jueves, 7 de junio de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero EL ORÁCULO Y LA ESFINGE

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero EL ORÁCULO Y LA ESFINGE Se dirigía a una fiesta en casa de una chica Hirsh –familia judía riquísima y muy prestigiosa en Buenos Aires-, chica que se había encaprichado de él. Una muchacha de cuerpo espectacular, pero de cara fea como una hiena. En el cruce de la Avenida Santa Fe con una calle, vio en su mente un salón que le abrumó. Curiosamente, sospechaba que lo que pretendía la feísima muchacha era facilitar las cosas a su hermano gay, cuestión que Luis no habría permitido en absoluto cuando, más adelante, conociera a Pepe. Le flanqueaban al entrar en el salón donde iba a celebrarse la fiesta; era el mismo ambiente lleno de mármoles y ágatas que había visto en su mente. Superó el estupor porque los dos hermanos cruzaron un comentario. El muchacho Hirsh era demasiado parecido a su hermana como para ser guapo, pero era más pasable. De todos modos, jamás le habría permitido pronunciar frases que, más adelante, permitiría a Pepe con toda naturalidad. La fiesta en la casa Hirsh fue una de las experiencias más asombrosas que Luis recordaba: Fue presentado y estrechó las manos de los principales gobernantes de la ciudad y del país. La de Pepe fue una historia más surrealista que romántica y más de cuento que de novela. Como las clamorosas opiniones que aseguraban que Luis era una especie de oráculo griego combinado con el chamán de una tribu africana. Libre de las espantosas obsesiones malagueñas, últimamente todos sus relacionados le estaban ofuscando con la idea de que era una un nigromante tribal, idea inducida por casi todas sus amistades, sobre todo las mujeres. Le decían que “tenía poderes”, porque a veces vaticinaba de pasada, y sin dramatizar, algún suceso que después tenía lugar. Pero Buenos Aires era una ciudad repleta de psiquiatras, psicólogos, brujas que se anunciaban como tales, adivinos y curanderos. Todo eso era demasiado nuevo, demasiado chocante, cuando en España ni siquiera sabía cuál era su signo del zodíaco, cuestión de la que nadie hablaba aquellos años y a ningún periódico se le habría ocurrido publicar las falsarias predicciones que se publicaban en Argentina, escritas por cualquier aprendiz de redactor. Pero ocurría algo en su mente que no cuadraba con la racionalidad que su vida nómada le había insuflado. Ciertamente, recordaba sucesos de la niñez para los que no tenía explicación ni nadie había sabido dárselas. También había ciertos casos recientes, como cuando experimentó muy vivamente un “déjà vu” en Milán. Iba por una avenida cuyo nombre había olvidado, y avistó a lo lejos un rascacielos muy curioso. Formaba una especie de torre que se ensanchaba considerablemente en su parte alta; como el ensanchamiento era excesivo como para ser aguantado por la estructura, habían dispuesto varios pilares en ángulo de 45 grados desde la base hasta el suelo del ensanchamiento. Conforme se fue acercando, averiguó que se llamaba Torre Pirelli mientras se preguntaba con mucha inquietud cuándo y dónde había visto antes ese edificio. ¿En Madrid? ¿De pasada en Génova o Turín? Esa estructura era demasiado insólita como para que la hubiera en Málaga o Barcelona. Sufría alguna clase de alucinación, sin duda. Ahora no recordaba el resto de aquel paseo, porque se movió por Milán como un sonámbulo y no tenía ni idea de cómo había podido llegar al Castello Sforzesco; había salido de la trattoría con intención de visitar la famosa fortaleza, pero ni conocía el camino ni recordaba cómo lo había averiguado después del encandilamiento de la torre Pirelli. En cierta ocasión, a los nueve años, la escuela donde estudiaba sufrió una inundación bastante copiosa, pero sólo en parte. Como el extenso edificio ocupaba un terreno en declive, se inundaron las aulas situadas en la zona más baja, mientras que muchas otras quedaron secas. A los niños que estudiaban en éstas los liberaron a mediodía, a fin de que sus aulas fueran ocupadas por los niños de las aulas anegadas. Había llovido casi toda la mañana, con una insistencia infrecuente en Málaga, dónde podían caer furiosos chaparrones pero breves. Cada vez que le sorprendía a uno la lluvia, sabía que bastaría con refugiarse diez o quince minutos bajo algún abrigo, y pararía de llover. Por ello, era muy raro que la gente saliera a la calle previsoramente con paraguas. Aquella tarde de otoño discurrió bajo un sol intenso como si fuese verano y el atardecer cayó sobre Málaga igual que un barniz de oro y flores escarlata. A la noche, nadie recordaba que muchos barrios se habían anegado por la mañana. Al día siguiente, Luis sintió una premonición muy acuciante al salir de su casa: vio en su imaginación a un niño malcarado que levantaba la tapa de su pupitre y se llevaba el contenido. Corrió hasta llegar sin aliento a la escuela y, en efecto, descubrió que habían desaparecido un libro, dos libretas y el plumier con todo su contenido. Desconsolado, se lo dijo a la profesora. Tras un breve interrogatorio, la maestra dedujo que Luis no mentía, y le acompañó por las tres aulas cuyos alumnos habían recibido clase en la suya la tarde anterior. En la primera y la segunda no pasó nada, pero al entrar en la tercera, Luis se topó con la chispa en los ojos de un chico, hacia el cual se dirigió sin palabras. Junto a su pupitre, hizo una señal a la profesora, que llegó y levantó la tapa. Entre otras cosas, había una libreta y el plumier de Luis. Siempre que recordaba esa anécdota sentía un estremecimiento. Su memoria desdibujaba recuerdos de anuncios que había hecho muchas veces a su madre y sus hermanas, anuncios que se cumplían y de los que ellas hablaban con las vecinas, pero había olvidado en qué consistían. Creía que esas cosas les pasaban a todo el mundo, pero ahora le estaban convenciendo de que no era así. Cuestiones sin mucha importancia sobre las que ahora comentaba de antemano, se cumplían; sus amigas se daban cuenta y se lo hacían notar con exageraciones. Pero ninguna premonición le decía qué iba a ser de su vida a continuación. Le gustaba Buenos Aires, estaba experimentado sensaciones ignoradas, nunca había vivido tantos momentos felices, mas sabía que todo eso iba a ser provisional. No tenía intención de convertirse en un emigrante definitivo; debía volver a España, pero había elegido justo el país desde el que era más caro y difícil volver. ¿Y si iba cubriendo etapas para el regreso, por ejemplo pasando una temporada en Brasil? Ya no sentía los miedos del pasado, o eso creía. Pero trasladarse por las buenas a un nuevo país cuyo idioma no hablaba parecía un reto terrorífico. No se atrevía a comentarlo con nadie. Creía que lo disparatado de la idea produciría que sus parientes o sus amigos utilizaran calificativos que pudieran hacerle volver a las obsesiones familiares de las que creía estar curándose. Era necesario construirse una armadura para defenderse del clamor de sus allegados para que proyectase su vida definitivamente en Buenos Aires. La aclamación le halagaba, le hacía feliz, le generaba confianza en sí mismo, le convertía en un buen aspirante para cualquier reto profesional o vital. Pero no era la cuerda que le atara. Un día, formando parte de una tertulia denominada “El escarabajo de Oro”, dejó de oír y sentir la reunión, como si se hubiera vuelto un pedrusco. De pronto, sintió en sus ojos el dardo de otros ojos; una preciosa muchacha cordobesa (de la Córdoba argentina), le miraba intensamente con sus pupilas verdes de aguamarina. Le pareció que se le había abierto el pecho, y que la muchacha lo inspeccionaba con avidez y sin repugnancia por la carne viva. Este espejismo duró sólo un instante, porque ella se acercó y dijo: -¿Por qué te querés ir a Brasil? El estupor le mantuvo callado más de un minuto, convulsionándolo antes de aflorar a su expresión. -¿Cómo sabes tú eso? Por cierto, me llamo Luis. -Yo me llamo Olga. No sé cómo lo sé. Lo que sentí es la urgencia de convencerte de no hacer ese viaje. -¿Por qué? -No lo sé. Te vi por un instante en una mansión inmensa, con criados vestidos con librea, que daban terror. -Bueno, Olga. Eso parece una escena cinematográfica, y trabajar en una película no figura en mis proyectos y, además, escapa a mis posibilidades. -¿Tú crees? Tenés aspecto de artista. Luis se sonrojó. Miró con atención los ojos de la muchacha, donde había sinceridad inocente. Más adelante, se preguntó durante meses por qué dijo: -Tal vez debiéramos tomar un refresco un día de estos, para que se te quite esa idea de la cabeza. -Perfecto. ¿Te va bien mañana? Podemos dar un paseo por la Nueve de Julio y Florida. Luis se mordió el labio, sin responder. Por lo tanto, la sugerencia de Sonia se convirtió en un compromiso. Como seguía impresionado, preguntó: -Eso que has sentido antes respecto a mí y el Brasil… ¿lo habías sentido antes? -Constantemente. Luis apretó los labios. Bueno, al fin y al cabo, debía recordar que estaba en la ciudad con mayor índice de brujas y psiquiatras del mundo; seguramente había dado con una pirada. Mas ¿por qué había nombrado Brasil? Olga pareció adivinarle el pensamiento: -No te creés lo de mi presentimiento, ¿no es cierto? -Bueno, es que… -Hagamos una cosa, si no te incomoda. ¿A qué hora sueles levantarte? -A las siete. -Perfecto. Coincidimos. Hagamos lo siguiente: No preparés el despertador. Yo te llamaré por telepatía. Cuando despertés, mirá el minuto exacto en que lo has hecho. Yo te llamaré por teléfono a la publicidad, y te diré el minuto pasado las siete al que te llamé. Si coincide con la hora que viste, te convencerás. Luis fingió interesarse por lo que se estaba tratando en la tertulia en esos momentos, para no comprometerse en un asunto tan raro, y su pensamiento comenzó a divagar. Por lo que pudiera decidir, estaba ahorrando, pero como se ahorraba entonces: guardando dinero en efectivo. Ya tenía unos miles de pesos, conservados entre las páginas de un libro. Todavía no había terminado de cerrar el compromiso con Olga, cuando sintió urgencia de volver a su casa. Compartía piso con una señora viuda, en la avenida Pueyrredón, vía situada a casi veinte manzanas de la avenida 9 de Julio. Contando que se encontraba en una cafetería cerca del edificio Cavanagh, iba a demorar un buen rato en llegar donde vivía. Urgido por el temor a haber perdido una cantidad de dinero que no se podía permitir perder, se despidió intempestivamente de la reunión y se disculpó ante Olga. Preso de los peores temores, viajó en autobús sin lamentar las apreturas y corrió luego como un galgo. Perder ese dinero le haría retardar su salida de Buenos Aires y tal vez no consiguiera volver a ahorrar cantidades semejantes. No había echado cuentas de cuándo podría viajar a Brasil, pero siguiendo el mismo ritmo ahorrador, había calculado que podría hacerlo dentro de cinco meses. Pero si el dinero, en efecto, había desaparecido, no podía calcular cuánto tiempo más iba a demorar o si se darían las circunstancias para que pudiera seguir ahorrando. Su memoria inconsciente le convencía de que, considerando sus premoniciones pasadas, se había quedado sin esos pesos. Llegó sin aliento e introdujo nerviosamente la llave en la cerradura, porque su compañera de piso no respondía el timbre; siempre llamaba por temor a encontrarla en situación comprometedora. Corrió a su habitación. Miró con confusión hacia el pequeño estante donde se alineaban menos de veinte libros. No recordaba en cuál guardaba el dinero. Los fue hojeando todos mientras el alma se le iba helando. El dinero no estaba en ninguno. Comenzó a llorar como un bebé. No conseguía trazar un plan. Sólo pensaba en que tenía que ahorrar de modo sumamente riguroso. Iba a comenzar ahora mismo. Solía bajar a un local cercano, donde tomaba cada noche un vaso de vino y un par de empanadas chilenas; bien, eso había dejado de ser posible. Revisó lo que tenía en la cocina; nada más le quedaba un bote de salsa de tomate, un pedazo de salchichón y una caja de galletas. Sin conseguir contener el llanto del todo, decidió tomar prestado un huevo y un poco de aceite; cuando llegase su compañera se lo diría. Cortó el salchichón en rodajas, eligió una sartén pequeña que puso al fuego; echó el aceite y medio vaso de salsa de tomate; echó dentro las rodajas de salchichón y cuando todo comenzó a hervir, echó el huevo encima. Iba a ser unos huevos a la flamenca algo extraños y tendría que migarlos con galletas dulces. Pero menos era nada. Se encontraba arrebañando con una galleta el último resto de tomate, cuando oyó que llegaba su compañera de piso. Escuchó sus pasos en el vestíbulo y, a continuación, notó que se acercaba a la puerta de la cocina. -Hola, Luis. Cogí un libro mío que te llevaste a tu cuarto, porque lo tengo a medio leer. Al abrirlo, vi que había dinero dentro. Aquí lo tenés. ¿Qué te pasa, lloraste? Desconcertado por la felicidad que sentía, Luis no atinaba a responder. -No, no he llorado. Se me metió una mota en un ojo cuando llegaba a casa. Se acostó convencido de que iba a desvelarse, pero la agorera premonición le había extenuado y se durmió en seguida. A la mañana siguiente, dio un salto de la cama sin acabar de despertarse hasta ponerse de pie; inexplicablemente, se acordó de la propuesta de Olga y miró el reloj. Marcaba las siete y tres minutos. Se dio un pequeño homenaje tras la defectuosa cena de la noche anterior, y desayunó un bcadillo de churrasco, dos panquecas con dulce de leche y un café. Sólo volvió a pensar en lo de Olga cuando le dijo una compañera que lo llamaban por teléfono. Apenas le dio tiempo a decir “hola”. Oyó que Olga decía: -Te llamé a las siete y tres. ¿Miraste el reloj?