jueves, 14 de junio de 2012

RELATOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero.

RELATOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero.

HUIDA A BUENOS AIRES

Caminaba por la calle Navas de Tolosa con la mano en la mejilla, como si así pudiera aliviarme el dolor. Que me quitaran una muela era para mí casi tan doloroso como si me extirpasen un dedo. Había vuelto de Milán a Barcelona con ese único fin, porque no me fiaba de los dentistas italianos, demasiado torpes, gesticuladores y parlanchines como para recordar el refrán: “Habla más que un sacamuelas”.
-Hombre, Luis, es un milagro que te encuentre…
Llevaba unos seis meses sin ver a mi amigo Quadranch, el “gris”, que era como llamábamos entonces a los policías nacionales. Casi nunca habíamos hablado más que para discutir sobre Málaga y Barcelona y sus respectivas Barceloneta y Malagueta, nombres cuya similitud semántica me desconcertaba.
-Vaya, Jorge, me alegro de verte.
-Te he dicho unas tres mil setecientas veces que me llamo Jordi…
-Vale, como tú quieras.
-¿Cuándo has vuelto de Milán?
-Anteayer, para ir al dentista. Me acaban de dejar mellado.
-¡Qué lujos!
-Déjate de bromas. Se trata sólo de miedo. Recién llegado a Milán, tuvieron que sacarme una muela y me hicieron una carnicería…
-¿Adónde vas?
-A ninguna parte. Sólo paseo.
-Voy a cambiarme de ropa. Ven conmigo, que quiero hablar contigo.
Como Jordi Quadranch vivía en calle Viñals, en la casa de al lado de mis tíos donde me hospedaba, desanduve el camino a su lado sin protesta. Tardó sólo unos seis minutos en cambiarse de ropa. Sin el uniforme, parecía casi tan joven como yo, aunque era cinco años mayor.
-Vamos –me dijo como si fuera una orden según su costumbre, actitud que él sabía que me encorajinaba.

Salimos a caminar, él como si cavilara sobre algo importante y yo, con evidente impaciencia en el rostro y mis actitudes. Pero sabía muy bien que sería tiempo perdido tratar de que se explicara antes del momento en que él decidiera hacerlo.
-Estás más gordo.
Era verdad. Antes de viajar a Italia, pesaba cincuenta y ocho kilos. En Milán, recalé en una pensión que era a la vez una trattoría muy popular y estábamos en invierno, un invierno “paduano”, mucho más frío que el de Málaga o Barcelona. Entre que la dueña me adoptó como un sobrino y el apetito consecuencia del frío y el horario, tan diferente del español, empecé a comer a todas horas y abundantemente. El ossobuco, los espaguetis y el chocolate me habían hecho ganar siete kilos.
-Pues tú… se ve que vas mucho al gimnasio –repliqué.
-Tú también deberías ir, tienes buena base… un esqueleto estupendo, pero si sigues aumentando de peso, pronto tendrás barriga.
-No fotis –protesté.
-Tú, cuídate, o ya no podrás fanfarronear más con la ropa que te gusta comprarte antes que nadie.
No era la primera vez que me reprendía veladamente por mis gustos. Contuve el reproche y decidí virar el diálogo.
-¿Cómo está tu hermana?
-Sigue esperándote y por lo tanto no se echa novio.
-No digas tonterías.
-Claro que sí.
-Pero si es hasta mayor que tú.
-Te lleva sólo siete años, y es la más guapa de Barcelona.
Era verdad. Carme era una chica guapísima que, cuando me convertí en su vecino, me parecía inalcanzable. Después, me había causado muchos sinsabores. Hablaba de los charnegos con evidente desdén y como si yo no fuera uno de ellos. Ella me había dado a conocer el separatismo catalán, cuestión de la que en Málaga yo no tenía ni idea. Pero que yo le indicara que debía considerarme despreciable, puesto que yo también era charnego, nunca me sirvió de nada. Porque su evidente encaprichamiento por mí lo exhibía con expresiones muy seguras, como si yo fuera de su propiedad, pese a que jamás exterioricé el menor acuerdo.
-Pero yo soy charnego, recuérdalo- le dije a Jordi.
-A ella, eso no le importa.
-Lo dices como si me perdonara la vida.
-No exageres.
-¿Que no exagere, Jorge? ¿Todos los malagueños, andaluces, murcianos, gallegos y demás son despreciables, pero yo me he redimido?
-Tú eres muy… particular.
-¿Lo ves? Los nacionalistas me infláis las pelotas.
-Yo no soy nacionalista, Luis.
-Dices eso porque eres policía y seguramente os prohibirán ciertas cosas. Pero que eres catalanista… joé, un montón.
-Eso no es lo mismo. Claro que soy catalanista. ¿Tú no eres la exageración máxima del malagueñismo? Pues a mí me gusta mi tierra.
-Te traicionas a diario, Jordi. Dices que eres catalanista nada más, pero te he oído muchas cosas… que bueno…
-¿A qué te refieres?
-Las referencias a los murcianos, ciertas expresiones como “de Valencia ni el arroz” y muchas cosas así. Tu nacionalismo es medular, tan profundo, que no puedes ocultarlo.
Jordi calló y me adelantó unos pasos, como si inconscientemente quisiera librarse de una molestia. Me apresuré para espetarle:
-Los separatistas inventáis tantas tonterías, que ya me habéis quitado el gusto de vivir en Barcelona, donde había proyectado quedarme para siempre. Como decía Jean Paul Sartre, reinventáis la historia. Habláis de España como si fuera cosa ajena, a pesar de que Tarragona fue la capital de la mayor parte de España en tiempos de Roma… Contigo, no, porque me has dado pruebas de sobra de que me quieres; pero con tu hermana y tus amigos, aunque aprendí catalán, siempre me sentí postergado, discriminado. Y no se trata de palabras, sino de actitudes indisimulables.
No fotis, Luis. No tenía ni idea de eso.
-Nunca te lo dije, porque te respeto más de lo que crees. Pero eso es lo que siente un charnego en vuestras reuniones.
-Pero tú… -Jordi vaciló- ¿has dudado alguna vez que puedes contar conmigo.
-Nunca lo dudé Jordi. Sé que me quieres mucho, por alguna razón que no puedo explicarme, porque tu cariño por un malagueño no encaja con lo que sé de ti.

-¿Qué has estado haciendo en Milán? –me preguntó Jordi bajo la sombra del Hospital de San Pau.
Él conocía de sobra mis proyectos cuando me marché a Milán, así que la pregunta me extrañó.
-¿Qué quieres decir?
-¿Te has hecho notar en contra de España?
Su tono me produjo frío. Aunque Jordi se había comportado conmigo siempre como un igual muy amistoso y más íntimo de lo que condicionaba su nacionalismo, no dejaba de ser un policía “del régimen” y su expresión en ese momento era lóbrega. Hice memoria. Los días que viví en Milán vi muchos anuncios de manifestaciones contra Franco y había pasado junto a algunas, sin llegar nunca a participar de verdad. No conseguí identificar algún recuerdo “sospechoso”.
-¿Cómo iba a hacerme notar? En una excursión a Florencia perdí la mitad de mi dinero, que todavía no había ingresado en un banco. He tenido que hacer cabriolas para seguir adelante con mis proyectos. Soy casi un chaval, sin dinero ni relaciones, ni influencias. ¿Qué podría significar yo políticamente?
-¿Has quemado banderas de España?
Sentí un estremecimiento. De repente, la escena de la plaza del Domo me vino a la mente tan vívida como el día que ocurrió.
Habían inaugurado la Expotur española poco antes. Como muchos atardeceres, di un paseo Corso Garibaldi abajo hasta la Galería Vittorio Emmanuele, hasta acabar en la plaza del Domo, una de las más bellas del mundo.
Pero topé con algo completamente inesperado, una nutrida manifestación antifranquista convocada contra la Expotur (que la noche anterior inaugurara el ministro Fraga). Por la exposición, habían engalanado espectacularmente toda la plaza con banderas españolas, una bajo cada ventana. Los tres lados de la plaza lo ocupan edificios de igual arquitectura, cuyas fachadas almohadilladas son fáciles de escalar. Instantes después de mi llegada, alguien en la manifestación dio la consigna de abatir las banderas, y de repente veinte o treinta muchachos escalaban las fachadas y arrancaban las telas rojo y gualda.
Unos cuantos, fueron apilándolas en el centro de la plaza hasta formar un montón considerable, que alguien roció con un combustible ocasionando una gran hoguera.
Me acerqué como hipnotizado. Tal vez fuera por el humo, o quién sabe si por el orgullo maltrecho, me encontré llorando a chorros.

La pregunta de Jordi me obligó a sentirme como si todavía estuviese en el Domo de Milán, con los ojos llorosos y el alma encogida. No recordaba claramente mis movimientos en la plaza durante la quema, porque había permanecido varios minutos en un trance.
-Hace dos o tres días –prosiguió Jordi-, me apropié de un expediente que no me correspondía, porque aparecía tu nombre y quise averiguar de qué se trataba. Había una lista de españoles en Italia que son “enemigos del régimen”.
Me sentí aplanado, como si fuera a hundirme en el asfalto camino de la Sagrada Familia.
-Lo que sea que haya en ese expediente –repliqué-, es una malinterpretación. ¿Qué me aconsejas que haga, Jordi?
-Hablaban de uno “documentos gráficos” que van a enviar pronto.
No lo podía creer. ¿Me habían tomado fotografías en la plaza del Domo? De cualquier modo, ninguna de esas fotos podía mostrarme haciendo lo que no había hecho.
-¿Qué hago, Jordi?
–¿Vas a volver pronto a Milán?
-Había pensado ir a Málaga cuando se me baje la inflamación.
-Pues ve. Déjame un teléfono a donde te pueda llamar.
-Mi familia no tiene teléfono. Toma éste, que es el de un amigo algo mayor.
El amigo “algo mayor” era en realidad un marica de mediana edad que llevaba muchos años tratando de meterme en su cama.
-Está bien, Luis. Mira, no te hagas notar nada en ninguna parte. Allí pertenecías a la JIC, ¿no?
En efecto, en Málaga había participado desde niño en las reuniones de la juventud independiente católica, que se celebraban en dependencias traseras del obispado. Pese a ello, había a diario una pareja de grises vigilando nuestra salida en la puerta, siempre los mismos, de modo que hacía mucho que los saludábamos con algo de ironía.
-¿Ni siquiera a esos amigos debo ver?
-De ningún modo, Luis. Te hablo de una cosa seria.

Al volver a Málaga, la vivienda de mis padres me pareció más pequeña y sórdida de lo que figuraba en mi recuerdo. No pude aceptar la oferta de mi madre de que me quedara con ellos. Busqué un empleo en una tienda y alquilé en seguida un modesto apartamento del que dispondría sólo dos meses, puesto que lo alquilaban en temporada turística mucho más caro.
Llevaba poco más de dos semanas trabajando cuando una tarde vi con disgusto que mi pretendiente de mediana edad, llamado Amadeo, entraba decididamente en la tienda y se dirigía presuroso hacia el punto donde yo estaba. Miré al dueño de la tienda, cuyos ojos –alternativamente fijos en mi amigo y en mí- eran un caudal de preguntas; más aun cuando Amadeo se acercó a mí inclinándose sobre el mostrador para hablarme al oído.
-Luis, tienes que huir de Málaga.
-¿Qué estás diciendo?
-Han llamado a mi casa. Es un amigo tuyo de Barcelona, que dice que es policía. Me ha dicho que han mandado del consulado de Milán una foto donde apareces quemando una bandera de España.
-Yo no hice eso.
-Pues en la foto se ve clarísimo.
No podía imaginar qué clase de efecto visual habría producido una imagen mía como si quemase una bandera española, cosa que habían hecho multitudes aquella tarde, pero no yo.
-Tu amigo dice que salgas de España hoy mismo.
No disponía de dinero. Esperaba con impaciencia el final del mes, porque tras pagar el alquiler y la garantía, me había quedado muy escaso de dinero. Estaba comiendo muy precariamente.

Una vez que Amadeo salió de la tienda con las mismas prisas con que había llegado, tuve que disimular mi consternación bajo la mirada inquisitiva del dueño. Yo trataba de reunir valor para pedirle un préstamo que jamás podría devolverle, cuando dijo:
-Luis, tengo que salir. ¿Puedes ocuparte de cerrar la tienda y quedarte un rato para cuadrar las cuentas?
-Sí, claro, vete.
Me dio la llave de una pequeña caja metálica donde guardaba por la noche el producto de las ventas del día. A punto de salir de la tienda, se volvió hacia mí para preguntarme:
-¿Pasa algo malo?
-No te preocupes, es sólo que me han dicho que un amigo de Barcelona ha tenido un accidente.
-Ah, bueno. Anota la hora a la que te vayas, por si tengo que pagarte alguna hora extra.
-No te preocupes por eso. No me llevará ni media hora cerrar las cuentas.
Faltaban sólo unos minutos para la hora del cierre, que esperé con impaciencia. No tomé conscientemente ninguna determinación, fue como si un robot teledirigiera mi voluntad y mi mano.
Sumé las ventas del día y resté el remanente diario para cambio. No cuadró del todo, porque sobraban catorce pesetas. Era algo que ocurría a diario, ya que muchos clientes se iban sin esperar el cambio cuando era insignificante.
Igual que un autómata, cogí un folio y redacté una dolida carta de disculpa para mi jefe, por las treinta mil pesetas que le robaba.
Fui a casa de mis padres, donde, a mi partida hacia Italia, había quedado toda mi ropa de verano. Llené apresuradamente una maleta, tomé un taxi y embarqué en el primer avión hacia Madrid.
Una vez en Barajas, examiné el tablero donde anunciaba las salidas más inminentes. Había un vuelo a Buenos Aires para dentro de dos horas.

Buenos Aires, un nombre premonitorio. Una tabla de salvación en medio de una tempestad.
No objeté nada a mi pensamiento. Como sitio para huir hasta ver qué pasaba con la confusión italiana, era demasiado lejano. Pero era el único sitio donde había parientes lejanos. Primos de mi madre. No sabía su dirección ni ´podía pedírsela a mi madre, no teniendo teléfono. Pero sería fácil dar con él, porque trabajaba en el Banco Español de Río de la Plata.
Huiría, pues a Buenos Aires.
















RELATOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero

LA EXTRAÑA CIUDAD

Los seis meses que llevaba en Buenos Aires no me habían servido todavía para librarme del todo de mis obsesiones, pero era mucho más feliz de lo que jamás creí poder serlo. Un extraño escenario para el subconsciente de un muchacho asustado. Una ciudad extraña donde todos parecían amarse. Donde la gente preguntaba “¿qué te pasa” si te mostrabas mustio. Donde para invitarte a comer sólo te decían “ven tal día a mi casa”. Donde los llamados “colectivos”, los autobuses, iban atestados y era frecuentísimo que algún hombre me empalase contra el pantalón con su pene erecto, sin que yo pudiera evadirme porque íbamos como anchoas en lata. Donde te miraban sin disimulo, a los ojos, de frente, hubiera lo que hubiese en la mirada, que en ningún caso les avergonzaba. Una ciudad extraña, donde parecía no ser delito ni condenable amar a quien a uno le diese la gana.

Nunca había sentido la menor paz de niño ni de adolescente; mis recuerdos conscientes e inconscientes estaban llenos de miedo; miedo constante, insuperable, perpetuo. Ni en Barcelona ni en Milán había conseguido librarme de tales sentimientos profundos. Miedo a salir a la calle, miedo a volver a mi casa, miedo a querer participar en los juegos callejeros y que me expulsaran, miedo a los ojos grises de mi padre, miedo a las indirectas y bofetadas de mi hermana mayor, miedo a los insultos y las ironías directísimas de su marido gitano, miedo a morirme cada noche a causa de mi asma ignorada sobre el colchón lleno de gusanos que había heredado de mi bisabuela muerta, que antes de morir se meaba en la cama. El miedo era lo único seguro en mi biografía infantil

No poseía recuerdos amables, como los juegos de niños o los cuidados de mi padre; de mi padre sólo recordaba sus puños y sus patadas, y de mis amigos, las burlas y el escarnio; únicamente algo desconcertante me producía una amarga alegría: el beso que me había robado un primo mío algo mayor que yo, que ya de adulto supe que era un pedófilo casado. Mi madre no me permitía jugar con otros niños, aduciendo un soplo en el corazón que nunca me han detectado de mayor, pero sí permitía las palizas sudorosas de mi padre, que con frecuencia ella provocaba. Una de las frases más aterrorizantes de mi niñez era cuando ella me decía: “Verás cuando se lo diga a tu padre”. No importara lo que hubiera hecho, que en ningún caso recuerdo; lo importante era que ella recibiera pruebas de amor de su marido adúltero público, y las palizas despiadadas de mi padre a su único hijo varón eran para ella pruebas de amor.

Ahora, salvo la lucha por conseguir trabajar sin tener permiso de emigrante, mi vida en Buenos Aires era plácida y muy satisfactoria. Era una ciudad extraña, no sólo porque no la conociera; era realmente extraña para mí, en su lenguaje, en sus costumbres y en sus expresiones. La que más gracia me hacía era “la concha de la lora”. Ignoraba el significado de “concha”; pocos días después de llegar, me asaltó por la calle arbolada un ataque primaveral de asma; media hora más tarde, tuve que tirar el pañuelo empapado y entré en una especie de mercería a comprar otro. Para mi sorpresa, la dueña me identificó en seguida como español, aunque mi acento malagueño era muy distinto del castellano. Admirado, le respondí que sí y ella comentó: “Yo nací en San Sebastián, pero me trajeron aquí con tres años”. Y comenté: “Es una ciudad preciosa, edificada a la orilla de una bahía casi circular que se llama la Concha; y se llama la concha porque tiene forma de concha”. Esto último lo ilustré juntando las dos manos para escenificar la forma. La dueña y una clienta me miraron con gesto extraño, pero no me reprocharon nada. Cuando supe el significado, me harté de reír.

El lunfardo no se usaba en los ambientes donde yo me movía y dudo que se usara en alguna parte. Ya entonces se había convertido en objeto de estudio académico; yo todavía no había descubierto conscientemente mi gusto por las palabras, pero un impulso me obligó a asistir a tales conferencias. Aprendí el sentido de muchísimas letras de tango que no entendía y supe que el más lunfardo de todos era “Percanta”. Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida…”

Yo no sabía cuán herida estaba mi alma, pero la sentía cicatrizar. Durante esos seis meses, Buenos Aires, extrañamente, había ido cicatrizando mi alma sin tener que recurrir a los servicios de los incontables psicólogos que se anunciaban por todos lados. La mayoría de costumbres y gestos contribuían a la cicatrización: las tertulias con universitarios donde tanto conseguía brillar sin proponérmelo, cantando copla como espontáneo en ciertos locales de afluencia de españoles, jugando al fútbol en el Bosque de Palermo con los compañeros de la publicitaria, bañándome en la playa de la Costanera, donde uno salía del agua convertido en estatua de arcilla. Una mañana de domingo, estaba recostado en la playita con un grupo de amigas y amigos cuando me fijé en alguien que venía; al parecerme mi amigo Chencho me levanté de prisa y eché a correr hacia él, antes de recordar que no podía ser porque estaba a muchos millares de kilómetros de Málaga.

Era una ciudad tan extraña, que un día caí en la cuenta que tenía más amigos y amigas de los que podía contar a lo largo de toda mi vida.

Tenía amigos que no me despreciaban ni se burlaban de mí. Jugaba al fútbol con ellos. Iba de excursión para remar por el Paraná, donde competía contra muchachos que me parecían hercúleos comparados conmigo, aunque muchos elogiaban mi físico. Acampaba en el Tigre bajo una nube inclemente de mosquitos, de cuyos ataques me defendían ellos, al oírme gritar, corriendo a rociarme con aerosoles de repelente. Como no entendía del todo sus expresiones, creía que nadie me había invitado aún a intercambiar fluidos. Una vez, una chica me dijo que la visitase al día siguiente en calle Ayacucho; por su pronunciación, yo escribí “calle Achacucho”. Participaba en tertulias, algunas con personajes tan interesantes como Julio Cortázar o una joven y muy bella poetisa judía llamada Renata Sussheim.

Un local de la calle Corrientes, donominado “Los inmortales”, me fascinaba. A veces, reunía dinero durante una semana para poder ir a Los Inmortales a almorzar una pizza de cebolla y queso a la piedra. Siempre que iba, alguien entablaba conversación conmigo desde la mesa vecina; de modo que tuve que ir dominando mi recelo y estupor faciales en tales ocasiones. Muchos de mis mejores amigos los había conocido de improviso en ese local.

Inesperadamente para mi acomplejado espíritu, hacer amigos era sumamente fácil en Buenos Aires. Participaba en paseos colectivos por la Boca, salidas nocturnas a las cuevas de tango, paseos gastronómicos por los quioscos de la Costanera… Era tan frecuente mi participación en tales eventos, que ya había dominado del todo el poso de miedo que sentí durante los primeros meses. Ya había conseguido tratarlos como iguales, y dejado de sentir el deseo de esconderme que me había acompañado toda mi vida.

Tan extraña era Buenos Aires, que hasta yo tenía cabida en ella.

Había más de treinta teatros, en uno de los cuales, el Avenida, había asistido a un recital de Carmen Sevilla, respaldada por un “ballet” de chicas argentinas a quienes les habían enseñado a mover los brazos imitando el flamenco, pero apestaban a coristas de cabaret; con este subterfugio, el empresario se había ahorrado el costo de traer un ballet flamenco de España. Me pareció que la propia Carmen miraba de reojo a su “cuerpo de baile”, sintiéndose en evidencia. En cambio, había asistido también, en el Odeón, a una versión en español de Hello Dolly, protagonizada por Libertad Lamarque. Me entusiasmó. Estos extras estaban económicamente fuera de mi alcance, pero mis “tíos” me preguntaban, cada vez que me veían, “¿te falta algo? Y aunque respondiera que no, me metían un billete en el bolsillo. Esos regalos me proporcionaron acceso a cosas que no podía costear, como ir al Teatro Colón o comer de vez en cuando en La Hacienda.

Las torturas e insultos de mis padres, hermana y cuñado me habían hecho sentir incapaz y feo, pero en Buenos Aires mucha gente opinaba que yo era muy guapo, lo que me desconcertaba sobremanera. Pero la alusión frecuente a mi ignorada apostura comenzaba a hacerme cuestionar la opinión que sobre mí mismo me había insuflado mi familia. Resultaban sorprendentes algunas anécdotas, como la ocurrida con un compañero de trabajo. Éramos varios jóvenes en el estudio de publicidad y, uno de ellos, llamado Gutiérrez, me parecía el chico más guapo que viera nunca; una tarde, otro de los compañeros me invitó a tomar un vino a la salida; en realidad, en cierto sentido me invitó a llevar una vela, porque a los pocos minutos se presentó su novia, que era ya casi su esposa. Tomamos vino, comimos empanadas chilenas y salteñas, y una media hora más tarde, cuando yo comenzaba a buscar un pretexto para dejarlos solos, ella comentó: “Mirá, Tino; siempre consideramos a tu compañero Gutiérrez como una gran belleza, pero al lado de Luis resultaría muy antiguo; Luis es una gran belleza moderna, como de actor de cine”. Me quedé patidifuso y olvidé mi prisa por marcharme; en cambio ella se fue quince minutos más tarde. A su salida, Tino me propuso: “Venite conmigo a casa”. “Vives en Quilmes”, objeté yo. “¿Qué importa? Si se te hace tarde para volver a Martínez, te quedas a dormir en mi casa”. Este tipo de invitaciones, que se daban mucho en el cine de jóvenes de Estados Unidos, a mí nunca me habían sucedido en Málaga.

Vivía en Martínez, lo que ocasionaba muchas confusiones en la agencia de publicidad donde trabajaba, porque se trataba de una de las urbanizaciones más lujosas de la provincia de Buenos Aires, seguramente por albergar la residencia presidencial. Pero mi situación era de “arrimado” junto a la esposa de uno de los primos de mi madre, una siciliana a quien no le gustaba nada mi presencia.

Mi hospedaje había ocurrido de un modo no muy natural, sino bastante forzado. A mi llegada a Buenos Aires, me quedaban tres mil pesetas en el bolsillo, lo que no iba a bastarme ni para sobrevivir un mes. Tenía imperiosamente que buscar a los parientes de mi madre. Fui al Banco Español de Rio de la Plata a preguntar por el único pariente cuyo nombre recordaba completo; me trataron muy bien porque él había tenido un cargo importante, pero ya se había jubilado. Fui a la dirección que me proporcionaron, dentro de la ciudad de Buenos Aires (o sea, dentro del espacio que delimita la Autopista General Paz, más allá de la cual todo es provincia) Se trataba de varios edificios cercanos a la avenida Santa Fe, muy lujosos. El inquilino actual me informó de que mi pariente le había vendido la propiedad y no conocía la nueva dirección. “Creo que es en la provincia, por Vicente López”. Y allá que fui. Como el apellido era muy poco corriente, confiaba en que no tardaría en dar con él, pero me costó casi un mes encontrarlo.

Fue el 22 de diciembre. Mi pariente me trató de “sobrino” y me presentó a todos sus vecinos y un montón más de gente. Era un hombre muy afable, llamado también Luis, de quien yo había heredado el nombre, tal como intuí por lo que me fue contando con el tiempo. Después de mucha celebración, un par de rondas de mate y visitas inacabables de sus hijos, nueras y nietos, a quienes iba llamando por teléfono, me pareció que era hora de marcharme. “Venite el 25”, me dijo al salir de su casa. Demoré algo durante la vuelta, porque me apeé del tren al apreciar un insólito atardecer por la ventanilla. Ni siquiera retuve el nombre de la estación, pero recuerdo aquel atardecer tras un cielo emborregado como si lo tuviera dentro de mi cabeza.

Yo ocupaba un cuartillo de una mísera pensión situada en calle Carlos Pellegrini, en pleno centro. El día 25, tomé un baño a media mañana y vestí la ropa que me pareció más favorecedora y presentable, incluyendo una chaqueta liviana aunque hacía un calor infernal. Comí unos macarrones muy pasados en un bar cercano y, cuando me pareció que ya podría llegar con cierta dignidad a casa de mi tío Luis, fui a tomar el tren en la estación de San Martin. Cuando llamé a la puerta pasaba de la una. La mujer de mi tío me abrió con un reproche: “¿Cómo has tardado tanto?”. Tras ella, aprecié una multitud de unos treinta parientes cruzados de brazos, que me esperaban para la gran comilona navideña que me habían preparado.

No sabía que un “ven tal día a mi casa” de un porteño significaba “ven a comer”. Me disculpé como pude, pero no le dieron mucha importancia. Se pusieron a comer como salidos de una guerra. Todos habían aportado algo; pejerreyes, pizzas, ensaladas griegas, estofados españoles y asado argentino en cantidades imposibles de chorizos, morcillas, mollejas, chinchulines, asado de tiras y demás.
Comieron durante horas, hasta que llegó un momento en que yo había digerido ya los macarrones y sentí un hambre considerable. Acabé comiendo al mismo ritmo que ellos hasta las cinco y media de la tarde.

Durante la interminable sobremesa, entre mates y copitas de licores varios, me bautizaron como Luisillo, porque Luis tenía un hijo a quien llamaban Luisito. Ese diminutivo de mi nombre produjo un efecto curioso; me sentí más parte de una familia y querido que nunca antes, de modo que acabé contando cuáles eran mis circunstancias verdaderas, que hasta entonces había tratado de disimular. Un hermano de Luis, llamado Manuel, me preguntó “¿Vives de verdad en esa pensión? La conozco, porque está cerca de mi ferretería; es un lugar infecto. El domingo próximo, ven a comer en mi casa; tenemos que hablar”.

Acudí el domingo mucho antes de la hora sugerida, por mi temor a llegar tarde. Me encontré a la esposa de Manuel regando el jardín; me recibió con un gesto algo adusto, de modo que para congraciarme con ella, le pedí que me pasara la manguera, que yo continuaría regando. Durante el almuerzo, pareció que continuaran una discusión interrumpida esa mañana. Mi tío Manuel dijo: “Bueno, estamos de acuerdo en que Luisillo se venga a vivir con nosotros, ¿verdad?; ocupará la habitación de Enrique”. Enrique era su único hijo, que estudiaba en una escuela militar fuera de Buenos Aires.

Así me encontré residiendo en una hermosa casa de una urbanización burguesa, lleno de gente burguesa que me trataba como igual, y junto a una mujer que no ahorraba los gestos de hostilidad. De manera que me habitué a estar en casa el menor tiempo posible. Si carecía de dinero como para ir al centro, visitaba a alguno de los supuestos amigos-vecinos, o caminaba durante horas por esa urbanización y las avenidas General San Martín y Maipú. A veces llegaba hasta Vicente López, donde, además de Luis, vivía otro primo de mi madre llamado Guillermo, homosexual confeso, dedicado a la costura, que siempre me hacía mucha fiesta cuando lo visitaba. En su casa probé por vez primera el dulce de tomate, que ignoraba que pudiera hacerse.

Una de las extrañas costumbres bonaerenses que más me entusiasmaban era la programación de “trasnoche” de los cines, porque así tenía el pretexto para no tomar el tren a Martínez hasta horas de la madrugada. Se trataba de una costumbre bastante extendida, pues eran muy numerosas las salas que programaban esa sesión, y no sólo los fines de semana.

Una noche de jueves, antes de la medianoche, me preguntaba qué hacer hasta la madrugada. Recorrí varios cines de trasnoche hasta dar con uno cuyo programa doble me interesó: Una película española, “La tía Tula” y otra italiana, “Addio, fratello crudele”. Atendía la taquilla un hombre mayor, que al escuchar mi acento, me miró fijamente y, tras examinarme unos segundos, me dijo: “Espera un poco”. Sumamente extrañado, decidí esperar a ver. Unos minutos más tarde, el taquillero me llamó y me preguntó: “Sabes qué clase de cine es éste”, con acento castellano viejo. Negué con la cabeza. Poco después, salió de la taquilla y me empujó un poco hacia un rincón. “Ven, que voy a abrir para ti el anfiteatro. Tú no puedes entrar solo en el patio de butacas”.

En efecto, abrió para mí un empinado graderío vacío. Ocupé una butaca de la primera fila y cuando me acostumbré a la penumbra, percibí abajo el motivo por el que el hombre me había hecho el favor. Todos abajo eran hombres y muchos se estaban metiendo mano.

A partir de ese día, el dueño vallisoletano del cine, que era dueño de otras seis salas, me trató como parte de su nutrida familia. Durante un asado en Mar del Plata me contó que “En Buenos Aires todos los hombres se comportan de manera
Bisexual. Aunque estén casados o tengan novia, si se presenta la ocasión se acuestan con sus amigos sin ninguna clase de remordimientos”.

Tuve ocasión de comprobarlo con el tiempo. Mi compañero de trabajo Tino me asaltó en diversas ocasiones, hasta delante de su novia. Varios de los nietos de mis tíos me invitaban a salidas en dúo solitario, y fuera en un cine o una cabaña del Tigre, acababan metiéndome mano.

Y así fue de manera habitual, hasta que conocí a Pepe. Pero Pepe es mi mejor y más extraña historia en el extraño Buenos Aires: ya hablaré de él.








































CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero

EL ORÁCULO Y LA ESFINGE

Se dirigía a una fiesta en casa de una chica Hirsh –familia judía riquísima y muy prestigiosa en Buenos Aires-, chica que se había encaprichado de él. Una muchacha de cuerpo espectacular, pero de cara fea como una hiena. En el cruce de la Avenida Santa Fe con una calle, vio en su mente un salón que le abrumó.

Curiosamente, sospechaba que lo que pretendía la feísima muchacha era facilitar las cosas a su hermano gay, cuestión que Luis no habría permitido en absoluto cuando, más adelante, conociera a Pepe. Le flanqueaban al entrar en el salón donde iba a celebrarse la fiesta; era el mismo ambiente lleno de mármoles y ágatas que había visto en su mente. Superó el estupor porque los dos hermanos cruzaron un comentario. El muchacho Hirsh era demasiado parecido a su hermana como para ser guapo, pero era más pasable. De todos modos, jamás le habría permitido pronunciar frases que, más adelante, permitiría a Pepe con toda naturalidad. La fiesta en la casa Hirsh fue una de las experiencias más asombrosas que Luis recordaba: Fue presentado y estrechó las manos de los principales gobernantes de la ciudad y del país.

La de Pepe fue una historia más surrealista que romántica y más de cuento que de novela. Como las clamorosas opiniones que aseguraban que Luis era una especie de oráculo griego combinado con el chamán de una tribu africana.

Libre de las espantosas obsesiones malagueñas, últimamente todos sus relacionados le estaban ofuscando con la idea de que era una un nigromante tribal, idea inducida por casi todas sus amistades, sobre todo las mujeres. Le decían que “tenía poderes”, porque a veces vaticinaba de pasada, y sin dramatizar, algún suceso que después tenía lugar. Pero Buenos Aires era una ciudad repleta de psiquiatras, psicólogos, brujas que se anunciaban como tales, adivinos y curanderos. Todo eso era demasiado nuevo, demasiado chocante, cuando en España ni siquiera sabía cuál era su signo del zodíaco, cuestión de la que nadie hablaba aquellos años y a ningún periódico se le habría ocurrido publicar las falsarias predicciones que se publicaban en Argentina, escritas por cualquier aprendiz de redactor.

Pero ocurría algo en su mente que no cuadraba con la racionalidad que su vida nómada le había insuflado. Ciertamente, recordaba sucesos de la niñez para los que no tenía explicación ni nadie había sabido dárselas. También había ciertos casos recientes, como cuando experimentó muy vivamente un “déjà vu” en Milán. Iba por una avenida cuyo nombre había olvidado, y avistó a lo lejos un rascacielos muy curioso. Formaba una especie de torre que se ensanchaba considerablemente en su parte alta; como el ensanchamiento era excesivo como para ser aguantado por la estructura, habían dispuesto varios pilares en ángulo de 45 grados desde la base hasta el suelo del ensanchamiento. Conforme se fue acercando, averiguó que se llamaba Torre Pirelli mientras se preguntaba con mucha inquietud cuándo y dónde había visto antes ese edificio. ¿En Madrid? ¿De pasada en Génova o Turín? Esa estructura era demasiado insólita como para que la hubiera en Málaga o Barcelona.

Sufría alguna clase de alucinación, sin duda. Ahora no recordaba el resto de aquel paseo, porque se movió por Milán como un sonámbulo y no tenía ni idea de cómo había podido llegar al Castello Sforzesco; había salido de la trattoría con intención de visitar la famosa fortaleza, pero ni conocía el camino ni recordaba cómo lo había averiguado después del encandilamiento de la torre Pirelli.

En cierta ocasión, a los nueve años, la escuela donde estudiaba sufrió una inundación bastante copiosa, pero sólo en parte. Como el extenso edificio ocupaba un terreno en declive, se inundaron las aulas situadas en la zona más baja, mientras que muchas otras quedaron secas. A los niños que estudiaban en éstas los liberaron a mediodía, a fin de que sus aulas fueran ocupadas por los niños de las aulas anegadas.

Había llovido casi toda la mañana, con una insistencia infrecuente en Málaga, dónde podían caer furiosos chaparrones pero breves. Cada vez que le sorprendía a uno la lluvia, sabía que bastaría con refugiarse diez o quince minutos bajo algún abrigo, y pararía de llover. Por ello, era muy raro que la gente saliera a la calle previsoramente con paraguas. Aquella tarde de otoño discurrió bajo un sol intenso como si fuese verano y el atardecer cayó sobre Málaga igual que un barniz de oro y flores escarlata. A la noche, nadie recordaba que muchos barrios se habían anegado por la mañana.

Al día siguiente, Luis sintió una premonición muy acuciante al salir de su casa: vio en su imaginación a un niño malcarado que levantaba la tapa de su pupitre y se llevaba el contenido. Corrió hasta llegar sin aliento a la escuela y, en efecto, descubrió que habían desaparecido un libro, dos libretas y el plumier con todo su contenido. Desconsolado, se lo dijo a la profesora. Tras un breve interrogatorio, la maestra dedujo que Luis no mentía, y le acompañó por las tres aulas cuyos alumnos habían recibido clase en la suya la tarde anterior. En la primera y la segunda no pasó nada, pero al entrar en la tercera, Luis se topó con la chispa en los ojos de un chico, hacia el cual se dirigió sin palabras. Junto a su pupitre, hizo una señal a la profesora, que llegó y levantó la tapa. Entre otras cosas, había una libreta y el plumier de Luis.

Siempre que recordaba esa anécdota sentía un estremecimiento. Su memoria desdibujaba recuerdos de anuncios que había hecho muchas veces a su madre y sus hermanas, anuncios que se cumplían y de los que ellas hablaban con las vecinas, pero había olvidado en qué consistían. Creía que esas cosas les pasaban a todo el mundo, pero ahora le estaban convenciendo de que no era así. Cuestiones sin mucha importancia sobre las que ahora comentaba de antemano, se cumplían; sus amigas se daban cuenta y se lo hacían notar con exageraciones.

Pero ninguna premonición le decía qué iba a ser de su vida a continuación. Le gustaba Buenos Aires, estaba experimentado sensaciones ignoradas, nunca había vivido tantos momentos felices, mas sabía que todo eso iba a ser provisional. No tenía intención de convertirse en un emigrante definitivo; debía volver a España, pero había elegido justo el país desde el que era más caro y difícil volver. ¿Y si iba cubriendo etapas para el regreso, por ejemplo pasando una temporada en Brasil?

Ya no sentía los miedos del pasado, o eso creía. Pero trasladarse por las buenas a un nuevo país cuyo idioma no hablaba parecía un reto terrorífico.

No se atrevía a comentarlo con nadie. Creía que lo disparatado de la idea produciría que sus parientes o sus amigos utilizaran calificativos que pudieran hacerle volver a las obsesiones familiares de las que creía estar curándose. Era necesario construirse una armadura para defenderse del clamor de sus allegados para que proyectase su vida definitivamente en Buenos Aires. La aclamación le halagaba, le hacía feliz, le generaba confianza en sí mismo, le convertía en un buen aspirante para cualquier reto profesional o vital. Pero no era la cuerda que le atara.

Un día, formando parte de una tertulia denominada “El escarabajo de Oro”, dejó de oír y sentir la reunión, como si se hubiera vuelto un pedrusco. De pronto, sintió en sus ojos el dardo de otros ojos; una preciosa muchacha cordobesa (de la Córdoba argentina), le miraba intensamente con sus pupilas verdes de aguamarina. Le pareció que se le había abierto el pecho, y que la muchacha lo inspeccionaba con avidez y sin repugnancia por la carne viva. Este espejismo duró sólo un instante, porque ella se acercó y dijo:

-¿Por qué te querés ir a Brasil?

El estupor le mantuvo callado más de un minuto, convulsionándolo antes de aflorar a su expresión.

-¿Cómo sabes tú eso? Por cierto, me llamo Luis.

-Yo me llamo Olga. No sé cómo lo sé. Lo que sentí es la urgencia de convencerte de no hacer ese viaje.

-¿Por qué?

-No lo sé. Te vi por un instante en una mansión inmensa, con criados vestidos con librea, que daban terror.

-Bueno, Olga. Eso parece una escena cinematográfica, y trabajar en una película no figura en mis proyectos y, además, escapa a mis posibilidades.

-¿Tú crees? Tenés aspecto de artista.

Luis se sonrojó. Miró con atención los ojos de la muchacha, donde había sinceridad inocente. Más adelante, se preguntó durante meses por qué dijo:

-Tal vez debiéramos tomar un refresco un día de estos, para que se te quite esa idea de la cabeza.

-Perfecto. ¿Te va bien mañana? Podemos dar un paseo por la Nueve de Julio y Florida.

Luis se mordió el labio, sin responder. Por lo tanto, la sugerencia de Sonia se convirtió en un compromiso. Como seguía impresionado, preguntó:

-Eso que has sentido antes respecto a mí y el Brasil… ¿lo habías sentido antes?

-Constantemente.

Luis apretó los labios. Bueno, al fin y al cabo, debía recordar que estaba en la ciudad con mayor índice de brujas y psiquiatras del mundo; seguramente había dado con una pirada. Mas ¿por qué había nombrado Brasil? Olga pareció adivinarle el pensamiento:

-No te creés lo de mi presentimiento, ¿no es cierto?

-Bueno, es que…

-Hagamos una cosa, si no te incomoda. ¿A qué hora sueles levantarte?

-A las siete.

-Perfecto. Coincidimos. Hagamos lo siguiente: No preparés el despertador. Yo te llamaré por telepatía. Cuando despertés, mirá el minuto exacto en que lo has hecho. Yo te llamaré por teléfono a la publicidad, y te diré el minuto pasado las siete al que te llamé. Si coincide con la hora que viste, te convencerás.

Luis fingió interesarse por lo que se estaba tratando en la tertulia en esos momentos, para no comprometerse en un asunto tan raro, y su pensamiento comenzó a divagar.

Por lo que pudiera decidir, estaba ahorrando, pero como se ahorraba entonces: guardando dinero en efectivo. Ya tenía unos miles de pesos, conservados entre las páginas de un libro. Todavía no había terminado de cerrar el compromiso con Olga, cuando sintió urgencia de volver a su casa. Compartía piso con una señora viuda, en la avenida Pueyrredón, vía situada a casi veinte manzanas de la avenida 9 de Julio. Contando que se encontraba en una cafetería cerca del edificio Cavanagh, iba a demorar un buen rato en llegar donde vivía. Urgido por el temor a haber perdido una cantidad de dinero que no se podía permitir perder, se despidió intempestivamente de la reunión y se disculpó ante Olga.

Preso de los peores temores, viajó en autobús sin lamentar las apreturas y corrió luego como un galgo. Perder ese dinero le haría retardar su salida de Buenos Aires y tal vez no consiguiera volver a ahorrar cantidades semejantes. No había echado cuentas de cuándo podría viajar a Brasil, pero siguiendo el mismo ritmo ahorrador, había calculado que podría hacerlo dentro de cinco meses. Pero si el dinero, en efecto, había desaparecido, no podía calcular cuánto tiempo más iba a demorar o si se darían las circunstancias para que pudiera seguir ahorrando. Su memoria inconsciente le convencía de que, considerando sus premoniciones pasadas, se había quedado sin esos pesos.

Llegó sin aliento e introdujo nerviosamente la llave en la cerradura, porque su compañera de piso no respondía el timbre; siempre llamaba por temor a encontrarla en situación comprometedora. Corrió a su habitación. Miró con confusión hacia el pequeño estante donde se alineaban menos de veinte libros. No recordaba en cuál guardaba el dinero. Los fue hojeando todos mientras el alma se le iba helando. El dinero no estaba en ninguno.

Comenzó a llorar como un bebé. No conseguía trazar un plan. Sólo pensaba en que tenía que ahorrar de modo sumamente riguroso. Iba a comenzar ahora mismo. Solía bajar a un local cercano, donde tomaba cada noche un vaso de vino y un par de empanadas chilenas; bien, eso había dejado de ser posible. Revisó lo que tenía en la cocina; nada más le quedaba un bote de salsa de tomate, un pedazo de salchichón y una caja de galletas.

Sin conseguir contener el llanto del todo, decidió tomar prestado un huevo y un poco de aceite; cuando llegase su compañera se lo diría. Cortó el salchichón en rodajas, eligió una sartén pequeña que puso al fuego; echó el aceite y medio vaso de salsa de tomate; echó dentro las rodajas de salchichón y cuando todo comenzó a hervir, echó el huevo encima. Iba a ser unos huevos a la flamenca algo extraños y tendría que migarlos con galletas dulces. Pero menos era nada.

Se encontraba arrebañando con una galleta el último resto de tomate, cuando oyó que llegaba su compañera de piso. Escuchó sus pasos en el vestíbulo y, a continuación, notó que se acercaba a la puerta de la cocina.

-Hola, Luis. Cogí un libro mío que te llevaste a tu cuarto, porque lo tengo a medio leer. Al abrirlo, vi que había dinero dentro. Aquí lo tenés. ¿Qué te pasa, lloraste?

Desconcertado por la felicidad que sentía, Luis no atinaba a responder.

-No, no he llorado. Se me metió una mota en un ojo cuando llegaba a casa.

Se acostó convencido de que iba a desvelarse, pero la agorera premonición le había extenuado y se durmió en seguida. A la mañana siguiente, dio un salto de la cama sin acabar de despertarse hasta ponerse de pie; inexplicablemente, se acordó de la propuesta de Olga y miró el reloj. Marcaba las siete y tres minutos.

Se dio un pequeño homenaje tras la defectuosa cena de la noche anterior, y desayunó un bcadillo de churrasco, dos panquecas con dulce de leche y un café. Sólo volvió a pensar en lo de Olga cuando le dijo una compañera que lo llamaban por teléfono. Apenas le dio tiempo a decir “hola”. Oyó que Olga decía:

-Te llamé a las siete y tres. ¿Miraste el reloj?