lunes, 1 de febrero de 2010
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ, VI Capítulo
VI
El Templao notaba el escepticismo de Mani. El chico que antaño había elegido luchar con tenacidad conmovedora por convertirse en su amigo, se estaba distanciando aunque ni él mismo se diera cuenta. Para su propia sorpresa, le enternecía evocar aquellos días del verano de 1934; Mani era entonces todavía un niño con aire de querubín barroco, mientras que él, trabajador del puerto, era ya un musculoso y exuberante casi adulto, muy admirado en el barrio; la adoración y persecución del muchacho la había interpretado sólo como un intento de pedirle venia para enamorar a su hermana Inma, pero el día a día le fue demostrando que, por alguna razón inexplicable, el chico ansiaba su aprobación y su amistad. Inexplicable, porque la madre de Mani era vista por los vecinos como una especie de reina destronada y a sus cinco hijos se les consideraba los más sabios y con mejor futuro del barrio.
Siempre había temido que Mani acabase dándole de lado. El adolescente que todavía no alcanzaba del todo su estatura, era en realidad mucho más poderoso y listo que él. Más grande. Sus capacidades no podían compararse. Mani razonaba como una persona mayor muy sabia, poseía una cultura que no imaginaba de dónde habría sacado, ya que apenas había ido a la escuela; poseía el aplomo propio de quien está al cabo de la calle, y la autoridad y el liderazgo le surgían de modo natural, sin esfuerzo ni ampulosos gestos de dominio.
Mani iba a lograr sin esfuerzo posiciones en la vida que él no podía ni soñar. Siempre intuyó que llegaría el día en que tuviera que decirle adiós, pero le dolía enormemente el temor de que ocurriera tan pronto, y más contando con las dificultades por las que estaban pasando.
Los jardines de las mansiones convertidas en cenizas por los sucesos de julio del año anterior, dejados en libertad, estaban preparándose por su cuenta para la primavera que ya se presentía por todos lados. Almendros nevados, algodonosos por las flores; hermosas rosas precoces, cascadas de madreselvas que ya perfumaban las tapias encaladas, yucas desafiantes como ejércitos de lanceros; unos ficus a los que llamaban “falsos magnolios”, mostraban ya los conos que se convertirían sin tardanza en hojas nuevas y en hermosas flores muy fragantes.
-Míralo. Ahí va otra vez –indicó el Templao, señalado un lustroso coche que les había sobrepasado deprisa.
-¿Quién?
-El Quini. Pareció que se iba pal Palo, pero se ve que ha dado marcha atrás. Creo que también está buscando el consulado de México.
-No parece él –observó Mani con tono demasiado terminante.
-¡No paras de discutirme, Mani!
-¿Qué te pasa, Guaqui?
-Que ná de lo que digo te parece bien. Se nota que me consideras un chalao sin vista ninguna. ¡Ese que va ahí es el Quini, como que me llamo Joaquín!
-¡Tranquilízate, Guaqui!
-¡Qué coño estás diciendo! -tronó el Templao. Yo estoy mu tranquilo
-Bueno, Guaqui, está bien. Tendrás razón, pero… Si ha conseguío salir de la cárcel, tan tranquilo, por qué iba a ir en busca de refugio político.
-¿Y quien dice que vaya a buscar refugio pa él, Mani? ¿Es que no puede estar buscando también a alguien, como nosotros?
Mani asintió y hundió la barbilla en el pecho. Le había alarmado la explosión temperamental del Templao. ¿De verdad lo trataba con desafección altiva? Lo quería y lo necesitaba tanto, que no podía ser verdad. Debía de tratarse de una impresión poco objetiva, ya que el Templao, tan audaz y jactancioso, no dejaba de tener sus pequeñas manías y complejos.
Pero, ¿y si tenía razón? ¿Qué podía estar ocurriéndole? Lo padecido durante la desbandá ¿le había cambiado? La experiencia debía de haber sido como una fragua para todos los que habían corrido, una fragua ardiente que les había fundido de nuevo. Necesitaba al Chafarino; necesitaba que serenase su espíritu afligido con aquella voz tronante de marinero viejo; necesitaba que aclarase sus dudas, necesitaba sus sabias lecciones. Entre lágrimas que intentó que el Templao no advirtiera, evocó la noche terrible de los preparativos de la huida. Cuando fueron en busca del Chafarino para avisarle de la escapada de toda la familia y para ver si él necesitaba algo.
Al salir a la anchura de la playa, miró el emplazamiento de la choza con incredulidad. De la frágil construcción de cañas y restos de barcos no quedaba casi nada, sólo el amontonamiento de rescoldos y una mancha pardusca de arena carbonizada que desprendía todavía débiles madejas de humo. Quería creer que se había equivocado a causa del cañaveral incendiado, y que ése no era el lugar donde el Chafarino vivía, sino cualquiera de los otros cañizos alzados en la playa por los marineros. Buscó en todas las direcciones con mirada extraviada, ansiando que uno de los dioses que el anciano inventaba hubiera desplazado milagrosamente la cabaña hacia otro punto; ansiaba recuperar el sentido de la orientación y descubrir dónde estaba la choza y que el Chafarino abriera la puerta con un tazón caliente de caldo de pescado en la mano para reconfortarle del frío como un puñal que sentía en el corazón. Gritó. Llamó con todas sus fuerzas al Chafarino, hasta que se le quebró la garganta, acartonada. Sólo respondía el rumor de la brisa indiferente y el crepitar del fuego del cañaveral. Entonces, lo vio; era una masa carbonizada como todo lo que lo rodeaba, pero sabía que eran los restos de su amigo. Se arrodilló junto a él, extrañado de que en ese pedazo de carbón ceniciento pudiera reconocer tan fielmente a quien, ahora lo sabía, había querido tanto; creía poder ver sus pupilas estériles que, sin embargo, tan fijo parecían mirar; su sonrisa entre socarrona y comprensiva y sus hábiles pasos a través de los estorbos del mundo; creía escuchar sus palabras sabias mientras ansiaba con todo el alma poder volver a oír lo que antes creía que eran desvaríos y ahora necesitaba como agua fresca en medio del desierto. Alzó con rabia los puños al cielo, esperando que alguien le diera una explicación, que respondiera al enigma de por qué una bomba traicionera había destruido tanta sabiduría inofensiva, tanta capacidad de dar, tanta generosidad. Sabía que estaba llorando y no se avergonzaba; tenía que llorar ahora todo lo que pudiera, para no tener que llorar por siempre la ausencia del que, sin pretenderlo ni saberlo, había sido verdaderamente su padre. Un bocinazo, con el que el Templao le comunicaba su impaciencia, le recordó que tenía muchas cosas que hacer y buscó con los ojos el punto donde antaño se alzaba de la arena la proa de la jábega que al Chafarino le servía de fogón, marcado claramente todavía por la silueta de la barca quemada; tomó uno de los pedazos de tabla que habían sobrevivido al fuego, y con él fue escarbando un hoyo a través de las ascuas y la ceniza. El lío de las armas estaba tal como lo recordaba, enterrado a más de medio metro de profundidad, preservado de la humedad gracias a la pericia del Chafarino. Recuperar las tres pistolas y las abundantes municiones, alivió un poco su congoja. Corrió hacia el camión y supo disimular la tristeza ante el Templao, para no añadir un lastre más a todo lo que iban a tener que penar a lo largo de la noche.
Hasta aquella noche, Mani no había tenido oportunidad de descubrir cuánto quiso al anciano sentencioso y ciego que, sin poder leer, poseía más libros que nadie que hubiera conocido. Fue el guía de sus primeros años de adolescente, el padre que no había tenido, la fuente de los principales hechos históricos que conocía. Durante tres años, y a causa de haber ido con Quini a la playa, el Chafarino había sido su mentor, el maestro amable y comprensivo que compensaba sus frecuentes faltas a la escuela.
Se dijo que si el Chafarino viviese, sus angustias y apremios no existirían. Ni sentiría tanta necesidad de encontrar a doña Elena.
Ahora, caminando hacia el consulado de México, Mani no conseguía sustraerse al temor de que pudiera cambiar algo en sus sentimientos hacia el Templao, cualquier cosa que no consiguiera controlar. También a él lo necesitaba y sabía que, tan fornido y valiente como era, el Templao lo necesitaba igualmente a él. Sacudió la mano junto su frente, a ver si conseguía apartar tan agorero pálpito.
Había un despliegue de militares muy ostentoso ante la verja del consulado de México. Españoles e italianos; curiosamente, no constituían una formación homogénea; los italianos estaban a un lado y, en el otro extremo, los españoles. Estos no permitían pasar a nadie, para que no aumentase el número de refugiados políticos. En los pasos que recorrieron desde que los avistaron hasta que llegaron cerca, detuvieron a cuatro que metieron forzadamente en un coche cerrado.
Sin embargo, Quini, vestido con un ridículo traje de cuadritos de color marrón, se apeó con desparpajo del coche y habló con uno que parecía sargento, que lo dejó pasar abriéndole servilmente la puerta de la verja.
Los dos muchachos se miraron entre sí, asombrados, con incredulidad.
-Mani, creo que no nos conviene acercarnos –dijo el Templao.
-Tienes razón –concordó Mani-. Será mejor que nos quedemos un rato por aquí, viendo a ver el percal.
Transcurrió algo más de media hora. Mani continuaba cavilando sobre el estado de su relación con el Templao que, a su vez, lo miraba constantemente de reojo, como si esperase algo que no acababa de producirse.
Vieron salir a Quini de la villa sólo cuarenta minutos después de entrar; pasó entre los refugiados del jardín mirándolos atentamente, como si buscara a alguien; cuando el sargento que le había dado paso lo vio acercarse, abrió la verja con el mismo servilismo que a la entrada y casi una reverencia.
-¿A quién se habrá follao ése? -ironizó el Templao en un murmullo.
Con el pie ya en el estribo para entrar en el coche, Quini miró en su dirección; Mani y el Templao creyeron que era una mirada casual pero muy pronto cambiaron de idea cuando Quini volvió a salir del coche y corrió hacia ellos.
-¿Qué hacéis aquí? Comentan que habéis muerto.
-Po mira tú –respondió el Templao-. Estamos vivitos y coleando.
-¿Intentáis refugiaros en el consulao?
-No, que va –respondió Mani-. Tratamos de encontrar a la de los barcos.
-No está ahí –informó Quini con seguridad-. Ni en los demás consulaos; media Málaga se ha refugiao en dominios extranjeros… ¡qué pechá! Oí decir que la de los barcos está en el Hospital Militar.
-Tampoco está allí. Ya hemos preguntao –afirmó el Templao.
-Pero estar, ha estao –afirmó Quini con rotundidad-. Como estuvo el hijo del barbero, el Serafín; pero ya se ha ío; ahora anda detrás de los italianos a toas horas. ¿Por qué no buscáis a la de los barcos por el Compás? No sé quién, me dijeron que una prima suya vive por allí. Me lo contaron en la calle… ¿Has visto ya a tu Inma? –preguntó al Templao.
Sobresaltado, éste examinó la expresión de Quini con suspicacia, antes de responder.
-Mi Inma ha muerto –dijo con un quejido.
-¡Qué va! –discrepó Quini.
Con los ojos desorbitados y un escalofrío recorriéndole la espalda de modo fulminante, el Templao preguntó:
-¿Qué quieres decir?
Quini, antaño quinqui irrecuperable y ahora disfrazado de persona respetable, aunque ridícula, eludió de modo forzado las dos miradas, compuso una expresión desencajada y titubeó:
-Que… yo… No, nada, olvídalo. Me habré confundío. Mirad, si queréis ustedes un consejo, echar a correr y perderos de aquí. Iros con el loco de la playa.
-También ha muerto –dijo Mani
-¿Qué el Chafarino ha muerto? ¡Qué va!