DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
Capítulo VIII
-La Paca me ha contao que asegurabas que eres mi nieto… -dijo doña Elena.
Había pasado menos de una semana desde la última vez que la viera y no podía haber cambiado más su aspecto. Muy repeinada con sus ondas grises en las sienes y coquetamente maquillada, vestía un jersey lila y azul que se le ajustaba al cuello y las muñecas, como para disimular las heridas de la sarna, pero ya no se rascaba constantemente.
-¿Le molesta que haya dicho eso? -preguntó Mani, preocupado.
-No, qué va. Me ha encantao. En realidad, eres de verdad casi mi nieto. Pero tienes que comprender las precauciones de esa muchacha. Vino sin resuello, diciéndome que me buscaban. Pasó lo menos media hora contándome los detalles. En seguida me di cuenta de que eras tú y tu amigo el grandullón y, en cuanto lo comprendí, la mandé que corriera a traerte pacá.
-¿Qué le ha dicho el médico?
-Que esto no es tan grave y que me curaré en pocos días. Ya ni tengo picores. ¿Estás seguro de que murieron todos?
A Mani se le saltaron las lágrimas mientras asentía.
-¡Pobrecillo! ¿Dónde has dormido estos días?
-En el campo. Anoche, en La Virreina, al lao de una chumbera.
-¿Tampoco tu amigo tiene donde ir?
-No.
La anciana meditó unos instantes, cabeceando. Tenía delante de sí a la única persona por la que podría sentir la necesidad de seguir viviendo. Era necesario anticiparse.
-Baja a decirle a tu amigo que suba. Por lo menos hoy, puede comer y dormir aquí. En cuanto a ti, voy a mandar venir a mi peluquera, pa que te tiña de castaño esa pelusilla que te queda en la cabeza.
Terminado el almuerzo, todos remolonearon conversando en la sobremesa, mientras la prima de doña Elena sacaba una bandeja de borrachuelos de la última navidad. El Templao se apresuró a coger uno, pero sólo dio un bocado; sabía rancio.
-Dice Rosario –comentó doña Elena, señalando a su prima-, que están encarcelando a muchos, principalmente de los que huyeron. Tu madre no tenía que haberse ido.
-Mi madre –afirmó Mani- no habría dejado que sus hijos se fueran sin ella ni muerta. Al final, toda la familia está junta como ella quería, menos yo.
Doña Elena asintió con expresión muy triste. Alzó la mano y acarició las cejas casi invisibles de Mani, como cuando la fiesta de carnaval.
-Menos mal. Tú eres muy superior a tus hermanos. Miguel era uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida, igualito que tu abuelo, pero era muy inconsciente. De Ricardo no me acuerdo mucho, pero por lo que sé era bastante majareta y un poquillo miserable. Paco era muy serio, demasiao pa su edad, pero los rusos le habían lavado el cerebro. Antonio era un loco suicida que expuso a tu familia al peligro demasiadas veces. Aparte de tu madre, pobrecita, la persona que más lamento que haya muerto es Angustias. Pobre preciosidad. Por ella, se armó la de Troya y hubo el enfrentamiento familiar que hubo, pero a nadie podían caberle dudas de que estaba loquita por Miguel. A todos llegué a quererlos, pero sobre todo quería a tu madre y hubiera deseado que fuese de veras mi hija. Qué pena que pasara cuarenta años odiándome ella y sin conocer su existencia yo. Era la hija bastarda del hombre maravilloso con el que me casé, que al cabo del tiempo comprendí que había sido algo cobarde. Puedes creer que si yo hubiera conocido la existencia de tu madre, su vida habría sido muy diferente.
Involuntariamente, Mani revivió en su mente las ideas infantiles, cuando creía que su madre era una princesa de cuento, habituada a los miriñaques enjoyados. De haber vivido como doña Elena sugería, sin duda habría resaltado como una aristócrata, pero había tenido que afanarse para criar sola a cinco hijos varones, abandonada por un marido pusilánime. Y le había salido bien la obra. Mani no conocía a ninguna familia de su barrio tan obstinada por mantenerse unida.
-¿Usted sabe lo que le pasó a mi abuela aquel día, en su casa?
-Claro, yo estaba allí. Pero me tragué por completo la historia de que era una ladrona que había asaltado mi hogar de recién casada. ¡Qué tonta que fui! Pero si tu abuelo no hubiera muerto tan pronto, a la largo yo habría acabado por averiguarlo todo. Qué desgracia más grande. Tu abuela murió en la cárcel; tu abuelo, m i marido, murió de resultas de una coz y tu madre perdió no sólo a su padre, sino las oportunidades de toda una vida.
La voz de doña Elena se desdibujó en la atención de Mani. Lo que decía le hizo revivir aquella conversación con Paula, mantenida en Torre del Mar, recostados ambos en el suelo
-Tienes que contármelo, mamá.
Paula comprendió instantáneamente. Observó el rostro de su hijo unos segundos.
-¿Qué temes, que no salgamos de ésta?
-No, mamá. De ésta vamos a salir, te lo juro. Te prometo que vamos a llegar a un sitio tranquilo, y seremos felices pa siempre. Pero no creo que vuelva a encontrar nunca otra ocasión igual pa que me digas...
-Yo tenía pocos años cuando sucedió; así que lo sé de oídas. Ni siquiera estoy segura de que ocurriera verdaderamente como lo recuerdo.
Era un día de mayo de 1897, en un jardín refrescado por las sombras de dos araucarias gigantescas bajo las que se abría un caleidoscopio de flores. Había otros muchos árboles en una extensión de terreno que parecía un parque público: Cedros, palmeras, ficus y limoneros, rodeados de arbustos de rosas y celindros. El perfume era tan omnipresente como la tibieza amable del sol de media mañana. Josefa había tenido que saltar a duras penas la verja tras ser rechazada por los criados en la entrada, muy violentamente, y tenía la pobre falda pardusca rasgada por un costado a causa de una de las lanzas doradas de la verja; aunque su pudor no sufriría menoscabo, porque vestía otras dos sayas bajo la falda rasgada, le avergonzaba el guiñapo que iba arrastrando sobre los guijarros blancos y grises del caminillo que conducía hacia el ventanal. Podía oír rumores de voces, aunque no muy claramente, porque el trino de los pájaros la envolvía como un concierto. Sí, había mucha gente en la casa medio oculta por buganvillas, rosales trepadores, glicinas y jazmines. Algunas cristaleras, las más bajas, transparentaban el apresurado ir y venir de muchachas vestidas como princesas; podía verlas recogiendo sus faldas para subir las escaleras o bajarlas, para correr a través de las alfombras o entre el abigarrado mobiliario, en un trasiego continuo de última hora. Había muchas cosas sorprendentes en ese salón entrevisto por las cristaleras y lo que más le llamó la atención fueron las numerosísimas miniaturas de barcos veleros. Josefa comprendió que no existía ningún punto en esa fachada por donde pudiera entrar; tendría que encontrar la puerta de servicio, en uno de los dos laterales, puesto que ya había comprobado la inutilidad de intentarlo ante la hermosa puerta de multicolores cristales emplomados. Era tan completo el agobio de las prisas que dominaba a todos los ocupantes de la casa, incluida la servidumbre, que la puerta de servicio estaba abierta de par en par. Entró sin tomar precauciones y en vez de permanecer oculta en la cocina o acechando desde las múltiples estancias de esa parte de la casa, se dejó guiar por las voces hacia el salón principal, un lugar decorado de un modo que no sabía que existieran escenarios así en la ciudad. Escuchaba la voz de Francisco Manuel sonando quedo en algún lugar cercano, pero no podía identificar con exactitud ni la dirección de donde llegaba el sonido ni, mucho menos, la habitación. Además de miedo, sentía tanta congoja que apenas podía respirar, y tenía que avanzar casi sin ver dónde pisaba, porque la cegaban las lágrimas. Francisco Manuel, antes tan leal, tan inmutable, no había vuelto a visitarla desde el nacimiento de su segunda hija; la primera, la que tenían en común, había gozado sobradamente de las risas y los halagos del que parecía el padre mejor del mundo, el más hermoso, el más gentil y dadivoso. Pero Paulita llevaba veintidós días sin probar el poder de los brazos del padre, sin oler el aliento de sus besos y ella, la madre desesperada que continuaba fingiendo paz ante su hija, había perdido los deseos de vivir si tenía que hacerlo sin el amor del único hombre que había tocado en su vida. Los primeros tres años, había creído sus promesas imposibles, que el primogénito de los Robles del Altozano se casaría algún día con ella, una pobretona modistilla sin educación ni fortuna. Luego, cuando satisfizo su ruego de que, al menos, le diera el apellido a Paula, todo pareció haber quedado saldado satisfactoriamente y fueron durante cinco años volcanes de amor absoluto. El matrimonio con Elena se había celebrado dos años atrás, y ni Francisco Manuel lo mencionó ni Josefa quiso darse por enterada; fingió ignorancia porque nunca aceptó sentirse la otra y una forma de evitarlo era no mencionar a la esposa legítima; por lo tanto, jamás había surgido de su boca un reproche en esos dos años. Pero hacía tres semanas que había tenido noticias del nacimiento de Rita, el cuarto día de ausencia de Francisco Manuel, cuando fue a preguntar por los alrededores a la servidumbre de su casa y de las demás casas de su calle; había esperado en vano su regreso los veintiún días hasta la tarde anterior, cuando se enteró de que iban a celebrar el bautismo de Rita. No sabía lo que iba a decirle, a él o a cualquiera que se cruzase en su camino, sólo necesitaba una explicación o una herida de muerte: que él le contara satisfactoriamente por qué no la había visitado, aunque ella tuviera que engullir la mentira, o que le dijera, de una vez, que había muerto el amor. Avanzó un par de pasos más, todavía con la esperanza de encontrarse con él y nadie más, poder saber, obtener su explicación y una palabra de esperanza, y al desplazarse hacia el centro del salón, el guiñapo que colgaba de su falda se enganchó a la barroca pata trípode de un velador, que cayó con gran estrépito al romperse su frágil tablero de cristal decorado y al caer el jarrón de plata que había encima. Inconscientemente, quiso arreglar el estropicio, creyendo que podría juntar los trozos esmerilados del rico vidrio y, para ello, sujetó el jarrón de plata. Al instante, comprendió su error cuando una doncella, parada tras ella, comenzó a gritar "¡ladrona, ladrona!"; el salón se llenó de gente inmediatamente: las amigas y primas de Elena Viana-Cárdenas James-Gray, sus padres y primos, la servidumbre casi en pleno, los padres y hermanos de Francisco Manuel, y, por fin, éste, que llegó con el brazo echado por los hombros de Elena, quien llevaba a Rita en brazos, ya terminada de vestir para el bautismo. Inexplicablemente, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón de plata, como si ése fuera su único asidero con la vida. Sus ojos se cruzaron con los de Francisco Manuel, en cuya tez acababa de instalarse un témpano de hielo; conturbado, todavía parecía más hermoso. Notó su lucha interior, sus desesperados intentos de imaginar una solución para lo que no la tenía. El padre de Elena, un rechoncho hombre de pelo ensortijado completamente blanco, de sonrisa afable pero de ojos de acero, ordenó con vozarrón de marinero a un lacayo: "Federico, coge la calesa y ve deprisa en busca de los guardias". Salió el hombre uniformado como la gente de los cuadros, y mientras tanto, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón, Francisco Manuel palidecía más y más y Elena encontraba el hilo invisible que unía en expresiones de entendimiento las miradas de los dos. Quiso engañarse a sí misma, creer que no, que en modo alguno se confirmaban los chismes que tanto habían ido a rondarle y tanto había desdeñado, pero Josefa, cuya expresión cenicienta parecía la de alguien en el umbral de la muerte, gimió: "Pacomani, por favor". Pacomani era el apelativo cariñoso de Francisco Manuel, que sólo los muy íntimos conocían además de sus padres y hermanos. Elena miró hacia su marido con indignación, esperando que él justificase el conocimiento del diminutivo familiar por parte de aquella miserable ladrona, pero él, como si emergiera de un mar proceloso donde hubiera estado a punto de ahogarse, sonrió seductoramente a su mujer, le echó el brazo por los hombros, la besó en el pómulo y dijo: "Vamos, mi adorada, no dejemos que este incidente nos amargue la celebración del bautismo de nuestra hija". Una hora más tarde, Josefa era conducida a la prevención y, dos días después, a la cárcel, donde murió el día que Paula cumplió los once años.
-Mi hija Rita –doña Elena parecía hablar para sí misma-, creció entre sedas y jazmines, y como es lógico acabó siendo una frívola de tomo y lomo. Ojalá que tu madre hubiera sido también mi hija. Y la habría querido como si lo fuera, si Francisco Manuel no hubiera sido tan insincero. ¡Dios mío! Pensar que perdió a su madre cuando tenía sólo once años. Paula fue una mujer excepcional, y además puso en el mundo a un muchacho como tú, que eres más excepcional todavía.
Mani se ruborizó. Miró al Templao de reojo, notando que disimulaba una sonrisa.
-Yo sí lo sabía –afirmó Rosario, la prima de doña Elena.
-¡Qué dices! –exclamó doña Elena.
-Y tú no te enteraste porque estabas completamente ciega por Francisco Manuel. Nunca quisiste darte cuenta de que era el muchacho más guapo de Málaga y que todas estaban locas por él; tanto, que se pasó por la piedra a la mitad. Hasta quiso tumbarme a mí.
-¡Rosario!
-Lo que yo te diga. Y, para ser sincera, no caí en sus brazos por respeto a ti. Pero él sí que lo intentó de veras.
-¡Madre mía! –la voz de doña Elena sonó a lamento.