viernes, 24 de octubre de 2014

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ.

Creo que me faltan sólo unas horas de trabajo para terminar esta novela que empecé a escribir en 2006 y di por terminada muchas veces. Es difícil que un escritor considere acabada una obra que no se ha editado y por eso, yo no he parado de retocar y reforzar Después de la Desbandá, aunque en estos ocho años he trabajado en otras veintitrés novela y unos ciento cincuenta cuentos.

Creo que ya tengo la versión definitiva, apasionante y sorprendente. Reproduzco a continuación el capítulo II

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
Luis Melero

II Capítulo

No se atrevieron a ir al convento de la Goleta, a pesar de que encontrar a doña Elena lo consideraba Mani una prioridad. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población. El Templao había desprovisto a Serafín de uno de sus testículos y tanto ese chico como su familia habían sido protegidos por la comunidad religiosa; si no permanecían Serafín y su familia en el convento, al menos dispondrían de informantes dispuestos a revelarles que su agresor y su íntimo amigo habían vuelto. Ahora, esa familia declaradamente falangista, se consideraría vencedora y seguramente se lo reconocían; tenían poder, que no dudarían en usar contra sus enemigos. La Goleta era uno de los lugares más peligrosos para ambos. Tenían que averiguar con todas las precauciones posibles.

 Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban largos tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huida se había visto obligado a dar muchos rodeos. Desparramado por las empinadas calles que escalaban los montes, el éxodo se había subdividido en múltiples filas harapientas y sangrantes. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.

Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni en los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga sin huir esperando a ese ejército desconcertante, le apeteció recorrer algunas calles del barrio donde había nacido. Tuvo que sostener al Templao en muchas ocasiones, casi desfallecido.

Parecía que hubiera pasado no sólo la guerra, sino los peores ciclones de la historia. Los escombros se amontonaban por todas partes, todavía se producían derrumbes a su paso, porque los muros, exhaustos, mermados y muy debilitados por siete meses de bombardeos diarios, no podían continuar erguidos sosteniendo las precarias construcciones, y caían entre polvo y estrépito.

Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, Mani esperaba calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro; sus ojos desorbitados apenas pestañeaban.

Mani recordó el relato de cuando su amigo escapó del ejército de Franco con el que invadió Cádiz, su travesía a pie de toda la serranía de Ronda, sus peligrosos encuentros y el estado que presentaba su ropa cuando se reencontraron junto al muro de la Goleta. Se preguntó si Joaquín estaría ahora más aterrorizado aun, porque parecía un muñeco roto o un enfermo en coma.

Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable que ascendía por la calle Ollerías, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:

-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.

-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.

-¿Y has visto al Roatta?

-No he tenío oportunidad.

-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.

El Templao no sonreía ni pronunciaba ninguna de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber aceptado que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la vitalidad. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.

Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y se encaminaron arroyo Guadalmedina arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. El pedregoso y estéril cauce se había convertido en un campamento con aspecto de ejército derrotado en un campo de batalla.

Ya en la Virreina, bajo el escudo protector de un grupo de pitas, acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Daba la impresión de que la vida hubiera abandonado la ciudad y sus alrededores; no sólo habían exterminado a los animales a causa del hambre, la vida salvaje debía de haber huido de las interminables explosiones hacia los bosques de los montes. Cerca de la casona, encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo de macizos de nopales.

El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta. Esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, había sido una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia por la que acabó descubriendo que su madre había nacido bastarda. Todo junto, en su memoria, le parecía un melodrama propio de película o de las novelas antiguas.

El Templao no paraba de agitarse. Mani temió que pudiera tener fiebre, pero puso la palma de la mano en su frente, sin sentir que la temperatura fuese demasiado alta. Pretendiendo sedar el sueño inquieto y tembloroso de su amigo, agachó la cabeza y le murmuró muy despacio y quedamente al oído:

-Mi Paco me contó una vez que esta finca fue la hacienda de una malagueña que había sido virreina de México. Era madrastra de otro malagueño que también fue virrey de México, un fulano que los estadounidenses consideran un gran héroe de su independencia; su lema personal, “yo solo”, se cita en muchos sitios por ese país. El Paco me contó algo de una batalla donde ese fulano le echó unos cojones.... Se llamaba Bernardo Gálvez y hay muchos monumentos suyos en el sur de los Estados Unidos. Contaba mi hermano que desde que la madrastra se casó con el padre, había estado enamorada de su hijastro, que tenía casi su misma edad, y no pudo aguantar que él se casara con una mulata de Nueva Orleáns, que entonces era provisionalmente español, de manera que en vez de quedarse la ex virreina en México, ejerciendo de suegra de aquella mulata que tanto odiaba, y viviendo como una reina, se vino a Málaga, compró esta finca y se construyó un palacio en lo alto de aquella loma, una especie de castillo que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Por aquellos tiempos, se estaba terminando de construir la catedral de Málaga, namás que faltaba una torre grande, cuatro chicas, las cúpulas de los tejados y casi toas las estatuas, pero la virreina convenció al cabildo de que mandaran fondos a su hijastro pa echar a los ingleses y reforzar así la lucha por la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, y por eso nunca acabaron la catedral. Y fíjate, un siglo después, ese país que tanto ayudamos a independizarse, nos declaró la guerra a los españoles, una guerra en la que perdimos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Ahora, del palacio de la virreina no quedan más que unos muros en ruinas, que yo los he visto allí arriba y, pa más inri, seguimos con la catedral a medias y cualquier día se nos cae desmoroná.

-¿Eh?…. –murmuró el Templao entre sueños.

-No es ná, Guaqui. Estoy acordándome del Quini; si no estuviera preso, es uno de los que mejor podrían ayudarnos ahora.

Lo último que había oído de Quini era que estaba preso; y preso seguiría ahora, porque era la única persona que conocía que los dos bandos tenían razones poderosas para condenar a presidio. Pero en las circunstancias presentes, era también el único a quien sería útil pedir ayuda, por su enorme inmoralidad que le dotaba de recursos para sobrevivir en las situaciones más desfavorables. Si el Chafarino no hubiera muerto no tendría ni que pensar en pedir nada a nadie más… Acomodó la cabeza sobre la yerba fresca, a ver si conseguía dormir. En un duermevela algo febril, la nostalgia lo arrebató.

 

Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.

-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.

-Me llamo Mani.

-¿Eres de por aquí?

-No; vivo en el barrio del Molinillo.

-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?

Evitó responder para no mentir.

-¿Es usted ciego?

-Sí, hijo.

-¿Desde chico?

-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.

A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.

-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.

-¿A quién?

-A ese Poseidón.

El anciano sonrió.

-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.

Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.

-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.

Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.

-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.

Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.

-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?

-¿No sabes quién es?

Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.

-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.

Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.

-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.

Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.

-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.

-¿Como qué?

-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.

-¿La mancha vuelve a salir?

-Sí. Hay noches que no me deja dormir.

-¿Y tú, qué piensas que es?

Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:

-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...

El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.

-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.

-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...

-¿Por ejemplo?

-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".

Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.

-¿Qué pasó?

Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.

-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.

Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.

-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?

Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.

-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.

Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:

-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?

-No veo por qué no.

-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.

Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:

-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.

-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.

El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.

-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.

-¿Lo conoces?

-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.

 

A pesar de que ya se le estaban cerrando los ojos, amodorrado por el cansancio y los rítmicos ronquidos del Templao, la evocación del anciano pescador ciego hizo que Mani sintiera un retortijón en el corazón, mientras intentaba velar a su amigo. Joaquín roncaba como los atletas, despacio y como degustando el aire. Él lo supervaloraba demasiado, le atribuía méritos que no creía tener, lo que le obligaba a mostrarse entero y dominador; aunque fuese más flaco y joven, estaba obligado a protegerlo. ¿Qué habría sido de su vida si no estuviese con él?

Necesitaba contagiarse de su fuerza, igual que se había valido de la sabiduría del redero ciego de la playa; el Chafarino había sido su principal referencia los últimos tres años de su vida. No podía acostumbrarse a la idea de que tendría que estar sin él para siempre.

Si no estuviera con el Templao, habría muerto.

Con voz sonámbula y entre dientes, el Templao murmuró:

-¿Te pasa algo, Mani?

-¡Qué!

-Estás llorando.

-¿No dormías?

-Ojú, tengo un frío… Pégate aquí, a mi vera, pa resguardarme. ¿Por qué llorabas?

-¿Es que no hay motivos?

-Claro que sí. Pero por qué ahora precisamente…

-Estaba pensando en el Chafarino.

-¡Pobrecillo! ¿Estás seguro de que había muerto?

-¡Claro que sí! Lo vi.

-Lo que me contaste que habías visto fue namás que un cuerpo carbonizao…

-¿Y quién iba a ser? Claro que era él, vivía solo.

El Templao rezongó, con voz sonámbula.

-Si no tuviera tanto sueño, te mentaría un montón de posibilidades.

-¿De que no fuera él aquel muerto? ¡Estás chalao!

-Si te cuento… cuando los de la Legión invadimos Cádiz, la cantidad de compañeros del tercio que yo creí que habían muerto de un tiro y que, de pronto, me daban un susto porque volvían a menearse…

Mani estimó que el Templao trataba de consolarlo para que se durmiera de una vez, pero recordaba los volúmenes y la inmovilidad de aquel cuerpo ennegrecido por el fuego, y no le cabía ninguna duda de que se trataba del Chafarino. No le apetecía seguir hablando de esa cuestión y, para evitarlo, se acercó al lado del Templao y fingió que empezaba a dormirse.

El Templao le echó el brazo sobre el pecho al tiempo que murmuraba.

-Desengáñate, Mani. Estamos más solos que la una –se durmió al instante, como si lo hubieran desconectado.

Mani se preguntó que más le estaba pasando al Templao, además del cansancio y el dolor que ambos compartían. Siendo tan fuerte y vital, mostraba un abatimiento que tenía que ayudarle a superar cuanto antes, por el interés de los dos.

No sonaban ladridos en la finca de la Virreina ni cantaban los gallos. No escuchaban los sonidos delatores de la vida del campo, pero aun así sonaban levemente la brisa suave sobre las pitas y las chumberas, el bamboleo de las ramas de una frondosa higuera cercana que estaba cubriéndose de hojas nuevas, las rachas intermitentes de la lluvia fina que llamaban “calaera” y hasta creyó posible Mani escuchar el baile de las olas de la lejanísima playa donde había vivido el Chafarino.

Secó con la palma de la mano la frente del Templao, al tiempo que alzaba la cabeza en busca de algo que pudiera echarle por encima para resguardarle de la lluvia, aunque al fin y al cabo era poco más que rocío.

Durante un instante, añoró no sólo al redero ciego, sino también el sonido de la arena arrastrada por el agua más que ninguna otra cosa; solamente su madre le pesaba más. El chapoteo de la arena, que no se parecía a ninguna música, el reflejo de la luz del Sol y de la Luna, la playa ardiente a causa de que su color oscuro atrapaba el calor, los pies hundidos en el rebalaje procurando que ni Quini ni sus amigos notaran que apenas tenía vello en el pubis, la expectación ante la siguiente prueba de su clarividencia con que el anciano pudiera asombrarle.

Ya nunca volvería a esforzarse por oír la voz cavernosa del anciano por encima del bramido del rompeolas. Ya nunca le obligaría a transitar por mundos legendarios ni le haría soñar.

El viejo redero ciego que poseía más libros que nadie que conociera, había sido el guardián y el instructor de su pase de la niñez a la adolescencia, mucho más que sus propios hermanos. La evocación dibujaba en su memoria imágenes nítidas de lo vivido en la playa de La Isla; los marengos que tiraban del copo al amanecer, los bolicheros que salían con sus jábegas al anochecer, los numerosísimos delincuentes que usaban la playa como guarida, pues no recordaba que jamás la hubiera visitado ni un solo guardia de Asalto.

Recordó que, a pesar de la misantropía que le incitaba a vivir solo en la playa, el Chafarino tenía familia; había mencionado algunas veces a hijos, nueras y nietos. Lo más probable era que tales familiares vivieran en el barrio del Perchel. Si habían sobrevivido a la inundación de muerte que Málaga padecía.

Todavía le quedaba algo que hacer con respecto al Chafarino. ¿Encontrar un hijo suyo, por si se parecía un poco a él? ¿Hablar con alguien de lo trascendental que el ciego había sido en su vida?

Ahora, sin embargo, su primera preocupación tenía que ser el Templao, cuyo derrumbe tanto le desasosegaba.