jueves, 21 de noviembre de 2013

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ primeras diez páginas de esta novela que estoy revisando y acabando





La antigua sociedad, roto su cielo,
siente que en sus espaldas se desploma,
y herida pliega el vacilante vuelo.


Salvador Rueda.


 
 



PRIMERA PARTE.

Málaga, inglesa y mora

 


Capítulo I

Volvían como almas en pena recién desenterradas, con un silencio de madrugada en un cementerio. Sus harapos y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones ni explosiones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. El terror había quedado impreso en sus corazones como un tatuaje para toda la vida, que ya nunca conseguirían borrar. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás hasta donde alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, moribundo e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia que el éxodo en desbanda había representado, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados por el hambre y la desesperación; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos, cadáveres verdaderos que todavía yacían en muchas cunetas aunque se negaban a mirarlos. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico y porque todos ellos llevaban los pies heridos y muchos sangraban.

-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…

-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Francia?

Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, procurando fuerzas donde se había extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El adulto que ya era el Templao y y el adolescente casi niño que todavía era Mani no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.

-Son casi los mismos de la otra noche –señaló el Templao, señalando el purgatorio que les envolvía.

-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás.

-Po si vieran lo que hay en Torrox y por Nerja… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?

-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…

-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, vamos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.

Mani apretó los labios. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. Aunque trataba de hacerlo, no conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones o los aviones a cada paso- resultaban dramáticamente notorios. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de los veinte cadáveres tendidos en aquel pedregal de Nerja, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Los chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje. Ahora, cuando la horrorosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia inmunda escarbaría para desenterarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.

Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá. Mani cabeceó, porque no era capaz de hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.

-Me dan temblores… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!

-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.

-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.

Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.

-Y los hijos de puta del gobierno de Largo Caballero no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.

-De no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha vendío Málaga a los fascistas.

-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático y pudo haber sido condenado a muerte, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó al diputao Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas llegaran.

Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos estaban a punto de caerse.

-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa meternos otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.

Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos que habían muerto. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:

-¿Habrían muerto todos de verdad?

Con un sudor frío en frente y manos, evocó la escena entre lágrimas…

 

Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.

-¡Al suelo! -ordenó Paco.

Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.

-Mamá, levántate; ya se van.

Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.

La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.

-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.

-Todos están muertos, Mani.

-¡Mentira!

-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.

-¡No puede ser!

-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.

 

Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:

¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?

Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras el brazo le temblaba de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio.

-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Tú mismo dijiste que tenías mu vista a la muerte. Es una obsesión que namás que puede perjudicarte… a ti y a mí…, sin que les ayude a ellos ni una mijita.

El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde habían muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.

-¿Qué te pasa, Guaqui?

Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.

-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.

-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.

-Yo no te dejo a ti solo ni muerto –proclamó el Templao-. Venga, vamos por ahí –señaló una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras o el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.

Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de zombis que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.

-Tenemos que seguir pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.

Extrañamente bermejo, el sol estaba ocultándose tras la sierra de Mijas

-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.

Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:

-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase sería peor.

El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.

Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que iba extendiéndose por la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de unas pocas semanas atrás, y nadie aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de encontrarse calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que contaban que no tenía piedad.

Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a su amorosa madre, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia.

¿Cuántos pobres desterrados habrían muerto bajo las ruedas de ese camión? Se estremeció. Mani apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo cuatro o cinco noches atrás…

 

El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.

 

La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la escapada con el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:

-Ya mismo vamos a llegar al Palo.

-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.

-Me dan temblores.

-A mí también. Un no sé qué…

-Murieron una pila.

-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.

-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.

-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.

-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.

-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas más mucho más urgentes que pensar? ¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?

-En mi corralón.

-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el sitio ocupao, es exactamente donde no podemos ir.

-Po nos iremos al río.

-Tampoco podemos, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Mira lo destrozao que está tó esto. Mejor buscaremos un resguardo en el monte Coronao o La Virreina.

Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.

-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.

-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.

-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?

-¿Te parece?

-Sí nos lo darían. Pero seguramente el Serafín y los suyos están todavía allí.

-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.

-¡Hijos de puta!

-La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –dijo el Templao con aspereza.

-Pero su casa no existe ya –afirmó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.

A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.

 

-Ahí no hay nadie -gritó Mani.

-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.

-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.

-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.

-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?

El portón cedió a la marejada humana.

-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.

-¡Mira el majareta, será cretino...

-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.

-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.

-Vamos a caldearle la espalda.

Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.

-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.

Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.

-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.

Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.

-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.

-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?

-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.

-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...

Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.

-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.

Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado, cerca del cuello.

 

Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre atavío habitual, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga durante los últimos meses. ¿Qué haría ahora doña Elena? Seguramente, lo primero sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. A continuación, iría a vivir con algún familiar de fortuna, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos.

-Al final–el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?

Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado largamente sobre los porqués de la conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que le había hecho su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, sobre su origen bastardo, ¿podía considerar que doña Elena era familiar suyo? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agobio; le acarició la nuca.

-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?

Mani giró la cabeza con algo de asombro.

-Tampoco yo te abandonaría nunca. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.

El Templao medía más de un metro ochenta, estatura muy inusual en aquel tiempo. Por su trabajo de arrumbador del puerto, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y besó la mejilla de su amigo.

Casi sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba poco a poco. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios miserables. Todos, tanto los que llegaban como los pocos viandantes, exhibían un aire taciturno; todos traban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.

-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.

-¿Qué quieres decir?

-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerdas de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…

-¿El ministro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…

-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?

-Si. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?

-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta.

-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, acuérdate de que tó el mundo nos conoce por allí.

-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más.

 

 

 

 

II Capítulo

No se atrevieron a ir al convento de la Goleta. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población.

Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban grandes tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huída se había visto obligado a dar muchos rodeos. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.

Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni de los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga esperando a ese ejército desconcertante, sin huir, le apeteció recorrer algunas calles del barrio. Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, esperaba poder calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener todo el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro. Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:

-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.

-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.

-¿Y has visto al Roatta?

-No he tenío oportunidad.

-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.

El Templao no sonrió ni pronunció una de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber decidido que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la energía. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.

Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y fueron río arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. Acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo por macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta; esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, era una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia en la que acabó descubriendo que su madre