martes, 3 de diciembre de 2013

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Primera parte completa- 10 capítulos y las primeras 50 páginas del original. MÁLAGA, INGLESA Y MORA

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ


La vieja sociedad, roto su cielo,
siente que en sus espaldas se desploma
y rota emprende el vacilante vuelo.

SALVADOR RUEDA.



PRIMERA PARTE.
Málaga, inglesa y mora



Capítulo I

Volvían como almas en pena recién desenterradas, con un silencio de madrugada en un cementerio. Sus harapos, los ojos desorbitados y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones ni explosiones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. Conservaban el miedo a las acechanzas inclementes y todopoderosas, a pesar del silencio de ahora, un miedo que habría de acompañarles para siempre. El terror había quedado impreso en sus corazones como un tatuaje para toda la vida, que ya nunca conseguirían borrar. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás de ellos hasta donde les alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, exánime e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia que el éxodo en desbanda había representado, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados por el hambre y la desesperación; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos, cadáveres verdaderos que todavía yacían en muchas cunetas aunque se negaban a mirarlos. Ningún cultivo enarenado había sobrevivido y casi todos los árboles frutales estaban desgarrados y desarticulados por la desesperación. Lo más pesaroso era el silencio, enmudecidos todos como si temieran alertar de nuevo a monstruo. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico y porque todos ellos llevaban los pies heridos y muchos sangraban por heridas bajo la ropa.
Pero algunos otros no presentaban huellas tan obvias de la intensa y larga caminata; con ropas y zapatos o alpargatas en buenas condiciones, sus rostros no reflejaban los horrores ni el dolor de la multitud, como si volvieran de un paseo dominguero.
-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…
-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Rusia?
Las muchas decenas de miles de personas que habían huido la noche del 7 de febrero, para no ser masacrados por las tropas italianas al servicio de Franco, habían sido masacradas de todas maneras por el bombardeo incesante de los barcos, por los aviones alemanes que experimentaban con los pobres cuerpos de los malagueños la efectividad de sus ametralladoras, por el viento, el frío, la lluvia y el hambre. No volvían todos. Muchos habían seguido huyendo a pesar de la inundación de Motril, encaminándose a Valencia y hasta Francia. Muchos otros, habían muerto. La mayor parte de los peregrinos que rodeaban a los dos amigos mostraban en la ropa rastros de sangre de sus parientes muertos o heridos, cuando no se trataba de su propia sangre todavía manando de heridas mal curadas. .
Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, procurando fuerzas donde se había extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El mayor sangraba por los pies y el más joven estaba aprendiendo a odiar. El adulto que ya era el Templao y y el adolescente casi niño que todavía era Mani no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.
-Son casi los mismos de la otra noche –señaló el Templao, señalando el purgatorio que les envolvía-. Muy pocos habrán llegao al otro lao del frente.
-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás y por todas partes, Guaqui… me duele el alma.
El Templao rozó con los labios la sien izquierda de Mani.
-Po si vieran lo que hay en Torrox y por Nerja… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?
-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…
-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, venimos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.
Mani apretó los labios. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. Aunque trataba de hacerlo, no conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones o los aviones a cada paso- resultaban notorios como la lava de un volcán. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de los veinte cadáveres tendidos en aquel pedregal de Nerja, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Su entereza se había disuelto como mantequilla en el fuego. Los amados chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje. Ahora, cuando la espantosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia inmunda escarbaría para desenterarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.
Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá, porque los rumores afirmaban que más adelante no había meta ni luz, porque el gobierno de Largo Caballero se había desentendido del éxodo de malagueños y nadie estaba disponiendo consuelo para tanta desesperación. Mani cabeceó, porque no era capaz de hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.
-Me dan temblores… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!
-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.
-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.
Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.
-Y los hijos de puta del gobierno de Largo Caballero no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.
-Dicen que de no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha regalao Málaga a los fascistas.
-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. ¿Te acuerdas de la otra tarde, cuando íbamos al cine y cayó aquel obús de Franco sin que ningún barco republicano contraatacara? Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático y pudo haber sido condenado a muerte hace ná, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó al diputao Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas llegaran.
Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos estaban a punto de caerse.
-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa meternos otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.
Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos que habían muerto. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:
-¿Habrían muerto todos de verdad?
Con un sudor frío en frente y manos, evocó la escena entre lágrimas…

Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.

Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:
¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?
Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras los hombres le temblaban de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio y voz enérgica:
-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Tú mismo dijiste que tenías mu vista a la muerte. Es una obsesión que namás que puede perjudicarte… a ti y a mí…, sin que les ayude a ellos ni una mijita.
El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde habían muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.
-¿Qué te pasa, Guaqui?
Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.
-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.
-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.
-Yo no te dejo a ti solo ni muerto –proclamó el Templao-. Venga, vamos por ahí –señaló una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras o el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.
Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de zombis que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.
-Tenemos que seguir pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.
Extrañamente bermejo, el sol estaba ocultándose tras la sierra de Mijas
-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.
Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:
-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase sería peor.
El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.
Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que dominaba la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de unas pocas semanas atrás, y ningún transeúnte de los que iban encontrando aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de estar calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que contaban los fugitivos de Sevilla y Cádiz que no tenía piedad.
Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a la delicada madre de Mani, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia.
¿Cuántos pobres desterrados habrían muerto bajo las ruedas de ese camión? Mani se estremeció y apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo cuatro o cinco noches atrás…

El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.

La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la inútil escapada con el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:
-Ya mismo vamos a llegar al Palo.
-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.
-Me dan temblores.
-A mí también. Un no sé qué…
-Murieron una pila debajo del camión.
-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.
-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.
-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.
-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.
-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas mucho más urgentes que pensar? ¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?
-En mi corralón.
-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el sitio ocupao, es exactamente donde no podemos ir.
-Po nos iremos al río.
-Tampoco podemos, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Mira lo destrozao que está tó esto. Mejor buscaremos un resguardo en el monte Coronao o La Virreina.
Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.
-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.
-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.
-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?
-¿Te parece?
-Creo que nos lo darían. Pero seguramente el Serafín y los suyos están todavía allí.
-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.
-¡Hijos de puta!
-La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –dijo el Templao con aspereza.
-Pero su casa no existe ya –afirmó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.
A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio rabioso de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.

-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado, cerca del cuello.

Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre atavío habitual, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga durante los últimos meses. ¿Qué haría ahora doña Elena? Seguramente, lo primero sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. A continuación, iría a vivir con algún familiar de fortuna, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos.
-Al final–el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?
Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado largamente sobre los porqués de la conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que le había hecho su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, sobre su origen bastardo, ¿podía considerar que doña Elena era familiar suyo? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agobio; le acarició la nuca.
-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?
Mani giró la cabeza con algo de asombro.
-Tampoco yo te abandonaría nunca. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.
El Templao medía más de un metro ochenta, estatura inusual en aquel tiempo. Por su trabajo de arrumbador del puerto, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y besó la mejilla de su amigo.
Casi sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba poco a poco. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios distinguidos. Todos, tanto los que llegaban como los pocos viandantes, exhibían un aire taciturno; trataban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.
-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.
-¿Qué quieres decir?
-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerdas de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…
-¿El ministro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…
-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?
-Si. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?
-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta.
-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, acuérdate de que tó el mundo nos conoce por allí.
-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más.





































II Capítulo
No se atrevieron a ir al convento de la Goleta. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población.
Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban grandes tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huída se había visto obligado a dar muchos rodeos. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.
Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni de los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga sin huir y esperando a ese ejército desconcertante, le apeteció recorrer algunas calles del barrio donde había nacido. Tuvo que sostener al Templao en muchas ocasiones, casi desfallecido.
Parecía que hubiera pasado no sólo una guerra, sino los peores ciclones de la historia. Los escombros se amontonaban por todas partes, todavía había derrumbes a su paso, porque los muros, exhaustos, mermados y muy debilitados por siete meses de bombardeos diarios, no podían continuar erguidos, sosteniendo las precarias construcciones y caían entre polvo y estreépito.
Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, Mani esperaba calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro; sus ojos desorbitados apenas pestañeaban.
Mani recordó el relato de cuando su amigo escapó del ejército de Franco con el que invadió Cádiz, su travesía a pie de toda la serranía de Ronda, sus peligrosos encuentros y el estado que presentaba su ropa cuando se reencontraron junto al muro de la Goleta. Se preguntó si Joaquín estaría ahora más aterrorizado aun, porque parecía un muñeco roto o un enfermo en coma.
Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable que ascendía por la calle Ollerías, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:
-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.
-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.
-¿Y has visto al Roatta?
-No he tenío oportunidad.
-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.
El Templao no sonreía ni pronunciaba ninguna de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber aceptado que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la vitalidad. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.
Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y se encaminaron arroyo Guadalmedina arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. El pedregoso y estéril cauce se había convertido en un campamento con aspecto de ejército derrotado en un campo de batalla.
Bajo el escudo protector de un grupo de pitas, acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Daba la impresión de que la vida hubiera abandonado la ciudad y sus alrededores; no sólo habían exterminado a los animales a causa del hambre, la vida salvaje debía de haber huido de las interminables explosiones hacia los bosques de los montes. Cerca de la casona, encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo de macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta. Esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, había sido una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia en la que acabó descubriendo que su madre había nacido bastarda. Todo junto, en su memoria, le parecía un melodrama propio de película o de las novelas antiguas.
El Templao no paraba de agitarse. Mani temió que pudiera tener fiebre, pero puso la palma de la mano en su frente, sin sentir que la temperatura fuese demasiado alta. Pretendiendo sedar el sueño inquieto y tembloroso de su amigo, agachó la cabeza y le murmuró muy despacio y quedamente al oído:
-Mi Paco me contó una vez que esta finca fue la hacienda de una malagueña que había sido virreina de México. Era madrastra de otro malagueño que también fue virrey de México, un fulano que los estadounidenses consideran un gran héroe de su independencia; su lema personal, “yo solo”, se cita en muchos sitios por ese país. El Paco me contó algo de una batalla donde ese fulano le echó unos cojones.... Se llamaba Bernardo Gálvez y hay muchos monumentos suyos en el sur de los Estados Unidos. Contaba mi hermano que desde que la madrastra se casó con el padre, había estado enamorada de su hijastro, que tenía casi su misma edad, y no pudo aguantar que él se casara con una mulata de Nueva Orleáns, que entonces era provisionalmente español, de manera que en vez de quedarse la ex virreina en México, ejerciendo de suegra de aquella mulata que tanto odiaba, y viviendo como una reina, se vino a Málaga, compró esta finca y se construyó un palacio en lo alto de aquella loma, una especie de castillo que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Por aquellos tiempos, se estaba terminando de construir la catedral de Málaga, namás que faltaba una torre grande, cuatro chicas, las cúpulas de los tejados y casi toas las estatuas, pero la virreina convenció al cabildo de que mandaran fondos a su hijastro pa echar a los ingleses y reforzar así la lucha por la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, y por eso nunca acabaron la catedral. Y fíjate, un siglo después, ese país que tanto ayudamos a independizarse, nos declaró la guerra a los españoles, una guerra en la que perdimos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Ahora, del palacio de la virreina no quedan más que unos muros en ruinas, que yo los he visto allí arriba y, pa más inri, seguimos con la catedral a medias y cualquier día se nos cae desmoroná.
-¿Eh?…. –murmuró el Templao entre sueños.
-No es ná, Guaqui. Estoy recordando al Quini; si no estuviera preso, es uno de los que mejor podrían ayudarnos ahora.
Lo último que había oído de Quini era que estaba preso; y preso seguiría ahora, porque era la única persona que conocía que los dos bandos tenían razones poderosas para condenar a presidio. Pero en las circunstancias presentes, era también el único a quien sería útil pedir ayuda, por su enorme inmoralidad que le dotaba de recursos para sobrevivir en las situaciones más desfavorables. Si el Chafarino no hubiera muerto no tendría ni que pensar en pedir nada a nadie más… Acomodó la cabeza sxobre la yerba fresc a, aver si conseguía dormir. En un duermevela algo febril, la nostalgia lo arrebató.

Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.
Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.
-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?
Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?
Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.

A pesar de que ya se le estaban cerrando los ojos, amodorrado por el cansancio y los rítmicos ronquidos del Templao, la evocación del anciano pescador ciego hizo que Mani sintiera un retortijón en el corazón, mientras intentaba velar a su amigo. Joaquín roncaba como los atletas, despacio y como degustando el aire. Él lo supervaloraba demasiado, le atribuía méritos que no creía tener, lo que le obligaba a mostrarse entero y dominador; aunque fuese más flaco y joven, estaba obligado a protegerlo. ¿Qué hubiera sido de su vida si no estuviese con él?
Necesitaba contagiarse de su fuerza, igual que se había valido de la sabiduría del redero ciego de la playa; el Chafarino había sido su principal referencia los últimos tres años de su vida. No podía acostumbrarse a la idea de que tendría que estar sin él para siempre.
Si no estuviera con el Templao, habría muerto.
Con voz sonámbula y entre dientes, el Templao murmuró:
-¿Te pasa algo, Mani?
-¡Qué!
-Estás llorando.
-¿No dormías?
-Ojú, tengo un frío… Pégate aquí, a mi vera, pa resguardarme. ¿Por qué llorabas?
-¿Es que no hay motivos?
-Claro que sí. Pero por qué ahora precisamente…
-Estaba pensando en el Chafarino.
-¡Pobrecillo! ¿Estás seguro de que había muerto?
-¡Claro que sí! Lo vi.
-Lo que me contaste que habías visto fue namás que un cuerpo carbonizao…
-¿Y quién iba a ser? Claro que era él, vivía solo.
El Templao rezongó, con voz sonámbula.
-Si no tuviera tanto sueño, te mentaría un montón de posibilidades.
-¿De que no fuera él aquel muerto? ¡Estás chalao!
-Si te cuento… cuando los de la Legión invadimos Cádiz, la cantidad de compañeros del tercio que yo creí que habían muerto de un tiro y que, de pronto, me daban un susto porque volvían a menearse…
Mani estimó que el Templao trataba de consolarlo para que se durmiera de una vez, pero recordaba los volúmenes y la inmovilidad de aquel cuerpo ennegrecido por el fuego, y no le cabía ninguna duda de que se trataba del Chafarino. No le apetecía seguir hablando de esa cuestión y, para evitarlo, se acercó al lado del Templao y fingió que empezaba a dormirse.
El Templao le echó el brazo sobre el pecho al tiempo que murmuraba.
-Desengáñate, Mani. Estamos más solos que la una –se durmió al instante, como si lo hubieran desconectado.
Mani se preguntó que más le estaba pasando al Templao, además del cansancio y el dolor que ambos compartían. Siendo tan fuerte y vital, mostraba un abatimiento que tenía que ayudarle a superar cuanto antes, por el interés de los dos.
No sonaban ladridos en la finca de la Virreina ni cantaban los gallos. No escuchaban los sonidos delatores de la vida del campo, pero aun así sonaban levemente la brisa suave sobre las pitas y las chumberas, el bamboleo de las ramas de una frondosa higuera cercana que estaba cubriéndose de hojas nuevas, las rachas intermitentes de la lluvia fina que llamaban “calaera” y hasta creyó posible Mani escuchar el baile de las olas de la lejanísima playa donde había vivido el Chafarino.
Secó con la palma de la mano la frente del Templao, al tiempo que alzaba la cabeza en busca de algo que pudiera echarle por encima para resguardarle de la lluvia, aunque al fin y al cabo era poco más que rocío.
Durante un instante, añoró no sólo al redero ciego, sino también el sonido de la arena arrastrada por el agua más que ninguna otra cosa; solamente su madre le pesaba más. El chapoteo de la arena, que no se parecía a ninguna música, el reflejo de la luz del Sol y de la Luna, la playa ardiente a causa de que su color oscuro atrapaba el calor, los pies hundidos en el rebalaje procurando que ni Quini ni sus amigos notaran que apenas tenía vello en el pubis, la expectación ante la siguiente prueba de su clarividencia con que el anciano pudiera asombrarle.
Ya nunca volvería a esforzarse por oír la voz cavernosa del anciano por encima del bramido del rompeolas. Ya nunca le obligaría a transitar por mundos legendarios ni le haría soñar.
El viejo redero ciego que poseía más libros que nadie que conociera, había sido el guardián y el instructor de su pase de la niñez a la adolescencia, mucho más que sus propios hermanos. La evocación dibujaba en su memoria imágenes nítidas de lo vivido en la playa de La Isla; los marengos que tiraban del copo al amanecer, los bolicheros que salían con sus jábegas al anochecer, los numerosísimos delincuentes que usaban la playa como guarida, pues no recordaba que jamás la hubiera visitado ni un solo guardia de Asalto.
Recordó que, a pesar de la misantropía que le incitaba a vivir solo en la playa, el Chafarino tenía familia; había mencionado algunas veces a hijos, nueras y nietos. Lo más probable era que tales familiares vivieran en el barrio del Perchel. Si habían sobrevivido a la inundación de muerte qui Málaga padecía.
Todavía le quedaba algo que hacer con respecto al Chafarino. ¿Encontrar un hijo suyo, por si se parecía un poco a él? ¿Hablar con alguien de lo trascendental que el ciego había sido en su vida?
Ahora, sin embargo, su primera preocupación tenía que ser el Templao, cuyo derrumbe tanto le desasosegaba.































III Capítulo
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas cerradas...
El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la ciudad
No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más; era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las manos, cuya pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo como en este momento,
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…
De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivo durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.

El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.

El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche, también el la Virreina; el Templao se negaba a estar muicho rato, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani, cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina, amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle. Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani prenguntó;
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Una pechá, pero puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos capaces de dar con la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de quién quería averiguar primero, si del Chafarino o Doña Elena. Mani rezó interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar completamente Málaga y sus habitantes.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el frente de combate… Ya lo sé.
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras salían del arroyo para dirigírse a la Goleta



















IV Capítulo
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa, aunque algo más dispersos que los dos días anteriores, rendidos y vencidos, arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos los miraban ahora, tras haber descansado un poco, con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y repulsión. ¿Así parecían ellos dos días antes?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo de concentración, subían por las riberas del Guadalmedina y la calle del Molinillo, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna, porque casi no había más que escombros humeantes. Prematuramente, la mudez que les obligarían a guardar durante años les dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas esquivas y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la incertidumbre y, sobre todo, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un pequeño huerto de la calle de Salamanca donde salaban boquerones, hasta que el Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que los dos hombres, que rellenaban un pequeño tonel con boquerones y sal, le señalaban y murmuraban entre sí. Le habían reconocido, estaba en peligro. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tendría que recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas vecinas lo miraban de reojo. De hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor del muchacho era tan profundo por la desolación que veía pasar, que no tenía ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su hermana Inma, porque todas las piedras de las callejas que recorría se la recordaban. El estremecimiento le hacía trastabillar y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con todo detalle y cronológicamente.

-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes. Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles, hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río. Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención, de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el alba.
Fue con la primera luz del amanecer cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera multiplicar su horror.

El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo, pero no pudo cerrar los ojos del todo por lo copioso de su llanto.
De repente lo vio llegar a través del cristal de sus lágrimas. Dibujó una sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino de gran parte de la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar amargas naranjas cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes, como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada uno.
Más cerca, el Templao reconoció con algo de dificultad al miliciano que había conducido el camión de reparto hasta cuatro días antes, porque se había transfigurado. Se paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conductor vestía de un modo que tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
¿Qué había pasado?
El Templao asistió perplejo al desmoronamiento de cuanto quedaba dentro de sí. Su idea del mundo se disolvía como azúcar en el agua, mientras se resistía con denuedo a exterminar su esperanza. Estupefacto y cabizbajo, siguió adelante tratando de superar lo que acababa de suceder, que estaba creciendo en su imaginación como el más negro escollo del mundo. La musculatura desarrollada durante años en el puerto, cargando sacos que pesaban más que él, ahora no le servía de nada, porque sus piernas volvían a flaquearle. Sentía que podía desmayarse. Alzó los hombros en busca de una resolución que ya no sabía en qué parte de su anatomía pudiera estar. Se palpó los testículos, a ver si un demonio disfrazado de italiano se los había extirpado, como él le había hecho a Serafín. Los genitales continuaban en su sitio, pero los sintió languidecientes, como si estuviera siendo víctima de un embrujo.
No podía caberle en la cabeza la conducta del conductor, que siempre le había parecido un muchacho bromista, afable, despreocupado y un poco simplón. ¿Tan pronto se estaba adaptando la gente a la nueva situación? ¿Tan acojonados estaban? ¿Iban a portarse todos así?
Inconscientemente, comenzó a caminar con mayor cautela, mirando adelante y atrás con prevención. Un pálpito impreciso hizo que retrocediera en el laberinto de callejas formado por Curadero, Rosal Blanco, Huerto de Monjas y demás, porque los barrios malagueños de entonces eran como aldeas encerradas en sí mismas. Todos se conocían, al menos de vista, sabiendo vida y milagros y el pie de que cojeaba cada uno, gracias a las murmuraciones y comadreos de las tertulias en los atardeceres.
Ahora temía tanto como necesitaba encontrar a gente conocida.
El Templao se dio cuenta de que se cruzaba con algunos vecinos, matronas y chicos, que evidentemente no habían huido con la desbandá; los reconocía vagamente y en todos los casos notó que viraban bruscamente la cabeza para no mirarlo o para que no se cruzaran sus miradas.
Él, que había sido el joven más popular del barrio, se había convertido de repente en un apestado al que todos eludían ahora. La perplejidad vencía al dolor. Seguramente, el amigo ciego de Mani, el Chafarino, habría sabido explicarle el cambio si permaneciera vivo. Pero también había muerto, qué desperdicio; tanta sabiduría y buen juicio, disipados en un bombardeo. ¿Qué más había muerto? No le quedaba más familia que Mani, le habían arrebatado cuanto amaba y hasta su autoestima, las esperanzas eran ahora escombros de explosiones y comenzaba a sospechar que su corazón se había secado a tal punto, que nunca volvería a amar ni a ser amado.
El conductor no podía haberse convertido en una miserable mala persona en cuatro días, como si lo hubieran fundido en una fragua. Era el miedo. Al Templao, siempre le habían achacado la facultad de no dejarse abatir por el miedo, sino todo lo contrario, pero sabía cuánto pesaba. Lo había visto en muchos rostros acobardados, inclusive en la cara generalmente presuntuosa de Serafín, aquella vez que el hijo del barbero estuvo a punto de dispararle en un oscuro callejón cercano a los Mártires, cuando Mani le salvó la vida. El miedo era el sentimiento más paralizante del que tuviera noticias. El miedo anulaba toda facultad, velaba la inteligencia y ofuscaba el ánimo. Y al parecer, era un demonio al que tendría que encararse a diario en lo sucesivo, porque la realidad era que no sólo lo había detectado en las pupilas de esos vecinos acogotados, sino que velaba como una sombra invisible las expresiones de toda la población, flotaba como una venenosa plaga bíblica encima de la ciudad, más pesadamente que la misma ruina.
Aumentaba su descomposición.
Armado con un residuo de su antigua resolución rabiosa, decidió volver sobre sus pasos y realizar un esfuerzo de audacia para recorrer la calle Curadero. Sólo unos metros más allá dse la esquina, vio llegar al Carbonero. Escarmentado por la actuación del miliciano conductor, el Templao no se lanzó hacia él. Esperó, parado, a que llegara cerca.
Notó que iba a hacer lo mismo que el conductor, rehuirle, y desvió la mirada con expresión de culpabilidad. Pero al llegar al lado del Templao, se agachó como si necesitara atarse el cordón del zapato y, en esa postura, susurró:
-Guaqui, haz como que no estamos hablando, mira pal otro lao. ¿Sabes algo de los Robles del Altozano?
-Han muerto tos, menos el Mani, que está ahí cerca.
-Po dile que se quite de enmedio; a él es a quien más buscan. Llevan dos días viniendo a cada rato al barrio, preguntando por tos ellos, pero por el Mani en particular.
-¿Quiénes vienen?
El Templao fue a mirar a su vecino, pero recordó a tiempo que debía disimular. El vistazo le había bastado para darse cuenta de que el Carbonero iba limpio, repeinado y vestía un traje anticuado.
-¿Quiénes van a ser? El Serafín y los de su maná, disfrazaos de monigotes.
El Templao tragó saliva:
-Necesitaría que alguien entrara en la Goleta por mí.
-¿De qué quieres enterarte?
-El Mani quiere averiguar por la de los barcos…
-Se la llevaron ayer.
-¿Presa?
-¡Qué va! Una ambulancia del hospital con lo menos doscientos médicos.
-¡Ah! ¿Del hospital Civil?
-¡Tú estás majara! A esa tía no van a encamarla ahora en el hospital de nosotros los proletarios. La habrán llevao al Gálvez, al Militar o por ahí. Yo no sé más. Ahora tengo que echar a correr, que por ahí viene gente. Disimula y no se te vaya a ocurrir decirme ni condiós.
El Templao permaneció unos instantes en la misma posición, sin volverse hacia el Carbonero siquiera para verlo correr llamativamente encogido. Volvió a andar pesadamente en la dirección por donde debía encontrar a Mani, arrastrando los pies. ¿Cuántas bofetadas más, cuantas decepciones más iba a tener que encarar. De pronto, el espíritu se le había convertido en una carga insoportable.
Mani lo vio llegar. Ansiaba conocer el resultado de su gestión sobre doña Elena. Fue a saltar en medio de la calle, descubriéndose, pero una mano tiró de su jersey y le susurró al oído:
-Niño, ten cuidaíto, escóndete o echa a correr; vete del barrio y piérdete enseguía. Te quieren siquitrillar.
Mani contuvo el salto, al tiempo que siseaba al Templao.
-No te vas a creer lo que pasa, Mani.
-¿Qué, Guaqui?
-La gente está mu rara.
-Ya me he dao cuenta.
-No. No tienes idea de lo que me ha pasao. He visto al chofer del camión, vestío de señorito de pega, y no ha querío saludarme. Ha echao a correr.
-¿El Lagartija?
-¿Así lo llaman? No lo sabía.
-Le cabrea tanto que le digan el mote, que nunca lo mentábamos. Pero no me acuerdo de cómo se llama. ¿Qué ha pasao?
-Que ha fingío que no me conoce.
Mani agachó la cabeza un momento, cavilando.
-Una vecina, al verme saltar hacia ti, me ha pillao de aquí, y me dicho mu callaíto que me vaya corriendo. Joé, Guaqui. ¿Tanto ha cambiao la gente?
-Parece que tienen miedo.
-¿Parece? Están cagaos. ¿Has averiguao de la de los barcos?
-He visto al Carbonero, que tampoco ha querío saludarme claramente. Ha dicho que se la llevaron ayer en una ambulancia.
-Entonces, no será difícil dar con ella.
-¿Qué no? ¿Qué pretendes hacer, ir preguntando por ahí, mientras te buscan pa fusilarte?
Mani se encogió involuntariamente. Se daba cuenta de que tenía que indicar alguna iniciativa, porque el Templao lo miraba, expectante. Pero tenía la mente completamente en blanco.











V Capítulo
Habían pasado cinco días desde el regreso de los dos muchachos a la ciudad transfigurada.
Todavía no había acabado el invierno, que en Málaga solía ser compasivo, pero un frío glacial se había instalado en las calles invadidas de gris. El impulso rabioso y buscavidas de los refugiados de los pueblos de varias provincias se había esfumado, ya no había un portal de Belén en cada portal, ni animales de granja por todos lados ni colas limosneras por doquier, y con el sonido amortiguado de sus débiles pasos ahora todos daban la impresión de temer despertar a una bestia ahíta de sangre. Los fugitivos se daban prisa en ocultarse cuando podían, si es que no habían requisado sus casas, o huir a sus pueblos, y los escasos que callejeaban, a pesar del peligro que corrían por los continuos derrumbes de casas heridas por los bombardeos, lo hacían sólo por necesidades impostergables o la indagación sobre familiares desaparecidos. Grupos de falangistas, similares a los que Mani y el Templao habían visto la noche de los júas tres años antes, circulaban por calle Ollerías jactanciosos, triunfales e indiferentes, y algunos vecinos, a quienes los dos muchachos conocían bien pero que fingían no conocerles, usaban disfraces improvisados que trataban malamente de remedar uniformes imposibles.

-Vaya mamarracho -dijo el Templao-. Resulta que el Serafín es un fascista de ésos.
-¿Le damos un susto? -propuso uno de la pandilla.
-¡A qué esperamos! -exclamó el Templao. Echaron a correr por la estrechísima calleja que salía a calle Carretería entre dos conventos. Serafín se dio cuenta de la persecución, pues aunque no paró de correr, se puso a gritar y a dar pitidos con un silbato; como se encontraba rezagado a unos quince o veinte pasos de ellos, Mani advirtió antes que la pandilla que los once de quienes Serafín se había separado corrían detrás de él en auxilio del hijo del barbero. Iba a verse entre dos fuegos; tenía que correr a avisar al Templao y los demás.
-Así que tú eres el comisario de la Falange en el barrio -decía con tono triunfal el Templao a Serafín-, el que nos denuncia a los guardias a toas horas.
Era éste un enigma que traía al vecindario de cabeza: averiguar cómo se enteraba la policía tan pronto de hechos que, sin un delator, jamás llegarían a sus oídos.
-¡Dejadme tranquilo, rojos de mierda! -gritó Serafín.
Vuelto hacia ellos, en la dirección opuesta, podía ver que sus compinches acudían a ayudarle, mientras que el Templao y los suyos no se habían dado cuenta todavía. Mani dio un salto y se aferró al cuello del Templao.
-¿Qué haces, Rubio?
-Echa a correr si no quieres que te maten.
-¿Qué dices?
-Que los falangistas vienen ahí con las pistolas en la mano ¡Aparta a correr, coño!
Salieron de estampía ante la sonrisa triunfal de Serafín, que ya había sacado el arma. Los de camisas azules y pantalones negros sólo les persiguieron unos metros y, aunque hicieron algunos disparos, no alcanzaron a ninguno ni parecían querer hacerlo. La pandilla escuchó al alejarse un coro de carcajadas.
-Gracias, Rubio -dijo el Templao.
Ese recuerdo iluminaba a diario su amistad con el chico rubio que tan inaccesible le había parecido de niño y que tan aristocrático consideraba todo el vecindario. Ahora dependía de él, mucho más de lo que hubiera sospechado jamás, pero temía que no por mucho tiempo. La ciudad circunspecta y medrosa en que Málaga se había convertido no sería propicia en lo sucesivo para amistades entre alguien tan insignificante como él y un sujeto que iba a conquistar el mundo. A veces, volvía la cara hacia el chico como pretendiendo asegurarse de que no lo había abandonado.
La sensación de acechanza era una inundación viscosa y ácida que anegaba todos los rincones y callejas del barrio, y paralizaba las voluntades, desalentando hasta a los espíritus más animosos y capaces de sobrevivir. Las elusivas miradas, los rictus de dolor, las manos crispadas, todo expresaba desesperanza.
Tenían que escapar de ese infierno del desánimo y de las amenazas que pesaban sobre los dos, pero sobre todo sobre Mani
-Parece que a Málaga la han vuelto del revés, como un calcetín –comentó el Templao, mientras examinaba el rapado que retocaba, del cabello de Mani, realizado con una maquinilla mohosa encontrada en un rincón oscuro de la calle, cerca de la iglesia de San Felipe.
-Peor –Mani tenía los ojos cerrados, como si de ese modo pudiera evadirse de los trasquilones que estaba convencido de que el Templao dejaba en su pelo-. Han regao el terror por toas partes, como una lluvia de zotal . ¿Qué habrán empezao a hacer pa que la gente esté como está, habrán fusilao ya a muchos?
Mani revivió mentalmente el ambiente revolucionario de septiembre y octubre, cuando todos creían que la guerra estaba acabando y que Málaga se iba a independizar como república libertaria. El descubrimiento de que constituían una comunidad despreciada por sus vecinos y, al parecer, por todo el país y el convencimiento de que tenían que redimirse e iban a lograrlo; una redención que según las apariencias tenían al alcance de la mano. Los talleres de milicianas trabajando noche y día, gratis, para proveer de abrigos, mantas e implementos a los frentes, eran la expresión del dinamismo que iban a imprimir a su futuro; las monjas de la Goleta, fingiendo ser enfermeras y trabajando afanosamente para surtir de vendas, pomadas y cabestrillos a los hospitales improvisados de los hoteles de lujo, representaban la nueva clase de relación que establecerían con la religión; las fábricas de La Isla y El Perro, donde falsificaban armas o las inventaban, iban a ser el comienzo de una industriosidad aun más vigorosa que la del siglo XIX. Entre bombardeos, dolor y muerte, brotaba la efervescencia del pueblo convencido de que su ventura comenzaba a llegar, que por fin florecía la felicidad acabando con las desventuras de los últimos cuarenta años.
Había sido un sueño mágico y por eso el despertar resultaba más tétrico.
-Ya no nos queda ningún sitio donde indagar sobre la de los barcos -lamentó el Templao- ¿Qué hacemos?
-No estando en el hospital de Gálvez ni en el Militar, imagino que se habrá ido a casa de una amiga o algo así. A ella no le gusta estarse quieta ni tendrá paciencia pa quedarse de brazos cruzaos, ahora que conseguirá curarse la sarna enseguía; y con el yerno muerto, se pondrá a mandar en los barcos y, lo más seguro, a reconstruir su casa a tó meter.
-Natural, pero… ¿Dónde podría estar ahora?
-A ti no te conocen por su calle de la Caleta, que está un poco más pacá de la casa de la hija del ministro, adonde tú y yo fuimos aquel día. Podrías preguntar; alguien tiene que saber.
-Ni se te ocurra. Perdona, Mani, es más peligroso pa mí que pa ti moverme por esos andurriales. Tú puedes disimular el pelo rubio o tapártelo, pero yo no puedo disimular lo cateto que soy; si me pusiera a trajinar por esa calle, alguno llamaría a los militares, y como están las cosas…Ya sabes tú. Lo que podemos hacer, con mucho cuidaíto, es ir al puerto, a ver…
Siguieron el más tortuoso camino posible, a través de las calles más estrechas y oscuras, como las que trazaban el perímetro de las viejas murallas y el conjunto de la antigua ciudad intramuros. Se cruzaron con muy pocos civiles; la ciudad, antaño dicharachera y luminosa, había adquirido un circunspecto color de cuartel. Como eludían las calles que tradicionalmente registraban más circulación, no se toparon con formaciones militares, pero en muchos puntos próximos a tales calles escucharon el sonido marcial de los desfiles.
Merodearon a lo largo de la verja del puerto, sin atreverse a entrar. Los habituales barcos de cabotaje se opacaban junto al ostentoso despliegue militar. El Templao, más alto, escudriñaba entre los barrotes de hierro, en busca de algún arrumbador o un carabinero que conociera. Sólo alcanzaron a ver guardias civiles desconocidos y muchos militares vestidos de modo extraño e intimidante.
-¿Qué buscas, Templao?
Los dos amigos se volvieron al unísono hacia la voz. Mani no lo conocía; El Templao tuvo que realizar un gran esfuerzo para identificar, tras el disfraz y el bigote postizo, a un guardia de asalto del que había sido amigo.
-¿Por qué se viste usted así? –pregunto el Templao.
-Asalto es un cuerpo republicano, ¿tú crees que no van a siquitrillarnos? Que yo sepa, tos los compañeros están escondíos. Yo vengo a tratar de buscarme la vida con gente que conozco ahí dentro. ¿Y vosotros?
-Buscamos a doña Elena, la de los barcos –informó Mani, presuroso-. ¿Tiene usted idea de dónde podría estar? Su casa la quemaron.
-Sí, lo sé demasiao bien. Nos mandaron no intervenir aquella noche. La vieja de los barcos podría estar en cualquier parte; a lo mejor, donde se refugiaban las derechas y ahora dicen que se han refugiao casi tós los perseguíos de la república, en la casa del cónsul de México.
-¿Dónde es?
-Por la Caleta. En una casa mu bonita que se llama villa Maya. Dicen que toa la casa y el jardín están como un campamento.
-¿Y refugian también a los ricos? –preguntó Mani con extrañeza.
-Dicen que están dando asilo a gente cuya vida corre peligro con éstos. Pero nunca se sabe. Si yo tuviera que buscar a alguien que sé que destruyeron su casa, sería allí donde iría a buscarlo.
Les resultó muy extraño desandar la avenida semi tropical que habían recorrido cinco días antes, regresando de su éxodo inútil. Salvo las numerosas casas reducidas a cenizas, la arboleda recuperaba poco a poco su imagen de jardín edénico, preparándose para recibir la primavera, que ya se manifestaba donde podía. Los jacarandás empezaban a cubrirse de púrpura, los ficus elástica se habían llenado de conos blancos, las araucarias rebrotaban por pisos y las glicinas se mostraban dispuestas a comenzar a abrir sus pesados racimos de flores. Se cruzaron con muy poca gente; los tranvías iban casi vacíos, apenas circulaban coches particulares y de tanto en tanto oían gritos y órdenes militares.
-¿Has visto quién iba ahí? –preguntó el Templao mientras señalaba con expresión de sorpresa desencajada un coche que acababa de sobrepasarles y seguía, raudo, hacia el barrio marinero de El Palo.
-No –respondió Mani, que no paraba de cavilar sobre qué iniciativas adoptar los próximos días y, por ello, iba muy ensimismado
-El Quini.
Con expresión de incredulidad, Mani objetó:
-Me parece que estaba en la cárcel. No puede ser él
-Estoy mu seguro, Mani. Habrá declarao que era preso político. Tú sabes de más que ése es mu capaz.
Mani sonrió. Suponía que el Templao tenía que haberse equivocado, pero no quería contradecirle, lo que sentía a cada paso tentación de hacer. No podía ser que, cuatro días después de la caída de Málaga, ese muchacho pudiera habérselas ingeniado para librarse de sus condenas, que incluían una por asesinato, y disponer de medios que le permitieran ir en coche. Años atrás, la casa de Quini había sido una de las más prósperas del barrio, pero los vecinos comprendían a qué se debía la prosperidad. Todos sabían que el muchacho, de la misma edad que el Templao y uno de sus más fieles ex cortesanos, era un quinqui incorregible.
Perplejo, Mani cayó en la cuenta de lo mucho que Quini había influido en sus peripecias de adolescente; fue por su mediación como había conocido a doña Elena, al seducirlo con engaños para robar en su mansión; también junto a Quini había conocido al Chafarino, y hablando con Quini, y en parte por su causa, fue por lo que el hijo del barbero le había disparado en el pecho en la calle Nueva, condenándolo a un coma de cuatro meses. Era de conocimiento público que Quini había matado a un guardia la noche de la quema de júas de tres años antes y que, a partir de entonces, había rebotando de cárcel en cárcel hasta el día del levantamiento militar. Junto a Quini había asistido a aquella batalla en la Cortina del Muelle, cuando Mani disparó a un comandante del ejército y se convirtió en héroe popular.
Mani miró de reojo al Templao con un sentimiento extraño, diciéndose que Quini había sido bastante más determinante que él en su vida aunque jamás hubiera sido un verdadero amigo.
No podía ser Quini el ocupante de aquel coche que se apresuraba a lo lejos.


















VI Capítulo
Al Templao le preocupaba el escepticismo constante de Mani.
El chico que antaño había decidido luchar con tenacidad conmovedora por convertirse en su amigo, se estaba distanciando aunque ni él mismo se diera cuenta. Para su propia sorpresa, le enternecía evocar aquellos días del verano de 1934; Mani era entonces todavía un niño con aire de querubín barroco, mientras que él, trabajador del puerto, era ya un musculoso y exuberante casi adulto, muy desastrado y bruto pero muy admirado en el barrio; la adoración y persecución del muchacho la había interpretado al principio sólo como un pretexto para pedirle venia para enamorar a su hermana Inma, pero el día a día le fue demostrando que, por alguna razón inexplicable, el chico ansiaba su aprobación y su amistad. Desconcertante, porque la madre de Mani era vista por los vecinos como una especie de reina destronada y a sus cinco hijos se les consideraba príncipes, los más sabios y con mejor futuro del barrio.
Siempre presentía que Mani acabaría dándole de lado. El adolescente que todavía no alcanzaba del todo su estatura, era en realidad mucho más poderoso y listo que él. Más grande. Sus capacidades no podían compararse. Mani razonaba como una persona mayor muy sabia, poseía una cultura que no imaginaba de dónde la habría sacado, ya que apenas había ido a la escuela; poseía el aplomo propio de quien está al cabo de la calle, y la autoridad y el liderazgo le surgían de modo natural, sin esfuerzo ni ampulosos gestos de dominio.
Mani iba a lograr sin esfuerzo posiciones en la vida que él no podía ni soñar. Siempre intuyó que llegaría el día en que tuviera que decirle adiós, pero le dolía enormemente el temor de que ocurriera tan pronto, y más contando con las dificultades por las que estaban pasando.
A su pesar, temía a cada paso volver la cabeza y descubrir que Mani echaba a correr y se alejaba de él. No quería ni imaginarlo, pero su inquietud crecía sin parar.
Los jardines de las mansiones convertidas en cenizas por los sucesos de julio del año anterior, dejados en libertad, estaban preparándose por su cuenta para la primavera que ya se presentía por todos lados. Almendros nevados, algodonosos por las flores; hermosas rosas precoces, cascadas de madreselvas que ya perfumaban las tapias encaladas, yucas desafiantes como ejércitos de lanceros; unos ficus a los que llamaban “falsos magnolios”, mostraban ya los conos que se convertirían sin tardanza en hojas nuevas y en hermosas flores muy fragantes.
Los barrios opulentos del este de la ciudad iban a recuperarse con mucha mayor rapidez y facilidad que el núcleo antiguo, donde los escombros semejaban heridas que nunca podrían cicatrizar del todo. La Caleta y, sobre todo, el Limonar, recuperarían muy pronto de nuevo su aspecto normal, porque las mayores extensiones las ocupaban jardines ya dispuestos a recibir la primavera, aunque parcialmente asilvestrados; y las casas de los ricos serían reparadas o reconstruidas muy pronto.
Cuanto más se alejaban del litoral, menos ostensible eran los residuos de humo y el olor a incendio desparecía, y más iban percibiendo los tesoneros perfumes renacientes. La guerra parecía una pesadilla superada si se limitaban a mirar sólo las partes de los jardines visibles tras los pimenteros y eucaliptos que sombreaban las calles.
Era agradable el aire suavemente perfumado que respiraban, comparado con lo que llevaban tragando los últimos cinco días. Mani se sentía cada vez más preocupado por sus presentimientos sobre su amigo; el Templao hinchó el pecho para aspirar con avidez ese aire añorado, y exclamó:
-Míralo. Ahí va otra vez –indicó, señalado un lustroso coche que les había sobrepasado renqueando cuesta arriba.
-¿Quién?
-El Quini. Pareció que se iba pal Palo, pero se ve que ha dado marcha atrás porque se habían equivocao. Creo que también está buscando el consulado de México.
-No parece él –observó Mani con tono demasiado terminante.
-¡No paras de discutirme, Mani!
-¿Qué te pasa, Guaqui?
-Que ná de lo que digo te parece bien. Se nota que me consideras un chalao sin vista ninguna. ¡Ese que va ahí es el Quini, como que me llamo Joaquín!
-¡Tranquilízate, Guaqui!
-¡Qué coño estás diciendo! -tronó el Templao. Yo estoy mu tranquilo
-Bueno, Guaqui, está bien. Tendrás razón, pero… Si ha conseguío salir de la cárcel, tan tranquilo, por qué iba a ir en busca de refugio político.
-¿Y quien dice que vaya a buscar refugio pa él, Mani? ¿Es que no puede estar buscando también a alguien, como nosotros?
Mani asintió y hundió la barbilla en el pecho. Le había alarmado la explosión temperamental del Templao. ¿De verdad lo trataba con desafección altiva? Lo quería y lo necesitaba tanto, que no podía ser verdad. Debía de tratarse de una impresión poco objetiva, ya que el Templao, tan audaz y jactancioso, no dejaba de tener sus pequeñas manías y complejos.
Tal vez le había trastornado un poco lo vivido durante el éxodo. Nunca se había engañado a sí mismo sobre las capacidades ni las posibilidades del Templao; tenía muy claro lo que era, cómo era y lo que valía en realidad, y lo quería tanto por ser como era. Pero su amistad y su cariño tal vez no serían suficientes para conseguir que su amigo creyera un poco más en sí mismo.
Pero, ¿y si tenía razón? ¿Qué podía estar ocurriéndole? Lo padecido durante la desbandada ¿le había cambiado o sólo se manifestaba su verdadera naturaleza más crudamente? La experiencia debía de haber sido como una fragua para todos los que habían corrido, una fragua ardiente que les había fundido de nuevo. Él también tenía que haber cambiado en algo. Necesitaba al Chafarino; necesitaba que serenase su espíritu afligido con aquella voz tronante de marinero viejo; necesitaba que aclarase sus dudas, necesitaba sus sabias lecciones. Entre lágrimas que intentó que el Templao no advirtiera, evocó la noche terrible de los preparativos de la huida. Cuando fueron en busca del Chafarino para avisarle de la escapada de toda la familia y para ver si él necesitaba algo.

Al salir a la anchura de la playa, miró el emplazamiento de la choza con incredulidad. De la frágil construcción de cañas y restos de barcos no quedaba casi nada, sólo el amontonamiento de rescoldos y una mancha pardusca de arena carbonizada que desprendía todavía débiles madejas de humo. Quería creer que se había equivocado a causa del cañaveral incendiado, y que ése no era el lugar donde el Chafarino vivía, sino cualquiera de los otros cañizos alzados en la playa por los marineros. Buscó en todas las direcciones con mirada extraviada, ansiando que uno de los dioses que el anciano inventaba hubiera desplazado milagrosamente la cabaña hacia otro punto; ansiaba recuperar el sentido de la orientación y descubrir dónde estaba la choza y que el Chafarino abriera la puerta con un tazón caliente de caldo de pescado en la mano para reconfortarle del frío como un puñal que sentía en el corazón. Gritó. Llamó con todas sus fuerzas al Chafarino, hasta que se le quebró la garganta, acartonada. Sólo respondía el rumor de la brisa indiferente y el crepitar del fuego del cañaveral. Entonces, lo vio; era una masa carbonizada como todo lo que lo rodeaba, pero sabía que eran los restos de su amigo. Se arrodilló junto a él, extrañado de que en ese pedazo de carbón ceniciento pudiera reconocer tan fielmente a quien, ahora lo sabía, había querido tanto; creía poder ver sus pupilas estériles que, sin embargo, tan fijo parecían mirar; su sonrisa entre socarrona y comprensiva y sus hábiles pasos a través de los estorbos del mundo; creía escuchar sus palabras sabias mientras ansiaba con todo el alma poder volver a oír lo que antes creía que eran desvaríos y ahora necesitaba como agua fresca en medio del desierto. Alzó con rabia los puños al cielo, esperando que alguien le diera una explicación, que respondiera al enigma de por qué una bomba traicionera había destruido tanta sabiduría inofensiva, tanta capacidad de dar, tanta generosidad. Sabía que estaba llorando y no se avergonzaba; tenía que llorar ahora todo lo que pudiera, para no tener que llorar por siempre la ausencia del que, sin pretenderlo ni saberlo, había sido verdaderamente su padre. Un bocinazo, con el que el Templao le comunicaba su impaciencia, le recordó que tenía muchas cosas que hacer y buscó con los ojos el punto donde antaño se alzaba de la arena la proa de la jábega que al Chafarino le servía de fogón, marcado claramente todavía por la silueta de la barca quemada; tomó uno de los pedazos de tabla que habían sobrevivido al fuego, y con él fue escarbando un hoyo a través de las ascuas y la ceniza. El lío de las armas estaba tal como lo recordaba, enterrado a más de medio metro de profundidad, preservado de la humedad gracias a la pericia del Chafarino. Recuperar las tres pistolas y las abundantes municiones, alivió un poco su congoja. Corrió hacia el camión y supo disimular la tristeza ante el Templao, para no añadir un lastre más a todo lo que iban a tener que penar a lo largo de la noche.
Hasta aquella noche, Mani no había tenido oportunidad de descubrir cuánto quiso al anciano sentencioso y ciego que, sin poder leer, poseía más libros que nadie que hubiera conocido. Fue el guía de sus primeros años de adolescente, el padre que no había tenido, la fuente de los principales hechos históricos que conocía. Durante tres años, y a causa de haber ido con Quini a la playa, el Chafarino había sido su mentor, el maestro amable y comprensivo que compensaba sus frecuentes faltas a la escuela.
Se dijo que si el Chafarino viviese, sus angustias y apremios no existirían. Ni sentiría tanta necesidad de encontrar a doña Elena.

Ahora, caminando hacia el consulado de México, Mani no conseguía sustraerse al temor de que pudiera cambiar algo en sus sentimientos hacia el Templao, cualquier cosa que no consiguiera controlar. También a él lo necesitaba y sabía que, tan fornido y valiente como era, el Templao lo necesitaba igualmente a él. Sacudió la mano junto a su frente, a ver si conseguía apartar tan agorero pálpito.
Había un despliegue de militares muy ostentoso ante la verja del consulado de México. Españoles e italianos; curiosamente, no constituían una formación homogénea; los italianos estaban a un lado y, en el otro, los españoles. Estos no permitían pasar a nadie, para que no creciera el número de refugiados políticos; los italianos, todos adolescentes, sólo bromeaban. En los pasos que recorrieron Mari y el Templao desde que avistaron a los soldados hasta que llegaron cerca, fueron detenidos cuatro que los españoles metieron forzadamente en un coche cerrado.
Sin embargo, Quini, vestido con un ridículo traje de cuadritos de color marrón, se apeó con desparpajo del coche y habló con uno que parecía sargento, que lo dejó pasar abriéndole servilmente la puerta de la verja.
Los dos muchachos se miraron entre sí, asombrados, con incredulidad.
-Mani, creo que no nos conviene acercarnos –dijo el Templao.
-Tienes razón –concordó Mani-. Será mejor que nos quedemos un rato por aquí, viendo a ver el percal.
Transcurrió algo más de media hora. Mani continuaba cavilando sobre el estado de su relación con el Templao que, a su vez, lo miraba constantemente de reojo, como si esperase algo que no acababa de producirse.
Vieron salir a Quini de la villa sólo cuarenta minutos después de entrar; había estado rebuscando entre los refugiados del jardín mirándolos atentamente, como si tratase de encontrar a alguien; cuando el sargento que le había dado paso lo vio acercarse, abrió la verja con el mismo servilismo que a la entrada y casi una reverencia.
-¿A quién se habrá follao ése? -ironizó el Templao en un murmullo.
Con el pie ya en el estribo para entrar en el coche, Quini miró en su dirección; Mani y el Templao creyeron que era una mirada casual pero muy pronto cambiaron de idea cuando Quini volvió a salir del coche y corrió hacia ellos.
-¿Qué hacéis aquí? Comentaban que habéis muerto.
-Po mira tú –respondió el Templao-. Estamos vivitos y coleando.
-¿Intentáis refugiaros en el consulao?
-No, que va –respondió Mani-. Tratamos de encontrar a la de los barcos.
-No está ahí –informó Quini con seguridad-. Ni en los demás consulaos; media Málaga se ha refugiao en dominios extranjeros… ¡qué pechá! Oí decir que la de los barcos está en el Hospital Militar.
-Tampoco está allí. Ya hemos preguntao –afirmó el Templao.
-Pero estar, ha estao –afirmó Quini con rotundidad-. Como estuvo el hijo del barbero, el Serafín; pero ya se ha ío; ahora anda detrás de los italianos a toas horas. ¿Por qué no buscáis a la de los barcos por el Compás? No sé quién… alguien…, me dijeron que una prima suya vive por allí. Me lo contaron en la calle… ¿Has visto ya a tu Inma? –preguntó al Templao.
Sobresaltado, éste examinó la expresión de Quini con suspicacia, antes de responder:
-Mi Inma ha muerto –dijo con un quejido.
-¡Qué va! –discrepó Quini.
Con los ojos desorbitados y un escalofrío recorriéndole la espalda de modo fulminante, el Templao preguntó:
-¿Qué quieres decir?
Quini, antaño quinqui irrecuperable y ahora disfrazado de persona respetable, aunque ridícula, eludió de modo forzado las dos miradas, compuso una expresión desencajada y titubeó:
-Que… yo… No, nada, olvídalo. Me habré confundío. Mirad, si queréis ustedes un consejo, echar a correr y perderos de aquí. Iros con el loco de la playa.
-También ha muerto –dijo Mani
-¿Qué el Chafarino ha muerto? ¡Qué va!













VII Capítulo
El Mundo Nuevo era una vía que atravesaba el monte de Gibralfaro, comunicando los paraísos del litoral con uno de los barios pequeñoburgueses más célebres. A la parte más bucólica de este barrio la llamaban el “Chupitira”, una referencia a quienes se alimentaban con las almejas y coquinas que podían recogerse libremente en la playa, personas que a pesar de su pobreza -y hasta miseria-, vivían tratando de aparentar fortunas fantasiosas. Según se decía, era el lugar de Málaga donde residían mayor número de “entretenidas”, ex prostitutas mantenidas por los respetables comerciantes del centro y los industriales del vino.
El Templao y Mani subieron cansinamente el camino, que más adelante descendía de modo abrupto, más allá de la conexión con la vía de subida al fuerte de Gibralfaro. Transitaban en silencio; Mani cavilaba, apretando fuertemente los labios frente a las barreras que su propia mente le presentaba; el Templao comentó:
-¿En qué se habrá metío ése?
-¿El Quini?
-¡Claro!, ¿cómo se explica lo que hemos visto? Como hemos visto, tós comentan que hay un montón de quinquis de mala muerte que se han metío a chivatos y confidentes de los fascistas.
Mani le tapó la boca con la mano, porque su amigo había pronunciado esa palabra en un tono alto.
-Pero si el Quini anda chivatando, podía habernos denunciao –razonó Mani-. Ganaría puntos haciendo que me detengan, porque tó el mundo dice que me buscan.
-Joé, no paras de contradecirme.
-No es por contradecirte, Guaqui. Siendo confidente y delator ante los fascistas, ganaría puntos entregándome a mí.
-No se atrevería, Mani. Si ese majareta anduviera chivatando, son demasiaos lo que se vengarían; ¿tú te imaginas lo que podrían largar algunos sobre él, con la vida que ha tenío? Y nosotros, más que nadie, que lo conocemos chachipendi y lo tenemos más visto que la Alameda.
-¿Por qué habrá dicho que el Chafarino no ha muerto? Yo lo vi.
-¿Qué es lo que viste, Mani?
Aquella noche, el Templao no quería soltar el volante porque no se atrevía a bajar del camión, por miedo a que se lo robaran.
-Su cuerpo carbonizao –respondió Mani.
-¿Y cómo puedes estar tan seguro de que era él? Un cuerpo carbonizao es eso, un pedazo de carbón.
-Pero…
El razonamiento del Templao, junto con la exclamación de Quini, encendió la duda en el ánimo de Mani. Sintió algo indefinible en el pecho y prisa incontenible…
-Vamos pallá, Guaqui.
-¿A la playa?
Echaron a correr, desentendidos de su necesidad de moverse discretamente. El Templao, por su entrenamiento militar, eligió el camino del río, por donde llegaron pronto a la línea de playa, que recorrieron camino de La Isla aunque distaba mucho de la desembocadura. Confirmaron con decepción y aburrimiento que la cabaña del Chafarino había desaparecido con el fuego; sólo una mancha oscura señalaba el espacio que ocupara. El Templao examinó a Mani, que contemplaba esa mancha con la misma desolación que había exhibido tras descubrir el incendio cinco noches antes.
-Por qué habrá dicho eso el Quini? –se extrañó Mani.
-¿No sabes de más que ese tío está chalao perdío?
Había varios hombres levantando empalizadas de cañas y chopos unos metros más allá casi junto a donde estuviera la cabaña del ciego. Tal vez alguien aprovechaba la desaparición del viejo redero para construirse una nueva vivienda. El Templao sintió algo dentro del pecho que no supo identificar, pero mirando de reojo el perfil lívido de su amigo decidió que convenía regresar deprisa al casco antiguo.
Volvieron sobre sus pasos, atravesaron de nuevo el centro y toda la ciudad, para proseguir la busca de Elena Viana-Cárdenas James-Grey en el Compás. .
Era ésta era una pequeña cuesta que conducía hacia una hermosa basílica, alzada donde había estado el campamento de Fernando el Católico cuando conquistó la ciudad; también conducía al Hospital Militar y el laberinto de pequeños jardines de las entretenidas de los adúlteros prósperos. El Templao miró a izquierda y derecha con desánimo.
-Bueno. ¿Y ahora qué hacemos?
-Si buscamos la casa de una prima de doña Elena –afirmó Mani-, no puede ser cualquier casa.
-Po no veo que haya grandes mansiones por aquí.
-No te fíes, Guaqui. Cuando mi madre me mandaba a entregar aquellos vestíos a las casas de las putas, aunque siempre era en callejones apestosos, cuando me abrían la puerta resultaban ser casas espléndidas. ¿Quién podría decir que una casa cualquiera de estas no es por dentro un palacio?
-¿No se te ocurre pensar que la prima de la de los barcos no tiene por qué ser rica?
Buscando angustiosamente algún dato en su memoria, Mani recordó:
-¿Quién sabía vida y milagros de tós los vecinos en nuestro barrio, Guaqui?
El Templao meditó un instante.
-El barbero. Maldita sea la madre que lo parió.
-Po tenemos que buscar una barbería.
Corrieron a lo largo del Compás y una pequeña plaza adyacente, en busca de las bandas blancas, rojas y azules que distinguían las barberías. Encontraron una muy pequeña, escondida en un sombrío retranqueo.
El aburrido, ocioso y desanimado barbero les informó:
-Sí, murmuran que la de los barcos está por aquí cerca. Lo siento chaveas, yo no sé dónde vive su prima. ¿Por qué no le preguntáis a Rosa, la del ultramarinos?
Señaló una tienda de comestibles situada casi enfrente.
Al cruzar la pedregosa calzada, contemplaron el desolador panorama de la calle de Lagunillas, sin ningún edificio en pie y toda ella ocupada por los escombros.
-Sí, seguro que la tienen por este barrio –les informó la tendera, muy sonriente y dicharachera-, porque ayer vino una criada y me compró tós los artículos buenos que tenía. Atún, bacalao, salchichón de Málaga, morcillas y queso de Ronda, aceite del mejó de lo mejó y carne de membrillo auténtica de Puente Genil. ¡Una pila de duros! Pero no sé dónde vive. Si esperáis por aquí, me imagino que esa criá vendrá hoy otra vez. No querréis hacerle ná, ¿verdad?
Mani y el Templao se miraron con ojos opacos.
Se sentaron en el derrumbado bordillo de la acera, cada uno cavilando sobre sus temores. Varias veces, estuvo el Templao a punto de echar el brazo por los hombros de Mani, sin decidirse a hacerlo. Mani añoraba al Guaqui despreocupado y chistoso que le estrelló una vez una chirimoya en el pelo.
Asombrosamente, los huidos de la desbandada seguían regresando todavía. Ya no se trataba de cortejos, sino de gente desperdigada o grupos familiares, famélicos, con expresiones de espanto, desnudez harapienta y pies sangrantes. Bajaban del Mundo Nuevo, por lo que supusieron que probablemente serían mucho más numerosos los que habían continuado camino del centro por el paseo del litoral, sin desviarse.
¿Es que esto no va a acabar nunca? –murmuró el Templao con rabia.
-Mi Paco decía que éramos más de trescientos mil en la carretera–comentó Mani-. Suponte tú.
-¡Y los que no volverán nunca, porque habrán muerto!
-Por lo que vimos con nuestros propios ojos, lo menos habrán muerto la mitad.
-Mira, Mani. Ésa podría ser la criá que ha dicho la tendera.
Señalaba una mujer de mediana edad, achaparrada y aspecto pueblerino, que se dirigía a la tienda portando dos grandes cestos de pleitas vacíos. Se alzaron y esperaron unos minutos, para dar tiempo a que entrase en el negocio de ultramarinos. Acudieron inmediatamente después y, tras una pregunta muda, la tendera asintió. Mani se apresuró a preguntar:
-Oiga usted. ¿Podría decirnos dónde está doña Elena Viana-Cárdenas, la señora de los barcos.
Fue muy notable la expresión de recelo con que la mujer le miró.
-¿Quién?
Por la cautela y el tono de la pregunta, Mani dedujo que se trataba, efectivamente, de la sirvienta de la prima de doña Elena.
-Señora, se lo suplico. Soy su… nieto… y llevamos éste y yo dos días buscándola por toa Málaga.
Persistían la vacilación y las dudas, por lo que Mani insistió:
-Le doy mi palabrita del niño Jesús de que ella es la única familia que me queda y que yo… también soy la única familia que le queda a ella. Estaba mu malita cuando me fui de su lao hace seis días, y necesito convencerme de que está bien. Tenga usted compasión. Haga el favor de llevarme con ella.
La mujer les dio la espalda a los dos, sin volverse hacia el mostrador ni hablar con la tendera. Dio muestras de sostener una dura lucha interior durante varios minutos, tras los cuales se volvió hacia Mani y dijo:
-He escuchao que la de los barcos está por la vecindá. Como dices que eres lo único que le queda, me da lástima y voy a ir a averiguar con la vecina a la que escuché decirlo. Vuelvo en seguía, pero si ustedes dos venéis detrás mío, por la madre que me parió que me sentaré en el suelo y no me moveré hasta que ustedes os perdáis de vista. Tener paciencia y a esperar.
Sin añadir nada más, abandonó las dos bolsas en el mostrador y salió apresuradamente; corrió para atravesar la calle, mirando atrás a cada paso. El Templao murmuró al oído de Mani:
-Esa sabe más de lo que dice.
-Po claro. Es de verdad la criada de la prima.
-Vamos detrás corriendo.
-No, Guaqui. Habrá que aguantarse las ganas. Vamos a esperar.
La tendera comentó:
-¡Menuda lagarta! Está más claro que el agua que sabe dónde está la de los barcos, pero es que no podemos fiarnos ni del lucero del alba. Dicen que hay hasta padres que denuncian a sus hijos… Suponeos ustedes.
-¿Padres que denuncian a sus hijos? –se asombró Mani.
-¡Digo! En la Ciudad Jardín, un niño de quince años les ha contao a los nacionales que su padre y tos sus hermanos era anarquistas. Y… ¿habéis escuchao del ministro que vivía en la Caleta?
Mani asintió. Había ido dos veces a su casa, a entregar vestidos confeccionados por su madre.
-Po los comunistas mandaron a sus hijas las orejas del andoba, metías en un frasco, después de haberlo asesinao. Ahora, las dos se han vuelto majaretas perdías y andan señalando a tó quisque, acusándolos de ser amigos de los rusos. Entre antes de ayer y hoy, dicen que ellas dos solitas han metío en la cárcel a más de dos mil.
-Eso no pueden ser más que chismes –protestó el Templao.
-¿Qué dices, niño? ¿Es que no te has enterao de lo que está pasando por toa Málaga? Si es que las paredes oyen…
El Templao bajó la cabeza, con los ojos ensombrecidos. Pasaban por su mente las imágenes elusivas del conductor del camión y el carbonero. ¿Tanto había cambiado el mundo? Mani le sonrió tristemente.
-¡Tenemos que tener un cuidaíto…! -dijo.
-Pero Mani ¿Qué mierda de vida va a ser ésta?
-Ya has visto lo del Quini. Supongo que tó va a ser igual, de quedarse con la boca abierta.
-Yo no sé tú, Mani. Pero yo no soy capaz de andar por la vida con dos caras y las entrañas llenas de mala leche.
Mani asintió mientras miraba fijamente a los ojos de su amigo. Efectivamente, era la persona con menor doblez que conocía, generoso, sincero, simple y directo, incapaz de traicionar. Se sintió mucho más viejo que el fortísimo y musculoso héroe de barrio, cinco años mayor que él. Por mucho que razonara con él, no podría convencerlo de que se preparase para el género de vida que sin duda iban a tener que llevar en lo sucesivo. Con cierta sorpresa, presintió que iba a tener que protegerlo toda su vida, pensamiento que le hizo sentir algo de cansancio.
-Abre bien los ojos –le dijo.
-¡Digo! –exclamó la tendera-. Po no hay que abrir los ojos ni ná. Si el conserje del Círculo Mercantil ha denunciao a la mitad de los comerciantes de la calle Larios, acusándolos de republicanos…
-¡Eso tío está chalao! –exclamó el Templao.




















Capítulo VIII
-La Paca me ha contao que asegurabas que eres mi nieto… -dijo doña Elena.
Había pasado menos de una semana desde la última vez que la viera y no podía haber cambiado más su aspecto. Muy repeinada con sus ondas grises en las sienes y coquetamente maquillada, vestía un jersey lila y azul que se le ajustaba al cuello y las muñecas, como para disimular las heridas de la sarna, pero ya no se rascaba constantemente.
-¿Le molesta que haya dicho eso? -preguntó Mani, preocupado.
-No, qué va. Me ha encantao. En realidad, eres de verdad casi mi nieto. Pero tienes que comprender las precauciones de esa muchacha. Vino sin resuello, diciéndome que me buscaban. Pasó lo menos media hora contándome los detalles. En seguida me di cuenta de que eras tú y tu amigo el grandullón y, en cuanto lo comprendí, la mandé que corriera a traerte pacá.
-¿Qué le ha dicho el médico?
-Que esto no es tan grave y que me curaré en pocos días. Me estoy poniendo una loción. Ya ni tengo picores. ¿Estás seguro de que murieron todos?
A Mani se le saltaron las lágrimas mientras asentía.
-¡Pobrecillo! ¿Dónde has dormido estos días?
-En el campo. ASobre tó, en La Virreina, al lao de una chumbera.
-¿Tampoco tu amigo tiene donde ir?
-No.
La anciana meditó unos instantes, cabeceando. Si no había sobrevivido alguien más, tenía delante de sí a la única persona por la que podría sentir la necesidad de seguir viviendo. Era necesario anticiparse a cualquier sentimiento de rechazo.
-Baja a decirle a tu amigo que suba. Por lo menos hoy, puede comer y dormir aquí. En cuanto a ti, voy a mandar venir a mi peluquera, pa que te tiña de castaño esa pelusilla que te queda en la cabeza.
Terminado el almuerzo, todos remolonearon conversando en la sobremesa, mientras la prima de doña Elena sacaba una bandeja de borrachuelos de la última navidad. El Templao se apresuró a coger uno, pero sólo dio un bocado; sabía un poco rancio.
-Dice Rosario –comentó doña Elena, señalando a su prima-, que están encarcelando a muchos, principalmente de los que huyeron. Tu madre no tenía que haberse ido.
-Mi madre –afirmó Mani- no habría dejado que sus hijos se fueran sin ella ni muerta. Al final, toda la familia está junta como ella quería, menos yo.
Doña Elena asintió con expresión muy triste. Alzó la mano y acarició las cejas casi invisibles de Mani, como hizo en el teatro Cervantes, cuando el concurso de disfraces de carnaval.
-Menos mal. Tú eres muy superior a tus hermanos. Miguel era uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida, igualito que tu abuelo, pero era muy inconsciente. De Ricardo no me acuerdo mucho, pero por lo que sé era bastante majareta y un poquillo miserable. Paco era muy serio, demasiao pa su edad, pero los rusos le habían lavado el cerebro. Antonio era un loco suicida que expuso a tu familia al peligro demasiadas veces. Aparte de tu madre, pobrecita, la persona que más lamento que haya muerto es Angustias. Pobre preciosidad. Por ella, se armó la de Troya y hubo el enfrentamiento familiar que hubo, pero a nadie podían caberle dudas de que estaba loquita por Miguel. A todos llegué a quererlos, pero sobre todo quería a tu madre y hubiera deseado que fuese de veras mi hija. Qué pena que pasara más de cuarenta años odiándome ella y sin conocer su existencia yo. Era la hija bastarda del hombre maravilloso con el que me casé, que al cabo del tiempo comprendí que había sido algo cobarde. Puedes creer que si yo hubiera conocido la existencia de tu madre, su vida habría sido muy diferente.
Involuntariamente, Mani revivió en su mente las ideas infantiles, cuando creía que su madre era una princesa de cuento, habituada a los miriñaques enjoyados. De haber vivido como doña Elena sugería, sin duda habría resaltado como una aristócrata, pero realmente había tenido que afanarse para criar sola a cinco hijos varones, abandonada por un marido pusilánime. Y le había salido bien la obra. Mani no conocía a ninguna familia de su barrio tan obstinada por mantenerse unida.
-¿Usted sabe lo que le pasó a mi abuela aquel día, en su casa?
-Claro, yo estaba allí. Pero me tragué por completo la historia de que era una ladrona que había asaltado mi hogar de recién casada. ¡Qué tonta que fui! Pero si tu abuelo no hubiera muerto tan pronto, a la larga yo habría acabado por averiguarlo todo. Qué desgracia más grande. Tu abuela murió en la cárcel; tu abuelo, mi marido, murió de resultas de una coz y tu madre perdió no sólo a su padre, sino las oportunidades de toda una vida.
La voz de doña Elena se desdibujó en la atención de Mani. Lo que decía le hizo revivir aquella conversación con Paula, su madre, mantenida en Torre del Mar, recostados ambos en el suelo.

-Tienes que contármelo, mamá.
Paula comprendió instantáneamente. Observó el rostro de su hijo unos segundos.
-¿Qué temes, que no salgamos de ésta?
-No, mamá. De ésta vamos a salir, te lo juro. Te prometo que vamos a llegar a un sitio tranquilo, y seremos felices pa siempre. Pero no creo que vuelva a encontrar nunca otra ocasión igual pa que me digas...
-Yo tenía pocos años cuando sucedió; así que lo sé de oídas. Ni siquiera estoy segura de que ocurriera verdaderamente como lo recuerdo.
Era un día de mayo de 1897, en un jardín refrescado por las sombras de dos araucarias gigantescas bajo las que se abría un caleidoscopio de flores. Había otros muchos árboles en una extensión de terreno que parecía un parque público: Cedros, palmeras, ficus y limoneros, rodeados de arbustos de rosas y celindros. El perfume era tan omnipresente como la tibieza amable del sol de media mañana. Josefa había tenido que saltar a duras penas la verja tras ser rechazada por los criados en la entrada, muy violentamente, y tenía la pobre falda pardusca rasgada por un costado a causa de una de las lanzas doradas de la verja; aunque su pudor no sufriría menoscabo, porque vestía otras dos sayas bajo la falda rasgada, le avergonzaba el guiñapo que iba arrastrando sobre los guijarros blancos y grises del caminillo que conducía hacia el ventanal. Podía oír rumores de voces, aunque no muy claramente, porque el trino de los pájaros la envolvía como un concierto. Sí, había mucha gente en la casa medio oculta por buganvillas, rosales trepadores, glicinas y jazmines. Algunas cristaleras, las más bajas, transparentaban el apresurado ir y venir de muchachas vestidas como princesas; podía verlas recogiendo sus faldas para subir las escaleras o bajarlas, para correr a través de las alfombras o entre el abigarrado mobiliario, en un trasiego continuo de última hora. Había muchas cosas sorprendentes en ese salón entrevisto por las cristaleras y lo que más le llamó la atención fueron las numerosísimas miniaturas de barcos veleros. Josefa comprendió que no existía ningún punto en esa fachada por donde pudiera entrar; tendría que encontrar la puerta de servicio, en uno de los dos laterales, puesto que ya había comprobado la inutilidad de intentarlo ante la hermosa puerta de multicolores cristales emplomados. Era tan completo el agobio de las prisas que dominaba a todos los ocupantes de la casa, incluida la servidumbre, que la puerta de servicio estaba abierta de par en par. Entró sin tomar precauciones y en vez de permanecer oculta en la cocina o acechando desde las múltiples estancias de esa parte de la casa, se dejó guiar por las voces hacia el salón principal, un lugar decorado de un modo que no sabía que existieran escenarios así en la ciudad. Escuchaba la voz de Francisco Manuel sonando quedo en algún lugar cercano, pero no podía identificar con exactitud ni la dirección de donde llegaba el sonido ni, mucho menos, la habitación. Además de miedo, sentía tanta congoja que apenas podía respirar, y tenía que avanzar casi sin ver dónde pisaba, porque la cegaban las lágrimas. Francisco Manuel, antes tan leal, tan inmutable, no había vuelto a visitarla desde el nacimiento de su segunda hija; la primera, la que tenían en común, había gozado sobradamente de las risas y los halagos del que parecía el padre mejor del mundo, el más hermoso, el más gentil y dadivoso. Pero Paulita llevaba veintidós días sin probar el poder de los brazos del padre, sin oler el aliento de sus besos y ella, la madre desesperada que continuaba fingiendo paz ante su hija, había perdido los deseos de vivir si tenía que hacerlo sin el amor del único hombre que había tocado en su vida. Los primeros tres años, había creído sus promesas imposibles, que el primogénito de los Robles del Altozano se casaría algún día con ella, una pobretona modistilla sin educación ni fortuna. Luego, cuando satisfizo su ruego de que, al menos, le diera el apellido a Paula, todo pareció haber quedado saldado satisfactoriamente y fueron durante cinco años volcanes de amor absoluto. El matrimonio con Elena se había celebrado dos años atrás, y ni Francisco Manuel lo mencionó ni Josefa quiso darse por enterada; fingió ignorancia porque nunca aceptó sentirse la otra y una forma de evitarlo era no mencionar a la esposa legítima; por lo tanto, jamás había surgido de su boca un reproche en esos dos años. Pero hacía tres semanas que había tenido noticias del nacimiento de Rita, el cuarto día de ausencia de Francisco Manuel, cuando fue a preguntar por los alrededores a la servidumbre de su casa y de las demás casas de su calle; había esperado en vano su regreso los veintiún días hasta la tarde anterior, cuando se enteró de que iban a celebrar el bautismo de Rita. No sabía lo que iba a decirle, a él o a cualquiera que se cruzase en su camino, sólo necesitaba una explicación o una herida de muerte: que él le contara satisfactoriamente por qué no la había visitado, aunque ella tuviera que engullir la mentira, o que le dijera, de una vez, que había muerto el amor. Avanzó un par de pasos más, todavía con la esperanza de encontrarse con él y nadie más, poder saber, obtener su explicación y una palabra de esperanza, y al desplazarse hacia el centro del salón, el guiñapo que colgaba de su falda se enganchó a la barroca pata trípode de un velador, que cayó con gran estrépito al romperse su frágil tablero de cristal decorado y al caer el jarrón de plata que había encima. Inconscientemente, quiso arreglar el estropicio, creyendo que podría juntar los trozos esmerilados del rico vidrio y, para ello, sujetó el jarrón de plata. Al instante, comprendió su error cuando una doncella, parada tras ella, comenzó a gritar "¡ladrona, ladrona!"; el salón se llenó de gente inmediatamente: las amigas y primas de Elena Viana-Cárdenas James-Gray, sus padres y primos, la servidumbre casi en pleno, los padres y hermanos de Francisco Manuel, y, por fin, éste, que llegó con el brazo echado por los hombros de Elena, quien llevaba a Rita en brazos, ya terminada de vestir para el bautismo. Inexplicablemente, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón de plata, como si ése fuera su único asidero con la vida. Sus ojos se cruzaron con los de Francisco Manuel, en cuya tez acababa de instalarse un témpano de hielo; conturbado, todavía parecía más hermoso. Notó su lucha interior, sus desesperados intentos de imaginar una solución para lo que no la tenía. El padre de Elena, un rechoncho hombre de pelo ensortijado completamente blanco, de sonrisa afable pero de ojos de acero, ordenó con vozarrón de marinero a un lacayo: "Federico, coge la calesa y ve deprisa en busca de los guardias". Salió el hombre uniformado como la gente de los cuadros, y mientras tanto, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón, Francisco Manuel palidecía más y más y Elena encontraba el hilo invisible que unía en expresiones de entendimiento las miradas de los dos. Quiso engañarse a sí misma, creer que no, que en modo alguno se confirmaban los chismes que tanto habían ido a rondarle y tanto había desdeñado, pero Josefa, cuya expresión cenicienta parecía la de alguien en el umbral de la muerte, gimió: "Pacomani, por favor". Pacomani era el apelativo cariñoso de Francisco Manuel, que sólo los muy íntimos conocían además de sus padres y hermanos. Elena miró hacia su marido con indignación, esperando que él justificase el conocimiento del diminutivo familiar por parte de aquella miserable ladrona, pero él, como si emergiera de un mar proceloso donde hubiera estado a punto de ahogarse, sonrió seductoramente a su mujer, le echó el brazo por los hombros, la besó en el pómulo y dijo: "Vamos, mi adorada, no dejemos que este incidente nos amargue la celebración del bautismo de nuestra hija". Una hora más tarde, Josefa era conducida a la prevención y, dos días después, a la cárcel, donde murió el día que Paula cumplió los once años.

A Mani le sobresaltó la voz quejumbrosa de Doña Elena.
-Mi hija Rita –doña Elena parecía hablar para sí misma-, creció entre sedas y jazmines, todo se lo consentía aunque nunca quiso estudiar y sólo aprendió un poco de piano; y como es lógico acabó siendo una frívola de tomo y lomo. Ojalá que tu madre hubiera sido también mi hija. Y la habría querido como si lo fuera, si Francisco Manuel no hubiera sido tan insincero. ¡Dios mío! Pensar que perdió a su madre cuando tenía sólo once años. Paula fue una mujer excepcional, y además puso en el mundo a un muchacho como tú, que eres más excepcional todavía.
Mani se ruborizó. Miró al Templao de reojo, notando que disimulaba una sonrisa algo sarcástica.
Los cuatro estaban sentados en torno a una mesa camilla repleta de dulces y embutidos, tanto, que habría alcanzado para diez personas. El Templao había comido al principio con mucha avidez, un poco groseramente, pero fue rebajando sus prisas por las miradas admonitorias de Mani.
-Yo sí lo sabía –afirmó Rosario, la prima de doña Elena-. Me parece que toda tu familia lo supo desde el principio, desde que aquella pobre mujer fue llevada a presidio, porque no eran tontos y seguro que hicieron averiguaciones. Sabían de más el pie de que cojeaba tu aquerido Francisco Manuel.
-¡Qué dices! –exclamó doña Elena.
-Y tú no te enteraste porque estabas completamente ciega por Francisco Manuel. Pero la verdad es la verdad y toda la Caleta estaba al cabo de la calle. Nunca quisiste darte cuenta de que era el muchacho más guapo de Málaga y que todas estaban locas por él; tanto, que se pasó por la piedra a la mitad. Hasta quiso tumbarme a mí.
-¡Rosario!
-Lo que yo te diga. Y, para serte sincera, no caí en sus brazos por respeto a ti. Pero él sí que lo intentó de veras. Cuatro o cinco veces.
-¡Madre mía! –la voz de doña Elena sonó a lamento. Contempló enternecida al rubio chico que tanto le recordaba a su marido. Lamentó no haberlo conocido con tiempo de acunarlo en sus brazos como bebé. Debió de ser el querubín más hermoso del mundo. Y para colmo, era inteligente y hasta brillante.
Mani bajó un poco la cabeza, a fin de que nadie pudiera notar en sus ojos los reproches que dedicaba mentalmente a su abuelo. ¡Qué cobarde había sido! Y doña Elena era incapaz de comprender lo miserable que fue con Paula. Siempre sería incapaz y él no iba a ser quien la desengañara. Nunca se lo diría ni permitiría que se pudiera deducir de sus palabras. Guardaría para sí ese reproche y todos los que se le irían ocurriendo conforme supiera más del pasado.
Todo habría sido tan diferente en la vida de sus hermanos. Antonio fue en vida el anarquista más disparatado que había conocido, pero como niño rico habría sido un frívolo insoportable. Paco fue un líder comunista, y seguramente habría sido un opulento líder estudiantil o un intelectual y hasta un inventor. El más semejante a su abuelo, Miguel fue en vida el seductor más famoso del barrio, y lo habría sido de toda la alta sociedad malagueña y española. Ricardo se habría convertido en obispo, directamente.









































Capítulo IX
-Tú no te preocupes por mí –insistió el Templao.
Se despedían ante el portal.
Tras decirle sin demasiados miramientos que tenía que marcharse solo, Doña Elena había mandado entregarle una talega llena de embutidos, vino y pan.
-Tendría que irme contigo –declaró Mani.
-Ni se te ocurra, no hagas esa locura. A mi lao, no llegarías nunca a lo que estás destinao. Con ella sí, y estarás bien. Aprovéchate.
-¿Dónde vas a ir?
-No lo sé, Mani. A lo mejor me quedo por la playa del Chafarino.
-¿Cómo sabré donde encontrarte?
-No te preocupes más. Cuando tenga algo fijo, vendré a decírtelo.
-Pero este es un domicilio provisional…
-Viviendo con la de los barcos, ¿tú crees que no daría contigo, estés donde estés?
Mani se sintió sacudido por un presentimiento desagradable. Sin poder evitarlo, se abrazó a su amigo mientras se le humedecían los ojos. No podían separarse, le asaltaban toda clase de ideas agoreras.
El Templao enjugó las lágrimas de Mani con la mano, diciendo:
-Pórtate bien y no seas tonto. No pierdas puntá con esa lagarta. Adiós.
Mani lo vio alejarse camino de la parte alta de la ciudad, iba a dar un rodeo enorme por miedo a que alguien pudiera reconocerlo por el centro, cerca del puerto. ¿Iban a tener que comportarse los dos siempre con la misma precaución, como si fueran fugitivos de la justicia? Negó a su propio pensamiento; no podría vivir sintiéndose constantemente en peligro ni temiendo que encerrasen al Templao. Málaga, la ciudad paradisíaca que ensalzaban los poetas, ¿podía haberse vuelto tan hostil? Recordó la naturalidad con que el obispo y otra gente importante visitaban antaño a doña Elena en la destruida casa de la Caleta; bajo su amparo, estaría seguro; Elena Viana-Cárdenas James-Grey removería lo que hiciera falta para que Mani dejase de temer. Pero ¿qué sería del Templao?; la lógica le hacía temer lo peor.
Miró con profunda tristeza la ancha espalda que se distanciaba, como si se desvaneciera poco a poco en un pliegue imposible del tiempo; a la vez que su más querido amigo se disolvía en una esperanza que presentía vana, iba esfumándose una parte trascendental de su adolescencia. El realidad, toda su adolescencia. Había pasado algún tiempo desde que el Chafarino le dijera “ya eres un adulto”, y hasta ahora no se había dado cuenta de que era verdad. La dulzura del amor y la confianza luminosa de la amistad habían sido arrancadas de su corazón como las capas de una cebolla infame, y a partir de ese día se convertirían sólo en recuerdos nostálgicos de la juventud. Inma, su primer amor, y su hermano, el Templao, habían convulsionado su joven vida… y los había perdido para siempre. Porque por mucho que su corazón le pidiera correr tras el rastro del Templao, la cabeza le decía que no lo haría.
Subió de nuevo a la vivienda de la prima de doña Elena con la congoja de una nueva pérdida. A cada peldaño de la escalera con mayor convicción, presentía que no vería más al Templao, por lo que respondió con un mohín la pregunta de doña Elena:
-¿Has fijado alguna cita con ese muchacho?
Debería haberlo hecho, se dijo. Tanto el Templao como él se habían encomendado al azar para volver a encontrarse. Quiso recriminarse el error, pero en lugar de ello frunció los labios con determinación de permanecer impasible.
-Están disponiéndome una habitación en un palacete que he alquilao en la Caleta –informó doña Elena-. Un palacete que quedó casi intacto, de milagro, por suerte, porque es una especie de monumento. Pediré que arreglen otra habitación para ti. Tendrás que vigilar por mí la reconstrucción de la casa, que va a comenzar mañana. También voy a necesitar que vayas al puerto, a revisar el estado de los barcos, a ver lo que puedan haber hecho esos salvajes y, a continuación, a hacer diariamente lo que hacía el negao de mi yerno, revisar los manifiestos y esas cosas; pero antes tendremos que teñirte esta pelusilla que te han dejado, y hacerte un traje y todo lo demás, para que luzcas de acuerdo con tu categoría. Por la misma razón, he concertado para pasado mañana una cita con el alcalde, pa que te conozca, y tienes que decirle de mi parte que el mes que viene iré a visitarlo, cuando esté mejor de… una indisposición. Se trata de que si alguien te reconoce como aquel revoltoso que fuiste, esté la mar de claro que no podrá nada contra ti. Por la misma razón, mi abogado te conseguirá una entrevista con el gobernador militar, al que le dirás que puede contar con los barcos por si necesitara algo. El mismo día de la visita al alcalde, irás a saludar de mi parte al presidente del Círculo Mercantil, y le dirás que ocupas mi puesto. A continuación, cuando ya te hayas dado a conocer, de manera muy evidente en los círculos del poder, será cuando vayas al puerto, donde tú serás desde ahora mi único representante; a ver si consiguieras arreglar, de paso, los estropicios de mi yerno. Tómate en serio el asunto y actúa en consecuencia, porque ésta es la vida que te doy.
Sucedía de manera nada solemne. Se estaba produciendo un traspaso de poderes sorprendente. La anciana había decidido prohijarlo, y ni siquiera había creído necesario discutir sobre ello. De modo espontáneo, el hijo de una bastarda de su marido se convertía en su apoderado con la misma relevancia que un hijo. Mani escuchó las instrucciones mecánicamente, pero en seguida tuvo un escalofrío. ¿A qué podía referirse doña Elena con lo de la categoría? Su esencia y sus convicciones no habían cambiado ni cambiarían. Estaba convencido.
Varios días más tarde, se hizo la misma pregunta, junto a las conocidas jambas del portalón de la verja que había protegido el jardín de doña Elena. Nunca había visto tantos trabajadores afanándose al mismo tiempo en una sola casa, como si se dispusieran a construir un gran edificio. Eran cuatro o cinco cuadrillas, haciendo cosas distintas y trabajando en diferentes áreas de la finca.
Vio renacer la mansión como en una película pasada a cámara rápida. Iba cada día, lo que le obligaba a caminar sólo unos centenares de metros desde la gran casona, un poco tétrica, que doña Elena había alquilado. A diario, sentía desconcierto porque no siempre había el mismo número de trabajadores. Con frecuencia, advertía que alguno de ellos no lo había visto nunca; se trataba de sujetos que se sumaban a las cuadrillas como fantasmas que hubieran sido invocados, siempre andrajosos, barbudos y malcarados, y generalmente portando una pequeña manta jerezana al hombro o en la cintura. Creyó que se renovarían tanto por ser especialistas en partes concretas de la construcción, pero se dio cuenta de que no era el caso; participaban en la rutina de los demás. Después de notar tales novedades muchas veces, un día pudo espiar lo que hablaba uno de ellos con los albañiles más habituales:
-Nos mandan a los civiles un día sí y otro también, siempre procedentes de nuestros pueblos donde hacen averiguaciones, porque así creen de que nos reconocerán. Pero nosotros dominamos la serranía fenomenal; cantamos bandolaos o silbidos para avisarnos los unos a los otros de que llega un civil, inclusive de partías rivales, y entonces, descabalgamos, corremos, nos escondemos y soltamos a las mulas, que se conocen el camino de sobra; los civiles se van persiguiéndolas a ellas, mientras nosotros nos ponemos a salvo.
A Mani no le cupieron dudas; se trataba de los renombrados maquis, antiguos milicianos que pululaban por todas las serranías de Málaga, y que seguramente bajaban de vez en cuando a la capital para ganarse un jornal con el que sobrevivir, para ver un médico, abrazar a su familia o para otras cosas necesarias. Aunque consideraba que la presencia en la obra de tales personas podría ocasionar algún problema, siempre vencía su compasión por el hombre concreto y nunca lo venció la tentación de denunciarlo.
Pero se había alarmado tanto por la conversación, que pasó varias noches de insomnio, sin llegar a decidir si debía comunicárselo a doña Elena o no.
De todos modos, él siempre podía alegar ignorancia, porque no tenía por qué conocer a ninguno de los maquis e ignoraba los compromisos del constructor y lo que doña Elena hubiera hablado con él. Ella sólo le pedía a él un informe diario del avance de la obra, tanto de la casa como del invernadero y los demás elementos del jardín. Avance que algunos días lo dejaban boquiabierto.
Resultaba sorprendente que, a veces, el número de obreros se doblara y no por la presencia subrepticia de maquis, sino por otra clase de personas con expresiones desesperadas; llegaban varios camiones de reparto, parecidos al que él había comandado durante la guerra, y se apeaba un gran número de apesadumbrados hombres, muchos con heridas y heterogéneas vestimentas predominantemente grises, que se sumaban a los albañiles con miradas sombrías, a las órdenes de unos sujetos que parecían sargentos de la legión; se afanaban más que los obreros habituales.
Invariablemente, el ritmo de la obra daba un salto importante y repentino gracias a esa ayuda. Pero a pesar de su extrañeza, Mani jamás preguntó a nadie si, como le decía un pálpito, podían ser prisioneros forzados a trabajar como esclavos para un particular. Reprimió el pálpito y la pregunta, porque la intuición le decía que tales indagaciones podían perjudicarle. Sí reflexionaba algunas noches sobre las corazas que estaba viéndose obligado a ponerle a su corazón.
Tampoco informó ni preguntó a doña Elena sobre esta cuestión.
Su relación con la anciana había cambiado.
Ya no era aquella mimosa y extravagante señora que había entrado su vida inopinadamente, y acariciaba sus cejas y mejillas con un brillo húmedo de añoranza en los ojos. Ahora, lo trataba con la intimidad de un familiar cercano, como la abuela poderosa que no se plantea la menor duda de que su nieto y heredero cumpliría fielmente sus órdenes.




















Capítulo X
Mani iba a cumplir dieciséis años cuando anunciaron que la guerra había terminado; estaba en el puente de uno de los barcos atracados y escuchó que lo exclamaban en el muelle unos hombres entre vítores.
Paradójicamente, no sintió nada.
Tenía que ir dos o tres veces por semana al puerto, donde a su pesar se le instalaba un extraño vacío en el pecho. Recogía los manifiestos, respondía las preguntas de los capitanes, hacía las averiguaciones que doña Elena le encargaba y escuchaba las explicaciones con una extraña mezcla de pánico y añoranza. Pánico porque a pesar de que doña Elena le instruía con una extraña lucidez, a despecho de su edad, creía entender cada día menos del negocio, lo que le producía enorme desazón. Añoranza porque suponía que el Templao debía de trabajar en el puerto, pero por más que lo buscaba con la mirada, nunca conseguía verlo siquiera y doña Elena le advertía a diario de que no debía indagar abiertamente sobre gente de “esa clase”.
-Si te lo tropiezas, muy bien. Al fin y al cabo, habéis pasado mucho juntos, pero mis hombres o los de la junta del puerto no te respetarían como deben si descubrieran que tienes ese tipo de relaciones. Recuerda que tú eres el jefe. Tienes que aprender a cuidar tu posición.
¿Qué posición?, se pregunto Mani tratando de que la pregunta no brotara en sus ojos, de modo que doña Elena le recriminara sonoramente los reproches silenciosos que él mismo se hacía.
Antes de conseguir que el Templao lo aceptase a su lado, había tenido que recorrer un largo calvario de bromas, desdenes y burlas, porque Guaqui era desde siempre el muchacho más fuerte, más popular y más respetado del barrio, y él era sólo un niño cinco años menor al que nadie respetaba.
Evocó con un doloroso vacío en el pecho la primera vez que consiguió pasar una tarde junto al Templao, sintiéndose su igual.

Cuando salían a la calle Huerto de Monjas, el Templao preguntó:
-¿Pelas la pava con mi Inma?
-Eso quisiera yo... -respondió, de nuevo ruborizado.
-¿Cuántos años tienes?
-Once he cumplío.
-Tienes dos años menos que ella.
-Pos me llega por aquí -Mani señaló su oreja derecha.
-Que no te vea yo ponerle las manos encima, ¿eh?
-¡Que dices, Guaqui! Yo no ofendería a tu hermana ni que me mataran, y mucho menos siendo tú su hermano. Si no tuviera una pechá de motivos pa admirarte, además me estás haciendo este favor tan grande.
-No te estoy haciendo ningun favor, Mani. Hasta la hora que me vaya al taller, no tengo ná que hacer. Tú sí que me hiciste un favor anteanoche; a lo mejor no te diste cuenta, pero si aquellos hijoputas se hubieran liao a tiros, tú habrías sío el primero en caer por venir a avisarme. Los tienes de piedra y te debo la vida, Mani.
-Pero... a ti te respetan tanto, Guaqui; a mí me da una pelusa cuando veo que te hacen tanto la pelota. El Quini dice...
-Mira, Mani; al Quini, ni agua... ¿No te das cuenta de que está perdío del tó? Ya no sabe hacer namás que afanar, y ya viste lo que hizo la noche de los júas, cargarse a un guardia. Si no estuvieran las cosas como están, que los guardias no dan abasto con tantos asaltos y navajazos que hay tós los días, ya nos habrían llevao al barrio en pleno a la comisaría de vigilancia, pa sacarnos información sobre el escondite de ese majareta perdío. El Quini tiene el porvenir más negro que los calzoncillos blancos del borracho de su padre.
-Esta tarde, me ha ofrecío un negocio...
-¡Mani! ¿Has hablao otra vez con él? ¡Estás pa que te encierren! Ni lo escuches, ¿me oyes? Si se te acerca, dale una patá en el culo.
Holgaba pedirle consejo sobre la propuesta; ¡un jornal de cuatro duros diarios que se esfumaba! Bueno, a lo mejor podía convencer al Templao de que le ayudase en algo más repentino y mucho más productivo, sin tener que exponerse un día tras otro, sólo una vez. Llegados al final de calle Larios, Mani preparó el dinero para el tranvía. En el momento de subir, el Templao le dijo:
-Paga tú namás, Mani; yo iré de rondón en el tope.
-Mi madre me ha dao dinero.
-Pos guárdalo, que falta te hace.
Durante la tediosa marcha del tranvía a lo largo de unos tres kilómetros, Mani lo veía agazapado, para que el conductor no le descubriese; lamentó no continuar conversando con él todo el trayecto, porque precisamente el Templao, el líder de los muchachos del barrio, era el único de su edad que no se burlaba de él, le trataba como a un igual y le hacía sentir que había acabado su niñez por fin.
Llegados a la parada, y luego de preguntar a un vendedor de melones, recorrieron varias calles siguiendo sus indicaciones.
-Mira, también andan asaltando tiendas por este barrio tan tranquilo -el Templao señaló la puerta y escaparates rotos de un ultramarinos.
-Y por allí arriba, hay un chalet quemao -informó Mani.
-Yo tengo que pedirte también un favor, Mani.
-Larga.
-Tu hermano Paco... en fin. Es el tío más cojonúo del barrio y yo quiero me lleve a su célula.
Mani no tenía ni idea de lo que la palabra significaba. Por otro lado, le parecía de pronto que todas las consideraciones del Templao estaban motivadas por la pretensión de que le sirviera de intermediario ante su hermano. Tal idea le produjo decepción y enojo, pero consiguió liberarse de ambos sentimientos con la idea de que él también quería usar a Guaqui como intermediario ante Inma.

En la actualidad, cuando ambos habían sufrido las peores calamidades y la vida y el tiempo les había conducido casi a la edad adulta, con el correspondiente dominio sobre los respectivos libres albedríos, se le decía que no le convenía la compañía del amigo que más había querido en su vida, y que seguramente no volvería a querer a otro nunca más. Se sintió extrañamente culpable por no rebelarse.
Los marinos, incluidos los capitanes, lo trataban con mucha deferencia y no daban muestras de reprocharle su juventud. Había ganado algo de peso, aunque continuaba muy flaco; pero su aspecto presentaba en conjunto enorme galanura, embutido en los trajes de rico paño que le confeccionaba a medida el sastre de calle Larios.
Bajó la mirada para contemplar a los hombres que se alejaban muelle adelante, festejando que la distante guerra hubiera acabado. Se pararon ante un grupo de arrumbadores que trabajaban ante uno de los almacenes y corearon varios vivas, mientras saltaban con júbilo y se pasaban botellas de vino.
Uno de los arrumbadores contempló con complacencia la silueta del elegante joven apoyado con garbo y displicencia en la borda de un barco cercano. Estaba casi de perfil y miraba hacia la ciudad.
No tenía que forzar demasiado la vista para saber que era Mani. Todos los días le parecía que había crecido un poco más. Si ahora pudieran caminar medio abrazados, como lo habían hecho antaño tantas veces, era seguro que Mani sobrepasaría su altura lo menos en cinco o seis centímetros. Lo vio girar un poco la cabeza, y por precaución, medio se escondió tras un apilamiento de mercancía.
Le parecía natural que Mani fuese objeto de tantas lisonjas. Seguramente gracias a las influencias de doña Elena, le había perdido el miedo a que lo reconocieran los numerosos chivatos que pululaban por Málaga, y lucía su pelo normal, peinado cuidadosamente. Ya no era tan claro, pero nadie dudaría de que ese muchacho, tan apuesto y reservado, formaba parte de la más alta aristocracia de la ciudad. A pesar de la distancia desde la que siempre le observaba, resultaba notorio el respeto de todos; los nuevos carabineros, en realidad guardias civiles, lo saludaban marcialmente al pasar ante él o al ser llamados a su presencia. Sintió orgullo. El niño que más sinceramente le había confesado su admiración en el barrio, se había convertido en uno de los hombres más importantes de la ciudad. Conservaba en el ánimo rescoldos del fuego ufano que encendió en su pecho, cinco años antes, el hecho de que Mani le confesara su admiración y afecto, siendo él mismo un muchacho tan digno de admiración y afecto. Su cariño y devoción por Mani no precisaba ser alimentado por el trato presente ni por sucesos actuales, porque era suficiente e imborrable el rastro de lo ocurrido en el pasado.
El Templao comprobó, una vez más, que Mani no lo reconocía a la distancia. Pero poseía la gallardía necesaria y la prudencia conveniente para presentir que no debía llevar la iniciativa de un saludo, sino todo lo contrario; siempre trataba de no ser muy perceptible, llegando a esconderse, como hacía en este momento.
-Oye, estoy hecho polvo –comentó a su lado uno de los arrumbadores. ¿Y si vamos a pescadería, a tomarnos un café?
-Ahora, un café me caería como una piedra en la barriga, porque tengo un hambre…
-Joder, Guaqui, tú siempre pensando en la comía. Así estás, que pareces Primo Carnera.
El Templao sonrió. La mayoría de sus compañeros le apodaban “Primo Carnera” o “Paulino Uzcudun”, pero a él le parecían exageraciones. No era tan enorme como los famosos boxeadores ni había practicado jamás ninguna clase de deporte.
Nunca pedía permiso para abandonar el trabajo por un rato, porque ese tiempo se lo descontarían de la paga, de la que necesitaba hasta la última perra chica. Todos sus compañeros se tomaban algún receso de vez en cuando, pero él estaba obligado a resistir.