miércoles, 4 de abril de 2012
Publico la 5ª parte de LAS DESBANDÁ- La Goleta
Cuatro días llevaba solicitando hablar con Cayetano Bolívar, sin conseguirlo. La sede del Partido Comunista era un agitado y presuroso ir y venir continuo, donde tratar de ser recibido por el diputado era tarea mucho más desesperante que pedir audiencia al Papa. Elena había encerrado a Miguel bajo llave, porque no halló otro medio de evitar males mayores. El poco tiempo que Mani permanecía con Paula, ella lo traspasaba constantemente con la mirada, con resentimiento, porque él no consentía en decirle ni una palabra sobre la visita a Elena ni lo que ocurría.
Para no traicionarse ante su madre, pasaba muchas horas en la playa charlando con el Chafarino y, a ratos, durante las pausas del asedio a Cayetano Bolívar, se sentaba en los norayes del puerto, a ver si la caricia del sol ahogaba sus quejidos de impotencia rabiosa, porque la fatalidad había alzado barreras infranqueables entre él y la necesidad de encontrar a Paco o la urgencia de rescatar a Angustias, barreras que también le aislaban del dolor de Miguel y el magisterio de Paula, como si la vida le exigiera ser un extranjero de sí mismo. A la noche, los adolescentes del barrio iban a celebrar una fiesta en el patio del corralón de las Dos Puertas; había ayudado esa mañana a apartar los enormes lebrillos para despejar lo que iba a ser la pista de baile, amenizado por una orquestina de tres músicos, porque esperaba de su primer baile estival de 1936 alivio para lo que le abrasaba el pecho y derretía su entendimiento.
El trajín era los sábados mayor que otros días en el puerto, una ínsula donde la actividad febril era productiva y no como en el resto de la ciudad, donde el movimiento incesante de las riadas de gente parecía no tener más fin que el jaleo por el jaleo, sin propósito ni metas, como si nadie fuese ya capaz de creer que el gobierno instaurado dos meses antes fuera diferente de sus predecesores. Tampoco Azaña iba a sacarles de la miseria y, como de costumbre, los castigos se les imponían a machamartillo a quienes no tenían donde escapar por no tener donde caerse muertos; a esas alturas, comprendía que los poderosos seguían siendo bienaventurados, porque si sentían miedo, el dinero les permitía instalarse en cualquier otro lugar, ya que quienes poseían grandes fortunas no necesitaban patria y estaban por encima de las patrias; como siempre, sufrían los de siempre las mismas penas de siempre. En el puerto, en cambio, todo palpitaba cual saludable sangre promisora; el fuerte olor a salitre y pescado descompuesto, que sin embargo a Mani le sabía a bocanadas de vida, y la calima del polvo de cereal, al velar el paisaje, hacían que todo pareciera muy hermoso revestido de la pátina dorada del sol. Debido al descanso dominical, los arrumbadores tenían que multiplicarse en sábado para descargar de los barcos toda la mercancía perecedera y se apresuraban de los buques a los almacenes sudando copiosamente bajo los sacos de harpillera con que se protegían la espalda y la cabeza a modo de capucha; sus torsos eran mazacotes de nudosos músculos inflamados por el esfuerzo. El Templao decía en la carta recibida el día anterior que había adelgazado más aún; pensó con gran melancolía que si permaneciera en Málaga, si no se hubiera alistado a la Legión, Guaqui sería uno más de los arrumbadores que ahora observaba encorvados bajo el peso de los bultos, optimistas a pesar de la dureza del trabajo. Tras ellos, los ratas pugnaban entre sí, como de costumbre, tras los regueros de legumbres que escapaban de los sacos rotos.
-¡Eh, Rubio!, ¿eres tú, de verdad?
-¡Quini!
El que había sido lugarteniente del Templao en sus postreros juegos infantiles, aparentaba diez años más que el día que Mani lo viera por última vez, cuando Serafín le disparó en calle Nueva.
-Si no fuera por el color de tu pelo, tan cantoso, y por no sé qué más... no te habría conocío -dijo Quini, mientra jalaba de Mani para que se pusiera de pie-. Joder, si estás más grande que yo.
-Creía que te habías muerto.
-¡No jodas, Rubio! Lagarto, lagarto. Me tiré más de un año en la trena.
La cabeza rapada y los tatuajes de las manos hacían innecesaria la aclaración.
-Entonces, ya no tienes que esconderte.
-¡Digo! Por lo que me pillaron, pagué, y por lo que nunca me pillaron, ya se han olvidao... Ahora, voy de cabal por la vida. Vengo de aquel barco de allí, de hablar con el capataz de los estibaores. El lunes empiezo, y a partir de ahora, a currelar lo mismo que un gachó fetén. Y a ti, ¿qué tal te va? ¿Hiciste aquel trabajillo de La Virreina?
-No. Un poco después, las cosas empezaron a irnos mejor en mi casa.
-Pero tu Antonio está en chirona...
-Has tardao mu poco en enterarte.
-He pasao mucho tiempo encerrao, Rubio, y salgo con unas ganas locas de saber si al mundo no lo han movío del sitio. Si no tienes ná que hacer aquí ¿por qué no te vienes pal barrio conmigo, y así me vas contando?
Hablaron de la cárcel y sus miserias, de las penas eternas y las alegrías olvidadas del barrio, del Templao y su exilio en Marruecos español, de la tragedia de Inma y el matrimonio de Antonio, pero Mani logró eludir la mención de Miguel y Angustias y recalcó, sin embargo, la dificultad de encontrar a Paco.
-Voy a tratar de hablar con don Cayetano Bolívar, ¿vienes?
-¿Tú crees que un señorón como ése va a darte audiencia? ¡Estás majara!
-Tengo que conseguirlo hoy mismo, Quini, y de todas las maneras, su secretario me ha dicho que estoy en la lista pa el lunes o el martes... ¿A dónde irán ésos?
Señaló un nutrido grupo de soldados que bajaban de un cuartel situado a pocos centenares de metros, un antiguo convento de los monjes capuchinos. Con las cartucheras evidentemente repletas y las armas al hombro, desfilaban hacia el centro.
-¿A dónde vais? -preguntó Quini.
-Yo qué sé -exclamó un soldado tan joven como él.
-¿Qué vais a hacer? -dijo Mani.
-Corrernos una juerga, ¿no te jodes?
-¿Hay rebelión? -preguntó Quini.
-A mí, que me registren.
-Oye, Rubio -dijo Quini-, ese tío, el diputao, no va a querer recibirte a estas alturas del sábado. ¿Vamos a ver a dónde van éstos?
Mani asintió y se pusieron en marcha tras el desfile. La gente estaba echándose a la calle. Antes de llegar a la Alameda, acompañaba y envolvía a los soldados una ingente multitud. Muchos iban a medio vestir y las matronas lucían todas las trazas de haber abandonado sus guisos y tareas. Era una muchedumbre compacta, más festiva que exaltada, más dicharachera que crispada. Gritaban consignas, pero con tonos bienhumorados y un lenguaje plagado de tacos injuriosos que no parecían injuriar a causa de las expresiones chistosas. Llenaban las calles de banda a banda, de modo que Quini y Mani perdieron de vista a los uniformados y únicamente consiguieron volver a verlos después de que la multitud se desbocara en carreras y se rompieran las voces en algarabías de lamentos, vivas y mueras, y muchos minutos más tarde del momento en que comenzaron a sonar los disparos. Superada a duras penas la marea de carreras, empujones, tropezones y codazos, Mani aferró el brazo de Quini para detenerlo, porque no podía creer lo que estaba viendo. Los guardias de Asalto se encontraban enzarzados en otro enfrentamiento, pero en vez de cruzar tiros con los huelguistas, los anarquistas, los asaltantes de tiendas o los alborotadores de todas las noches, o con los borrachos que se reunían a diario a las puertas de las iglesias para cantar coplas blasfemas, estaban disparando contra una compañía de soldados del ejército. Un espectáculo que a Mani le parecía tan extravagante como si fueran jesuítas y monjas de la caridad enfrentados en una reyerta de taberna.
-¿Qué pasa? -preguntó Quini a un hombre cincuentón que juntaba las piernas tratando de disimular que había evacuando involuntariamente dentro de sus pantalones.
-Los soldaos querían apoderarse del ayuntamiento -respondió el sujeto con voz entrecortada-, y también del gobierno civil y el edificio de teléfonos. Pero ya ves tú, la gente echa pelillos a la mar de tantísimas putadas como los guardias les han hecho, y han salío a ayudarles a impedir que el ejército haga lo que le han mandao hacer, o sea, aplastar la república.
-Van a la Aduana, Quini -empujó Mani-. Vamos pallá.
La gente no paraba de abandonar sus casas en avalancha, cantando entre jadeos jubilosos el himno de Riego, la Internacional y la Madelón. Cuando Quini y Mani llegaron cerca del ciclópeo edificio de piedra gris sombreado por palmeras tropicales, una antigua aduana que ahora era sede del gobierno local, la aglomeración formaba una barrera tras la cual sonaban los disparos como una atronadora guerra de película. Como no podía ver a quienes disparaban, Mani se encaramó a un árbol.
-Rubio, baja de ahí -gritó Quini-; te van a coser a balazos.
-Tan jodío es enero como febrero, Quini, ¿o te crees que ahí abajo estás a salvo? Sube aquí, que verás qué cosa más resalá.
El expresidiario exhibió buen estado de preparación para sus antiguas actividades de quinqui, pues se encaramó junto a Mani con sólo un par de cabriolas.
-¡Digo, será posible! Esto va a durar menos que ná.
-Fíjate, Quini. La gente llega en masa a tirarles a los soldados piedras por la espalda. ¡Mira aquel cachondo de allí, está tirándoles chumbos y pencas, con espinas y tó! Los militares van a aguantar menos que un muelle de guitas...
-Esos quintos son muchachos del campo y obreros, Mani. Enseguía van a convencerse de que apuntan en la dirección equivocá.
-¡Ya lo están viendo! -exclamó Mani-. Mira, mira por allí, por la boca de calle Alcazabilla. Están desertando y ya mismo se van a disolver.
-Po fíjate aquel teniente con los dos pistolones. Está amenazándolos pa que no deserten.
-¡Será hijo de puta! Y los pobres desgraciaos, entre dos fuegos... pero mira, Quini.
Observaron que llegaban dos hombres por detrás del teniente sujetando entre ambos una tranca, casi un tronco de árbol, que usaron como ariete para tumbar al oficial, que cayó violentamente de bruces para comenzar inmediatamente a recibir en el suelo una lluvia de puntapiés y pisotones. Los soldados habían iniciado ya la desbandada y desoían las imprecaciones, juramentos e insultos de sus sargentos y oficiales, y hasta tenían que sortear sus disparos. Se alejaban con cuidado, mirando atrás y adelante, y en cuanto se suponían a salvo de sus propios mandos, entregaban las armas a los civiles que les rodeaban masivamente, los cuales respondían con vivas a cada nueva arma que recibían. Muchos de los soldados con aspecto de más veteranos prometían a la turba guiarla hasta los polvorines del ejército.
-Mira aquel tío, Mani.
Quini señalaba con ampulosos movimientos de la mano al militar que más dorados exhibía en la guerrera. Lo vieron recular cautelosamente hacia el árbol donde ellos estaban, Cortina del Muelle abajo, como si quisiera huir hacia la Acera de la Marina. Mirando en todas las direcciones, calibraba con los ojos desorbitados sus posibilidades de escape, haciendo balance de su situación con expresión descompuesta. Quizá porque se movía con pericia de estratega o porque la masa se hallaba demasiado ebria de júbilo por la inmediatez de su victoria, el oficial consiguió escabullirse, entró en un portal a escasos diez metros del árbol y pocos segundos más tarde volvió a salir despojado de la guerrera, condecoraciones y entorchados, en mangas de camisa, tras abandonar la pistola, la espada y el fusil, y trató de confundirse con la multitud.
Mani se esforzó luego, durante semanas, por entender su reacción, convencido de que en aquel instante actuó igual que un autómata desprovisto por completo de discernimiento. Algo le impulsó por encima de su voluntad, pero nunca pudo determinar si había sido un soplo de Inma con su falda hecha jirones y enrojecida por su propia sangre de violada, la acidez de la ausencia del Templao, la huella de los cuatro meses perdidos durmiendo una parte irrecuperable de su vida en el hospital, el desconcierto por la desaparición de Angustias que no se atrevía a confesar a Paula, las heridas de Miguel y Antonio o la ignorancia de si Paco vivía o no. Ni siquiera en aquel momento, cuando saltó del árbol como si volase, era capaz de reconocerse. La inercia del salto le situó entre el oficial y el portal donde acabada de abandonar todos los signos de su grado; corrió adentro, tomó la pistola con la seguridad de que estaba cargada y se lanzó en pos del militar, un hombre de unos cuarenta años cuya figura, al despojarse de la guerrera con hombreras recamadas y todos los símbolos de su poder, había perdido cualquier atisbo de marcialidad. Ahora, con los hombros hundidos y la cabeza agitada como una veleta, se había convertido en una comadreja acogotada por los ladridos de una jauría de perros rabiosos. Mani sentía un furioso deseo de castigarle y hacerle pagar el precio de todas sus cuitas, aunque no lo supiera en aquellos instantes; le dominaba un rencor a cuya intensidad no era capaz de sustraerse. Casi rozándole el omoplato izquierdo con el cañón, dijo:
-Quedas detenido.
El hombre se paró, alzó las manos hasta la altura de los hombros en ademán de rendición y se giró lentamente hacia él, para encararse con el flaco adolescente de mirada primaveral en un rostro de ángel enmarcado por rizos rubios; no había nada tétrico en la hermosa cara juvenil ni en su figura, ni en sus ademanes aristocráticos ni en su voz bien modulada, nada que inspirarse terror; ni siquiera una sombra de miedo. Sonrió con ironía y suficiencia, convencido de que no tenía nada que temer, y fue a adelantar la mano para arrebatarle el arma.
Mientras, Quini había saltado también del árbol, en pos de Mani. A espaldas de éste, gritó al oficial:
-¡Cabrón, hijo de puta! ¿Querías robarle el poder al pueblo?
La voz de Quini fue un reclamo que actuó de llamada para algunos de los que se agitaban cerca. En pocos segundos, casi instantáneamente, se formó un nutridísimo corro en torno al trío. En el centro, con su comprometedora apariencia de hijo de familia rica, Mani, apuntando con el arma a uno de los principales cabecillas de la rebelión; a un lado, éste, cuya sonrisa helada trataba al mismo tiempo de disuadir al joven y convencer a los espectadores de que la acusación y la amenaza eran infundadas; al otro lado, Quini, con su inconfundible figura de plebeyo y su patibularia voz aguardientosa de excarcelario. Había cierta perplejidad entre el público y algunas dudas, que el oficial, evidentemente ducho en peores contiendas, trató de acrecentar.
-¡Este chavea está loco! -dijo lo bastante alto para que todos le oyeran, pero sin descomponer la voz-, ¿no lo veis? Yo soy un pobre obrero y él se ve claro que tiene que ser uno de esos fascistas que quieren acabar con nosotros los pobres.
Desgraciadamente para él, su dicción carecía de sintonía alguna con la clase a la que decía pertenecer y, para colmo, Quini, con su aspecto de proletario genuíno, gritó:
-Mirad las botas de ese cabrón embustero. Mirad sus pantalones de caballista de pega. Mirad su camisa, caqui pero más planchá que el sombrero de una monja. Es el comandante de tos esos pobres soldaos que han traío engañaos al mataero pa enfrentarse con sus hermanos de clase...
Viendo que las miradas se estaban convirtiendo en dardos, el oficial, que había permanecido con la mano en el aire a pocos centímetros de la pistola que Mani blandía, trató de arrebatársela. Pero le faltaron unas décimas de segundos, porque Mani continuaba todavía en el mismo arrebato con que había descendido del árbol, con los cinco sentidos alertas y sin cabida en su mente para el razonamiento. Disparó sin premeditación, sin haber tomado la decisión de hacerlo. Igual que en la íntima soledad de una butaca de cine, vio que el estallido abría una brecha en el pecho del hombre y que brotaban surtidores de sangre en círculo, con la misma teatralidad y exageración e idéntica aparatosidad que si se tratara de una película muda. A continuación, y antes de que el cuerpo se derrumbase del todo en el suelo, el rugido de la multitud y los vivas con que alzaron a Mani a hombros lo sumergiero en el estupor.
Mani no compartía el júbilo de quienes le portaban. La detonación de la pistola que aún aferraba le había golpeado en el meollo de sus trece años y el seismo de la onda expansiva le traqueteaba las sienes, la nuca y la espalda, como si un ciclón le hubiera secuestrado de su biografía y acabara de reencarnarlo en un desconocido. Giró la cabeza. El oficial, un amasijo sangrante, estaba en el suelo como un muñeco descoyuntado, como un polichinela de trapo carente de esqueleto, muerto, reventado por las patadas furiosas y los puntapiés y pisotones de la turba más que por el disparo.
-¡Dejadme bajar! -gritó Mani a quienes le vitoreaban-. Dejadme, coño, que tengo cosas que hacer. ¡Quini, cojones, ayúdame a bajar!
No se lo permitían. La multitud había encontrado un totem del que se negaba a prescindir, y le portaron a hombros entre vivas y olés, aclamándole como un torero frente a los flashes de los periodistas, hacia la plaza del Siglo, la plaza del Carbón y más allá, en una procesión triunfal donde los que abrían la marcha les contaban a cuantos se cruzaban la hazaña a gritos, con gestos ampulosos y absurdas exageraciones. Al pasar ante la sede del Partido Comunista, varios de los que se hallaban en la entrada exclamaron: "¡pero si es el hermanillo del camarada don Francisco!", lo que ocasionó que Mani se sintiera insoportablemente incómodo, mientras descubría con horror que circulaban en la dirección contraria oleadas de hombres gritando:
-Hay que acabar con los ricos y los curas. ¡Que arda La Caleta!
Ya en el colmo de la impaciencia, y temiendo perder de vista a Quini, amenazó con la pistola a los que tenía más cerca y, a continuación, disparó al aire.
-Bueno, joé, si querías que te bajáramos, tampoco tenías que ponerte así -dijo festivamente uno de los que lo cargaban.
Mani se apresuró hacia Quini.
-Tienes que venir conmi go. El Migue está refugiao en una de esas casas que quieren quemar.
-¿Y la fiesta de esta noche en tu corralón?
-Joé, Quini, ¿tú crees que va a haber baile, con este panorama? No hay fox-trot que sea capaz de tapar el guiragay que habrá en el barrio. Ven conmigo, por favor; necesito tu ayuda.
-Tú ya no eres tú -dijo enigmáticamente Quini.
-¡Viva la revolución! -gritó un muchacho, mientras les palmeaba la espalda a ambos.
-Viva -respondieron al unísono, porque no compartir el júbilo les convertiría en sospechosos.
-¡Tenemos que masacrar a los ricos! -gritó otro joven.
Se trataba de un grupo que a Mani le hizo recordar el relato del Templao sobre la noche de la quema de iglesias de 1931. Jóvenes casi todos imberbes, pavoneándose al exhibir con orgullo sus relucientes pistolas y fusiles, cogidos en algún arsenal militar recién asaltado.
Ya no se veían militares ni se escuchaban más que vivas a la república y la revolución. Ninguna discrepancia ni más disparos que los de celebración. Una marea desbocada, jubilosa, feliz, entre centenares de coches cubiertos de banderas, más rojas que tricolores. Mani no imaginaba que hubiera tantos coches en Málaga. Circulaban haciendo sonar las bocinas mientras los hombres encaramados encima disparaban al aire y gritaban vivas y mueras.
-¡La tortilla se ha vuelto! ¡Mueran los fascistas, los ricos al paredón!
Mani trató de apresurarse y empujó a Quini contracorriente. El otrora seguro refugio de Miguel se había convertido de repente en el más peligroso de los sitios donde permanecer. Tenía que rescatarlo, pero el tropel no se lo permitía. Ardía el Café París que, inaugurado hacía poco, era el orgullo de la Málaga burguesa porque los periodistas decían que superaba a los cafés con el mismo nombre que había en Londres y Berlín. La calle de Larios, que ahora denominaban "14 de Abril", era un río tempestuoso, donde las llamaradas del ardor colectivo parecían más volcánicas aún que las de los inmuebles que ardían. También habían incendiado el Círculo Mercantil y la Casa Massó, de cuyas cristaleras rotas surgían grandes lenguas de fuego. El río humano les empujaba en la dirección opuesta a su camino y los dos tenían que abrirse paso a codazos y empujones. Sobre sus cabezas volaban enseres de las casas elegantes del centro, que estaban siendo asaltadas, y también de algunos balcones brotaban llamas. El antiguo Banco de España, en la Alameda, se había convertido en una hoguera y cuando lograron salir de la marea y atravesar el Boquete del Muelle, al llegar de nuevo junto a la Aduana vieron arder también la famosa Casa Fornos. El fuego jalonaba todo el camino y Mani comenzó a temer que llegarían tarde.
-Corre, Quini, por Dios.
-Joé, a ése, ni lo nombres, no nos vayan a fusilar.
Mani aceleró la marcha y dejó de gritar para economizar aliento, porque sentía una punzada muy aguda junto a la costilla fracturada. A lo largo del Paseo del Parque les adelantaban coches de cuyas ventanillas emergían brazos enarbolando antorchas encendidas. Otros iban en bicicleta, con compadres de pie en la parrilla agitando las teas ardientes. Mani y Quini consiguieron adelantarse a todos los que corrían a pie, pero conforme se aproximaban a la mansión de Elena Viana-Cárdenas James-Grey el ánimo de Mani fue volviéndose más pesimista. Entre muchos edificios bellos, y junto a exóticos árboles convertidos en piras gigantescas, ardían Villa Antonia, la mansión que decían que era la más suntuosa de Málaga, y dos de los palacetes que más había admirado durante las frecuentes visitas a la casa de su vieja amiga, Villa Eloísa y Villa Trini; en el primero, una construcción fantástica que parecía salida de un cuento de hadas, las cristaleras y cortinajes habían sido sustituídos ya en todos los ventanales por las brillantes llamaradas, y sobre las dos fastuosas escalinatas semicirculares de Villa Trini caían las cascadas de leños encendidos de la techumbre. La noche recién comenzada era serena, había paz en el cielo estrellado, por encima les cubría un toldo azul prusia bellamente enjoyado de rojo en la línea del horizonte y por abajo les arrastraba el raudal del resplandor cuyo humo ascendía cansinamente, pues no soplaba ni la más suave brisa.
Corrieron Limonar arriba, hacia la recoleta calle donde se alzaba la mansión de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, a quien todos en la ciudad motejaban "la de los barcos". Nada parecía alterado allí, salvo que no brillaba ninguna luz en el exterior ni en las ventanas, cerradas a pesar de la calidez de la noche. Mani agitó insistentemente el llamador de la reja, porque la cancela de hierro estaba asegurada con los candados echados y no podía, como había hecho siempre, cruzar el jardín y tocar el timbre de la puerta. Seguía pertinaz el silencio y crecía su impaciencia, porque intuía que había más de un par de ojos atisbando por las ventanas sin reconocerle a causa de la oscuridad. Volvió a tirar del cordón sin resultado. Ansió que Miguel hubiera visto venir el peligro. Tal vez había vuelto al barrio y quién sabía si Elena y los suyos no se habrían exiliado de urgencia a Suiza o Gibraltar, tal como llevaba dos meses proponiendo el yerno, Alonso Betancur. Pero la casa parecía una fortaleza preparada para la defensa y no un palacio abandonado.
-Ayúdame a subir, Quini.
-Joé, Mani. Que ya se oyen chillíos por allí abajo. A ver si nos van a siquitrillar, creyendo que somos potentaos.
-Ayúdame, joé, que así me reconocerán y dejarán de callar por susto.
Encaramado en lo alto de una de las jambas del portón, un monolito coronado por un ancla de bronce, gritó con voz contenida:
-Doña Elena, soy yo, el Mani. Abra, por favor. ¡Miguel, sal, cojones, que tienes que ponerte a salvo! ¡Le están pegando fuego a toa La Caleta, venga, sal, joé...
Oyó descorrerse un pestillo y el chirrido de una bisagra.
-¡Schssss! -le acalló la voz de Miguel, procedente del lateral donde se abría la puerta de servicio.
Mani le ayudó a auparse, operación en la que ambos sufrieron un crujido de sus huesos mal soldados. Quini escaló la verja de un salto para ayudarles, y en pocos segundos se reunieron en una piña de abrazos junto a los gruesos barrotes de hierro, creyéndose a salvo. Se detuvieron con objeto de inventariar la situación, porque el resplandor de las antorchas iluminaba ya la revuelta de la esquina, a poco más de cien metros.
-Vienen pacá -gimió Mani.
-Vámonos corriendo -apremió Miguel-; esto se pone mu feo.
Mani le aferro el brazo.
-¿Doña Elena está dentro de la casa?
-Natural.
-¿Y su familia?
-¡Digo! -exclamó Miguel-. Don Alonso Betancur, el yerno, pasó toa la mañana brindando con champán francés por el levantamiento. Pero luego, visto lo visto, se le indigestó la borrachera y anda por ahí dentro con la vomitaera, corriendo del sillón al retretete y del retrete al sillón, con la radio a toa pastilla. Sólo quedan los de la familia, Rafael el chófer y una criada, porque las demás han salío de estampía.
-Tenemos que salvar a doña Elena, Migue.
-Tú has perdío la cabeza -intervino Quini-. Míralos, ahí llegan. ¿Qué crees que podríamos hacer nosotros tres contra España entera?
Para que la multitud que se acercaba no sospechase de ellos, Quini y Miguel se sentaron en un bordillo bajo una mata de jazmín que surgía profusamente a través de los barrotes de hierro del jardín del caserón situado al otro lado de la calle. Mani, en cambio, se quedó parado en mitad de la calzada, acariciando la pistola sujeta en su cinturón mientras veía llegar la turba y preguntándose cómo era posible que, en tales circunstancias, los jazminez inundaran el aire con tanto perfume.
-¡Venga, Mani! -le urgió Miguel casi en un susurro.
-Doña Elena es como nuestra familia, Migue. Tenemos que hablar con ésos.
-No van a hacerle ná, ya verás. Venga, vámonos.
-¡Me cago en la virgen! -se impacientó Quini-. Vámonos de una vez, Mani.
Mani volvió la mirada hacia las relucientes anclas de los dos monolitos que formaban las jambas del portón. Dio un salto hasta el murillo de la cerca, escaló la verja sin necesitar esta vez la ayuda de Quini y se encaramó de nuevo, aferrado al ancla. Los primeros hombres del tumulto habían comenzado a zarandear la cancela.
-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado cerca del cuello.
Tuvo un sobresalto cuando Miguel volvió a tirarle de la pierna.
-Vámonos Mani. Tó ha acabao ya.
-¿Y doña Elena?
-Tiene que haber muerto, Mani, ¿no ves cómo arde la casa? Vámonos, hombre.
Paula dio un brinco al ver llegar a Mani y Miguel. Deshizo el abrazo de Ana y los abrazó a los dos a la vez.
-Mi hermanillo es un héroe, mamá -afirmó Miguel-. Si no fuera por él...
-¿Y Angustias? -preguntó Paula al tiempo que miraba hacia la puerta como si esperase verla aparecer.
Miguel se puso a lloriquear mientras relataba entre gemidos el secuestro, abrazado por su madre y Ana.
-Mani, tienes mala cara. ¿Te sientes mal, hijo ? -preguntó Paula.
Mani no podía articular la voz. Tenía aún los ojos desorbitados, con la imagen empalada de Rita impresa en la retina.
-Tranquilízate de una vez, joé, Mani -dijo Miguel emergiendo del lago de sus lágrimas. Sabía lo que producía la alucinación de Mani-. Nadie en la casa la quería. Trataba mu mal a la servidumbre y se pasaba el día insultando a tó quisque, sobre tó al mayordomo. No puedo creer lo hipócrita que es ese hijoputa. A toas horas andaba diciéndole pelotillerías a doña Rita; que si qué bonito es el sombrero, que si usted está la mar de joven, que hay que ver lo guapísima que es usted... ¿Cómo podía estar siempre con tantas zalamerías, si la odiaba tanto?
-¿De qué hablas? -preguntó Ana.
Miguel relató el suceso.
-¡Dios mío! -exclamó Paula-. Si estos se ponen a hacer cosas tan horrorosas, vamos a acabar mu mal.
-Hay que averiguar lo que le ha pasao a doña Elena -balbuceó Mani.
-Olvídala, Mani -dijo Miguel, echándole el brazo por los hombros para darle un beso en la sien-. Has visto cómo ardía la casa. Ya no hay ná que tú ni nadie podamos hacer. Van por ahí como si se hubieran escapao del manicomio y han vuelto a emprenderla con las iglesias. He escuchao por el camino que en estos momentos están ardiendo más de treinta.
-¡Por los clavos de Cristo! -exclamó Paula-. ¡¡Ricardo!!
La mención del hermano fraile sacó a Mani de su estupor.
-Me parece que él pensaba que pasaría esto... -dijo.
-Hay que sacarlo de allí -determinó Paula.
-¿Ahora? Mamá, son las tres de la mañana -protestó Miguel.
-¿Y qué? -retó Paula-. ¿Esperamos a que nos lo traigan con los pies por delante? Acuéstate, Ana. Mani, hijo, ¿te has respuesto ya?
-Sí mamá.
-Venga, andando.
-Somos tres namás, mamá. Déjame que vaya en busca del Quini.
Volvió en seguida, porque Quini había permanecido a la puerta de su casa, cantando con alabanzas y exagerando hasta el delirio las hazañas de Mani. Partieron Paula, Miguel, Mani y Quini simulando que iban también de fiesta. La calle se encontraba tan animada como si fueran las diez de la noche; por todas partes comentaban con excitación los acontecimientos del día, haciendo balance.
-Esos generalitos se creían que el pueblo iba a quedarse cruzao de brazos... ¡vamos, anda, ni que hubiéramos nacío ayer!.
-Con los proletarios no hay quien pueda.
-¡Viva la revolución!
Paula respondió con expresión neutra al que había alzado el puño ante su cara. Mani se esforzaba por no pensar en dormir, ya que las tensiones interminables del día habían dado paso a un cansancio insoportable; los párpados se le rebelaban y apenas podía mantenerlos abiertos mientras corría arrastrado por la mano de su madre.
Llegados frente al convento, Paula les dijo a los tres que esperasen en un portal, desde donde podían ver la gran puerta cenobial sin ser vistos ni causar temor. Ella aporreó el portón durante un buen rato, mientras decía a media voz que no tuvieran miedo, que sólo quería hablar con su hijo, hasta que, por fin, la rendija inferior se iluminó muy levemente por una luz trémula. Abrieron la mirilla y Paula metió la mano para que no pudieran cerrarla, y habló con quien había dentro. Tras unos diez minutos de argumentación le franquearon la entrada, abriendo el portillo lo indispensable para que entrase precipitadamente. Poco después, salió con Ricardo y cruzaron la calle a saltos. Miguel, Quini y Mani cayeron sobre él para despojarle en seguida del hábito. A Mani le sorprendió que su hermano no llevase pantalones debajo.
-¿Qué hacéis? -protestó el fraile- ¿Dónde está el Antonio?
-Perdona, hijo -dijo Paula-, he tenido que engañarte pa que consintieras en salir.
-Soltadme. Me vuelvo al convento.
-Ni hablar del peluquín -ordenó Paula-. Tú te vienes a la casa.
-Yo me quedo. Compartiré con mis hermanos lo que Dios nos depare.
Paula echó chispas encendidas por los ojos y apretó las comisuras de los labios.
-Escucha -dijo-, tonto de la perinola. En el momento más inesperao, llegarán pa meterle fuego a tu convento. ¿Tú crees que los que están ahí dentro van a a esperar, tranquilamente, que vengan a matarlos? Ahora mismo, el que más y el que menos estará cavilando cómo echar a correr con garantías. Tus hermanos son estos dos y los otros dos... Su destino es el que tienes que compartir.
-Mamá, tú no me comprendes.
-¿Quién te comprende entonces? -estalló Paula-, ¿el fariseo de tu superior, que no sabe más que decir buenas palabritas mientras engorda y se da la buena vida? ¡Mucha comedia de santidad y poquísima caridad!
-Paco y Antonio te han hecho cambiar, mamá. También tú ofendes a Dios Nuestro Señor.
En el silencio inquietante de la madrugada, la bofetada que lanzó Paula restalló como un látigo. Con una dureza en el rostro que Mani le había visto muy pocas veces, Miguel sujetó a Ricardo por detrás, pasándole los brazos bajo las axilas y alzándolo del suelo mientras decía:
-Mani y Quini, pillarlo por los pies. Venga, andando y se acabó la historia.
Lo cargaron entre los tres, ayudados por Pauala, unos centenares de metros. Ricardo cedió por fin y dejó de debatirse.
-Bueno, ya está bien, soltadme. Os prometo que voy con ustedes, pero no dejéis el hábito tirao.
Mani retrocedió para recuperarlo y cuando alcanzó el grupo de nuevo, ver a su hermano fraile andando en calzoncillos por la calle le hizo reír, y rió a carcajadas por primera vez ese turbulento 18 de julio del primer verano de su adolescencia.
Llevaba muchos meses sin que le visitasen sus demonios, pero esa madrugada celebraron un aquelarre incesante entre fogaradas pestilentes y ríos escarlatas. Mani despertaba a medias constantemente; en el duermevela, le sorprendía encontrarse arrebujado junto a Ricardo que, según parecía, no llegó a dormirse en ningún momento y no paraba de musitar oraciones. Miguel dormía en la otra colchoneta, despatarrado, acariciándose en sueños la erección y con un visible rastro en las mejillas del torrente de lágrimas por la ausencia de Angustias. Los demonios se ensañaban con los dolores viejos y nuevos de Mani, le mostraban a una Imperio Argentina leprosa que, de repente, adquiría el rostro de Inma convertida en un monstruo, a un Paco paralizado por los grilletes en un oscuro calabozo donde las ratas le roían los pies, a un Antonio reventado por la putrefacción de sus heridas, a una Angustias arrastrada de los pelos por las monjas a lo largo de una capilla conventual, vestida de novicia, y a un Guaqui cosido a bayonetazos en medio de un ruedo de cabileños vociferantes. Luego, le agitaba la pregunta de cómo había podido saltar del árbol aquél de la Cortina del Muelle y tomar la decisión que tomó y hacer lo que hizo, pero no había respuesta, sólo un vacío aterrador en un silencio hostil. Despertó del todo a las dos de la tarde y ahora se encontraba solo en la habitación. En la sala contigua sonaban varias voces, entre las que indentificó la del mayor de sus hermanos, por lo que se levantó de un salto.
Antonio presentaba todavía vendajes sucios en medio cuerpo y sus mejillas hundidas y macilentas moldeaban con nitidez la calavera. Miró a Mani con los ojos iluminados por el resplandor de cuanto acababan de contarle, y le abrió los brazos. Lo besó repetidamente hasta que Mani se apartó, ruborizado e incómodo y con la mejilla derecha cubierta de babas.
-No paras de crecer, joé, Mani, que nos va a pasar a tos antes de un suspiro.
Mani escrutó con la mirada a los presentes. Su impulso más apremiante era pedir explicaciones a Antonio, enterarse de una vez de lo que había ocurrido verdaderamente en el enfrentamiento del descampado que llamaban El Ejido, si habían sido o no Serafín y sus camaradas los agresores, pero vio en las expresiones de Paula, Ricardo, Ana y Miguel que tal asunto no había sido abordado y que todos deseaban aplazar las preguntas para después de las alegrías del reencuentro. Por eso, reprimió su necesidad de saber lo esencial y preguntó por lo circunstancial:
-¿Te has escapao de la cárcel?
-¡Qué va! Me han dejao salir. Esta madrugá, a la vista de los acontecimientos, y como tos estábamos impacientes por defender la revolución, nos dijeron que esperásemos la instrucciones que llegaran de Madrid... ¡Mentiras y embustes de mierda! Los guardias no intentataron ni pudieron contenernos con la promesa de un indulto, que a ver cuánto tiempo iban a pensárselo esos fulanos almidonaos. Hemos salío casi tós, menos treinta o cuarenta que han preferío quedarse encerraos y esperar, los mu imbéciles. La revolución ha sonao, por fin.
-¿Qué revolución ni ocho cuartos? -protestó Paula con aspereza-. Lo que hay es que poner orden enseguida, porque en este plan no podemos trabajar ni vivir. Si no os organizáis y no dejáis de hacer barbaridades y monstruosidades como las de La Caleta, no tendréis ná que hacer con los rebeldes.
-¿Los rebeldes? -ironizó Antonio-. Ésos son cuatro pelagatos a los que el pueblo aplastará en pocas horas. ¿No os habéis enterao de lo del destructor Sánchez Barcáiztegui?; ha llegao al puerto esta mañana, con la tripulación amotiná y los mandos fascistas hechos prisioneros, que los marineros han entregao a las autoridades republicanas de Málaga. Esto va a correr como el rayo. Triunfará la república libertaria y el pueblo autogestionario impedirá que nadie usurpe nunca más sus derechos.
-¡Déjate de utopías, Antonio! -rogó Miguel-, y escucha a mamá, que tiene toa la razón del mundo. Anoche han ardío casi tós los edificios malagueños que tenían algún valor y ná menos que treinta y ocho iglesias, peor todavía que lo del 31. ¿Tú te crees que esto es plan, tú te crees que éste es el modo de modernizar España? Acuérdate de que el Paco opina que así no vamos a ninguna parte.
-Eso es, Antonio -concordó Paula-, así no vamos a ninguna parte. Precisamente, lo primero que tenemos que hacer es encontrar al Paco y la Angustias. Cuando tos estemos juntos de nuevo, habrá tiempo de pensar en esas cosas.
La mención de Angustias hizo que Miguel rompiera a llorar. Ana lo atrajo hacia sí para echarle el brazo por los hombros y acariciarle el pelo.
-La clarividencia del pueblo... -Antonio alzó la voz, como si declamara.
Paula le interrumpió:
-Déjate de chuminás; sigue el ejemplo del Mani, que lo primero que pensó en medio del lío de ayer fue en salvar al Migue, y recuerda cuál es tu primera obligación. Comamos en paz, ¿de acuerdo? Hay sardinas amoragás con tomate, gazpacho y ternera con adobillo de almendras. He traído vino, porque hay que brindar por tu libertad. Pero tenemos que guardar un poco y que no pase de esta misma noche que brindemos también por el regreso de Paco y Angustias.
-Y doña Elena... -apuntó Mani.
Paula lo miró como si entre ella y el menor de sus hijos hubiera una conexión más íntima que con los demás. Asintió levemente con los ojos, pero dijo:
-En ese asunto, nosotros no tenemos ná que hacer, Mani. No, mientras no encontremos a tu hermano y tu cuñá.
Todavía trató Antonio en un par de ocasiones de recitar sus proclamas, pero todos le interrumpieron sin consentírselo. En cambio, hablaron con cierta calma de cómo podían afectarles los acontecimientos, y Mani reconoció en las pupilas de Paula su inquietud por la pérdida de la ayuda de Elena; pero se hallaba prisionera de su propio secretismo; nunca había confesado de donde salía el dinero para llevar adelante a la familia y tampoco podía confesar ahora que la fuente se había secado y que, en cuanto gastase lo que había dentro de la caja de hojalata, no tendrían medios para subsistir. Tranquilizaba a Mani saber que el contenido sumaba más de dos mil quinientas pesetas y que su madre se administraba muy bien, pero no por ello dejó de preguntarse en qué podría trabajar ese verano para no dar lugar a que los ahorros se agotasen. Pero si hacía una semana costaba una odisea conseguir empleo, ahora, con lo que había en la calle, sería un milagro. Planeó intentar a partir del lunes la escasas posibilidades que se le ocurrían: Bolichear con los pescadores de la playa del Chafarino, tratar de engordar un poco por si le dejaban hacer de arrumbador con Quini en el puerto o forzar la imaginación a ver si encontraba cualquier cosa que vender por las calles, como los ramilletes que tanto le habían reportado aquel carnaval inolvidable del 35, junto a Inma y el Templao. Las sardinas asadas y cubiertas de tomate, con su deliciosa mezcla de especias, sabían como una colina a la orilla del mar; notó que su madre sonreía complacida por su voraz apetito y al observarla comprendió que había un mensaje pendiente en su mirada, una orden postergada pero no olvidada, por la que tendría que preguntarle en cuanto pudiera hablar a solas con ella.
Remolonearon en una larguísima sobremesa, con los platos sin lavar y la mesa sin desmontar. Aunque no se le ocurría un pretexto creíble dados los alborotos que había por doquier, Mani deseaba echar a correr porque ya no era capaz de controlar la impaciencia por el llanto de Miguel. Se preguntaba cómo podía permanecer su hermano achantado en una silla, llorando sin cesar, en vez de recorrer la ciudad a saltos y volverla del revés en busca de Angustias. Además, acababa de descubrir que se le había agotado el escaso respeto que sintiera en el pasado por Antonio, lo que era una novedad que necesitaba asimilar. Ana, en cambio, rebosaba sentido común, como si el año largo de chácharas interminables con Paula le hubiera aprovechado. Ricardo, por el momento, tenía el buen gusto de no abrir la boca. Dio un rodillazo a Miguel a ver si la sacudida le hacía reaccionar y paraba de llorar, pero le sonrió tras el velo de lágrimas y recrudeció su llanto. Mani sabía que si no paraba, llegaría el momento en que sería incapaz de contenerse más y se encararía con él para recriminarle su pasividad y su falta de iniciativa. No podía hacerlo; de un lado, porque Paula estaba presente y era a ella a quien correspondía una recriminación de tal naturaleza y de otro lado, porque, si lo hacía, sólo conseguiría que el llanto se tornara más copioso aún.
-Voy a la esquina.
-¿A qué? -preguntó Paula, muy severa.
-A tomarme una gaseosa.
-El ultramarino de calle Huerto de Monjas cierra los domingos por la tarde, lo sabes demasiao bien -arguyó Paula-. Y aparte de que en la taberna te darían sifón en vez de gaseosa, no me gusta ni una mijilla la idea de que entres allí.
Mani la miró a los ojos, suplicante, por lo que ella comprendió que sentía necesidad impostergable de salir, y asintió.
No sabía por qué, mas la realidad era que los jóvenes vociferantes y jubilosos con los que se cruzaba no le inspiraban simpatía alguna. Lo que peor le parecía en cualquier persona, no sólo en Miguel, era la pérdida del control sin contrapartida de acción ni beneficio, el desbocamiento estéril y sin propósito, y todos en la calle, jóvenes y viejos, corrían, gritaban y gesticulaban desmandados, sin metas reconocibles. Iban y venían como si no supieran donde ir; en sólo dos centenares de metros, vio a dos parejas distintas de jóvenes rebasarle, correr luego de contra y rebasarle de nuevo, tres cruzamientos con la misma gente en doscientos metros, lo que consideraba un despilfarro de energías inaceptablemente estúpido. Muchos de los gritos eran negativos, antitéticos, de las frases aprendidas de tanto oírlas a las monjas de los cinco conventos que había en el barrio, un distrito que no llegaba a medir un kilómetro cuadrado: "somos guapos por ser rojos", "es pecado no hacerlo", "barriga llena, corazón contento, y los curas, al tormento". La calle Carmelitas venía a ser como una prolongación de Rosal Blanco tras cruzar Huerto de Monjas, pero sólo había viviendas a la izquierda, porque toda la fachada de la derecha era el irregular muro del convento de las carmelitas; al final, la calle se abría a un llano pequeño, frente al que se alzaba la capilla carmelitana con un pequeño atrio. Había mucha gente delante, sobre todo los que empezaban a llamarse a sí mismos "milicianos", retorcidos por las carcajadas con sus simulacros de uniformes. Mani apresuró el paso con sumo desagrado cuando descubrió el objeto de las burlas, la momia de una monja que acababan de sacar del sepulcro, expuesta de pie en el atrio, cara a la calle, sujeta por dos cajas de pescado rotas, una encima de la otra. Habían prendido a la esquelética mano una bandera roja, amarrada con un cordel corredizo del que no paraban de tirar, para que pareciera que la momia agitaba la bandera.
Al apretar el paso, Mani chocó contra un hombre que corría hacia él, vestido, a pesar del calor, con traje campesino color de caramelo. Iba a pedirle disculpas cuando se encontró con la risa radiante de su hermano Paco. Sólo le dio un beso de los dos preceptivos, ya que parecía tener mucha prisa por preguntarle:
-¿Es verdad lo que me han contao?
-¿Qué te han contao, Paco?
-Que ayer te cargaste al comandante de la rebelión.
-La gente es mu exagerá. ¿Dónde estabas? Vamos corriendo pa la casa, joé, que mamá está que se muere por no saber de ti. ¿Estabas preso?
-No, Mani. Escondío.
-¿Por qué?
-Me enteré de lo que había pasao con el Antonio y organicé un grupo pa...
-Lo sé. Yo te seguí.
-¡No me digas!
Paco amagó un puñetazo en el mentón de Mani, lo que en realidad era una caricia de reconocimiento.
-¿Hasta dónde me seguiste?
-Hasta el Hospital Civil. Os vi entrar a ti y a tus camaradas y, al rato, a los guardias. Pensar que estabas preso era de cajón, ¿no?
-Sí, pero cuando llegaron los guardias yo ya no estaba en el hospital.
-¿Entonces?
-Escucha, te lo voy a contar, porque hace ya varios meses que me di cuenta de que a ti hay que echarte de comer aparte, pero tienes que jurarme que no se lo vas a decir ni a mamá ni al majareta del Ricardo.
Mani asintió.
-Unos compañeros me informaron de que al Antonio lo habían recosío de tantísimas operaciones y que ya estaba fuera de peligro, pero vigilao y rodeao de guardias hasta pa cagar. Por si no os lo ha dicho, organizó un grupo de anarquistas con idea de ir a tomar Radio Málaga y proclamar la República Libertaria Malagueña, pero, por lo visto, el Serafín, que iba siguiéndolo, se dio cuenta del percal y llamó a los suyos, de manera que armaron un tiroteo que ni el dos de mayo. Fíjate que cosa más tonta, que no tenemos una república independiente en Málaga, como Antonio y sus locos atontaos pretendían, porque el papafrita del hijo del barbero quería joderlo como a toa nuestra familia. La cuestión es que esa noche se dispararon un montón de armas y como los policías tenían orden de requisar las que estuvieran en manos, precisamente, de gente tan descerebrá como el Serafín y el Antonio, pues que no lo dejaban en paz de tantos interrogatorios sobre los poseedores de pistolas y le amenazaban con encerrarlo con una condena de veinte años. Como me contaron que ya comenzaban a cicatrizar sus heridas y estaba consciente, organicé el rescate, porque ya sabes tú cómo es mamá; consideré preferible que el Antonio se exiliara de Málaga con la Ana, en vez de caer preso. Pero... Mani, recuerda que me has jurao no decírselo a mamá... -Mani asintió-; pues resulta que tuve malísima pata y en vez de salir las cosas como había programao, que era que inmovilizáramos a los guardias por sorpresa y ná más, en un forcejeo en el que me enfrasqué con uno se le disparó el fusil y... Mani, maté a un hombre que era un obrero como nosotros y no tenía culpa de ná. Al final, descubrí que el camarada Bolívar había ordenao a algunos de los hombres que venían conmigo que me vigilaran y protegieran y cuando pasó lo que pasó, viendo al guardia muerto en el suelo, ellos me sacaron en volandas del hospital por la misma puertecilla por donde evacuamos al Migue aquella noche, ¿te acuerdas?, y me llevaron inmediatamente a esconderme en una cortijá de Archidona. No me he movío de allí en tó este tiempo, atiborrao de espárragos, brevas, perillas, nísperos y uvas de Málaga. Mira cómo estoy de gordo, por la vagancia. Tenían prohibío dejarme salir y tampoco permitían que os escribiera, porque está claro que los guardias han tenío que estar vigilándoos tó este tiempo. Suponte tú, con el corporativismo que hay en la policía...
-¿Y ahora?
-Con lo que está pasando, el camarada Bolívar cree que ya no hay ná que temer. Me acaban de traer en un coche desde Archidona, y hace cinco minutos que me han dejao ahí, en la esquina del pasillo de la Cárcel, pero con la advertencia de que tengo que presentarme en el partido antes de que cierre la noche. Sólo me han dao un rato pa estar con la familia, porque tenemos muchas cosas urgentes que hacer.
-¡Y un jamón con chorreras! -exclamó Mani-. Mamá no va a consentir que te vayas tan pronto, con lo que lleva padecío.
Paco sonrió y le echó el brazo por los hombros.
-Vamos a la casa Mani... ¿o tengo que llamarte don Manuel?
-Hay una cosa que no sabes, Paco. El Serafín ha secuestrao a la Angustias y ya no tenemos ni puta idea de dónde buscarla más, que es como si se la hubiera tragao la Tierra. Doña Elena, la de los barcos, me dijo la semana pasá que creía que no pueden habérsela llevao de Málaga, porque ya antes de este follón había mucha vigilancia de gente de tu partido por toas partes, hasta dentro de sus barcos. Piensa antes de llegar a la casa si el Partido Comunista podrá hacer alguna gestión, porque es de lo primero que va a hablarte mamá en cuanto pare de abrazarte, porque el Migue está en un plan que no hay quien lo aguante, y porque... bueno, tú sabes mu bien lo que siempre dice mamá de que estemos tós juntos, pase lo que pase.
-Si no la han sacao de Málaga, encontraremos a la Angustias mañana mismo.
Tras el tumulto de besos y abrazos que se organizó en torno a la mesa aún sin desarmar, Paco, mirando fijamente a los ojos de Antonio, improvisó una mentira clamorosa sobre una misión que le habían mandado realizar en el sur de Francia y se negó a dar más explicaciones, proclamando que se trataba de "secreto de estado". Paula asintió con los labios apretados, aunque la incredulidad bailaba nítidamente en su mirada, pero los demás le creyeron o fingieron creerle. Tras la petición general de que se ocupase en seguida de encontrar a Angustias, siguió un corto diálogo en el que hicieron balance sobre los sucesos de las últimas cuarenta horas.
-Estos trastornaos han vuelto a confundir revolución con revuelta -Paco hablaba con indignación-. Otras vez se ponen a quemar iglesias, en vez de gastar las energías en cosas útiles y constructivas, y la guarrería que han armao ahí abajo, delante de las carmelitas, es pa matarlos.
Mani describió la escena de la momia con la bandera.
-¡Dios mío! -murmuró Paula-. Ahora, echarán a correr pa La Goleta.
-En las sacristías es donde está el apoyo fundamental de la rebelión -recitó Antonio, ya un poco ebrio, como si reprodujera las palabras de alguien.
-¡A ver si tu cabeza de chorlito consigue entenderlo! -se indignó Paco-. Quemando santos y matando curas no vamos a concitar la solidaridad que necesitamos. Hay todavía mucha gente engañá por esas supersticiones, aunque pertenezcan al pueblo llano como nosotros; sus sentimientos religiosos pueden inclinarles hacia el otro bando si seguimos en el plan de anoche. Antonio, la unidad es indispensable pa vencer al verdadero enemigo, que es el ejército de Marruecos, y no unos cuantos curas cagaos de miedo. Está bien registrar las iglesias a ver si esconden armas, pero namás... No hay que liarse a tiros ni incendiar, que ya viste lo que pasó en el 31.
-Van a venir pa La Goleta -repitió Paula-. Paco, tienes que evitar que la quemen.
Se produjo un corto silencio. Por turno, los cinco hermanos habían aprendido letras y números en el convento vecino. Hasta Paco mantenía hacia las monjas un residuo de la reverencia sentida durante la infancia, tal como Mani había comprobado, por su tono comedido en la mesa electoral, cuando la monja guapa, sor Rosario, había tratado de votar por tercera vez.
-Deberíamos hacer algo -dijo Paco tras un instante de reflexión.
-¿Hacer algo por las monjas de La Goleta? -ironizó Antonio-. Que las violen, así se convertirán en mujeres de verdad.
-¡Antonio! -amonestó Paula, dándole un coscorrón en la cabeza.
-Somos namás que cinco -dijo Paco-, y yo tengo que irme pal partido. No creo que encontremos a ningún vecino que quiera ayudarnos. Va a ser completamenter imposible impedir que asalten La Goleta.
Notaron que Antonio tenía que luchar contra su propia repugnancia para decir:
-Las monjas de La Goleta pertenecen a una orden francesa, ¿no?
-Sí -respondió Mani-. Son Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul. O sea, que...
-¡Claro! -exclamó Paco-. Su casa matriz está en Francia...
-Podemos poner una bandera francesa -dijo Mani.
-¡Eso es! -concordó Paco al tiempo que lanzaba cariñosamente el puño hacia el mentón de Mani-. Vamos a tener que ascender al niño... Mamá, ¿tienes tela blanca, roja y azul pa hacer una bandera francesa mu grande? Convertiremos La Goleta en una legación extranjera.
-Sí tengo roja y azul. Pa la blanca, habrá que coger una sábana.
-En marcha, mamá -dijo Paco-, trata de darte toa la prisa que puedas. Mani, toma esta insignia de la hoz y el martillo y echa a correr pal Partido Comunista. Consigue que te reciba el camarada Bolívar y dile que llegaré antes de medianoche, pero que no puedo ir tan pronto como se me ordenó. ¿De acuerdo?
Paula había recogido precipitadamente los cacharros sucios de la mesa para echarlos en el lebrillo que usaba para lavarlos. A continuación, extendió la tela y Ana y ella se dieron a la tarea de confeccionar la bandera.
Mani no tenía la menor intención de perderse el acto siguiente, de manera que corrió hacia la sede partidaria, ignoró con un empujón insolente al miliciano de guarda en la entrada e irrumpió en la secretaría con la insignia de Paco exhibida ostentosamente en la mano adelantada. La puerta del despacho de Cayetano Bolívar estaba abierta. Mani notó que el diputado le reconocía y le saludaba con la mano; a continuación, se disculpó ante el grupo con el que hablaba y acudió hacia él.
-¡Camarada!¿Ya te has enterao de por qué no podía contarte lo de tu hermano? -Mani asintió-. En cuanto a ti, Manuel, el Partido Comunista de España te acogerá con todos los honores en cuanto tú quieras adherirte a nosotros. ¿Sabes que esa gente -señaló a los visitantes que le esperaban- pide que se le ponga tu nombre a una calle?
Mani sintió ganas apremiantes de reír. O el diputado le confundía con otro, o lo que había hecho el día anterior estaba siendo exagerado hasta límites ridículos.
-Po que esperen un poquitillo a que me muera -respondió-. Mire usted... camarada, que dice mi Paco que no puede venir hasta mañana, porque mi madre está mu, pero que mu estropeá. Salud.
Alzó el puño y echó a correr sin esperar respuesta ni dar pie a que el diputado le diera ninguna orden. Regresó de nuevo a la casa cuando Paula alzaba orgullosamente la bandera, ya terminada.
-Mamá, reconvino Mani-; la franja azul tenía que ir a la izquierda y la roja, a la derecha.
-¿De verdad? -Paula buscó con los ojos la aprobación de Paco, que asintió, corroborando la observación de su hermano menor-. ¿Y no es lo mismo? Está bien, en un momentillo le cambio las presillas y la vuelvo del revés.
-¿Has podido ver al camarada Bolívar, Mani? -preguntó Paco.
-Sí, y me ha dicho que no hace ninguna falta que vayas esta noche, porque quería que fueras sólo por saludarte y darte un abrazo. Dice que vayas mañana, sin falta.
Por su expresión, Paco no parecía muy dispuesto a creerle, de manera que Mani trató de despejar sus dudas murmurándole al oído, sin que Paula le oyera:
-¿Sabes lo que me ha dicho ese señor? Que hay gente pidiendo por ahí que me dediquen una calle. Po no faltaba más.
Paco le acarició el mentón.
-Una plaza, y grande, es lo que te has ganao. Venga, vámonos pa La Goleta.
-Espera, Paco. Voy en busca del Quini.
-No. Ése es capaz de levantar la liebre y podrían salir los vecinos a estorbarnos. Vamos los cinco y que sea lo...
-...que Dios quiera -remachó Paula, viendo que Paco se recriminaba a sí mismo su debilidad al caer por reflejo condicionado en el tópico religioso.
-Mamá, que Dios no existe ya -protestó Antonio.
Paula desdeñó con un gesto el archisabido soniquete y urgió:
-Venga, echad a correr.
Oscurecía cuando salieron los cinco hermanos fingiendo despreocupación. Nadie quería parar el jolgorio callejero con que celebraban la victoria contra la rebelión; formaban animadas tertulias, tanto en el patio como en la calle Curadero. En el patio, festejaban a Concha la Chata, que bailaba casi despechugada en el centro de un corro, que le cantaba coplas obscenas. En la calle Curadero, junto a una de las puertas laterales del convento, había un grupo con zambombas y sonajas, cantando desaforadamente coplas llenas de palabras soeces y blasfemias.
-No creo que las monjas nos abran -dijo Ricardo-: no se atreverán porque, seguramente, van a creer que queremos asaltar el convento.
Paco se detuvo para cavilar un momento.
-Hay que echarle huevos -dijo al fin-. Mani, ¿es verdad lo que me han dicho de que tienes un arma?
Mani respondió afirmativamente mientras le recriminaba a Miguel con los ojos el levantamiento del secreto.
-Po ve con el Ricardo arriba -continuó Paco-, que se ponga el hábito y volved los dos pacá cuanto antes, pero tú lleva la pistola cargá y tratando de que tó el mundo vea que la llevas. ¿Entendido?
-Cuando vean al Ricardo vestío de fraile -protestó Miguel-, pueden caer sobre nosotros como un tren.
-Al que lo intente, lo mato -aseguró Antonio.
Muy pocos minutos más tarde, volvieron Mani y Ricardo. Por precaución, Mani le había recogido el faldón, sujetándoselo en la cintura con el cíngulo.
Para llegar a la puerta principal del convento tenían que recorrer casi toda la calle Curadero, salir al Molinillo y, después de un tramo de unos trescientos metros, descender unas escalinatas que salvaban el desnivel entre la calle principal del barrio y una plaza recoleta, donde se abría la fachada noble del edificio. Se cruzaron con muchos grupos de vecinos que circulaban animadamente. Cargaban objetos inverosímiles, algunos medio chamuscados, muebles y enseres rescatados de los incendios, baúles, aparatos de radio, sillas, orzas de lomo en manteca, estantes, cuadros, gramolas, relojes de péndulo y hasta había dos que sudaban copiosamente bajo un aparador inmenso. Cuatro muchachos, que circulaban enlazados con los brazos sobre los hombros, interrumpieron sus cantos y vivas y miraron a los cinco hermanos con sorna. Como trataban de ocultar a Ricardo y su hábito, la piña que formaban, al desplazarse a pasitos cortos, resultaba algo cómica. Los cuatro se pararon ante ellos, pero se apartaron en seguida porque Mani cargó el gatillo del arma al tiempo que adelantaba la mano hacia sus cabezas; se apartaron en seguida y continuaron la canción: "Hay una lumbre en Asturias, que calienta a España entera...".
-Nosotros esperaremos aquí -ordenó Paco al pie de la escalinata-. Tú, Ricardo, llama a la puerta. No mires atrás ni demuestres de manera ninguna que vienes con compaña. En cuanto abran, pon el pie entre la puerta y el quicio, de manera que no puedan cerrar, y correremos los cuatro deprisa, antes de que tengan tiempo de reaccionar. ¿Entendido?
Todos asintieron. Ricardo se soltó el faldón. Atravesó pausadamente y con ademán devoto el empedrado artístico que le separaba de la escalinata y subió majestuosamente los escalones. Golpeó la puerta un par de veces antes de reparar en la cadena de la campana. Sus insistentes llamadas no obtuvieron respuesta.
-Estas monjas no van a abrir así como así -comentó Paco-. Si normalmente son descofiás, imaginad ahora.
Esperaron diez minutos más. Antonio perdía la paciencia, mientras Paco cavilaba.
-El niño... -dijo por fin, y giró la cabeza hacia Mani.
-¿Qué?
-Por lo que me han contao, los árboles se te dan fenomenal. Así que seguramente serás capaz de subir por ahí, ¿no?
Señaló hacia del lateral derecho, donde las ventanas presentaban, a la altura del primer piso, un saliente en cornisa que discurría a lo largo de toda la construcción, y había tres pilares de ladrillos vistos por donde no sería difícil trepar. Mani calculó que apoyándose en el sardinel del arco central de las ventanas de la planta baja, podría alcanzar la estrecha cornisa, pero no conseguiría pasar de ahí, porque las ventanas del primer piso no eran tan altas y sus sardineles quedaban muy distantes del tejado.
-No pretenderás que Mani suba al tejao -protestó Miguel.
-No necesito abogao, Migue, cállate.
-No hace falta que llegues al tejao -afirmó Paco-, Mani. Ahora, de lo que se trata es de que las monjas se den cuenta de nuestra buena voluntad, así que coge la cuerda, amárratela a la cintura y trata de escalar por la ventana hasta la cornisa, pero no intentes llegar al tejao por aquí. Ve hacia el rincón, ¿te das cuenta?
Mani comprendió. La pared junto a la que se encontraban pertenecía al cuerpo izquierdo de los dos que formaban la fachada principal; entre esos cuerpos, la fachada se retranqueaba unos doce metros, donde ascendía la escalinata hacia una especie de porche cuyo tejado era más bajo que el de los cuerpos laterales.
-Mani, circula con muchísimo cuidao por la cornisa -continuó Paco-. Lo más difícil será doblar la esquina; no tengas miedo, estaremos debajo por lo que pueda pasar. Trata de llegar allí -indicó el punto donde el ala izquierda se unía en ángulo con el porche-. Con que saltes la mitad de bien que saltaste ayer, llegarás a aquel tejaíllo sin problema. Sólo tendrás que echarnos el cabo de la cuerda y jalar enseguía, después de que nosotros hayamos amarrao la bandera. Ahí colgando sobre la entrada, servirá tanto para disuadir a los asaltantes como pa que las monjas comprendan lo que estamos haciendo.
No tuvo dificultades Mani para alcanzar la cornisa. Poco a poco, fue desplazándose hacia la esquina, que traspuso a duras penas. No era excesivamente peligroso, pero los cuatro hermanos aferraban debajo de él, atirantada, la bandera como si fueran bomberos sujetando un paracaídas, moviéndose tal como él se movía. Una vez salvada la esquina, ya todo fue más fácil, pero hubo un momento en que Mani estuvo a punto de caer; al pasar ante una ventana, se topó tras el cristal con la cara cercana y extremadamente pálida de una monja que le miraba aterrorizada desde dentro. Gritaron los dos. Tras reponerse del susto, en pocos minutos más llegó al rincón, donde dobló la pierna derecha para darse impulso con el pie contra la pared y saltó sobre el tejado del porche. Lanzó el extremo del cordel atado a su cintura, pero los otros no lo alcanzaban a pesar de que Mani se echó de bruces sobre el tejado, de modo que tuvo que quitarse la camisa y el cinturón para suplementar la cuerda con ellos. Paco ató en seguida la bandera.
-Venga, Mani, colócala. Después, ten cuidao de no caerte y ve hacia el patio principal; si convencieras a una monja de ayudarte, podrás bajar por los canalones de la galería con mucha mayor seguridad que por aquí, que te puedes despeñar. Si no consigues convencer a ninguna monja, vuelve pacá y pensaremos qué hacer.
En cuanto Mani logró situar la bandera de manera que colgase airosa, se volvió a poner la camisa y anduvo cautelosamente por la escorrentía del tejado que vertía hacia el patio. Había muchas monjas arrodilladas ante la imagen de la Virgen Milagrosa que lo presidía bajo un cenador cubierto de enredaderas de rosas y jazmines. Las llamó, pero ellas se limitaron a alzar los brazos como en una plegaria de mártires del Coliseo de Roma. Impaciente, Mani calculó las posibilidades que tenía de bajar sin auxilio de nadie. El desagüe del canalón era bastante ancho; tendido sobre las tejas, lo empujó con la mano para probar su resitencia. Le pareció firme. Gateó hasta lograr aferrarse con las dos manos al borde exterior del canalón de cerámica vidriada de verde, invocó mentalmente la ayuda de la Virgen a la que las monjas estaban rezando y se dejó caer. Se balanceó, suspendido en el aire unos segundos, durante los que el canalón crujió a punto de desprenderse, pero Mani no esperó más y se lanzó de un salto hacia la galería. Al caer de pie, se encontró frente a sor Rosario, que blandía el crucifijo ante sus ojos.
-Tranquila, hermana -dijo-. ¿No se acuerda usted de mí? Soy yo, Manuel Rodríguez Robles del Altozano. Los que están a la puerta son mis cuatro hermanos y venimos a protegerlas.
-¡Vade retro, Satanás! -chilló sor Rosario, demudada.
-Soy yo, Mani. El que se equivocaba tanto con los ríos y las capitales de Europa. Ni yo ni mis hermanos vamos a hacerles daño, venimos a impedir que se lo hagan.
Sor Rosario continuó mucho rato murmurando letanías sin bajar el crucifijo que casi rozaba la nariz de Mani. Por fin, la superiora apareció tras ella.
-Cálmese, hermana -dijo, sujetando el brazo de la monja guapa-. ¿No ve usted que es el pequeño de los Robles del Altozano?
-Viene a martirizarnos. ¡Es un sacrílego!
-¡Basta! -alzó la superiora autoritariamente la voz-. Tú no quieres perjudicarnos, ¿verdad, hijo?
-No, madre. He colgao la bandera de Francia ahí fuera. En cuanto le abran ustedes, mi hermano Paco va a proclamar que La Goleta es, desde esta noche, una legación extranjera.
La superiora sonrió sin apenas tensar los labios.
-Así que eso es lo que os proponiais. ¿Cuál de vosotros es Paco, aquél que nos echó para atrás el día de la votación? -Mani asintió-. Ya vio usted, sor Rosario, lo listo que es y que no es temible ni por asomo. Somos muy afortunadas, gracias a Dios y bendita sea su Santa Madre, que ha escuchado nuestras plegarias. Ande, sor Rosario, vaya a abrir la puerta.
El ardid funcionó desde el primer momento, ya que no mucho más tarde llegó un grupo de incendiarios ante la puerta y al ver la bandera francesa, y tras una corta discusión entre ellos, se marcharon agitando con decepción y desánimo las antorchas. A lo largo de la noche, los cinco hermanos complementaron el efecto de la bandera pintando en todas las puertas y muchas ventanas el símbolo de la Cruz Roja.
-No olvides las averiguaciones sobre la Angustias -pidió Mani a Paco.
Tras acompañar a su hermano hasta la sede del Partido Comunista, Mani rechazó la insistente invitación a entrar y siguió hacia el puerto, a ver si Quini le ayudaba a encontrar trabajo. Contra lo que todos esperaban y desmintiendo lo que anunciaban machaconamente las autoridades, el lunes por la mañana continuaba el sobresalto puesto que los rebeldes no habían sido aplastados todavía. Abotargada por las celebraciones báquicas del domingo, y sintiéndose defraudada al revelársele lo prematuro de la celebración, la multitud erraba sin rumbo por las calles del centro, sin saber qué hacer porque casi todo lo que más odiaban lo habían quemado ya, y no tenían empleo o, si lo tenían, nadie pensaba en trabajar dadas las circunstancias. Todavía había rescoldos de los incendios y densas columnas de humo negro brotaban de las ruinas calcinadas en toda la ciudad, como si hubiera habido un bombardeo. Mani cerró los ojos con disgusto ante lo que quedaba de la hermosa Casa Larios, el lujoso palacio del marqués que había sido el más bello de la Alameda. Recordó la nostalgia imprecisa que sintiera contemplando la mano de madera chamuscada de un Niño Jesús, aquel día que ordenaba la casa que iba a ser la vivienda matrimonial de Antonio. Aquella nostalgia, como la de hoy, era por algo que nunca iba a poder ver; en 1931, le habían robado la posibilidad de contemplar algún día el que sus paisanos aseguraban que era uno de los más valiosos patrimonios artísticos de España; ahora, ese lunes de julio de 1936, comprendió que le habían arrebatado toda oportunidad de conocer cómo era un palacio por dentro, porque ya no quedaba ninguno en Málaga.
Quini no se había presentado a trabajar en su empleo recién pactado. En general, había muy poca actividad en el puerto, salvo en los alrededores de un buque, llamado Marqués de Chávarri, que las autoridades habían convertido en prisión porque no tenían dónde encerrar a tantos sospechosos de connivencia con la rebelión. Se trataba de un barco carbonero provisto de tres grandes bodegas, con espacio donde amontonar a muchos prisioneros. Mani observó en la cubierta a un grupo de unos veinte hombres que, desnudos, trataban de asearse en medio de un círculo de milicianos, con los fusiles apuntándoles; para bañarse, sólo disponían de un botijo, que uno de ellos bajaba periódicamente por la borda, con un cordel, para que se llenase de la pestilente y grasienta agua de la dársena.
Volvió hacia el barrio con más ira que desánimo, contagiado de la inesperada caída de moral que padecía toda la ciudad y eludiendo a los milicianos ebrios que, al reconocerle, acudían a vitorearlo.
-Me ha dicho tu madre que te espera en La Goleta pa comer -le informó Concha la Chata con una sonrisa que parecía invitar: "ven a mi cuarto, héroe".
Con extrañeza, encontró a toda su familia, excepto Paco, sentada a la mesa presidencial del refectorio, junto a la madre superiora y las monjas que ocupaban la cima de la jerarquía del convento. Superado el asombro, supo que así iba a ser a partir de entonces, "hasta que las aguas vuelvan a su cauce -según dijo Paula- porque, por el momento, sólo iremos a la casa a dormir; haremos la vida aquí y tal como quiere tu hermano Paco, organizaré algo de utilidad pública, porque ésa va a ser la única manera de evitar que a los incendiarios les dé la venate de venir a arrasar esto".
Gozó Mani a partir de ese día de los momentos más exultantes y más extraños de su corta vida, porque la familia Robles del Altozano se vio por sorpresa en la más alta relevancia social que podía soñar. Ricardo encontró en La Goleta la sustitución de su paraíso perdido; Ana, el escenario apropiado para anunciar a Antonio, delante de los demás, que estaba embarazada; Paula, un marco que con sus escalinatas y claustros, y con tanto que organizar, se le ajustaba mucho mejor que el corralón de las Dos Puertas; Miguel, un número elevadísimo de monjas dispuestas a escuchar sus cuitas y consolar su llanto.
El sobresalto continuó contra lo que todos esperaban, lo que Paco prometía y lo que aseguraban solemnemente los políticos. La radio y los comunicados oficiales afirmaban que el gobierno dominaba la situación en todo el país, pero a diario escuchaban el testimonio de los fugitivos que iban llegando de otras capitales andaluzas, del Campo de Gibraltar y de los pueblos de la Penibética. Los rebeldes se habían hecho fuertes en territorios muy extensos pero, aún así, Mani, sus hermanos y todos los vecinos tardaron en entender que se hallaban en guerra.
Desde que publicaron los periódicos su fotografía, donde aparecía llevado a hombros por los entusiastas que le aclamaban por la muerte del comandante, Mani detestaba ociar en las calles del barrio, porque le obligaban a relatar una y otra vez un episodio que él apenas recordaba más que por las narraciones de Quini y los demás y que le producía gran desasosiego revivir. Y le gustaba mucho menos estar en La Goleta, donde no le hacían tantas preguntas, pero le molestaba que le tratasen no como a un muchacho, sino como si fuera un hombre poderoso a quien no supieran si temer o lisonjear, y no sólo por su celebridad de verdugo del cabecilla rebelde; las monjas habían mitificado hasta el delirio lo de la bandera francesa. Por ello, trataba de pasar todo el tiempo posible lejos de quienes le conocían.
Se disponía a salir para la playa casi de madrugada, para no toparse con vecinos preguntones ni aduladores, cuando Paula le dijo que tenía que asistir a un acto en el convento-cuartel de la Trinidad, donde su hermano Paco iba a pronunciar un discurso después del rancho del mediodía.
-No te lo pierdas por ná, porque yo no puedo ir y tienes que contarme lo que diga, porque aunque no desbarre como el Antonio, también está metiéndose en camisa de once varas. No tiene más que veintitrés años y parece que lo hubieran nombrao corregidor mayor de Málaga. Me disgustaré muchísimo contigo si no vas.
-No te preocupes, mamá, pero queda toa la mañana y quiero ver si el Chafarino está bien y no tiene problemas.
-Sí, hijo, mira si necesita algo, que a ese hombre también le debemos mucho. Y que no se te olvide preguntar por ahí por... la de los barcos; a lo mejor en la playa se han enterao de algo. Coge el tranvía, pa no tardar demasiao.
Le dio una peseta que a Mani le hizo sentir culpable, porque acababa de sisar un duro de la caja de hojalata. Dio un beso a Paula y echó a correr con el propósito de que ella no advirtiera la culpa en sus ojos. Compró el periódico para leerlo en el tranvía, aunque hallaba insoportable tener que adivinar entre líneas, dado que los espacios en blanco de la censura eran mayores que los impresos. Las autoridades pedían la vuelta al trabajo y a la normalidad, porque a pesar de los días transcurridos aún se veían ruinas humeantes y por todas partes circulaban grupos de milicianos efectuando registros y sacando a rastras a quienes consideraban aliados de la rebelión. Mani les observaba cada día con mayor distanciamiento y menor entusiasmo, porque hasta a través de los cristales de las ventanillas del tranvía podía oler la borrachera bajo los temblores y los ojos enrojecidos de odio inútil; le impacientaban sus tics compulsivos y su conducta imprevisible, ya que tan pronto sacaban de una casa a un niño de pecho para entregarlo con mimo y delicadeza a cualquier mujer del público, como salían al instante siguiente con la madre del niño arrastrada cruelmente del pelo. Estaba claro que no había planificación, nadie intentaba la organización que Paco preconizaba. Para evitar los asaltos, las casas de préstamo devolvían deprisa, gratis, las prendas empeñadas, y por ello circulaba mucha gente con grandes bultos, líos de ropa especialmente, porque, empujados por el hambre, algunos habían empeñado hasta las sábanas los últimos meses. En la esquina del convento de las Hermanitas de los Pobres había gran revuelto en torno a una mujer y el tranvía tuvo que detenerse, bloqueado. Al cambiarse la mujer de brazo el pesado hato que cargaba, había caído al suelo una caja de municiones, y con el júbilo de quienes la registraron, aparecieron dentro del hato más municiones y una ametralladora.
-Juro por mis hijos que yo no sabía ná -gritó la mujer, aterrorizada y lívida-. Mis señores m'han dao esa ropa pa lavarla.
Mani supuso que iba a ser ejecutada de un tiro o arrastrada del pelo, pero los milicianos se contentaron con anotar la dirección del patrón, seguramente falsa, y se llevaron la ametralladora entusiasmados por disponer de un arma tan valiosa.
-Pa ver por dónde salía, le conté a la madre superiora de la Goleta sus cosas de Poseidón -dijo Mani al Chafarino con sorna-. Se le pusieron los ojos como platos, diciéndome que yo no debería hablar con un pagano como usted.
El Chafarino sonrió.
-¿Cómo está Málaga hoy?
-Hay un poquillo más de tranquilidad que hace una semana, pero siguen los saqueos. Mi madre y mi hermano Paco dicen que así no vamos a ningun lao, pero la verdad es que hay mucha gente pasando las del Beri. El periódico ha sacao un edicto del gobernador, dirigío a los cuerpos de seguridad, que manda aplicar la pena de muerte en el instante, y en el sitio, a tos los que pillen agrediendo, robando o asaltando. Algunos se achantan y ahora muchos pasan en cola horas y horas, pa el reparto de auxilios públicos. Pero los asaltos no paran...
-Los españoles somos un pueblo raro, Mani. Al menos desde la Pepa de Cádiz, legislamos bien, porque elaboramos leyes que muchas veces son las más avanzadas del mundo. Pero luego nos pierde el temperamento; a la hora de aplicarnos las leyes, encontramos tantas justificaciones para el pretexto, para la excepción, que llega el día en que todos nos creemos exentos de la obligación de cumplir esas leyes tan bonitas y tan modernas. Así, resulta que cada uno se comporta en todas las circunstancias como si tuviese bula y las normas sólo debieran cumpliarlas los demás, y da la casualidad de que los malagueños agrandamos hasta el absurdo esa convicción de estar por encima de las leyes. De ese modo no hay manera de que un país pueda ir adelante.
-Sí, pa hablarle fetén, a mí me da coraje que suden tanto pa ná, porque hay una desorganización en la calle que... me revienta las tripas.
-Pero a los tuyos os va bien.
-Mejor que nunca. Menos dormir, prácticamente vivimos en La Goleta.
-Y tú te has convertido en un héroe famoso...
Mani miró fijamente los ojos estériles del Chafarino. De no saber que era ciego, hubiera jurado que brillaba en ellos una chispa de ironía muy cruda.
-Yo no soy ningún héroe... -protestó- si es que me cago por las patas abajo con ná. Y por eso me encorajina una pechá que tós me vengan con cuentos.
-Sí eres un héroe Mani, pero no por haber matado a ese militar, lo que más bien me parece un suceso casual en el que actuaste empujado por el clamor colectivo. Tienes madera de héroe porque la vida le ha robado la niñez a tu generación, y tú has tenido la enorme suerte de contar con un ambiente donde esa precocidad forzada no te ha castrado, sino que te da recursos. Tienes trece años, más vigor del que te corresponde por tus años, sentido común y capacidad de síntesis, y aunque pienses, razones y actúes como un hombre, tu juventud te blinda contra la envidia y la inquina de la gente. Por ello, posees mejores recursos que cualquiera de tus hermanos, que ya son adultos, aunque te parezcas tanto a ellos. Tú eres el más fuerte de los cinco y, verdaderamente, una de las personas más fuertes que conozco.
-Disculpe usted, Omar, pero me da mucha vergüenza que diga usted esas cosas...
El Chafarino sonrió mientras asentía a su propio pensamiento.
-¿Y la señora de La Caleta?
Mani cerró los ojos. Miguel tenía su congoja con la ausencia de Angustias, que todos a su alrededor compartían, pero la congoja de la desaparición de Elena no parecía compartirla con él nadie más que Paula.
-El Migue dice que tiene que haber muerto, porque en lo que era su casa no quedan más que carbones. Pero es imposible, porque he ido tres veces a rebuscar entre los restos de la casa, sin encontrar ná que parezca un muerto chamuscao, aunque la hija, atravesá por el palo, estuvo lo menos cuatro días pudiéndose allí, en el jardín, sin que nadie se la llevara. Mi madre está convencía de que si no encuentro el cuerpo, es que vive, porque dice que doña Elena es de acero como un noray, que puede sujetar barcos gigantescos.
Inesperadamente, a Mani se le quebró la voz y el Chafarino le abrió los brazos. Le parecía natural que un joven de trece años huérfano de padre, tendiera a elegir figuras poderosas y venerables a quienes amar, y resultaba obvio que Mani había llegado a amar a Elena Viana-Cárdenas James-Grey porque siendo la persona más poderosa que conocía, había usado benevolentemente el poder en favor de su familia. Tratando de rescatarle de la tristeza, dijo revolviéndole el pelo:
-Cuando esa monja superiora ponga en marcha tanta mojigatería de compota de membrillo y te hable de paganos, recuerda que los conventos son el refugio favorito de las solteronas natas, por tontas y por feas.
-En la Goleta hay una monja guapísima que se llama sor Rosario, y las demás no son tan tontas. Enseguía se han dao cuenta de que el pueblo machaca a los rebeldes y de quién es el que manda. A mi hermano Paco le hacen hasta reverencias.
-No estés tan seguro de que el pueblo esté machacando a los rebaldes. Por lo que dice la radio, no la nuestra, sino la de Sevilla, Málaga es prácticamente una isla rodeada de enemigos por todos lados; las demás grandes capitales de Andalucía están en poder de los rebeldes y... escúchame bien, Mani; esos generalotes no van a perdonarnos que nosotros, que podíamos haberles facilitado la entrada más cómoda desde Marruecos, les hayamos cerrado la puerta. Lo veo en mi cabeza de noche y de día: caerán sobre nosotros como una ola y nos arrasarán.
-¡Qué va! Ayer, mi hermano Paco trataba de convencer al Migue pa que se fuera al frente de Granada, pero mientras no aparezca la Angustias no hay quien lo mueva del sitio. Pa convencerlo, Paco le decía que en dos o tres días Granada sería liberada.
-El enemigo es más fuerte de lo que tu hermano y sus camaradas se figuran, Mani, y están mucho mejor organizados que ellos. Ahora, con los desmanes que hay por toda Málaga, están poniendo a los dioses de parte de los rebeldes.
El Chafarino hablaba en el contraluz de la ventana, nimbado por una aureola que reforzaba su aire hechizado. En en el retazo de firmamento que brillaba tras él, Mani descubrió que un avión evolucionaba sobre el puerto.
-Espere un poco, ya vengo.
Salió de la cabaña. A pesar del terral, había poca gente en la playa. Los escasos bañistas, de pie en el agua, seguían también con la mirada al avión. Volaba muy alto y sin embargo podía oírse el lejano runrún. No era raro ver aviones, casi todos los días salía uno que iba a bombardear Granada; lo raro era que hiciera pasadas por encima de la ciudad. Relucieron varios chispazos, que en el primer instante le parecieron a Mani el brillo de las hélides, pero en seguida comprendió que estaban disparando contra el puerto y el centro. Se oían detonaciones amortiguadas por la distancia.
-¿Qué pasa, Mani? -preguntó el Chafarino desde la puerta del cañizo.
-Que se cumple su profecía. Un avión de los rebeldes está atacando Málaga.
Se despidió precipitadamente y corrió hacia la Goleta como el animal que acude a su querencia a la hora de la muerte, porque Paula hablaba a todas horas de que había que pasar los malos tragos juntos. En la última esquina de calle Curadero, antes de llegar a la entrada principal del convento, había un hombre apoyado contra la pared, con una pierna flexionada y el tacón del zapato enganchado en el borde del zócalo de ladrillos. Como todos los vecinos con quienes se cruzaba, miró muy sonriente a Mani; éste correspondió la sonrisa y siguió corriendo.
-Oye, papafrita -le gritó el hombre-, ¿ya no me conoces?
Mani giró la cabeza y se detuvo de golpe. La barba de varios días cubría el mentón del sujeto, su piel era tan oscura como la de un mulato y su ropa parecía la de un mendigo.
-Mira, majareta -dijo el Templao, abriéndose la camisa.
Mani contempló en el pecho descubierto el tatuaje con forma de corazón a base de nombres, el suyo entre ellos. No podía ser Guaqui el Templao, el que tenía delante era mucho más bajo. Sin aviso, el zarrapastroso le envolvió en un abrazo. Olía muy mal.
-¿Qué te ha pasao?
Guaqui arrugó el ceño.
-¿Cómo tienes la pocavergüenza de preguntarme namás que eso? Me has tenío engañao un año y ahora, que me moría de ganas de verte, me sales con majaretás.
-Es que pareces... más chico.
Aunque su ojos desbordaban pena, la boca del Templao sonrió.
-En este año, has crecío una pechá y ya somos casi iguales, por eso me miras desde otra altura que el año pasao. Ahora, mocoso de mierda, si no quieres que te parta la jeta por tantos embustes que me has escrito sobre mi Inma, tienes que ayudarme a encontrarla enseguía, puesto que dicen que tú y los tuyos sois los nuevos capitalistas de Málaga, que ya me lo veía yo venir hace un siglo.
-Déjate de chalaúras, Guaqui.
-¿Chalaúras? Y esto, ¿qué es?
Sacándolo del bolsillo de la camisa, desdobló el recorte de periódico donde se veía a Mani conducido a hombros por la multitud.
-¿Va a firmarme un autógrafo su excelencia el gusarapo?
Era verdad. El Templao había vuelto. Mani olvidó el avión y los disparos, embriagado por la oleada de alegría que le subía por el pecho.
-Hablas más ronco, Guaqui. ¿Te has escapao de la Legión?
-¡Qué va! M'han dao permiso pa que venga de veraneo, ¡no te digo yo!
Había desertado en la provincia de Cádiz, donde su batallón pasó tres días yendo de un lado a otro como si jugasen a la oca, de pueblo en pueblo: ahora aquí, vuelta para atrás, de nuevo para adelante y el Templao temblaba de ira y horror viendo cómo se comportaban los rifeños que componían el grueso de su regimiento; en cuanto conseguían apoderarse de un pueblo, violaban a todas las mujeres, jóvenes y adultas, y ancianas inclusive, y tras el placer, el saqueo.
-Los de las mehalas se llevan tó lo que pueden meterse en los bolsillos, dinero, joyas, relojes y hasta le arrancan a la gente los dientes de oro. Al que se revuelve, lo degüellan como un cochino. Yo me moría de asco, Mani, no lo podía resistir. Los que caían eran hermanos nuestros y los que los mataban eran salvajes en cuyos ojos se podía ver que nos odian a tos los cristianos, incluyendo a los que íbamos en el ejército con ellos y ni siquiera rezamos un kirie eleison. Los legionarios se fugan a montones, pero al que cogen se cae con tó el equipo; lo fusilan en el sitio sin consejo de guerra ni leches. ¿Qué quieres que te diga, Mani? Entre la rabia y el asco que me entraba, y saber que estaba tan cerca de ustedes, no lo pude aguantar. Salí una noche arrastrándome y suponte el susto que tenía, que me cagué en los pantalones. Repté más de tres kilómetros, porque aquel terreno es llano, y no como aquí, y no me atreví a ponerme de pie hasta que di con un repecho. Mira cómo tengo los brazos y las piernas. He atravesao a pie la Serranía de Ronda.
A pesar de las abundantísimas magulladuras, a Mani le costaba creer el relato. Cinco días había empleado el Templao en un recorrido que seguramente había realizado en zigzag, atenazado por el espanto de no saber si los campesinos que encontraba eran de un bando o del otro, o el riesgo imprevisible de tropezarse con el sobrino del bandolero Flores Arocha o, muchísimo peor, darse de cara con los muchos guardias civiles leales a los rebeldes que se habían echado al monte como si fueran partidas de bandoleros. Había cambiado el uniforme por su ropa a un mendigo asilvestrado que encontró en una cueva, donde se refugió a dormir una noche sin darse cuenta de que estaba ocupada; sólo al despertar al amanecer se irguió con un sobresalto a causa de sus ronquidos, que le hicieron temer que se tratara de un jabalí.
-Me da nosequé, Mani, porque viéndolo vestío de legionario, al infeliz le habrán cortao el pescuezo. Pero yo, ni siquiera con estos andrajos me sentía seguro, por el pelao y el tatuaje. Menos mal que he conseguío esta madrugá que me traigan desde Alozaina en una camioneta. Mani, no me vas a dar la patá ahora, ¿verdad?
-¿Qué quieres decir, Guaqui?
-Ahora que tu familia ha subío tanto, ¿no te dará cosa de andar conmigo?
-¡Tú estás chalao perdío y en tu casa no lo saben! ¿Tienes otra ropa?
-¡Qué va! Mi madre achicó pa mis hermanos toa la que dejé.
Mani reflexionó un instante. Habían parado de oirse el avión y los disparos, ya no parecía tan urgente correr junto a Paula ni, seguramente, esperaba ella que lo hiciera. Quedaba pendiente la arenga de Paco que tenía que espiar.
-Vamos a mi corralón -resolvió-, tira estos guiñapos piojosos y échate lo menos cincuenta baldes de agua por encima, mientras busco algo de mis hermanos que puedas ponerte. En cuanto estés listo, nos iremos al cuartel de La Trinidad, a comer rancho con el Paco, que va a dar un discurso, a ver si conseguimos que mande indagar por la Inma, ¿vale?
Llegados al convento-cuartel, sorprendió a Mani encontrar a su hermano vestido con lo que parecía un uniforme a pesar de su heterogeneidad, gorra de plato con entorchados inclusive. Sintió ganas de burlarse, pero advirtió a tiempo en la expresión de Paco que no había lugar para las bromas ni para las risas. Tras un somero relato de la deserción que escuchó con mucho interés, Paco dijo al Templao:
-Debes presentarte mañana mismo en el centro de reclutamiento, Guaqui. Tienes que decirle al teniente Heredia que vas de mi parte y le cuentas tó lo que recuerdes de tu regimiento y demás.
A Mani le asombró lo cohibido que su amigo parecía frente a su hermano. Para sacudirse el desagrado que ello le causaba, preguntó:
-Paco, ¿de qué vas vestío?
-Me han nombrao comandante de milicias.
-¿Comandante, con veintitrés años?
-Cosa de la guerra.
¿Qué guerra?
-Estamos en guerra, Mani, ¿es que desde que te cargaste al tío ése te ciega la vanidad y no te das cuenta de lo que pasa? ¿No sentiste el avión esta mañana?
Avergonzado, Mani ignoró las preguntas y se abstrajo en el examen del cuartel. El edificio se alzaba en una colina que dominaba un amplio distrito de barrios obreros. De cuando era un convento de frailes, conservaba al lado la graciosa torre de la iglesia y, en el interior, los laboriosos artesonados mudéjares, opacado su brillo por el paso de los siglos y por la espartana desafección militar hacia las cosas hermosas. Los soldados holgaban desparramados en el patio, apoyados contra las columnas de mármol blanco del claustro o sentados en el bordillo entre el patio y las galerías, a cuya sombra habían instalado grandes mesas para lo que parecía que iba a ser un rancho especial. Había pocos oficiales y los soldados eran, por las trazas variopintas, milicianos en su mayoría, jóvenes imberbes casi todos que trataban a Paco tan linsojeramente, que hacían que Mani se impacientase. A pesar de su pose de humildad, detectaba sarcasmo en los ojos del Templao.
Tras la comida, dos hombres que aparentaban haber escondido las corbatas para ostentar la impostura de sus falsos atuendos proletarios, hablaron brevemente a los milicianos en un preámbulo para la presentación de Paco:
-¿Habéis escuchao nombrar a ese chavea prodigioso que todos llaman ya "el vengador de los pobres"? -se produjo una ovación y Mani se encogió, con verdaderas ansias de que se lo tragase la Tierra-. Pues el que va a hablaros ahora, el comandante de Milicias camarada Francisco Rodríguez Robles del Altozano, es su hermano....
Dedicaron flores generosísimas a los méritos retóricos de Paco: "por toda Andalucía ya es una leyenda" y cuando lo convocaron, Mani siguió a su hermano con la mirada, desde el asiento junto a la mesa hasta el estrado, preguntándose cómo iba a ser capaz de hablar sin tartamudear a un auditorio tan grande. Jamás lo había acompañado a uno de sus numerosos mítines por los pueblos y, por ello, Paco se transformó ante sus ojos en un desconocido aclamado con delirio por la multitud:
"Miles de malagueños, espontáneamente y sin preparación militar, sólo con la orientación de unos pocos guardias de Asalto, han conseguío vencer a los veteranísimos rebeldes y sus chulerías de borrachos en La Roda, en San Roque, en Puente Genil y en Loja. ¡Y son simples obreros, lo mismo que sois ustedes, con uniforme o sin él! Su victoria es el triunfo de la fe en la verdad que defienden, porque cuando la verdad y la justicia están de nuestra parte no hay tanques ni cañones que puedan detenernos... -la ovación atronadora obligó a Paco a realizar una pausa-. No escuchéis las mentiras de las radios enemigas; ni vienen a imponer orden ni traen el progreso. ¿Orden y progreso es consentir a las mehalas que violen a nuestras mujeres y masacren a nuestros viejos pa robarles sus miserias? Los rebeldes no apresan a la gente, sino que la fusilan. Nosotros, los republicanos, sí hacemos prisioneros y los tratamos como mandan las normas internacionales, pero ellos... llenan de plomo las entrañas del pueblo y trazan por toa Andalucía senderos del martirio de la clase obrera. Los que sois soldados veteranos desde antes de la revuelta, tenéis que haceros los sordos ante vuestros propios mandos. Debéis denunciar a todo oficial o suboficial que os dé una orden que represente la menor connivencia con los rebeldes. ¡Desoidlos y denunciadlos! Vuestro lugar está junto a los obreros que llegan en masa al cuartel dispuestos a defender con coraje y honor la dignidad de nuestra patria. Entrenadlos y marchad hombro con hombro con vuestros hermanos obreros... que se enteren esos generales canallas de que estamos dispuestos a morir, pa no tener que vivir humillaos"
-Joé, Mani, tú has cambiao, pero ése ya no es tu hermano -murmuró el Templao haciéndose oír bajo las aclamaciones dedicadas a Paco.
-¿Te asombras? Po lo que es yo, alucino.
-Date cuenta de cómo le hacen la pelota. ¡A que, de aquí a ná, vemos a tu Paco de presidente del gobierno!
-¡No te pases, Guaqui! Mira. Esos cuatro coroneles que han llegao ahora no son tan pelotilleros. Parece que le traen un informe.
En el centro del grupo de aclamadores que seguían dándole palmadas en la espalda y los hombros, Paco alzó la vista de uno de los papeles garapateados que acababa de entregarle un coronel y miró fijamente a Mani, como si quisiera transmitirle algo. Se apartó de quienes insistían en continuar vitoreándolo y permaneció unos minutos entre los recién llegados, escuchando sus comentarios con expresión muy grave. Tras varios asentimientos, se acercó a su hermano y el Templao.
-Venid conmigo -dijo desoyendo sus preguntas, y les precedió hasta la calle.
-¿Pasa algo malo, Paco? -preguntó Mani una vez que estuvieron fuera del cuartel.
-Según. Entre Pinto y Valdemoro.
-¿Qué te decían los coroneles?
-Son coroneles de pacotilla, Mani, si no, no me hablarían a mí con tantísimo pelotilleo. El día de la revuelta, hubo un montón de sargentos que se autoproclamaron coroneles, porque hay mucho chiflao suelto por Málaga. Por suerte, hemos conseguío colocar al frente del ejército a uno de verdad, el coronel Romero Bassart, pero a esos tíos les toleramos que sigan creyéndoselo, aunque no les dejamos que hagan más labores que las de correveidile, y para de contar. Venían entusiasmaos a contestarme lo que les mandé preguntar hace un rato sobre el avión que ha estao disparando contra el puerto; esos majaretas han llegao mu contentos diciéndome que se habían estrellao tos los aviones que Italia les ha mandao a los rebeldes a Melilla. Pero resulta que no, que por lo que dice este cable, sólo se han estrellao tres de los doce que Mussolini les ha regalao a los fascistas traidores, y ahora les quedan nueve a esos hijoputas pa tratar de arrasar Málaga, y uno de ellos es el que nos atacó esta mañana. Escuchad, me mandan ir al gobierno civil, porque va a tomar posesión el nuevo gobernador, Francisco Rodríguez, pero vosotros tenéis que ir a esta dirección -les entregó un papel, escrito con letra apresurada-, porque también me han informao sobre la averiguación que ordené hace una semana, visto que mamá no me deja ni a sol ni a sombra. Id a ver si estos detenidos son Gustavo el Granaíno y su familia.
Mani se quedó clavado en el sitio, rezagado de su hermano y el Templao. En sus sienes, la sangre alborotada latía con una mezcla de júbilo, pensando en Miguel, y consternación a causa de la presencia de Guaqui. Paco giró la cabeza y le conminó a que se apresurara.
-No hay seguridad de que sean ellos, Mani, pero por si lo fueran, toma mi carné y le dices al jefe del puesto que te entregue a la Angustias. Y tú, Guaqui, chitón. No se te ocurra ni abrir la boca delante del Serafín.
Llegados al retén miliciano, el comandante del puesto, un betunero que Mani había visto muchas veces abrillantando los zapatos de los ancianos repantingados a las puertas del Círculo Mercantil, desdeñó el carné de Paco que Mani le mostró, mientras exclamaba:
-¡Tú eres el "vengador de los pobres"! Ven aquí, camarada, que quiero tener el honor de darte un abrazo, pa poder contárselo a mis niños.
-Tengo que reconocer a unos prisioneros... -dijo Mani, con mucha incomodidad y tratando de desasirse del abrazo.
-Ya me daba a mí en los cuernos que venías por eso -hizo una señal a los dos milicianos apostados a la entrada, dos imberbes que abultaban menos que sus armas-. Hala, camarada, entra con estos dos al calabozo, mira si son los que tu hermano quería encontrar y llévatelos, cárgatelos o haz con ellos lo que te salga de los huevos. Los hemos pillao escondíos en la sacristía de la capilla del convento de las Hermanitas de los Pobres que, por lo visto, la mujer tiene allí una hermana monja. Suponte tú: mantenían a la muchacha amarrá a un reclinatorio, los mu hijoputas.
Gustavo el Granaíno se encontraba derrumbado en una banqueta, con la cabeza y el hombro izquierdo apoyados en la pared y tapándose la cara con las manos. Bernarda le estaba zahiriendo con lo que, antes entrar Mani, Guaqui y los dos milicianos, debía de haber sido una filípica de las suyas. Al reconocerles, Serafín, con expresión demudada, se volvió de espaldas. Angustias dio un salto y tendió los brazos hacia Mani a través de los barrotes. Él se limitó a estrecharle una mano y ordenó:
-Abrirle la reja a ésta, namás. Los otros, que se pudran.
Angustias dudó un momento, pero miró a sus padres como si les pidiera disculpas con tibieza no muy convincente y salió jubilosa a abrazar a su cuñado, como si éste fuera agua en un desierto.
Se apresuraron con dirección a La Goleta, donde, en medio de un corro de monjas, alborotadas, Miguel pareció a punto de sumergirse en la locura mientras abrazaba a su mujer, con sus copiosas lágrimas, ahora de éxtasis, y sus temblores convulsos y sus gritos. Angustias lloraba, feliz pero escondiendo, evidentemente, cierta preocupación. Paula, muy seria, no paraba de escrutarla.
-¿Qué sabes de tu familia, Angustias?
-Estábamos presos los cuatro.
-¿Y sólo te han dejao salir a ti?
Angustias miró a Mani de reojo encogiéndose de hombros. Paula entendió el sentido de la mirada y preguntó a su hijo:
-A ver, Mani, ¿quieres explicarme lo que pasa?
-Ná, mamá, que los han encontrao por orden del Paco, y que, po que... como habían tenío a la Angustias amarrá y tó eso, lo del secuestro y tó el percal, po que yo no...
-O sea, cabeza de chorlito, que has dejao a la familia de tu cuñá a pique de que les den el paseíllo... ¡serás inconsciente! ¡Qué mala pata, que pa ver al Paco haya que echar una instancia y el Antonio, como siempre, perdío! Venga, andando de bulla, no sea que lleguemos tarde. Coger las armas y venid tós, menos tú, Ricardo.
Paula salió apresuradamente de La Goleta, seguida de Mani, Miguel, Ana, Angustias y el Templao. No tuvieron que hacer uso de las armas porque continuaba al frente del retén el comandante limpiabotas, que, mirando tiernamente a Mani, comentó: "Ya lo veía yo venir. Menos mal que te los llevas porque, pa ellos, de comer, nanay. Enseguía te consigo una escolta, camarada". Volvieron al convento una hora más tarde, con el barbero, su mujer y su hijo escoltados por cuatro guardias de Asalto, que dijeron a Paula al despedirse:
-Señora, la hacemos a usted responsable de que los prisioneros no salgan del convento bajo ninguna circunstancia.
-Éstos no son prisioneros -dijo Paula alzando el cuello, desafiante-. Son familia nuestra y si no tienen que salir porque no quieran, no saldrán, pero si les da la gana de salir, saldrán.
Uno de los guardias sonrió muy levemente y dijo:
-Bueno, señora, entonces, tendremos que hacer responsable a su hijo Manuel, que aunque sea tan... lo adora toa Málaga. ¿Estás de acuerdo?
Mani rehuyó los ojos de su madre para asentir con un gesto leve, y luego se arrepintió toda la noche de ese gesto, puesto que Paula evitaba mirarle y no le dirigió la palabra más que una vez, en susurros, durante la cena:
-A ver si eres tan gallito pa encontrar a la de los barcos.
La presencia del Templao colmó la plenitud de aquellos días. En el centro de reclutamiento lo mantuvieron dos días sometido a un interrogatorio exhaustivo, a cargo de muchos y diferentes oficiales que querían saber hasta cómo calzaban los rebeldes, pero, finalmente, Paco decidió que no se enrolase "porque vas a hacer más falta aquí, en Málaga, que no abundan los hombres capaces de enseñar a disparar un fusil". A Mani le alegraba hacerle partícipe de las prebendas que caían sobre su familia, pero Guaqui iba volviéndose día a día más taciturno. El poder de Paco no alcanzaba para descubrir el paradero de Inma y cuando Angustias o Ana sugerían la posibilidad de que hubiera muerto, se echaba a llorar. Ahora que Mani se habían librado del fastidioso llanto de Miguel, que por fin luchaba en la provincia de Granada, el de Guaqui era una incomodidad añadida, puesto que tenía que hacer juegos malabares para evitar que su amigo y Serafín se vieran las caras. Para impedirlo, a veces cogía provisiones y comía aparte con Guaqui, en la playa, ya que Paula había incluído al barbero y los suyos en el grupo familiar y comían en la misma mesa del refectorio.
Pocos días más tarde, Paco fue designado Jefe Provincial de Abastos. Una de sus primeras decisiones fue colocar a Mani al mando de un camión que habría de encargarse del abastecimiento de La Goleta y el Hospital Civil. Realizó el nombramiento de Mani, y el del Templao como su ayudante, con una solemnidad y unos formulismos que a su hermano le obligaron a contener la risa.
Entrar constantamente en La Goleta con el Templao le parecía a Mani menos arriesgado que ignorar lo que hacía sin poder controlarlo, y por eso había exigido a Paco que lo incluyera en el pelotón de transporte, pero cada vez que descargaban el camión y trasladaban las cajas a lo largo del pasillo que discurría entre una puerta lateral, en el Molinillo, y las cocinas, rezaba mentalmente para que a Serafín no le diera por aparecer, lo que era harto improbable, ya que, según Paula, el hermano de Angustias pasaba casi todo el tiempo en la azotea, mirando el cielo como un alucinado. De todos modos, hacía votos porque permaneciera en su retiro y en su arrebato y no se le ocurriera bajar a provocar al Templao.
Antonio iba a poco al convento, sólo lo veían de noche porque pasaba todo el día en el hospital, de cuya protección le había hecho cargo Paco, y éste comía casi siempre en su despacho, pero Paula les exigió a los dos que los domingos almorzaran en familia, sin admitir réplica. Se reunían todos, pues, a comer los domingos sin más ausencia que Miguel, a quien Paco había forzado a sumarse al frente de Granada "ya que al Ricardo no hay quien lo convenza y no sería decente que ninguno de los cinco hermanos luche". Almorzaban después de la celebración de la misa, a la que acudían algunos vecinos de edad provecta, con mucha discreción aunque todos en el barrio estaban a cabo de la calle. Pero no había fiestas de guardar para el equipo de abastos, porque los alimentos escaseaban y había que surtir las desepensas en cuanto encontraban algo que repartir. Estaban descargando el camión el Templao y los otros dos jóvenes que formaban el pelotón, bajo el mando de Mani, a quien el Templao no le permitía cargar más que lo indispensable "por la costilla que te partieron"; la carga no era abundante ni variada, pero las monjas sabían hacer milagros.
-Va a empezar la santa misa -les dijo la superiora-. Por favor, Manuel, nos gustaría mucho que nos hicieras la gracia de participar. Y tú también, Joaquín.
Para sorpresa de Mani, el Templao se mostró muy interesado por la propuesta y siguió inmediatamente a la monja. Suponiendo cuál era el objeto de su interés, fue tras ellos acariciando su arma, dispuesto a encañonar a su amigo para disuadirle de lo que se propusiera, pero cuando cruzaban el patio de La Milagrosa, llegaron por la entrada principal Paco y Antonio.
-Nos gustaría que vengas a misa, Francisco -pidió tímidamente la monja.
-Lo siento, señora. Dado que usted ha convencío con tanta facilidad a mi hermano y al Guaqui -comentó Paco con severidad-, alguien tendrá que vigilar a los otros dos del pelotón, no sea que se escapen con el camión y los víveres.
Era la tercera vez que Mani veía a su hermano rechazar el sillón de autoridades que las monjas habían dispuesto para él a la derecha del altar mayor.
-¿Y tú, Antonio, por qué no te sientas con tu mujer?
-No, madre. Gracias a Dios, yo soy ateo.
-¡Ah!, ¿sí? -la superiora sonrió disimuladamente.
Antonio no entendió la sonrisa de la monja, pero afirmó:
-Si algún día viniera uno diciéndome que quiere lavarme los pies y descubro que es Jesucristo, iba a tener que darme una pechá de explicaciones.
La cara de la superiora enrojeció. Por encima de su cabeza, Mani observó que Serafín les miraba desde la galería del primer, con una expresión de terror absoluto. De reojo, comprobó que el Templao se hallaba en una posición desde la que sólo podría ver al hermano de Angustias si giraba la cabeza. Le agarró del brazo y le empujó de prisa hacia la capilla, en la dirección opuesta.
Aunque le desagradaba el olor de la cera, le gustaban los cánticos del coro. Lo formaban algunas monjas, pero casi todas sus integrantes eran jóvenes internas, que, cuando él se volvía a mirarlas, sonreían a Mani con sugerencias y promesas en la mirada, lo que le permitía sacudirse el aburrimiento de la ceremonia. Se hallaba el sacerdote en pleno ofertorio; Ricardo, que oficiaba de monaguillo, tenía las manos juntas y la cabeza baja. En ese instante, irrumpió Paco en la capilla; recorrió el pasillo central a grandes zancadas y se volvió de cara a la concurrencia en el altar mayor.
-Salgan inmediatamente. Tú, Ricardo, apaga las velas y llévate al cura a la sacristía. Tós ustedes salgan con naturalidad; hermanas, váyanse rápido a la comunidad y pónganse a bordar o algo así. Los que no vivan en el convento, que vayan al patio de Lourdes, donde deben improvisar juegos de cartas o de dominó, o lo que sea. Las internas, que vuelvan a sus dormitorios y hagan como que están arreglando sus camas. Mani y Guaqui, ir con mamá a la cocina y hacer como que sois sus pinches.
Nadie discutió las órdenes, pero Mani, obsesionado con el huésped de la azotea, se rezagó en el cruce hacia la cocina y se acercó a Paco.
-Mani, ¿no has oído lo que he dicho?
-Namás quiero saber si es necesario que haga algo.
-Vete a la cocina, Mani.
Paco se fue corriendo a la sacristía y Mani aprovechó que no le miraba para subir las escaleras; se apostó en la galería del primer piso, junto a los ventanales de la capilla, porque era el lugar donde había visto a Serafín y estaba seguro de que no había bajado al patio. Estando él en ese lugar, al hermano de Angustias no le daría por abandonar su azotea.
-Mani -le dijo una monja desde una ventana del segundo piso, el único espacio que a él y a su familia les estaba vedado por ser el sancta sanctorum de la comunidad-; estás desobedeciendo a Francisco, y eso es pecado.
Desdeñando a la monja con una mueca, se ocultó en un recodo de la galería cubierta; al instante, vio que un grupo de más de cincuenta milicianos entraba en la capilla precedido por Antonio. Volvió atrás con objeto de espiar desde el coro, accesible por la balconada.
-Aquí huele a humo de velas -dijo uno de los milicianos.
-¿Qué quieres, compañero, que huela a pescao? -bromeó Antonio.
Mani se dio cuenta de que su hermano mayor estaba entreteniéndolos, mientras Paco y Ricardo salían de la sacristía por una estrecha puerta que daba a otro patio posterior; empujaban al cura, ahora casi irreconocible porque le habían obligado a ponerse ropa llena de remiendos y le habían cubierto la cabeza con una boina. Pero si a uno de los milicianos le daba por mandar descubrirse a los hombres que fingían jugar en el patio de Lourdes, descubrirían la tonsura.
Antonio discutía con los milicianos:
-No tenéis jurisdicción. Ésta es una legación extranjera que está bajo la autoridad del camarada don Francisco Rodríguez Robles del Altozano.
-Nosotros somos unos mandaos, camarada. Tenemos orden, ¿ves? -le mostró un papel escrito a mano-. Han denunciao que aquí hay un cura que protege a una pechá de fascistas armaos hasta los tuétanos.
-Dejaros de cachondeíto, muchachos. ¿Fascistas armaos bajo la protección del comandante Robles del Altozano?; vamos, anda.
Las galerías del primer piso se comunicaban entre sí a través de los cinco grandes patios. Mani fue siguiendo las evoluciones de unos y otros. Paco había improvisado con tino: mientras Antonio se mostraba, aparentemente, muy colaborador con los milicianos y fingía ayudarles en el registro conduciéndoles de aula en aula y de patio en patio, Paco iba llevando al sacerdote detrás, a los lugares que ya habían revisado, junto con un grupo de los vecinos más ancianos, y Mani no tuvo que preguntarse el porqué de tantas precauciones, puesto que todos sabían en la ciudad que el camino de las Pellejeras, un hermoso paraje cercano al seminario, amanecía a diario con hileras de curas fusilados. Ricardo se alejaba de ellos continuamente y volvía con información del camino que seguían los milicianos, porque el convento era un dédalo de revueltas y recovecos. De regreso al patio de La Milagrosa, los milicianos se detuvieron ante la estatua de la Virgen. No disimulaban su decepción.
-Ya que estamos aquí -dijo el que les capitaneaba-, vamos a cargarnos ese ídolo.
-Alto ahí -exclamó Antonio-. Ésta es una legación extranjera y está bajo la protección de la familia Robles del Altozano en pleno. ¿No querréis meteros en un fregao con mi hermano Paco, que es vuestro comandante de ustedes, ni meter al gobierno en un conflicto diplomático?
Mani recordó la mano de madera de aquel Niño Jesús, rescatada de algún incendio de 1931. Le hizo gracia que su hermano Antonio defendiera una imagen religiosa.
-Entonces -dijo el capitán-, ¡que muera Dios!
-¡Muera! -corearon todos.
-Salud, compañeros -los despidió Antonio con el puño en alto.
-¿Dónde se esconde ése? -preguntó El Templao al oído de Mani, sobresaltándolo.
Éste se dio cuenta de que, en vez de ir a la cocina con Paula, había permanecido todo el tiempo a pocos metros de él, sin descubrirse. Admiró su capacidad de camuflaje, producto del año pasado en la Legión.
-Guaqui, a Serafín ya le diste su merecío. Si lo llaman "el único", porque sólo tiene un huevo, tú eres el responsable. Le cobraste lo que hizo.
-¡Y una mierda pinchá en un palo, no ha pagao ni la décima parte de la cuenta! Con un huevo o con dos, él está aquí, tan campante, y mi hermana, Dios sabrá lo que el angelito estará pasando. Le tengo que sacar con sangre el sitio donde tienen escondía a la Inma.
-Por favor, Guaqui, olvídate del Serafín. Ahora no es conveniente que sigamos en esa guerra, porque tenemos encima otra mucho más grande; mi madre es una fiera defendiendo a la familia y, por si no te has dao cuenta, ella está empeñá en que miremos al barbero y los suyos como si fueran familia nuestra. Y, además, joé, que a la Inma no la vamos a encontrar porque te pongas a hacer más barbaridades.
-Debería caérsete la cara de vergüenza saliendo en defensa de un bicharraco asqueroso como ése.
-El Chafarino tiene razón. Perdemos el tiempo discutiendo por lo que son tonterías y no nos ocupamos de lo importante, que es echar a los rebeldes al mar.
-¿Eso es tó lo que sabes hacer, repetir como un loro lo que dice el Chafarino? Mírame a la cara, Mani, joé; no pongas ese gesto de patricio romano, que no eres más que un meón que no tienes dos guantás. Escúchame bien: el Serafín es un fascista enloquecío que no va a parar hasta hacer tó el daño que pueda; habéis metío al enemigo en casa.
El Templao se apartó de su amigo con el mentón erguido, cogió del camión la ración que le correspondía para su madre y sus diez hermanos y se fue del convento con claro despecho, sin acabar el reparto. Viéndolo marcharse, Mani se preguntó qué podía hacer para arreglar las cosas sin agravar la situación de ninguna de las partes ni incurrir en desacato de las disposiciones pacificadoras de Paula.
El aislamiento de Serafín en la azotea se volvió mucho más numantino tras el registo de los milicianos. Pero Mani estaba arrebatado por la responsabilidad del camión de reparto, con el que cada día había menos que repartir; la preocupación por el hundimiento anímico del Templao constituía una rémora que no se podía permitir, y por lo tanto olvidó durante semanas la necesidad de encontrar solución.
Paco parecía haber olvidado que era su hermano, ya que le trataba con iguales exigencias y la misma progresiva impaciencia que a todos los demás responsables de camiones, el más joven de los cuales doblaba la edad de Mani.
Aguantaba, sin embargo, con entereza las diatribas del Templao, la impaciencia impotente de Paco ante la tarea cada día más difícil de asegurar los abastecimientos de Málaga, los suspiros de Angustias cuando le rogaba que influyese en Paco para que Migual volviera del frente de Granada, y el distanciamiento de Paula, a quien le desagradaban de modo insuperable las poses de rufián que afectaba el menor de sus hijos, con la pistola en la mano, cuando la gente del barrio llegaba en masa hasta el camión tratando de asaltarlo. Lo que, en cambio, no era del todo capaz de aguantar Mani eran los antojos y veleidades de Ana a causa del embarazo. Como siempre surtía La Goleta antes que al Hospital Civil, dado que la carga de éste era mucho mayor, cada dos por tres se le acercaba Ana con el encargo de remedios para sus mareos, que debía transmitirle a Antonio. Éste, aunque teóricamente al mando del hospital, en realidad se ocupaba tan sólo del mantenimiento del orden según su particular manera de entender ese concepto, pues su actividad fundamental consistía en cribar a quienes llegaban al hospital, los heridos especialmente, en busca de gente sospechosa de simpatizar con la rebelión.
-Mani, por Dios -le suplicó Ana como casi todos los días, con ademán trágico-, dile al Antonio que el médico me recete algo, porque la comida me dura en la barriga menos que el tren en Campanillas.
Cuando el camión paró junto al hospital, preguntó por Antonio para transmitirle el encargo y le dijeron que se hallaba muy lejos en el complicado conjunto de edificios y tendría que abandonar demasiado rato el mando. El Templao le pidió la pistola, diciendo que él podía controlar la descarga solo, petición que hacía con mucha frecuencia últimamente sin que Mani hallara sospechosa su generosidad, pero se negó a prestársela porque no podía evitar sentir una aprensión muy profunda en las dependencias hospitalarias, vigiladas tan fieramente por los milicianos, muchos de los cuales habían encontrado en los laboratorios y farmacias del hospital sustitutos para la escasez de cigarrillos y vino, y estaba convencido de que ser hermano del jefe no le salvaría de sus arbitrariedades. Tras muchas vueltas y revueltas a través del impresionante desorden que reinaba por todos lados, con multitudes de heridos tendidos por los suelos en los pasillos y galerías bajo nubes de moscas, localizó a Antonio entre un grupo de milicianos y familiares de enfermos; estaba furioso y no paraba de alzar los puños. Gritaba atropelladamente, entre ahogos:
-Dicen que los granaínos ricos lo despreciaban por maricón, pero la verdad es que los fascistas lo odiaban a muerte porque lo consideraban un traidor a su clase. Y al cargárselo esas sabandijas cobardes, han asesinao a uno de los mejores poetas de la historia de España. Tenían indigestao que hubiera sacao el teatro de sus santuarios doraos para llevarlo por los pueblos, pa el pueblo. Lo vengaremos. ¡Viva García Lorca!
-¡Viva! -corearon todos, mientras Mani jalaba del codo de su hermano.
-Antonio, la Ana dice que no puede ni comer. Que hables con un médico.
-Dile que no me rompa tanto las pelotas.
-Dame alguna cosa pa ella, joé, que cuando vuelva estará histérica.
-¡Eh, tú! -Antonio llamó a voces a un médico que pasaba por la galería de enfrente, el doctor Gálvez Ginachero que había atendido a Angustias cuando el aborto-. ¿Qué tengo que darle a mi mujer pa que no me fastidie con la preñaúra y los vómitos?
El modo de abordarle Antonio había ofendido al doctor de figura venerable, pero Mani advirtió que hacía de tripas corazón, le decía con un gesto que esperase y, unos minutos más tarde, la enfermera que le acompañaba llegó al punto donde se encontraban, portando una caja de medicamentos que entregó a su hermano.
-Mani -masculló Antonio-, dile de mi parte a la Ana que como siga reventándome los huevos, le voy a poder el culo como un cristo. ¡Me cago en la Virgen!
Mani sintió rubor a causa de la mirada entre acerada y temerosa del médico, en la galería de enfrente, la expresión neutra pero obviamente ingrata de la enfermera y, sobre todo, por la insolencia de su hermano. Inició el retorno hacia el lateral donde le aguardaba el camión, sorteando a los heridos echados en el suelo bajo la crudeza de la luz solar de media mañana, que entraba libre a través de los ventanales, cuyas cortinas blancas habían descuartizado en vendas. A pesar de tanta ventilación, flotaba un olor muy desagradable a sudor, orines, desinfectante y putrefacción, y causaba angustia la aflicción desoladora de los enfermos. Sus expresiones constituían libros enteros de lo que estaba ocurriendo con sus vidas.
-Mani -oyó que le llamaba una voz débil y carrasposa.
Las piernas se le echaron a temblar. Primero sintió alegría, pero, en seguida, consternación al reconocer a Elena Viana-Cárdenas James-Grey. Tenía el pelo desgreñado y mucho más blanco de lo que recordaba, un apósito muy sucio le cubría la sien izquierda y gran parte de la frente, y parecía mucho más vieja que la última vez que la vio. Sus hermosos ojos carecían de fulgor encima de las bolsas violáceas e inflamadas en que se habían convertido sus párpados inferiores. Tenía el brazo izquierdo sujeto al pecho por un vendaje mugriento, del que sólo emergía libre la mano. Cuando visitaba su casa en tiempos que ahora le parecían muy remotos, alguna vez se había despedido con un beso. Ahora, se abrazó a ella con un entusiasmo que no pudo contener.
-Huy, quita, Manuel, que no sé si te conviene tocarme. Tengo que estar medio podrida.
-¿Qué tiene usted?
-No lo sé con seguridad; me parece que una costilla rota, o dos. Debo de haber tenido conmoción cerebral a causa de uno de los golpes, porque no recuerdo cómo he llegado hasta aquí. ¿A qué estamos hoy?
Mani tuvo que hacer un esfuerzo de memoria y cuando le dijo la fecha, no estaba seguro de que fuese la correcta. Iba a preguntarle si había sobrevivido alguien de su familia, pero se dio cuenta a tiempo de la inoportunidad.
-Aquella noche oí tu llamada -relató Elena-, pero puedes figurarte lo asustados que estábamos. Por eso no te respondí. Cuando llegó la turba, te vi encarmado en la pilastra, y como mi yerno y mis nietos empezaron a disparar, temí que te mataran. Forcejeé con Alonso diciéndole que tuviera cuidado de no herirte, pero él estaba como loco, imagina; me gritó que yo había perdido la razón porque venían a matarnos y teníamos que luchar. Durante el forcejeo, perdí el equilibrio y caí escaleras abajo. Ya no sé nada más, no he vuelto a estar consciente hasta esta madrugada.
Acarició la cabeza de Mani y añadió:
-¿Cuántos años he pasado inconsciente?, porque te has convertido en un hombre del todo. Por tu expresión parece que tuvieras cuarenta años y, Virgen santísima, cómo brilla tu pelo. Cada vez te pareces más a tu abuelo.
Mani consideró que desvariaba, igual que el día que la conoció.
-Escucha, Mani; no he abierto la boca desde que me desperté, porque tengo muchísimo miedo de que esta gente se entere de quién soy. ¿Podrás ir a mi casa a pedirles a los míos que vengan?
No tenía la menor sospecha de lo ocurrido después de su caída. Mani se preguntó qué milagro la habría salvado; tal vez, lo prematuro de su lesión que, al producirse muchos minutos antes del asalto, acaso diera tiempo a que alguna criada la sacara de la casa por la puerta trasera de la verja, para conducirla a un puesto de socorro. Ahora, él tenía que llevársela inmediatamente del hospital.
No podía pedir ayuda a Antonio, que se alegraría muchísimo de apoderarse de "la chupasangre más grande de Málaga", sin imaginar que toda la familia había sobrevivido un año largo gracias a ella ni recordar que había salvado la vida de Miguel y que había algo entre ella y Paula que, aunque no supieran lo que era, tenía que ser muy importante. Tampoco se atrevía a pedirle ayuda al Templao, porque estaba convencido de que rehusaría arriesgarse para salvar a quien tanto maldecían los trabajadores del puerto. Confiaba en que le ayudaría a posteriori, cuando se hubiera consumado el rescate, pero no antes, cuando existía la posibilidad de tener que enfrentarse a los milicianos. Debía hacerlo solo.
-Espere un ratillo, doña Elena. No abra usted la boca por ná; vuelvo enseguía.
No tardó en encontrar un pequeño cuarto repleto de lo que buscaba. Se estaba poniendo una bata blanca de médico, que tenía una mancha enorme de sangre a la altura del vientre, cuando escuchó las sirenas que ya avisaban a diario de la llegada de los nueve aviones. Aguzó el oído a ver si las bombas sonaban cerca, pero los pilotos parecían tener orden de no atacar el hospital, cuyos edificios formaban un extenso conjunto muy característico y claramente distinguible desde el aire. Suponiendo que no había peligro, cogió vendas y esparadrapos en abundancia y la silla de ruedas con la que trasladaban a los enfermos imposibilitados. Volvió junto a Elena, que protestó mientras le cubría la cara casi completamente de apósitos.
-¿Qué haces?
-Por favor, doña Elena; no abra usted la boca hasta que yo no se lo diga.
La ayudó a incorporarse aunque ella parecía sentir aprensión a contaminarlo de algo y consiguió sin dificultad acomodarla en la silla, porque Elena se había vuelto ligera como un pájaro. Mani compuso una pose que prentedía ser altiva, como la de cualquier médico, y emprendió la marcha tan rápidamente como se lo permitían las colchonetas desparramadas por todas partes. Cada vez que se cruzaba con el personal sanitario, notaba las miradas supicaces hacia su figura adolescente tan disonante de la profesión que trataba de simular, y entonces se acariciaba el costado donde abultaba ostentosamente la pistola; en cambio, las veces que se cruzó con milicianos consiguió pasar inadvertido. Por fortuna, Antonio debía de estar tratando de averiguar si había daños por el bombardeo y no se tropezó con él en ninguno de los larguísimos y concurridos pasillos y escaleras que tuvo que recorrer, a veces cargando la silla con su ocupante.
Había un gran revuelo en el vestíbulo, lo que podía facilitarle la salida sin que ningún miliciano se fijara en él ni en Elena. Aunque miró distraídamente y sin interés, supo lo que había originado el alboroto porque reconoció los ojos ansiosos del herido recostado en una camilla, a quien acababan de llevar en busca de atención médica para ocupar inmediatamente el centro de todos los puntos de mira de las armas. Se trataba de un periodista famoso que había tenido gran predicamento entre las clases acomodadas durante dos meses, por sus diatribas contra Azaña y el gobierno instaurado en mayo. Mani conocía solamente su apodo, "el Lince de los Ojos Verdes". Una vez que los milicianos comprobaron que era él, en efecto, y no otro que se le pareciera, se ensañaron a fondo; fueron varias ráfagas de ametralladoras e incontables disparos de fusil, tras los cuales lo que reposaba en la camilla parecía un informe amasijo de despojos de un matadero. Mani oyó el aterrorizado lamento involuntario de Elena, temió que un comentario o una exclamación la delatase y, abandonando toda cautela, echó a correr en busca del camión.
Para su propia sorpresa, no se sintió lo bastante confiado como para desvelar al Templao quién era la herida hasta que no estuviera a salvo en La Goleta, y tanto él como los otros dos lo ayudaron a aupar la silla a la caja de la camioneta sin preguntarle, porque notaron que no estaba dispuesto a contestar. Sin embargo, detectó en los ojos de Guaqui que sabía sin ninguna duda quién era la anciana.
Por la reacción de Paula, comprobó Mani que había actuado correctamente; abrazó a la anciana con alegría verdadera y se mostró indignada por su desaseo. Las monjas, más aprensivas, descubrieron inmediatamente que padecía sarna, lo que ocasionó que la desterraran, con mucha impaciencia e indisimulada repugnancia, a uno de los cuartitos de la azotea que servían de almacenes para los cacharros del lavado de ropa. Paula se encerró con ella, sin permitir que nadie más la tocase, en una operación que repitió a partir de entonces todas las madrugadas; primero aseaba a Elena meticulosamente y, luego, antes de aproximarse a nadie, ella también se bañaba a fondo restregándose todo el cuerpo con un estropajo de esparto y el áspero jabón verde. Finalmente, tendía toda la ropa, la de las dos, bajo el radiante sol de la mañana, sin dobleces ni pliegues, de manera que el parásito no pudiera sobrevivir.
Por el rescate de Elena, tuvo Mani que enfrentarse a un problema nuevo.
Podía decir mentiras intrascendentes o recurrir a un embuste para escurrir el bulto en determinadas situaciones. Conseguía, o así le parecía, engañar al Templao para postergar una búsqueda y una venganza a las que él no les encontraba ya sentido; también podía engañar a Paula en cuestiones inocentes, pero le costaba un esfuerzo enorme elaborar una mentira complicada que le permitiera tranquilizar a Elena sobre la suerte de su familia. El reparto, que le tomaba cada día más tiempo, le servía de excusa. Sabía que todos sus barcos habían sido requisados y en las cercanías de la casona, de la que sólo quedaba el esqueleto carbonizado, nadie sabía informarle de si el yerno y los nietos estaban vivos. A Rafael, el mayordomo, lo había visto una vez, pavoneándose muy ufano en la calle Cuarteles con una metralleta en una mano y la otra amorosamente aferrada a la nuca de un miliciano, y sólo le había dicho que "la vida es mu justa y están tós donde se merecen, en el puto infierno. Y tú, Mani, no te busques líos con esos chupasangres, no sea que pierdas la buena fama que tienes" y no se atrevió a pedirle que le aclarase el enigma de cómo pudo salvarse la matriarca de una familia a la que tanto demostraba odiar. Las monjas exteriorizaban cada día mayor alarma por la sarna y no paraban de alertarle, a Mani como a todos, para que no la tocase y si lo hacía por distracción "lávate las manos hasta arrancarte la piel"; temían que el parásito se extendiera a la comunidad y las internas, de manera que el aislamiento de la anciana, que había sido tan sociable, le parecía a Mani inadmisiblemente cruel y, por ello, subía todos los atardeceres a la azotea donde, por respeto al pudor de Elena, tenía que apartar la vista de las diminutas manchas rojas marcadas en la ropa y en las sábanas.
-¿Tampoco has podido ir hoy a mi casa?
-Disculpe, doña Elena; el reparto es cá día más complicao. No hay casi de ná.
-¿No me estarás engañando?
La reiterada pregunta de todos los días le hizo bajar los ojos.
-Seguramente estarán muertos -sollozó la anciana.
-Pueden haberse escondío en casa de un amigo de ustedes.
-¿Qué significa eso, Mani? ¿Has estao allí y no los has encontrado?
Mani se mordió el labio.
-No, doña Elena, qué va. Es que tó el mundo va de un lao pa otro...
-Si estuvieran vivos, ya habrían dado conmigo.
-No se crea... Málaga parece un campamento, con tanta gente de fuera por toas partes. Los hay que se refugian con familiares que viven aquí, pero más son los que duermen desparramaos en los almacenes del puerto y en casi toas las iglesias que quedan en pie y en la catedral, y hasta se apilan en los portales y en las aceras más resguardás. Cuando bajo del camión y ven mi insignia del Socorro Rojo, no me dejan ni andar, me paran en toas las calles pa pedirme información de familiares perdidos.
Elena le escrutaba, intentando traspasarlo en busca de la verdad.
-¿Ya has hablao con tu padre? -le preguntó en una pirueta de su delirio.
-¡¿De quién habla usted?!
Evidentemente, Elena había perdido la cabeza.
-¿No te lo ha dicho tu madre?
-¿El qué?
Tras una mueca fugaz de asombro, Elena cerró los ojos y frunció los labios en lo que parecía el intento de reprimir un sollozo. Trató de que Mani olvidase la pregunta exclamando sin mirarle:
-¡Virgen de Zamarrilla, qué cruz! Estos picores me vuelven loca. Y, para colmo, ese fantasma que no me deja dormir de noche.
-¿Un fantasma?
-Hay un espíritu que se pasea a medianoche por la azotea, con una vela encendida.
Mani sonrió. Seguramente, Elena hablaba de Serafín y dedujo que la vesania del hijo del barbero no se manifestaba sólo de día, oteando el cielo en busca de la salvación que esperaba de los nueve aviones, sino también de noche.
-No es un espíritu, doña Elena. Es el hermano de la Angustias, que se ha vuelto majara.
-¿Tú crees?
El tono escéptico de la pregunta podía traslucir lo mismo dudas sobre la identidad del supuesto fantasma como sobre su locura, porque, por un momento, Mani creyó reencontrar la antigua chispa de ironía en los hermosos ojos de Elena, como si opinase que Serafín representaba una comedia cuyo alcance él no podía comprender.
Cuando llegaron los rusos y comenzaron a tomar posisiones por todos lados, tratando de imponer la rigidez eslava a la manera mediterránea de entender la vida, Paco, que en el primer momento pareció contento de tener siempre al lado a un "asesor" camarada de la madre Rusia, comenzó poco después a mostrar ante sus mandos signos de impaciencia novedosos por completo para su hermano menor, que le consideraba la persona más disciplinada del mundo.
Pero no era ésta la única preocupación de Mani. Como el humor del Templao empeoraba cada día, llegó un momento en que supo que tenía que actuar, pero no se le ocurría cómo ni el Chafarino le daba pistas, y no valía de nada rogarle a Paco que acelerase las averiguaciones sobre Inma bajo la mirada helada del ruso que apenas hablaba dos palabras de español y que, por ello, examinaba con alarmante suspicacia cada uno de los gestos y determinaciones del Jefe Provincial de Abastos, traspasándole con sus ojos helados que eran iguales que punzantes hojas de albaceteñas. Donde no había un ruso, había un comisario político que parecía haber sido elegido, como todos los de su rango, entre la gente que por ser completamente incapaz de hacer nada útil, se encargaba de la fiscalización de los que sí eran capaces. De ese modo comenzó el cambio profundo que Paco fue experimentando.
El día que Largo Caballero alcanzó la presidencia del consejo de ministros, tal como ansiaban Paco y Antonio, aunque Mani no conseguía deducir por qué, Paula le exigió que volviese a La Goleta en cuanto terminase el reparto.
-El padre de Agustias está metiendo la pata, Mani -le dijo al regresar, en un aparte antes de la cena-. Por lo visto, lo de Largo Caballero ha colmao su vaso, se ha puesto como un brazo de mar y ha estao tó el día diciendo burrás... que si ese delincuente... que si merece el garrote... Como no consigamos convencerlo de que cierre la boca, tus hermanos van a perder los nervios y se va armar un cisco.
-¿Qué puedo hacer yo, mamá?
-Conseguir que el Serafín baje de la azotea y coma con nosotros en la mesa, a ver si su presencia le recuerda al barbero lo que puede pasar si no se muerde los labios. Ahora es como si Serafín no existiera, como si Gustavo se hubiera acostrumbrao a su ausencia y como si Bernarda se hubiera resignao. Necesitan recordar que su hijo corre peligro.
-No creo que pueda convencerlo, porque ha jurao doscientas mil veces que en cuanto se dé de cara con Antonio, lo matará; así que, como sabe que no le daríamos pie pa cumplir el juramento... Mamá, es que yo creo que tós están un poco pallá.
-Cosas del sufrimiento, hijo. El sufrimiento puede llegar a ser tan insoportable, que nos hace enloquecer.
-Más hemos sufrío nosotros por culpa de ellos.
-No estoy mu segura de que tengas razón, Mani. Sé por experiencia que la intensidad del sufrimiento no depende tanto del motivo, como de nuestra capacidad de soportarlo. Ni Gustavo ni los suyos parecen tener cuero pa aguantar.
-Po la Angustias...
-Ella es cosa aparte. Ella sí tiene cuero... y más clase que los tres juntos. Con tó el dolor de mi corazón, me huelo que vamos a tener que acostumbrarnos a la idea de que ella no forma parte de esa familia; pero, primero, tratemos de arreglar las cosas, ¿eh? Ve a la azotea y convéncelo de bajar pal almuerzo de mañana.
Decidió hacerlo sin falta esa noche, después de cenar.
Al subir las escaleras que le llevarían a la azotea, Mani se encontró con la mirada penetrante de uno de los muchos refugiados llegados al convento últimamente. Estaba sentado en el primer peldaño tras el descansillo y se trataba de un hombre bajo, menudo y parcialmente desdentado, por lo que la sonrisa tímida que le dedicaba parecía esbozada sólo con la comisura derecha de la boca, como si tratara de no mostrar las melladuras de la izquierda. Ese sujeto se comportaba de un modo extraño, porque nunca lo veía ni en el refectorio ni en la capilla, ni en el más público y transitado de los patios, el de la Milagrosa; desde que estaba en el convento haría unos diez días, sólo había reparado en él en circunstancias como la presente, estando solo, y como si el hombre le suplicara algo con la mirada. Le devolvió una leve sonrisa de circunstancias, se encogió de hombros y desapareció en el recodo por donde se subía a la azotea. Permaneció conversando con Elena hasta medianoche. Cuando iba a llegar esa hora, y para evitar que el rumor de voces disuadiera a Serafín de salir a realizar su ronda alucinada, se despidió de la anciana y bajó a la galería, a vigilar la aparición desde abajo, puesto que no tenía ni idea de dónde dormía; subiría a sorprenderlo sin darle tiempo de escapar. Se acodó en la baranda cercana al coro de la capilla, a esperar. A causa de la oscuridad absoluta, el cielo refulgía más esplendoroso que nunca. Era incapaz de identificar las constelaciones, pero sí lo era de admirar su belleza misteriosa e insinuante, como si el titilar de las estrellas contuviese mensajes indescifrables. Se preguntó qué interpretaciones sacaría el Chafarino de esos fulgores intermitentes cuando todavía no era ciego, durante su niñez en la isla de Congreso; suponía que historias absurdas, llenas de dioses mitológicos. Observó que el firmamento no era un toldo plano como parecía de día, sino vertiginosamente profundo. Gracias a la prohibición de encender ni una vela para no dar pistas a los bombarderos, el cielo era de noche un espectáculo prodigioso. Tuvo un sobresalto al notar que se aproximaba alguien.
-¿Qué haces aquí, a esas horas? -le preguntó sor Rosario.
-Pensar.
-A mí también me gusta meditar contemplando el cielo. Es maravilloso, ¿verdad?: brilla igual que los ojos de tu hermano Paco.
-¡Qué!
-¿Se ha ido ya?
-¿Quien?
-Paco.
-Creo que sí. Siempre se va antes de que piten las sirenas. Ya sabe usted que tiene que levantarse a las cuatro de la mañana, pa el recuento de lo que llega al mercao de abastos.
-¡Qué pena! Tenía ganas de charlar con él -A Mani le asombró el comentario-. Y tú, Manuel, ¿no tienes también que levantarte de madrugada?
-A las seis, pero me apaño con dormir cinco horas, porque echo muchas cabezás en el camión.
Mientras la monja se retiraba, una estrella fugaz dibujó un trazo luminoso encima del cuartito donde dormía doña Elena. ¡Cuántas cosas bellas habían dejado de rodear a su vieja amiga!; las miniaturas de barcos, las porcelanas, la platería, las alfombras donde se hundían los pies, todo se había volatilizado en humo. El extraño espejo de marco sinuoso donde una vez vio reflejado el espectro de Paula vestida de reina cinematográfica, ya no existía. Ningún cambio era tan ominoso como el de Elena; ahora se retorcía comida por la sarna y minada su arrogancia por el terror y la alucinación; nada quedaba de su picardía bienhumorada, y sus manos, desprovistas de la delicadeza de antaño, se movían compulsivamente en persecución de los bichos microscópicos que laceraban su piel. Recordó que también el mundo de los Robles del Altozano había experimentado cambios profundos, aunque positivos, pero la exaltación de las primeras semanas se estaba desvaneciendo. Por espantoso que pareciera, el horror se convertía en rutinario y el fulgurante relieve social de su familia ya sólo le causaba amargura, porque ese poder no alcanzaba para mitigar tanto sufrimiento: El periodista ametrallado en el vestíbulo del hospital, los refugiados durmiendo amontonados en las aceras con expesiones de derrota, la escasez que comenzaba a hacer estragos también en el convento. ¿Cómo podía refulgir el cielo con aquella indiferencia? Convencido de que nunca había hecho nada que pudiera ofender a Jesucristo, ¿por qué el cielo se negaba a indicarle dónde tenía que buscar a Inma, cómo aliviar la pena del Templao, de qué manera establecer la paz entre las dos ramas familiares de Angustias y cómo realizar el milagro de que las cosas discurrieran como Paula quería?
Aunque apenas perceptible, notó un ligerísimo cambio a la derecha de la parte superior del patio. El "fantasma" había salido a realizar su ronda con la vela encendida. Subió sigilosamente y asomó la cabeza desde la escalera. Serafín se hallaba sentado con las piernas cruzadas en el murillo de la azotea que miraba al sur; indiferente a la prohibición de encender luces, mantenía el cabo de vela ardiendo y derramando la cera sobre la mampostería del murillo.
Antes de dar un paso en la azotea, Mani se descalzó y desenfundó la pistola. Logró llegar hasta Serafín y tocarle con el cañón del arma antes de que le descubriera. Serafín alzó las manos hasta la altura de los hombros.
-Venga, enano rojo, dispara y acaba de una vez.
-Namás quiero que me escuches.
-Yo no tengo ná que escucharte.
-Eso vamos a tener que verlo. Mira, sólo quiero decirte que tu padre puede buscarse una ruina con mis hermanos y que mi madre piensa que si tú bajaras a comer con nosotros, tu padre sabría contenerse. Namás que eso, Serafín. Y, pa que veas, a mí me importa poquísimo que mañana mismo le meta mi Antonio a tu padre veinte tiros entre ceja y ceja, pero también está tu madre, que lo está pasando fatal, y la Angustias... que creo que está embarazá. Así, que tú verás.
-¿Que mi hermana está embarazada? Po que reviente de una vez, pa que no haya más rojos en el mundo.
-Eres un miserable y no sé cómo no acabo contigo ahora mismo. Pensándolo mejor, creo que te voy a liquidar ahora... Sí, voy a acabar contigo en este momento, si no me dices de una puñetera vez a dónde coño os llevasteis a la Inma.
-¡Esa puta!
Indignado por el insulto, Mani cargó el gatillo, cuyo clic sonó nítidamente.
-Venga, dispara, maricón rojillo de mierda. Aunque hayas asesinao a ese honrao militar, a mí no me acojonas.
-Sí, voy a dispararte Serafín. Te juro que voy a matarte o dejarte lisiao pa los restos -le golpeó la cadera con el cañón de la pistola-. La diferencia entre la muerte y quedarte cojo namás, está en que me digas dónde buscar a la Inma.
El frío contacto del acero actuó como un contundente medio de persuasión, al parecer inesperado, ya que por el desagradable hedor que se expandió de pronto, comprendió Mani que el vientre de Serafín había descargado en sus pantalones. A pesar de ello, su voz sonó todavía altiva y casi firme mientras decía:
-Se la vendimos a unos tratantes de blancas que mandan putas a los cabarés de Beirut. Allí está ahora, disfrutando como la guarra puta que es.
Dadas las circunstancias y el tono tremendamente cínico y revanchista, a Mani le pareció que decía la verdad. Sintió el sollozo que ascendía por su esófago y para evitar que sonase con el consecuente regodeo de Serafín, se apartó y corrió escaleras abajo.
Día a día, y por imposición del ruso, Paco iba aumentando las funciones de los repartidores, incluyendo el camión de Mani. Éste notaba el hundimiento del humor de su hermano, pero trataba de ignorarlo porque le abrumaba. Ahora, además de surtir de alimentos a La Goleta y el hospital, tenían que dedicar las horas sobrantes al transporte de toda clase de bultos, de acuerdo con las crecientes necesidades de las oleadas incesantes de refugiados que llegaban a Málaga de la costa occidental, la Serranía de Ronda, los Montes y las provincias de Córdoba y Granada.
Cada vez que el camión recorría el paseo del Parque, Mani no podía evitar revivir la escena del disparo al cabecilla rebelde. Esa tarde sintió un escalofrío, que justificó con el clima otoñal que ya reflejaban las ramas casi desnudas de los plátanos de sombra.
El lujoso hotel Miramar se llamaba ahora "Gran Hospital de Evacuación". Los suntuosos salones de estilo morisco habían sido convertidos en salas hospitalarias, que a pesar de su provisionalidad resultaban mucho más acogedoras que las del Hospital Civil. El miliciano de la puerta sonrió a Mani y se levantó del escalón donde estaba sentado para cuadrarse y alzar la mano hacia la visera de la gorra.
-Salud, camarada.
-Traemos mantas de La Goleta. Son doscientas cincuenta. Firma aquí.
-Dile a tu hermano que todavía no hace tanto frío y que son más urgentes las sábanas y los orinales. Y que les diga a las monjas que preparen vendas.
-Allí no hay monjas.
-¿Ah, no?
-No. Solamente hay camaradas enfermeras del Socorro Rojo.
El miliciano se encogió de hombros y fue a ayudar al Templao y los otros dos.
Volvían de vacío, por lo que el Templao, tal como solicitaba constantemente, propuso indagar en busca de Inma.
-A una tía mía que vive en el barrio de la Trinidad, le han dicho que la vieron hace un mes bailando malagueñas en el Mesón de la Victoria.
Mani contempló largamente a su amigo. Cada vez que mencionaba a Inma, sentía una punzada en el pecho y la náusea le agitaba el vientre. Había decidido no revelarle el lugar remoto y espantoso donde estaba su hermana, pero a veces le resultaba insoportable el peso del secreto, sobre todo cuando leía en los ojos del Templao la esperanza que cada nueva pista encendía. Arguyó:
-Eso está en el pasillo de Santa Isabel.
-Pero el que la vio es vecino de mi tía.
Tras una breve protesta, alegando que llevaban nueve horas trabajando sin parar, el chófer aceptó las órdenes de Mani. Permitieron que los otros dos milicianos se fueran y enfilaron Alameda adelante.
-Mira ése -le dijo el Templao a Mani, señalando a un miliciano que pasaba junto al camión-. Fíjate cómo reluce su anillo. ¿Sabes de quién era? De un tío mu importante que se llamaba Carlos Pareja. Ese miliciano le pidió ná menos que mil pesetas por borrar a un amigo suyo de la lista de sospechosos de complicidad con los rebeldes, pero cuando el tal Pareja volvió pa darle el dinero, éste se lo llevó con engaños a la parcela de Martiricos y se lo cargó. Tuvo que cortarle el dedo pa quitarle el anillo.
-Guaqui, ¿a ti qué te parecen esas cosas?
-¿Quieres que te diga la verdad de la chachi?
-Sí.
-¿Puedo fiarme de ti, Mani, siendo quien eres y siendo hermano de quien eres hermano?
-Me voy a cabrear.
El Templao sonrió.
-Po si quieres que te diga la verdad, tó lo que pasa ahora en Málaga me recuerda demasiao lo que los rifeños hacían en la provincia de Cádiz. No sé, Mani; estoy más liao que un kilo de estopa, porque no sé qué diferencia hay entre uno de aquellos salvajes y estos catetos enloquecíos que se han soltao el pelo por Málaga. Y... mira, Mani, fíjate en eso de ahí.
Un grupo de milicianos llevaba a un hombre con los brazos fuertemente amarrados al tronco, pero a rastras, como si se tratara de un bulto, tirando dos de ellos de sendos cabos de cuerdas. Otros dos o tres no paraban de dar patadas al bulto informe que las amarras componían, mientras que dos más le disparaban sin parar pero como si tratasen de eludir los órganos vitales; muchos disparos habían hecho blanco en las piernas y brazos a juzgar por las manchas de sangre. Los alaridos del prisionero les causaron espanto. Mani sacó el torso por la ventanilla y preguntó a uno:
-¿A dónde lo lleváis?
-A la Casa del Pueblo del Perchel. Ven si quieres una mijilla de cachondeo.
-Síguelos -ordenó Mani al chófer.
-No podemos meternos, Mani -adujo el Templao.
-Ésta no es la idea que tiene mi madre de lo que está bien, ni siquiera es lo que quiere el Paco. Y a mí, me entra descomposición. No te preocupes, Guaqui, que todavía me queda ese rollo de "vengador de los pobres". No tengas miedo.
La comitiva de milicianos arrastrando al hombre y el grupo que les seguía jaleándolos, iba creciendo. No paraban de dar patadas ni de disparar al cuerpo envuelto en sogas a lo largo de la Alameda y mientras cruzaban el puente de Tetúan. Al final del puente, se sumaron dos muchachos provistos de agujas colchoneras; entre carcajadas y aclamaciones del grupo, se pusieron a pinchar reiteradamente el cuerpo arrastrado que, incomprensiblemente, continuaba consciente. Mientras bajaban la rampa que conducía hacia Santo Domingo, el hombre suplicaba con gritos desgarrados que lo matasen de un vez.
-¡Ahora mismito! -dijo entre carcajadas uno de los milicianos armados.
Volvieron a dispararle en un brazo y en una mano. Más chorros de sangre y más alaridos que sólo provocaban risas. Llegados ante la Casa del Pueblo del Perchel, se acercó un niño de unos diez años y le dio una bofetada, diciéndole:
-Traidor de mierda, voy a quitarte el reloj, porque, total, van a birlártelo de toas toas en cuanto la palmes...
Los dos milicianos que jalaban de las sogas, lo arrastraron hasta el escalón del portal de la Casa del Pueblo. Una vez medio sentado, dispararon con ametralladora a sus piernas. Dos muchachas aplaudían en balcones del otro lado de la calle, pero se asomó tras ellas una mujer mayor gritando:
-Sois unos salvajes, lo que hacéis es inhumano; matarlo de una vez, cojones.
Notando que el atado se había desvanecido, dijo Mani:
-Vamos Guaqui, a lo mejor estamos a tiempo todavía.
Se bajó del camión y, seguido del Templao, se plantó frente a los milicianos. Dos de ellos lo reconocieron en seguida.
-Salud, camarada Manuel -dijo-. ¿Podemos ayudarte en algo?
-Me voy a llevar este fiambre. Al pasar con el camión, he visto que ibais a necesitarme y por eso he esperao que lo matéis, porque dice mi hermano Paco que hay que tener mucho cuidaíto con la higiene y las epidemias.
-Pero podemos reírnos un rato más... no se ha muerto todavía
-Yo creo que sí, camarada. Deja que me lo lleve, si no quieres meterte en un lío.
Todos se encogieron de hombros. Mani apremió al Templao con un gesto y entre los dos cargaron el cuerpo en la caja del camión.
-Corre pal Hospital Civil -ordenó Mani al chófer.
Antonio se había marchado ya con destino a La Goleta, pero la monja portera, que ahora era enfermera del Socorro Rojo, aceptó que lo internasen:
-Vive todavía, aunque creo que no le quedan ni diez minutos de vida -dijo-. Iros y no le digáis a tu hermano ni mú, a ver si no le salvamos hoy la vida a este pobre hombre para que lo fusilen mañana.
-Ya has cumplío con ése Mani. -dijo el Templao-. Ahora, por lo que más quieras, cumple conmigo. Vamos a casa de mi tía.
Estacionaron el camión en la Calzada de la Trinidad y corrieron calle Trinidad abajo. La tía del Templao estaba asomada al balcón, cotorreando a voces con una vecina asomada al balcón de enfrente, y les dijo que habían mandado al frente al hombre que decía haber visto a Inma hacía un mes.
Regresaban malhumorados hacia el camión cuando alertó Mani:
-¿Oyes?
Llegaban los aviones a una hora poco usual, casi al anochecer.
-Ahora que Málaga es la base de la Armada de la República, los cañones de los barcos lo ahuyentarán -dijo el Templao.
-No creo que puedan -contradijo Mani-. No van a apuntar tierra adentro, contra la población.
-¡Niños, meteros en un refugio! -gritó el Templao a un grupo de chiquillos que saltaban en cadena unos sobre otros, en un juego que llamaban "agachaílla"; todos ellos miraron insolente y burlonamente a los dos amigos y continuaron el juego.
La primera explosión sonó a escasa distancia. Las fachadas oscilaron, los cristales estallaron, los niños pararon el juego mirando hacia el cielo con estupor y muchas macetas perdieron su precario equilibrio en los balcones.
-Corre -urgió el Templao a Mani-, que nos vamos a quedar sin cabeza.
Le precedió hasta el portal más cercano. Cerró precipitadamente la puerta, echó los cerrojos y empujó a su amigo hacia el interior, obligándolo a pegarse a una pared que parecía firme. Permanecieron todo el bombardeo junto a ese muro.
-Como caiga una bomba en el patio -murmuró el Templao- estaríamos aviaos, porque no hay pantalla que nos proteja de la metralla ni de la onda expansiva. Aquí estamos a salvo de lo que caiga en la calle, pero si cayera en el patio...
Los estallidos tronaban tan cerca, que el suelo crepitaba bajo sus pies como si estuvieran en una barca sobre la marejada, y la pared maciza cuya protección procuraban parecía ahora una frágil y ondulante empalizada de cañas a punto de desplomarse sobre ellos. Mani descubrió con perplejidad que no sentía miedo, sino una irritante mezcla de rabia y nostalgia; rabia porque la muerte le llegase a cambio de nada, estando inactivo e inmóvil, y nostalgia del amor de Paula y sus hermanos así como del tiempo que no había tenido de aclarar los misterios que ella y ellos parecían empeñados en impedirle resolver. Pasado un tiempo que pareció la eternidad, el fragor del bombaredo fue sustituido por el estrépito de los lamentos. Salieron cautelosamente a la calle cegados por las brumas, protegiéndose los ojos con las manos contra el humo y el polvo. Había cuerpos despanzurrados por doquier, pero lo que les horrorizó fue descubrir que los niños que jugaban a la "agachaílla" no habían tenido tiempo de correr y ni siquiera de comprender la magnitud del peligro; todos ellos se habían convertido en un montón desordenado de miembros y torsos amputados. Los trozos de carne ensangrentada emergían entre los escombros y los cascotes como rosas monstruosas florecidas en un escorial. El Templao se arrodilló con los puños alzados.
-Me cago en la madre que os parió, hijos de puta.
Por una dolorosa asociación de ideas, Mani consideró que había llegado la hora de que el Templao supiese que la búsqueda de Inma era inútil. Pero no iba a ser él quien se lo dijera; tenía que oírlo de los propios labios de Serafín y que de ese modo se produjera de una vez la catarsis que no tenía más remedio que llegar algún día, porque había demasiadas tensiones en la familia, tensiones que comenzaban a resultar insoportables, y creyó que sería bueno que alguno de los temores se concretase por fin; prefería que no fuese ninguno de los que afectaban directamente a los miembros de su familia. Era mucho peor la presión permanente de la cercanía eclipsada de Serafín, que actuaba como la carcoma en el ánimo de todos, que el disgusto por lo que el Templao le hiciera, que no podría ser peor que lo ocurría a todas horas por todas partes en toda la ciudad. Propuso a su amigo:
-Me tienen mosqueao las cosas del Serafín. ¿Vienes conmigo esta noche a la azotea, a ver si conseguimos encontrar el sitio donde duerme?
Subieron cerca de la medianoche. Saludaron brevemente a Elena desoyendo sus desvaríos y cuando volvieron al aire libre, dijo el Templao:
-Escucha, Mani; aunque seas más listo que el hambre, te falta entrenamiento pa algunas cosas. Quédate ahí dentro, con la de los barcos; a mí me enseñaron en Tetuán a moverme como una sombra y si el Serafín tiene su escondite en la azotea, lo encontraré sin que él ni siquiera sospeche que lo he visto. ¿Vale?
Comprendiendo que tenía razón, Mani asintió. Elena se rascaba desesperada y convulsamente, pero dejó de hacerlo al verlo entrar de nuevo y solo.
-Doña Elena... tengo una pregunta que lleva más de un año calentándome la cabeza. ¿Hay algo raro entre usted y mi madre?
-¿Ya te lo ha contado tu padre?
-¿Qué dice usted? Mi padre murió hace como diez años.
Elena se mordió el labio de un modo que profundizó el recelo de Mani.
-No hay ningún misterio, Mani. Tu abuelo fue mi esposo.
-¡Qué!
-Yo soy la viuda de (Manuel) Robles del Altozano, que murió justo dos años después de casarnos. Siendo como eres, me extraña que no te hayas enteao antes.
-Y entonces... ¿mi abuela?
Por los ojos de Elena cruzó una ráfaga de lucidez. Había jurado a Paula hacía mucho tiempo que no sería ella quien revelase a Mani el meollo del caso; la fiebre y el nerviosismo causados por la sarna habían debilitado su determinación.
Mani sentía la garganta agarrotada, imposibilitado de reanudar el interrogatorio, cuando se entreabrió la puerta y el Templao le chistó desde fuera.
-Parece que fueras brujo, Mani -le dijo al oído, tras alejarse de Elena-, con la ocurrencia de que espiáramos a ese fascista de mierda. Ya lo verás, vas a conseguir que te saquen otra vez en el periódico.
Le pidió silencio poniéndose el índice sobre los labios y le empujó hacia el extremo contrario de la azotea, tras un intrincado recorrido entre chimenas, cuartillos como garitas y huecos de patios. Junto al murillo que daba a la esquina de calle Curadero, le ordenó por señas que no hiciera ruido. El escondite de Serafín era tan estrecho, que Mani no comprendió cómo podía dormir allí, pero el misterio se aclaró cuando se subió al murillo y miró por la tronera que el Templao le indicó. No había cama ni nada parecido; a la luz de una vela, Serafín manipulaba un complicado aparato.
-Es una radio de campaña -murmuró el Templao a su oído-. Mira aquéllo que parece una caja con una manivela; es el generador portátil. Solamente lo había visto pintao en un papel, porque ni siquiera la Legión tenía uno tan moderno cuando yo estaba en el cuartel. Prepárate, que voy a tumbar la puerta.
Inesperadamente, el angosto portillo cedió sin esfuerzo, porque no tenía echado el cerrojo; tan grande había llegado a ser la confianza del hijo del barbero en la seguridad de su escondrijo. Serafín se puso de pie de un salto y se volvió hacia ellos con expresión descompuesta. El Templao se echó encima de él, aferrándole los brazos y el cuello.
-¡Soc...! -fue a gritar Serafín, pero Mani le dio una bofetada y le tapó la boca.
-Así que tú eres el que avisa pa que los aviones puedan venir a masacrarnos incluso después de anochecío -acusó el Templao con fiereza.
-Estás equivocao... -protestó desesperadamente Serafín.
-Te vamos a fusilar ahora mismo -amenazó Mani.
-Pero... -intervino el Templao- podrías evitarlo si me dices dónde está mi hermana.
-Yo...
-Venga, ten agallas pa decirle dónde está -incitó Mani.
-¡No lo sé! -aseguró Serafín con un sollozo-. Yo no tuve ná que ver con su desaparición.
-Embustero de mierda -dijo Mani al tiempo que lo abofeteaba.
-Te conté lo que te conté pa encorajinarte -dijo el hijo del barbero mientras mojaba visiblemente el pantalón-, pero te juro por mi madre que no lo sé.
-No insistas, Mani -dijo el Templao-. A éste lo vamos a fusilar, pero antes lo llevaremos a la checa de Carretería, pa sacarle a hostias el paradero de la Inma. Iremos a despertar a tu Paco, pa que vea el percal y dé las órdenes de requisación de la radio. Venga, vamos a amarrarlo y amordazarlo, y a correr.
Volvieron a la azotea quince minutos más tarde, con Paco todavía desperezándose. Encontraron el cuartillo vacío y sin trazas de haber contenido el valioso aparato ni el mueble que lo sustentara; limpio y lleno de canastos de ropa preparada para ser planchada. Pacó miró severamente a su hermano y al Templao.
-¿Qué pasa, estáis de cachondeo?
Que Serafín se esfumara contribuyó a enfriar los ánimos de la familia, aunque a Mani le hervían las entrañas de furor no sólo por no haber sido astuto y cauto para eliminar, antes de ir en busca de Paco, la traición diaria de una radio que a saber dónde la habrían instalado ahora, sino porque se sentía ridículo ante su hermano. Serafín podía estar riéndose de su ingenuidad y la del Templao al dejarlo solo por muy maniatado que estuviese, sin importarle la inquietud que su marcha causaba a sus padres; reiría a carcajadas junto a la radio, emitiendo mensajes fratricidas al enemigo, o apostado de guardia en cualquier trinchera de los rebeldes. De todos modos, celebraba la momentánea disminución de las disputas familiares, mientras meditaba sentado en la azotea y sin acabar de decidirse a entrar de nuevo en el dormitorio de Elena, para que no le desconcertase más aún con cuentos delirantes sobre su familia ni con sus visiones febriles, ya que a pesar de la desaparición del hijo del barbero continuaba insistiendo en que veía todas las noches a un fantasma recorriendo la azotea con una vela en la mano. Había subido para convencerla de que se trataba de un sueño, y hacía guardia sentado en el suelo, junto a la puerta de la anciana, tosiendo de vez en cuando para que ella supiera que continuaba la guardia. No era capaz de discernir si Serafín habría dicho la verdad cuando habló de Beirut o cuando tenía el brazo del Templao a punto de estrangularle. Inma podía estar en ese instante no muy lejos, contemplando el firmamento como él y ansió que sus miradas convergieran en una misma estrella, para que así le transmitiera telepáticamente un mensaje comunicándole dónde estaba y que se sentía bien.
El fantasma no apareció y el alba encontró a Mani dormitando en las toscas baldosas mazaríes de la azotea.
Pocos días más tarde, cuando el frío comenzaba a intensificarse y discurría ya un arroyuelo por el centro del lecho del Guadalmedina, dio un salto en su asiento del camión. Por suerte, el Templao iba detrás, en la caja vacía, con los otros dos milicianos, y ello le libraba de responder la pregunta que sin duda le habría hecho al notar su agitación. Mientras recorrían el puente, el camión se cruzó con las dos carretas de una tribu de gitanos que solían acampar en el soto de eucaliptos que llamaban Martiricos. Mani volvió la cabeza, a punto de dar un alarido. Asomada a la trasera de la segunda carreta, iba una gitana rubia abrazada a un hombre mayor. Bajo el exagerado adorno de colorete y abalorios, los ojos chispeantes le convencieron de que se trataba de Inma y fue a dar la orden al conductor de que volviera atrás para ir tras las carretas. Una segunda mirada le obligó a desistir. No podía tratarse de Inma, era su ansia la que le hacía creer que lo era, y sería descabellado dar la orden de virar porque al averiguar el motivo, el Templao se lanzaría hacia las carretas como un suicida, para enfrantarse por lo menos con dos docenas de gitanos. Organizaría una reyerta en la que podía morir o, por lo menos, que ocasionaría el retraso del reparto, el regaño de Paco, el furor del ruso y un montón de heridos para que, al final, pudiera tratarse de una equivocación. Decidió aguardar a la noche y acercarse él solo al campamento de Martiricos, para comprobar si se trataba o no de Inma.
Tuvieron un día muy ajetreado, porque el ruso, complacido con la eficacia con que cumplían sus cometidos, ordenaba a Paco que les premiase encomendándoles más y más misiones. Mani llegó a la mesa familiar, en el refectorio de la Goleta, cuando ya todos ellos habían cenado. Volvían a discutir.
-Va a tener que alistarse -decía Paco en el momento que Mani se sentó.
-¿Quién, yo? -protestó Gustavo el barbero-. ¡Vamos, anda!
Mani trató de no escuchar la discusión que se prolongó durante todo lo que tardó en cenar. El barbero respondía cada vez con mayor insolencia a Paco y Antonio, cualquiera de los cuales tenía suficiente poder para obligarle no sólo a alistarle, sino a apresarle y fusilarle. Notoriamente, el barbero se escudaba en la determinación de Paula de que tal cosa no ocurriera jamás, pero también a ella conseguía exasperarla cuando respondía a los ruegos de Angustias con insultos al hijo que crecía en su vientre, lo que desveló a Mani un embarazo del que no había tenido noticias, ni había sido capaz de imaginarlo puesto que Miguel batallaba en el frente de Loja. Paco alegaba el enfado de las vecinas por el privilegio concedido a un hombre como Gustavo que sólo tenía cuarenta y dos años, el único de sus condiciones que permanecía inactivo mientras cada día llegaban los comunicados de muertos nuevos; Antonio reprochaba su cobardía, retándolo a ir al frente aunque sólo fuese para desertar y unirse a los rebeldes; Paula no paraba de pedir calma, mientras trataba de consolar a Angustias, situada entre las dos trincheras y desesperada por su consciencia de la imposibilidad de fundirlas en una. Escudado en la inmunidad que Paula le proporcionaba, Gustavo acrecentaba a cada nueva frase la gravedad de sus insultos. Las monjas mantenían las acostumbradas expresiones hieráticas, con pretensión de equidistancia.
-Por lo menos -dijo Paco a Gustavo, como si quisiera contemporizar-, ofrézcase usted para formar parte del grupo que da instrucciones a los vecinos sobre cómo protegerse de los bombardeos y cómo organizar la evacuación, si llegara el caso...
-¿Qué significa eso, Paco? -preguntó Paula-. ¿Es que vamos a tener que huir...?
Paco la interrumpió:
-Hay que preparse para cualquier cosa, mamá.
-¿Prepararnos para morir como ratas en una alcantarilla o para huir como conejos? -el tono de Paula era de indignación- ¿Ésta es la guerra que ibais a ganar en dos días?
Paco carraspeó.
-Nos encontramos entre dos fuegos, mamá; el gobierno conserva toda su fuerza, pero Málaga está en el peor lugar. Con la ayuda de Italia y Alemania, los rebeldes son ahora más fuertes que nosotros en el mar y, por tierra, los tenemos rodeando casi toda la provincia, que forma una bolsa que se adentra en territorio enemigo por tres lados. Dentro de ná, vamos a ser mu castigaos por la artillería... pero ya verás que el gobierno...
Antonio le interrumpió:
-A esos monigotes almidonaos del gobierno les importamos una leche frita. Como en Málaga ha triunfao de veras la revolución libertaria, tú verás que nos dejan a merced de los rebeldes pa que ellos hagan el trabajo sucio de exterminarnos...
-Antonio! -exclamó Paco-. No te consiento...
-¡No me consientes!..., ¿pero qué te has creío? ¿Es que no te das cuenta, Paco? Pa ayudarnos a defendernos tienen que aprovisionar un frente extra de más de doscientos kilómetros. Hasta un ciego vería que pal gobierno de la república somos un incordio mu caro. Dejando a Málaga en manos de los rebeldes, se reduciría la línea de fuego y podrían reforzar otros frentes. Nos van a sacrificar, ya lo verás.
-Y en Málaga habrá, por fin, orden y decencia -murmuró el barbero.
Antonio desenfundó el arma y, a punto de alzarse del asiento, fue obligado a sentarse de nuevo por Ana y Paco.
-Málaga es una de las ciudades más importantes de España -arguyó Paula-. No creo que al gobierno le convenga perderla.
-No dices más que barbaridades, Antonio -opuso Paco, en cuyo tono detectó Mani vacilación y cierto abatimiento-. Lo mismo que se alarga el frente republicano por la defensa de Málaga, se alarga también pa los fascistas. Aunque le costemos caro al gobierno, más caros somos pa los rebeldes.
Esquivando los ojos de su madre, Antonio apuntó el arma en dirección a Gustavo.
-Mira, granaíno de mierda, como no te alistes mañana, date por muerto.
La discusión continuaba cuando Mani consiguió escabullirse con dirección a Martiricos. Se sentía muy triste mascullando las tres novedades: el embarazo de Angustias, el derrumbe de Paco y su temor de que podían estar a punto de caer en manos del enemigo. Las calles se encontraban completamente a oscuras. Habían cortado el gas del alumbrado público y las pocas lámparas eléctricas permanecían apagadas, para no dar pistas a los bombarderos. Sin embargo, había una fogata en el campamento gitano, que refulgía como el sol entre tanta oscuridad. Se acercó con mucha cautela, pues no estaban las cosas en la ciudad como para aproximarse furtiva y sospechosamente a un grupo de nómadas curtidos por siglos de peregrinación. Recordó el relato del Templao sobre su huída del frente rebelde, y se arrastró los últimos trescientos metros. A la luz naranja de la hoguera, todas las gitanas parecían rubias. No reconoció en ninguno de sus rostros repintados los rasgos de Inma, pero se mantuvo mucho rato al acecho. Permaneció tendido y oculto tras un eucalipto durante más de una hora, hasta que llegaron los guardias; alguien habría observado el resplandor y les había avisado. Apagaron el fuego a patadas, amenazaron con acritud a todos los hombres de la tribu, con un lenguaje lleno de maldiciones, y requisaron más de veinte facas. Cuando Mani se alejó, estaban levantando el campamento apresuradamente.
Dos días después del ultimatum de Antonio para que se alistase, Gustavo el Granaíno desapareció de la Goleta junto con su mujer. A nadie asombró que a partir de entonces Angustias se mostrara algo más animada pese a la ausencia de Miguel.
Pero Mani pasó muchos días en un estado progresivo de autopunición, porque habiendo cometido la imprudencia de dejar escapar a Serafín con su valioso aparato de radio, le desesperaba creerse obligado a mitigar el dolor que apreciaba alrededor y sentíase incapaz de lograrlo. Paula lo miraba como si reprimiera el impulso de abrazarlo para consolarle, sabedora de que él no quería sentirse un niño desvalido. Mientras, el Templao parecía no darse cuenta de su angustia, ya que el ansia de encontrar a Inma se había convertido en una obsesión obnubiladora que le dotaba de un desagradable brillo de locura en los ojos.
El Chafarino le aconsejaba librarse de tanta carga:
-A tu generación la han estafado robándole la niñez, Mani. Te oigo hablar como si fueras un hombre de mediana edad, un hombre muy defraudado, y me dan ganas de rebelarme contra los dioses y maldecir al mundo por lo que te han hecho y por lo que te exigen cuando todavía no has cumplido los catorce. Ni tu cuñada embarazada ni su padre, ni su hermano con su espionaje traidor, ni la depresión de tu hermano Paco, ni el misterio de la relación de tu madre con esa señora, ni la hermana del Templao... nada de eso puedes resolverlo tú, porque son cosas que no dependen de tu voluntad ni son de tu responsabilidad. Esta vida vuelta del revés no es vida, pero los que somos capaces de comprenderlo deberíamos resguardarnos de los zarpazos que nos da. Te escucho hablar sin que un gemido te rompa la voz, como si ya te hubieras insensibilizado a tu propio dolor, pero tu dolor existe, Mani, y se puede convertir en un quiste que afecte a toda tu vida futura. Juega de vez en cuando, hombre; enciérrate con esa vecina tuya, la Chata, a follar, o sal por ahí a retozar y reír. Trabajas... ¿cuántas horas?, unas diez, ¿no?; nadie va a reprocharte que te tomes un respiro.
La picazón había descompuesto ya definitivamente el humor de Elena. Sus antebrazos estaban llenos de las heridas que ella misma se provocaba al rascarse. Era difícil mantener una conversación con ella, pues a cada instante se quejaba del picor y escondía la mano para rascarse hasta sangrar. Paula le cortaba las uñas de raíz, pero ello no impedía que las heridas se multiplicaran.
-Me da escalofríos, Manuel. De noche, veo pasar por aquella galería del primer piso a gente que viene y va con velas en las manos. Es como una procesión de fantasmas. Ay, Virgen de Zamarrilla, este picor no me deja vivir.
Cuando pasaba más de cinco minutos en el cuartillo, Mani llegaba a sentir deseos de rascarse también.
-No tiene ná de raro, doña Elena. Serán las monjas cuando van a rezar a la capilla.
Ella estaba retorciéndose, como si intentara alcanzarse la espalda para rascarse.
-¡Qué va! Ay, por Dios, parece que me recorrieran alacranes por tó el cuerpo. Después de cenar, las monjas ya no vuelven a la capilla hasta las maitines. Los que recorren la galería con velas no son monjas; causan espanto. Ya casi no consigo dormir -se metió la mano por debajo del embozo y se rascó rabiosamente el muslo-. Dios debería mandarme la muerte. Si tu abuelo viviera...
El Templao actuaba como un autómata. Mani renunció a viajar en la cabina del camión, para ir con él en la caja, porque había dejado de intuir sus reacciones y ya no se sentía capaz de impedirlas. En las calles se apilaban los destrozos de los bombardeos recientes, revueltos con los escombros antiguos de todos los bombardeos, que ya nadie se preocupaba de retirar. La ciudad se dejaba ganar por el desánimo mientras los refugiados de otras provincias arrastraban los pies, en busca de huecos donde recostarse en las aceras a esperar nada. Formaban procesiones sonámbulas que parecían salidas del purgatorio.
-¿Qué comerá esa gente? -dijo Mani, por sacar al Templao de su melancolía.
-Tó los días hay reparto...
-¡Qué va, Guaqui! Hace cerca de dos semanas que sólo les dan pan, aceita y sal.
El Templao volvió a sumergirse en su mutismo. Esa mañana consiguieron muy pocos víveres y terminaron de disbribuirlos a mediodía, a pesar de que tenían que abastecer el hospital, la Goleta y cinco asilos. Resignadamente, Mani abandonó el camión para seguir al Templao en su peregrinaje de casi todos los días, con escepticismo y sin convicción. No conseguía optar entre las dos afirmaciones de Serafín; Inma podía haber muerto ya, corroída por la sífilis en un hospital de Beirut, como podía vagar por las carreteras malagueñas sin saber quién era. La calle Camas era un reducto canallesco de lo que antaño fuera una calle portuaria. Ahora, tras los rellenos de varios siglos, el mar se encontraba casi a un kilómetro de distancia, pero la estrecha calleja presentaba la misma truhanería marinera y seguía siendo el escaparate patético de la prostitución más decadente. Sorprendentemente, cuando menos hombres en pleno vigor quedaban en la ciudad, metidos todos en una guerra interminable, más busconas competían a tarascadas en busca de un mendrugo que llevar a sus casas. Desgreñadas y macilentas, ¿a quién podían seducir? El Templao fue preguntándoles por Inma, describiéndola como si pudiera conservar el brillo de sus ojos, el lustroso pelo dorado, la dulzura de su sonrisa y su ingenuidad, como si el año y medio transcurrido desde su desaparición no le hubiera causado mella. Algunas prostituras hablaron desganadamente de que ayer, o anteayer, o la semana anterior, o no sabían cuándo, habían visto a una muchacha de esas características, mientras el Templao lloraba desconsoladamente.
Paula no estaba en la cocina, preparando la cena familiar como cada día a esas horas. La monja encargada, sólo nominalmente pues quien mandaba allí de verdad era Paula, le dijo a Mani que su madre estaba en el patio de Lourdes. Fue en su busca, pero se detuvo antes de que ella se diera cuenta de su aproximación, porque hablaba con el hombre pequeño, enjuto y desdentado que a veces le causaba desazón con su mirada intensa y pretendidamente cómplice.
-Pero fuiste tú quien se marchó -oyó decir a su madre.
-Mira, Paula, tienes que comprender que aquello fue cosa de juventud.
-¿De juventud? ¡Tenías treinta y cuatro años y cinco hijos!
-Ha pasao mucho tiempo, Paula. Ahora soy más maduro. Entonces, no era capaz de soportar tu altanería y tus delirios de grandeza...
Mani echó a correr hacia la azotea, dispuesto a huir del universo que se desplomaba sobre su cabeza. ¿Quiénes eran sus hermanos, que le habían mentido toda la vida? ¿Quién era su madre?, ¿cuántas cosas le ocultaba, además de la existencia de su padre?
Aterido, tendido en el duro suelo de la azotea, fue Ricardo quien le despertó.
-¡Mani!, ¿qué haces aquí? El camión te espera hace media hora y mamá ha pasao la noche buscándote como loca.
Echó a correr. Antes de llegar a la puerta lateral, detuvo con un gesto al Templao, que parecía a punto de reprocharle el retraso, porque escuchó que Paula hablaba con Antonio, en la cocina, mientras preparaba el café:
-No debiste permitirle a mi padre que se quedara en la Goleta -dijo Antonio.
-Seguro que el niño nos escuchó hablar en el patio de Lourdes, pero tuve la mala pata de no darme cuenta de que estaba por allí hasta que echó a correr.
-No te preocupes, mamá. El niño tienes más huevos que nosotros y sabe cuidar mu bien de sí mismo. Tú, haz como si no supieras que te escuchó. Pero a mi pa... a ese hijo de puta, hay que decirle que se vaya de la Goleta antes de que el niño se tropiece de nuevo con él.
-No podemos echarlo, Antonio. La casa donde vivía la tiró una bomba hace tres meses y él, tú sabes de sobra cómo es. No tiene donde caerse muerto.
Mani salió en silencio, con el dedo en los labios para que el Templao no hablase hasta haberse alejado del convento. Cuando volvió del reparto, la mesa del almuerzo parecía más desolada que otros días. Mani comprobó que todos interrumpián la conversación al verle llegar. Ahora, a causa de la escasez, Paco y Antonio comían a diario en el convento, donde tanto las monjas como Paula conseguían cocinar milagros a base de productos casi inexistentes. Paula abrazó a Mani, sin preguntarle nada y como si no hubiera pasado la noche en vela buscándolo. Intentando borrar de la mente de todos los comensales el tema de la conversación interrumpida, Antonio dijo:
-Vaya porquería de pan. Si no conseguimos romper el cerco, pasaremos más hambre que el perro del afilador.
-Los pueblos progresistas del mundo no nos abandonarán -dijo Paco, aunque ya con menos rotundidad que meses atrás.
-¿Tú crees? -replicó Antonio-. ¿A dónde vas a mandar en busca de municiones? El día menos pensao, los milicianos tendrán que tirar piedras en vez de disparar.
-El Comité de No Intervención tiene maniatados a los países amigos -arguyó Paco-, pero tarde o temprano vendrán en nuestro auxilio. La mar está cada dia más peligrosa, los rebeldes nos han hundido demasiados barcos, sin contar que nuestra única comunicación con la zona republicana está siendo más hostigada que nunca. La escasez es momentánea, ya verás.
-¡Hay que hacer milagros en la cocina! -exclamó Paula.
-Tu madre inventa tós los días platos nuevos, con los poquísimos avíos que hay -dijo Angustias, sonriendo como si se tratase de un juego y con la mano en el vientre,
-Po a mí se me ha desaparecío el paladar -dijo Ana, señalando su barriga.
-Ten en cuenta -Paco hablaba a Antonio- que la población de Málaga se ha duplicao con los refugiaos que llegan huyendo de las barbaridades de los rifeños. Con tantos gaditanos, sevillanos, cordobeses y granaínos, no hay cuentas que salgan.
-La Hoya de Málaga da de tó -proclamó orgullosamente Antonio-, desde papas a trigo, desde aceitunas a cañaduces, desde tomates a naranjas... Lo que de verdad produce la escasez es la sucia burocracia y... esos rusos tuyos, que no hacen más que meterse en lo que no tienen ni idea. El pueblo llano se organizaría mejor.
-Sin disciplina... -fue a decir Paco.
Paula le interrumpió:
-Todos somos conscientes de que estamos en guerra y hay que aguantarse.
-Esos es, estamos en guerra -proclamó Paco-. Hasta los meones saben que la guerra obliga a sacrificarse. En cuanto el gobierno pueda...
-¡El gobierno! -ironizó Antonio-. ¡Me río yo de esos cobardes encorbataos! Dejarán a Málaga en la cuneta, y si no, tiempo al tiempo. Nos entregarán a los rebeldes a cambio de un refuerzo de los frentes que de verdad les interesa, que no son los nuestros, y consentirán que los moros acaben con los libertarios malagueños que tantos quebraderos de cabeza les hemos dao. Tenemos que declararnos independientes...
-¡Tú estás loco de remate!
-Paco, no insultes a tu hermano -reconvino Paula.
-¿Sabes si el Migue vendrá pronto de permiso? -preguntó Angustias.
-Las cosas no están en el frente pa dar permisos como en la escuela -respondió agriamente Paco.
-¿Por qué no hablas con alguien? -rogó Angustias mientras se tocaba el vientre-. Tengo unas ganas de decírselo...
Paula le acarició la mejilla. Mani advirtió de reojo que llegaba el hombrecillo enjuto y desdentado, y al instante abandonaba apresuradamente el comedor, empujado por una mirada acerada de Paula.
Acudió el Templao con la cara congestionada, hablando de una nueva pista sobre el paradero de Inma, pero Mani se excusó y huyó hacia la playa.
-Deberías haberlo supuesto -dijo el Chafarino-. ¿Habías visto a tu madre alguna vez llevar flores a su tumba un primero de noviembre? No, ¿verdad? ¿Ha habido en tu casa una mariposa encendida ante su retrato? -Mani negó con la cabeza-. Si no lo has sabido antes, es porque no has querido.
-Ella me ha mentido toa mi vida.
-No es un engaño lo que se hace por el bien de un hijo.
-Pero anoche, le hablaba con tanta frialdad...
-Es natural, Mani. No sientas rencor hacia tu madre y trata de ponerte en su lugar. Imagina, una mujer joven, guapa y con cinco hijos, abandonada por su marido...
-Por lo que hablaban, creo que ella le hacía sentirse inferior...
-Pero tu madre no tiene la culpa. Tú mismo, ¿no me has dicho siempre que te parecía muy distinta de las vecinas y que todos hablaban reverencialmente de ella? Nadie puede renunciar a su personalidad, ni siquiera por amor. Me parece que aún no sabes toda la historia. ¿Has conseguido que la de los barcos te explique el misterio de su relación con tu madre?
-¡Dice que mi abuelo fue su marido! A mí me parece que desvaría, por la sarna...
-A lo mejor es cierto. Ese apellido tuyo no lo lleva nadie más, ¿verdad?
Mani pasó desvelado casi toda la noche, rumiando la conversación con el Chafarino. Paco escuchaba una radio de galena y no se daba cuenta de que su hermano menor estaba despierto. En cuanto amaneció, golpeó ruidosamente la puerta de Antonio y salieron cogidos del brazo a festejar la esperada y sensacional noticia: Rusia, cansada de tolerar que Italia y Alemania se burlasen del Comité de No Intervención, había decidido ayudar a la república con armas y alimento, además de mandar todavía más asesosres.
Desde lo alto de la caja del camión, la ciudad parecía esa mañana más optimista. Como si se tratase de un ensalmo, la noticia afectó también a los suministros, pues sin que Mani pudiera imaginar de dónde habían salido, hallaron mayor abundancia y variedad de alimentos. El reparto les tomó más tiempo que los últimos días y librado momentáneamente de su angustia, se sintió con ánimos para acompañar al Templao en el seguimiento de otra pista falsa de Inma, sin resultado, como siempre. Volvió a la Goleta cuando ya anochecía.
-¿Has visto a tu hermano Paco? -le preguntó afanosamente sor Rosario.
-No tengo ni idea.
-Cuando lo veas, dile que tengo que contarle una cosa sin falta.
Mani se encogió de hombros. Pasó unos instantes en el cuartillo de la azotea, soportando los ayes, las rascaduras y los desvaríos de Elena, y cuando volvió al patio, el corazón le dio un brinco. Más allá del vestíbulo, vio que Miguel subía la escalinata de la entrada principal, cargado con un bulto muy voluminoso. Corrió a abrazarlo.
Por obra de Paco, Miguel volvía tras meses de ausencia. El simulacro de uniforme era un montón de harapos que descubrían generosamente su piel magullada; sus ojos parecían mirar desde otro mundo; tenía sucios esparadrapos en la mejilla izquierda, en una cara ennegrecida por el sol y el espanto. Había cumplido veinte años hacía poco, pero ya tenía profundas arrugas alrededor de los ojos. Angustias se desmayó; Paula contuvo el salto que había iniciado para abrazar a su hijo con objeto de socorrer a su nuera. Miguel se desplomó en el banco de madera de la entrada, soltó el artefacto que portaba y se pasó la mano por los labios resecos. Mani corrió en busca de una jarra de agua, que su hermano bebió de un sorbo.
Acudieron muchas monjas, así como la superiora, y pugnaron entre sí en una impaciente retahila de preguntas. ¿Resiste la república? ¿Avanzan los nacionales? Miguel las ignoró y, una vez recuperado el aliento y tras un beso fugaz a Paula, se abrazó con avidez al cuerpo de Angustias. Se miraron a los ojos como si estuvieran solos y sin comprender cómo, Mani se sintió conectado al universo particular a donde habían huído. Todo se desvaneció y sólo existía la perdida inocencia de la expresión de su madre, que ahora le parecía tan culpable, y la felicidad de Miguel y Angustias.
Luego de festejar con grandes aspavientos la noticia del embarazo, Miguel respondió la pregunta de la superiora sobre el voluminoso objeto que portaba.
-Se lo quité a los rebeldes, en una incursión que hicimos dos compañeros y yo cuando veníamos pacá esta mañana. Viajábamos los tres en un carro, y los vimos en lo alto de una loma, por el Trabuco. Eran cinco, una avanzadilla de inspección. Rodeamos la colina y caimos por sorpresa sobre ellos. Los pobrecillos, no tuvieron ni tiempo de reaccionar. Esto, me lo he traido yo por no volver al frente, no me fueran a anular el permiso.
-Parece importante -opinió la superior-. Deberías entregárselo a las autoridades.
-Paco sabrá que hacer -dijo sor Rosario.
De reojo, Mani notó que el hombrecillo desdentado parecía ansioso de entrar y decir algo; Paula volvió a expulsarlo con la mirada. Cuando llegó Paco, examinó el objeto con expresión complacida. Después del examen y tras cavilar un rato, dijo a Miguel.
-Ve a entregarlo tú personalmente. Tengo planes -miró alrededor y viendo que no había quien pudiera reprochárselo, añadió-: Prefiero que no vuelvas al frente, Migue, y este cacharro puede ayudarnos a conseguirlo. Mañana, te vas en el camión con el Mani y lo primero que haréis después de cargar y antes del reparto, será llevarlo a la Diputación.
Paula improvisó una fiesta de bienvenida. La presencia del desdentado en el fondo del comedor y su persistente mirada no permitían a Mani olvidar el escozor que sentía. Le consolaban las efusiones que intercambiaban Miguel y Angustias. Tal como venía haciendo últimamente, sor Rosario se acercó a la mesa a los postres, y se sentó cerca de Paco, aunque fingiendo desear hablar con Ana.
El Templao y Mani fueron a la Diputación con Miguel. Les recibió un funcionario con expresión suspicaz que sólo desapareció al reconocer a Mani, ante quien se cuadró, llamádolo lisonjeramente "vengador del pueblo". Era un hombre mayor, un funcionario antiguo que parecía no haber digerido aún la invasión de milicianos ociosos que haraganeaban por todo el edificio. Cuando abrió la funda, se desvaneció su recelo, mostrándose de repente muy agitado, y les hizo pasar a un despacho, a donde acudieron otros cuatro funcionarios que parecían más importantes. Todo comenzaron a dar palmadas jubilosas a Miguel.
Dos días más tarde, el menguadísimo y censurado periódico traía una fotografía de Miguel que reproducía el momento, centenares de veces repetido ante el fotógrafo, en que hacía entrega de un "telescopio prismático de cuarenta y dos aumentos, arrebatado por este bizarro miliciano a las hordas fascistas", según rezaba el pie de foto.
Llegó la Navidad y pasó sin pena ni gloria. El hombrecillo desdentado vagaba por la Goleta mirándolo de lejos, y Mani sentía crecer su confusión. Parecía haberse establecido un acuerdo tácito entre todos; sabía que todos sabían que él sabía, pero todos fingían ignorancia, como si la realidad fuese más llevadera así. Elena, que en otros tiempos hubiera sido de gran ayuda, ahora estaba sumida en un eclipse tempestuoso, ocupada nada más que en rascarse los brazos sanguinolentos, y ya sólo de vez en cuando preguntaba sobre la suerte de su familia. No recordaba que habían transcurrido casi cinco meses desde la noche fatídica. Paula mantenía la comedia: no dirigia la palabra al que fuera su marido y sólo Ricardo hablaba a veces con él, aunque dejaba de hacerlo y se retiraba bruscamente cuando Mani aparecía.
Las monjas estaban al corriente, pues Mani comprobó que distinguían al hombrecillo con un trato algo más considerado que al resto de asilados.
Aunque la comunidad continuara comportándose con la sumisión de siemepre, Mani comenzó a observar cambios sutiles. Cuando subía a la azotea a visitar a Elena, era frecuente oír el receptor de radio de las monjas sintonizado con Radio Sevilla. La voz aguadientosa de Queipo de Llano, que al principio de la pesadilla había escandalizado muchísimo a las monjas con sus maldiciones, exabruptos y palabrotas, ya no les turbaba. Colaboraban con naturalidad en las inciativas benéficas que Paula lideraba, y hasta confeccionaron, dirigidas por ella, prendas de abrigo para la centuria malagueña "En defensa de Madrid", que la ciudad reunió para enviarla a la capital republicana. Hasta llegaron a consolar con ternura a Antonio, que lloró como un niño cuando anunciaron la muerte del líder anarquista Buenaventura Durruti. Respaldaron la declaración de Antonio sobre que Málaga lo había hecho primero, cuando la radio dijo que estaban colectivizando las industrias de Cataluña. Aunque Paco era la autoridad suprema y las monjas no contradecían sus órdenes jamás, comenzaron a respaldar a quienes discutían con él.
El cambio no era clamoroso. Continuaban siendo igual de suaves y delicadas. Mani admiraba su destreza, sus habilidades primorosas. Apenas se notaba la escasez de trigo; el pan costaba ya nada menos que sesenta y cinco céntimos el kilo, pero en el convento seguían consumiéndolo en las cantidades habituales. El día que Antonio le dijo a Paco con gritos desaforados que Málaga debía dejar de organizar tantas colectas para mandar víveres a Madrid, ellas le dieron la razón.
La mutación de sor Rosario era más desconcertante. Un domingo, durante el almuerzo, leyó el voz alta el recorte de una revista ilustrada que publicaba la noticia del casamiento de Eduardo VIII de Inglaterra con una norteamericana divorciada, por lo cual había renunciado al trono. Al terminar, la monja guapa miró furtivamente a Paco y dijo que todavía existían en el mundo amores tan grandes, que podían impulsar a un rey a abdicar de su reino.
Pero en general, el desprendimiento y generosidad de la comunidad religiosa era igual que siempre, aunque las abrumadoras solicitudes de Paco, y sólo las suyas, encontraban progresiva resistencia. Cuando les pidió que colaborasen en la colecta de juguetes para los hijos de los milicianos muertos, la superiora le respondió con un sarcasmo:
-¿No habéis prohibido las fiestas religiosas? Regalar juguetes el seis de enero conmemora la ofrenda de los Reyes Magos al Niño Jesús.
-Los huérfanos son sagraos -replicó Paco-. No se puede barrer de la noche a la mañana lo que la sociedad les ha inculcao. ¿Quiere usted que ignoremos las ilusiones de unos pobres huérfanos de guerra?
-No, claro que no -respondió la superiora, sonriendo triunfalmente.
Una mañana, el Templao dijo al llegar con el camión que tenía una pista más segura que nunca. Su tía estaba convencida de haber visto a Inma entrando en la catedral, aunque después no había sido capaz de encontrarla dentro. La catedral era uno de los mayores refugios de fugitivos y sería como buscar una moneda enterrada en la playa. Miguel no había vuelto al frente, porque los cuatro meses de embarazo habían abultado perceptiblemente el vientre de Angustias y Paco le hizo remolonear aduciendo que en la provincia de Granada estaba todo casi perdido. Sabiendo que en cualquier momento los rebeldes intentarían cruzar la línea de Zafarraya, Paco obtuvo para Miguel el brazalete del Socorro Rojo a fin de que no tuviera que permanecer escondido en La Goleta, ya que nadie podía circular por Málaga sin llevar prendida a la ropa una insignia cualquiera de los incontables comités, asociaciones, sindicatos o partidos, pues no lucir ninguna convertía a cualquier sujeto en sospechoso de tración si era joven y sano. Fue destinado por Paco al camión que Mani comandaba.
Pese a que lo llevaban siempre medio vacío, el recorrido del reparto era cada vez más amplio y el trabajo más penoso.
-Esta porquería no hay criatura que se la pueda comer -protestó el Templao escupiendo la pulpa que había intentado masticar.
Recolectaban naranjas cachorreñas de los árboles de los jardines públicos.
-Po tienen más vitaminas que las naranjas chinas -aseguró Miguel.
-Tendrán muchas vitaminas, pero es como si hubieran puesto alquitrán en las raíces.
La presencia de Miguel, con sus bufonadas y alegría de vivir, había mejorado el ánimo del Templao, de modo que Mani aceptó acompañarle para buscar en la catedral. Cuando subían la amplia escalinata semejante a un decorado de película, dijo Mani:
-Encontrarla ahí dentro sería un milagro, Guaqui. Creo que hay miles y miles...
Las oleadas de fugitivos llenaban inmediatamente cuantos locales mandaban las autoridades acondicionar. Las amplias naves del primer templo habían tenido que abrirse al éxodo incesante que convergía en Málaga, procedente de toda Andalucía. La catedral no figuraba entre los refugios que ellos debían surtir, porque su camión habría sido ridículamente insuficiente.
-Va a ser como buscar una aguja en un pajar -insistió Mani.
-Sí está, yo daré con ella -se jactó el Templao.
-Pero no es lógico, Guaqui. ¿Por qué iba a dormir en la catedral, pudiendo ir a tu casa?
-¿Te crees que ella es capaz de hacer algo lógico?
Mani se mordió el labio. Trataba de distraer a su amigo con argumentos y hacerle desistir, convencido de que la búsqueda era inútil.
- Tu hermano Paco -dijo ásperamente el Templao- tiene poder como para hacer las averiguaciones que le salgan de los cojones. ¿No sabrás algo malo y estarás dejándome hacer el majara, buscando pa ná?
-Seguro que no, Guaqui. Ahora, sé tanto como sabes tú.
-A lo mejor, hasta sabes dónde está el Serafín y que se ha llevao a mi Inma con él.
-¡Tú no estás bien de la cabeza!
Mani le dio la espalda al Templao, pero notó que le seguía, mirándolo como si quisiera atravesarle la piel. Al cruzar la puerta de dimensiones colosales, el hedor que les golpeó en la cara tenía la consistencia de algo sólido. En el aire enrarecido se entremezclaban el humo de las hogueras, el aroma de guisos indescriptibles y el tufo rancio de la mugre, el sudor y los excrementos. Mani no recordaba haber estado en la catedral desdel el día que fuera a suplicar la ayuda divina para salvar al Templao. Las doradas naves que aquel día le habían invitado a la paz contemplativa y a la fe, se habían convertido en lóbregas galerías del infierno. La distancia gigantesca entre sus cabezas y las remotas piedras labradas del techo neoclásico estaba ocupada por un monstruo viscoso, casi corpóreo, al acecho, como si estuviera a punto de precipitarse para aniquilar a la ensimismada multitud que se amontonaba sobre el frío mármol. Fuera resplandecía el sol líquido de enero, pero las vidrieras multicolores no brillaban igual que aquel día. La luz mortecina y sucia que transparentaban parecía la de un crepúsculo infernal.
-Ve por este lao -la voz del Templao sobresaltó a Mani-. Yo iré por la otra nave.
Los cuerpos inmóviles se arracimaban unos contra otros para darse calor, desfallecidos sobre la inmensa superficie del damero de mármol blanco y rojo. Mani halló que lo peor de todo era saber que no estaban muertos, que bajo los sucios harapos de momias viejas palpataba una ilusión de vida, que tras sus ojos opacados por el estupor había biografías felices en pueblos iluminados por la cal. Eran muchos, varios millares, pero solamente se oía un rumor apagado, los ayes y gemidos se emitían con sordina, como si les faltara fuerza hasta para lamentarse. Ninguno de aquellos rostros abofeteados por el terror podía ser el de Inma, por muy mal que la vida la hubiera tratado. Las miradas se perdían en un infinito sin horizonte, nadie bajaba los ojos como Inma, por causa del rubor enamorado. Apenas unas pocas mujeres parecían libres de las amarras invisibles que paralizaban a los demás, unas pocas mujeres con expresiones ensimismadas, que removían el aguado potaje en las grandes latas de conserva que usaban como ollas. Mani se detuvo ante una mujer joven que en el mundo de los vivos no debía de pasar de los veinte años; en aquel limbo de tragedia licuada y torrencial, su edad podía ser de siglos; apretaba contra sus pechos fláccidos a un niño blanco como la cera, un recién nacido cuya cabeza bañaba con sus lágrimas.
-¿Has visto algo? -preguntó el Templao a través de un sollozo y los ojos congelados, como si no fuera a su hermana a quien buscaban-. Voy a mirar por esta nave un poco más. Espera aquí, Mani. No te muevas. No te escapes. Espérame .
Las paredes ciclópeas presentaban enormes manchas de hollín. Protegidos por los ángulos de las capillas y las basas de las columnas, algunos hombres formaban corros en torno a diminutas hogueras encendidas con cartones, papel y viruta. No hablaban. Todos fijaban la mirada en la llamita vacilante, abismados en su vértigo, como si aguardasen la llegada de un técnico que arreglase la avería de sus vidas.
Mani corrió rabiosamente tras el Templao y jaló de su brazo.
-Vámonos, Guaqui. Ella no está y aquí no tenemos ná que hacer.