miércoles, 27 de febrero de 2013

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, número 15


Cuentos de mi biografía
15 – MANGLARES



Nunca había visto paisajes más bellos ni más multicolores; muchos rincones venezolanos me parecían únicos, al menos nunca los había visto parecidos; algunos de los bosques que ellos llamaban “selva” eran extraordinarios, con ejemplares increíbles de árboles y plantas; había numerosas variedades de orquídeas muy hermosas; el clima de la costa era tropical caluroso, pero el de Caracas era como si funcionara aire acondicionado de hotel de lujo. Todo el país presentaba una gama interminable de colores, pero al volver para comenzar a vivir permanentemente en Venezuela mi ánimo se volvió de color petróleo.

Para aquellas personas que tan fastuosamente me habían atendido durante mi visita “turística”, ahora no se trataba ya de acoger a un visitante que pronto se iría. Yo no constituía una novedad y había dejado de estar revestido con el halo del exotismo improbable. Me enfrentaba a la vida real, a partir de ahora no pasaría días tras día y semana tras semana en maravillosas excursiones en yate ni travesías en jeep por la selva, amparado por los mimos y la solicitud de cuatro o cinco personas. Que siempre habían sido hombres. La gelidez de la nieve negra de Nueva York ya no traspasaba mis mocasines, pero encontraba una frialdad imprevista en el trato de la gente que pocos días antes me obsequiaba y halagaba como a un rey. 

Fue como caer de una nube. Durante mi mes de turista, me habían impresionado tanto Chichiriviche y los manglares de Barlovento y Chirimena, que deseaba regresar cuanto antes a uno de esos sitios. Sentía enormes deseos de volver a navegar en lancha por los canales, bajo el estrepitoso toldo multicolor de las bandadas de loros y cotorras. Me habían dicho que pasaban de doscientas las especies de loros existentes en el país, y yo creía haberlas visto todas durante el fabuloso mes de visitante. Bandadas que teñían el cielo de rojo; bandadas que volvían azul metálico el firmamento. Bandadas tan nutridas, que ocultaban el sol. Esas aves de todos los colores eran las verdaderas amas de extensos parajes venezolanos.

Ante mi solicitud de una nueva excursión, Pepe me contempló con lo que me pareció sarcasmo en la mirada. Estuvo varias veces a punto de hablar, pero se mordía el labio inferior en seguida. Tras más de un minuto de vacilación, me respondió que tendría que esperar a valerme por mí mismo:

-Cuando trabajes y puedas comprarte un carro o alquilarlo, podrás ir por tus propios medios.

Habían terminado mis privilegios de visitante provisional. Hasta noté que modificaban sus expresiones. No percibía curiosidad en sus miradas ni el entusiasta propósito de complacerme. Mi relación con ellos había dejado de ser pasajera, pues me había convertido en un inmigrante más que, tal vez, podría ser competidor en algún sentido. Y también había perdido el encanto de la novedad; ya no era un debutante en su cerrado círculo, donde funcionaban misteriosas claves que no lograba comprender. La expresión que más cambió fue la del enigmático Fraga, que se había vuelto elusiva, como si existiera alguna cuenta pendiente entre los dos que a él le hiciera avergonzarse; tardé en comprender que él era un intruso en las prerrogativas de los otros tres, un intruso no demasiado bienvenido, y a mí me veía como un competidor que pudiera disputarle el puesto de gorrón o hacer resaltar demasiado su intrusión.

Pasé varios días sintiendo una incomodidad que no sabía explicarme. Aquellas personas que habían sido parte fundamental de mi decisión de abandonar Nueva York y volver, resultaba ahora que no debía contar con ellas. Que no podía contar con ellas. Caracas era una ciudad tan difícil como todas las demás, no era lo que había idealizado durante mis frías dificultades de Nueva York, la especie de “fuente de la eterna juventud” y “paraíso soñado” en pos de los cuales había regresado. Había sufrido un espejismo, fruto de mi entonces ignorada necesidad de tener a quien amar y en quien confiar; en aquellos tiempos, yo no era consciente de lo que me estaba perdiendo: los placeres de juventud, el amor, el sexo, la compañía, la solidaridad… Lo intuí más tarde en mis prolongadas sesiones de psicoanálisis cuando obtuve medios suficientes, y fue en la propia Venezuela.

El contraste entre mi cotidianidad de emigrante de ahora era demasiado fuerte comparado con el mes de turista que me habían hecho gozar pocas semanas antes, como si fueran personas que se desvivieran por mí porque me querían. Había sido un espejismo de sediento que vislumbra agua porque la necesita. Sólo me había beneficiado del viso de turista de paso, con quien no se adquieren compromisos, pero tardé años en comprenderlo.

Ahora, tanto tiempo después, reconozco que abandoné Nueva York, donde dispuse del privilegio legal que millones de hispanoamericanos soñaban, y regresé a Caracas por la belleza de los manglares pero mucho más por la felicidad ignorada de compartir mi vida con otra gente.

Pepe y su padre vivían en un piso pequeño para los usos sudamericanos, donde hallan inconcebibles los espacios que habitamos los europeos. Se trataba de una vivienda pequeña según los estándares de por allá, pero mi habitación era la más grande que había ocupado en ningún sitio. El dormitorio de Pepe no estaba al lado, porque aun quedaba en el medio una habitación que usaban como almacén. Debo confesar que sufrí episodios de insomnio la primera noche, alerta por la expectativa de que Pepe pudiera entrar en mi cuarto en el momento más inesperado, a reclamar su “derecho de pernada”, de quien proporciona cobijo a un desconocido. Pero no ocurrió. El insomnio me martirizó varias noches más, por no haber esperado lo que estaba resultando tan inesperado en el retorno al paraíso gozado un mes. La mañana siguiente, me desperté ojeroso; el padre me ofreció un café, al tiempo que me decía:

-Aunque te parezca mentira, hay una churrería aquí al lado.

No me hacía falta nada más para interpretar que tendría que desayunar por mis medios. Pero a causa de mi decepcionante impresión del regreso, estaba desenfocándolo todo, porque al volver de desayunar unos churros rarísimos, encontré a Pepe comiendo una arepa; se apresuró a preguntarme:

-¿Dónde habías ido? Te hemos esperado para desayunar, pero ya no podía demorarme más, porque es la hora de trabajar.

Pepe era barbero. Tenía un local pequeño, con solo un sillón; sin embargo, el sofá de la espera estaba siempre ocupado por dos o tres hombres. Sorprendentemente, Pepe no paraba ni un momento durante todo el día y siempre tenía que prolongar su jornada por algún rezagado que se lo rogaba. Me pareció comprender por qué se entrenaba tanto en el gimnasio de pesas; nadie que no fuera tan fuerte como él podía resistir tantas horas de pie, sin cansarse.

-No me canso en absoluto –respondió cuando le pregunté.

-Claro, tienes muslos de elefante…

Pepe me miró con lo que me pareció brevemente enfado. Pero esa noche y los siguientes dos o tres días me di cuenta de que se exhibía a todas horas en calzoncillos o bañador, dejando ver sus muslos. No se había enfadado, pero tardé todavía varias semanas en comprender lo que significaba en realidad aquella mirada tan intensa.

Actualmente, me resta muy poco tiempo; no he comprendido hasta ahora cuánto me he perdido, cuánto he rechazado el amor, cuántas personas me han amado sin que yo les abriera la puerta. Pepe no encajaba ni de lejos en lo que yo pudiera considerar adecuado o accesible para mí, un poco como el brasileño Xico. De ningún modo podía creer que alguien de sus características físicas pudiera amarme o, por lo menos, desearme. Evitaba mirarlo de modo contemplativo; en realidad, lo miraba muy poco, sobre todo cuando iba del baño a su dormitorio sin cubrirse, sin ninguna clase de pudor. Pero lo que había visto ya era suficiente para considerar que su cuerpo era lo más cercano a la perfección de las estatuas que estudié en Italia. Y su cara era también hermosa, a su manera intensamente viril. Nadie con tales características podía estar al alcance de mis deseos. Nadie así podía amarme.

Toda mi vida he creído que no merecía recibir regalos, ni elogios ni concesiones. Mis padres se empeñaron de niño en hacerme creer que no merecía nada y que sólo pagando conseguiría placeres o gestos de amor. Enseñanza que he seguido inconscientemente durante toda mi vida. Nunca he consentido que me amen. Nunca.

Siempre he rechazado, a causa de creerme tan rechazado. No tenía nada que esperar en Venezuela, tampoco en Venezuela. ¿Me había equivocado en Brasil con Xico, exagerando el miedo a la Umbanda, con tal de no reconocer la prohibición de amar que los golpes de mi padre habían impreso en mi pecho? ¿Había cometido un acto de inconsciencia absurdo, apartando a Xico de mí?

Era demasiado improbable dar de nuevo con alguien como Xico. Desde los enfoques de mis prejuicios, la sospechada devoción de Pepe tenía algo de ilegítimo, como si al pretender seducirme buscase una relación pedófila; lo cual era un disparate, puesto que yo tenía veintiocho años y aunque él me pareciera mayor, no pasaba de los treinta y cinco. Era posible que, juntos, pareciéramos David y Goliat, lo que me inspiraba ese sentimiento de poquedad frente a él.

Tuve que aplazar tales ideas y temores, porque mi única preocupación presente debía consistir en  conseguir un empleo. Sólo cinco semanas antes, había rechazado el empleo que me ofreciera el director creativo de J. Walter Thompson, porque por aquellos días no tenía el menor propósito de permanecer en Venezuela. Ahora, ¿podía ir a pedirle que me ofreciera de nuevo trabajo? ¿No había detectado en aquel hombre la evidencia de un deseo ilícito, como el que yo le atribuía a Pepe sin razones consistentes?

Sabía ya que nadie en otros países se carga de tantas culpas como nos cargamos los españoles, por la influencia atroz de condicionantes religiosos muy ignorantes. En los trópicos, y en general en toda Hispanoamérica, los hombres no tienen reparos en acariciar y proporcionar placer a algún amigo que se lo solicite, y nadie elude con firmeza tales ocasiones. Yo, sin embargo, no había conseguido desatar los arneses mentales que me habían impuesto en España, aunque llevaba más de cinco años viviendo en otros lugares. Mi vida ha sido así siempre, hasta ahora: una incansable negación de mí mismo; una renuncia masoquista y obcecada a cuanto me pueda complacer.

En Río de Janeiro, y también en Buenos Aires, había experimentado muchas veces la sorpresa de que, al cruzar brevemente la mirada con un hombre que estaba acompañado de su mujer o su novia, viniera un poco después tal hombre a proponerme una cita. A pesar de ello, persistía en el empeño de reprenderme y hasta martirizarme a mí mismo. ¿Podría rendirme al deseo alguna vez? ¿Podía disponerme a fingir, sugiriendo de algún modo al director creativo de J. Walter Thompson que iba a corresponderle, a fin de conseguir el empleo?

No, no podía. Todos los rincones de mi conciencia y todas las moléculas de mi cuerpo me lo impedirían. Nunca he podido actuar como actúa la mayoría de la gente; jamás he podido usar la lisonja ni el fingimiento para hacerme sitio en ninguna parte.

Decidí dejar para más adelante la posibilidad de volver a J. Walter Thompson y me afané presentándome en todas las agencias publicitarias caraqueñas que tuvieran alguna importancia. A despecho de mis angustias, noté en seguida que un par de agencias iban a llamarme para hacerme propuestas. No afirmaron nada, pero al reflexionar al fin del día, saqué esa conclusión, que no me produjo júbilo, no comprendo por qué.

Porque durante ese día había visto y presentido lo suficiente como para que el alerta molecular de mi cuerpo se pusiera al rojo vivo. Las personas que me habían entrevistado, las que había visto en los cafés, dos tipos que había a mi lado ante el mostrador de una arepera, Pepe durante el almuerzo… Con tanto como necesitaba un empleo con urgencia, los arneses paralizantes que me había puesto mi “educación” española comenzaron a ahogarme en cuanto me acosté. Entre duermevelas y pesadillas, y a despecho de llevar ya casi siete años considerándome ateo, un río de culpa como lava se deslizaba abrasadoramente por mi pecho.

No iba a ser capaz de vivir en Venezuela bajo esa tortura. Pero después del mes turístico, el intento en Nueva York y los tres pasajes de avión, no me quedaba apenas dinero. Creo que conservaba sólo unos ochenta dólares.

Estaba obligado a romper mis ataduras o, por lo menos, librarme brevemente de ellas a fin de echar a andar en Caracas.

¿Conseguiría trabajar antes de verme obligado a confesar mi ruina a Pepe y su padre?

Aconteció en la más importante agencia venezolana, Corpa, que era filial de Ogilvy and Mather; comencé a trabajar como “director de arte asociado” la mañana del mismo día que tuvo lugar, por la tarde, uno de mis principales acontecimientos en Venezuela: conocí a Olga. 

De adolescente, había tratado de encauzar mis aficiones artísticas actuando en un grupo de teatro de aficionados, que dirigía una célebre cubana llamada Guillermina Soto. Tuve un éxito sonoro interpretando el Hijo de Alí Babá en una versión del cuento escrita por el marido de la Soto. Esta mujer, retaca y gorda como una bola de billar, se reservaba siempre el papel de la heroína de la función; entre otras, Magdalena, la amada de La Venganza de Don Mendo. En la función de Alí Babá la gorda cubana era la bella princesa adolescente, en tanto que yo –más delgado que un lápiz, era su modesto enamorado. La representación fue en el Teatro de la Merced, que antes había sido una iglesia. Entre tantas barbaridades arquitectónicas cometidas en Málaga, este teatro/iglesia fue derribado para construir un feo y vulgar edificio de viviendas. La cuestión fue que mi padre no paró de atosigarme por mi deseo de ser actor, hasta el punto de que lo dejé, atosigado. La Soto le pasó mi papel a otro de los alumnos, el cual vino a mi casa para pedirme el libreto; yo no estaba. Cuando llegué esa noche, me recibió un puñetazo seguido de una paliza despiadada, aunque yo tenía ya diecisiete años. Supe muchos años más tarde que mi sustituto era amanerado y que lo había recibido mi padre..

En Caracas, le había comentado a Pepe muchas veces mi nostalgia de actor. Resultó que había un grupo de teatro en la Hermandad Gallega y Pepe me consiguió una cita con su director precisamente la tarde/noche del día que comencé a trabajar, y no tuve que esforzarse siquiera para hacerlo bien. Durante la espera, entablé conversación con una chica sentada un par de butacas más allá. Entre susurros, nos contamos nuestras vidas y yo le hablé de mi deslumbramiento por los manglares.

-Este fin de semana, vamos de excursión a Coro, que no está lejos de Chichiriviche. Seguramente, también iremos a los manglares. ¿Te apuntas?

Los siguientes cuatro días hablé más por teléfono que en toda mi vida. La sintonía con Olga era tan absorbente, que nunca conseguíamos interrumpir la conversación. Me dormía y me despertaba pensando en ella y me costaba grandes esfuerzos aguantar las ganas de telefonearle.

Durante cuatro días, viví en una espléndida nube irisada de nácar.