido hombres, que velada o claramente me habían hecho propuestas inteligibles inclusive para alguien tan obnubilado como yo. A veces, también algunas chicas me habían invitado a un trío con sus novios. Pero aunque había aprendido a respetarme y amarme, persistía un bloque de circunspección, fruto más o menos de mi educación religiosa, que me impedía toda transgresión; ni siquiera imaginarla. En varias ocasiones, algunos de esos hombres y mujeres me habían encandilado como para entregarme a ellos, pero ese bloque, inmaterial pero duro como el mármol, me había frenado siempre. De haber sabido a tiempo lo que Pepe anhelaba, seguro que me habría ofrecido a él sin demasiada vacilación.

O sea, que sin darme cuenta del todo, yo había estado no enamorado, pero sí encandilado por Pepe. El último sueño de esa noche, breve como los demás, me situó ante un Pepe ingrávido, luminoso, etéreo; sonreía sin ocultar su llanto y yo le besaba para consolarlo.

Pero en el instante del beso, me despertaron golpes en la puerta. Como el pestillo no estaba echado, me levante presuroso para no dar tiempo a quien fuera para que entrase. Abrí y era la casera, con quien prácticamente no había cruzado ni una palabra la noche anterior, por lo cansado que llegué tras acarrear a lo largo de dos manzanas la pesada maleta con todas mis posesiones materiales.

-Esta mañana, llegó esta carta para usted –me dijo.

No reconocí la letra, por lo que miré el remite muy extrañado. Era Pepe quien me escribía. Di las gracias y cerré la puerta apresuradamente.

“Caro Luis:

Cuando llegué esta mañana a la agencia después de despedirte, todo me pareció gris y mustio. Y no por la falta de sueño. Las oficinas se habían convertido en una especie de funeraria por la actitud de todo el mundo. Las secretarias, tus compañeros del estudio, la gente de tráfico, los directores y ejecutivos de cuenta. Nadie te nombraba pero daba la impresión de que estabas en la mente de todos.

Sentado en mi despacho, traté de concentrar mi atención en los asuntos pendientes. Ya sabes, las campañas de la marca de ropa y los caramelos. Preguntándome quién podría materializar esas campañas, sólo se me ocurría pensar en vos. Imaginá lo que habría dicho Rossi.

No sentía apetito. Graciela me llamó dos veces para preguntarme si iría a comer a casa, y al final le dije que no. No quería comparecer ante mis hijos con el pensamiento lleno de vos. Ellos, más que Graciela, habrían descubierto de inmediato que algo me pasa, así que preferí seguir añorando el latido de tu mano en la mía a solas. Telefoneé a la churrasquería de la esquina y pedí que me subieran un bife de chorizo, una ensalada y una botella de vino.

La falta de sueño sumada al vino, hizo que me quedase dormido en el sofá. Cuando desperté, ya eran las cuatro y media de la tarde. Tardé mucho en recobrarme. Extrañé despertar en un sitio que no reconocí al pronto. Al enderezarme, la primera imagen que me vino al pensamiento fuiste vos, encerrado en el cristal de la ventanilla del autobús. ¡Cuánto debimos decirnos y no nos dijimos! ¡Qué necio fui al no hablar sinceramente con vos! Lo más grave que habría podido pasarme era que me dijeses que no, pero no lo creo. Mi corazón no me engaña.

Me asomé a la ventana y contemplé largo rato la Casa Rosada. Aunque la vista es bastante esquinada, daba para darme cuenta de cuánto movimiento había a pesar de lo avanzado de la tarde. Cuando dejé mi despacho ya era casi la hora de salida. Me dirigí al estudio, donde había un silencio letal. Ya no se escuchaba tu voz cantando a dúo con Rossi ni tus monólogos sobre la maravilla que es España. Todo el mundo estaba callado y ensimismado.

Pero mi entrada produjo un efecto curioso. Rossi, Fabricio y Gustavo comenzaron a hablar los tres a la vez. Como no entendí qué decían, pedí silencio y le pregunté a Rossi.

-¿Qué decías?

-Que nos repatea la pija que Luis se haya ido.

Fue como si Rossi abriera la veda. Todo el mundo en la agencia se puso a lamentar casi a la vez que te hayas ido.

¡Cuánto voy a echarte de menos!

Pepe”

Tuve que leer la carta cinco o seis veces hasta digerirla del todo.

¿Había sido una equivocación irme de Buenos Aires? ¿Tan importante era de verdad volver a España?

Siempre había sido sumamente infeliz en Málaga y tampoco Barcelona era para celebrarla.

¿Merecía España mi fidelidad? ¿No debería volver a Buenos Aires para quedarme?