sábado, 26 de mayo de 2012

RELATOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero. HUIDA A BUENOS AIRES

HUIDA A BUENOS AIRES Caminaba por la calle Navas de Tolosa con la mano en la mejilla, como si así pudiera aliviarme el dolor. Que me quitaran una muela era para mí casi tan doloroso como si me extirpasen un dedo. Había vuelto de Milán a Barcelona con ese único fin, porque no me fiaba de los dentistas italianos, demasiado torpes, gesticuladores y parlanchines como para recordar el refrán: “Habla más que un sacamuelas”. -Hombre, Luis, es un milagro que te encuentre… Llevaba unos seis meses sin ver a mi amigo Quadranch, el “gris”, que era como llamábamos entonces a los policías nacionales. Casi nunca habíamos hablado más que para discutir sobre Málaga y Barcelona y sus respectivas Barceloneta y Malagueta, nombres cuya similitud semántica me desconcertaba. -Vaya, Jorge, me alegro de verte. -Te he dicho unas tres mil setecientas veces que me llamo Jordi… -Vale, como tú quieras. -¿Cuándo has vuelto de Milán? -Anteayer, para ir al dentista. Me acaban de dejar mellado. -¡Qué lujos! -Déjate de bromas. Se trata sólo de miedo. Recién llegado a Milán, tuvieron que sacarme una muela y me hicieron una carnicería… -¿Adónde vas? -A ninguna parte. Sólo paseo. -Voy a cambiarme de ropa. Ven conmigo, que quiero hablar contigo. Como Jordi Quadranch vivía en calle Viñals, en la casa de al lado de mis tíos donde me hospedaba, desanduve el camino a su lado sin protesta. Tardó sólo unos seis minutos en cambiarse de ropa. Sin el uniforme, parecía casi tan joven como yo, aunque era cinco años mayor. -Vamos –me dijo como si fuera una orden según su costumbre, actitud que él sabía que me encorajinaba. Salimos a caminar, él como si cavilara sobre algo importante y yo, con evidente impaciencia en el rostro y mis actitudes. Pero sabía muy bien que sería tiempo perdido tratar de que se explicara antes del momento en que él decidiera hacerlo. -Estás más gordo. Era verdad. Antes de viajar a Italia, pesaba cincuenta y ocho kilos. En Milán, recalé en una pensión que era a la vez una trattoría muy popular y estábamos en invierno, un invierno “paduano”, mucho más frío que el de Málaga o Barcelona. Entre que la dueña me adoptó como un sobrino y el apetito consecuencia del frío y el horario, tan diferente del español, empecé a comer a todas horas y abundantemente. El ossobuco, los espaguetis y el chocolate me habían hecho ganar siete kilos. -Pues tú… se ve que vas mucho al gimnasio –repliqué. -Tú también deberías ir, tienes buena base… un esqueleto estupendo, pero si sigues aumentando de peso, pronto tendrás barriga. -No fotis –protesté. -Tú, cuídate, o ya no podrás fanfarronear más con la ropa que te gusta comprarte antes que nadie. No era la primera vez que me reprendía veladamente por mis gustos. Contuve el reproche y decidí virar el diálogo. -¿Cómo está tu hermana? -Sigue esperándote y por lo tanto no se echa novio. -No digas tonterías. -Claro que sí. -Pero si es hasta mayor que tú. -Te lleva sólo siete años, y es la más guapa de Barcelona. Era verdad. Carme era una chica guapísima que, cuando me convertí en su vecino, me parecía inalcanzable. Después, me había causado muchos sinsabores. Hablaba de los charnegos con evidente desdén y como si yo no fuera uno de ellos. Ella me había dado a conocer el separatismo catalán, cuestión de la que en Málaga yo no tenía ni idea. Pero que yo le indicara que debía considerarme despreciable, puesto que yo también era charnego, nunca me sirvió de nada. Porque su evidente encaprichamiento por mí lo exhibía con expresiones muy seguras, como si yo fuera de su propiedad, pese a que jamás exterioricé el menor acuerdo. -Pero yo soy charnego, recuérdalo- le dije a Jordi. -A ella, eso no le importa. -Lo dices como si me perdonara la vida. -No exageres. -¿Que no exagere, Jorge? ¿Todos los malagueños, andaluces, murcianos, gallegos y demás son despreciables, pero yo me he redimido? -Tú eres muy… particular. -¿Lo ves? Los nacionalistas me infláis las pelotas. -Yo no soy nacionalista, Luis. -Dices eso porque eres policía y seguramente os prohibirán ciertas cosas. Pero que eres catalanista… joé, un montón. -Eso no es lo mismo. Claro que soy catalanista. ¿Tú no eres la exageración máxima del malagueñismo? Pues a mí me gusta mi tierra. -Te traicionas a diario, Jordi. Dices que eres catalanista nada más, pero te he oído muchas cosas… que bueno… -¿A qué te refieres? -Las referencias a los murcianos, ciertas expresiones como “de Valencia ni el arroz” y muchas cosas así. Tu nacionalismo es medular, tan profundo, que no puedes ocultarlo. Jordi calló y me adelantó unos pasos, como si inconscientemente quisiera librarse de una molestia. Me apresuré para espetarle: -Los separatistas inventáis tantas tonterías, que ya me habéis quitado el gusto de vivir en Barcelona, donde había proyectado quedarme para siempre. Como decía Jean Paul Sartre, reinventáis la historia. Habláis de España como si fuera cosa ajena, a pesar de que Tarragona fue la capital de la mayor parte de España en tiempos de Roma… Contigo, no, porque me has dado pruebas de sobra de que me quieres; pero con tu hermana y tus amigos, aunque aprendí catalán, siempre me sentí postergado, discriminado. Y no se trata de palabras, sino de actitudes indisimulables. No fotis, Luis. No tenía ni idea de eso. -Nunca te lo dije, porque te respeto más de lo que crees. Pero eso es lo que siente un charnego en vuestras reuniones. -Pero tú… -Jordi vaciló- ¿has dudado alguna vez que puedes contar conmigo. -Nunca lo dudé Jordi. Sé que me quieres mucho, por alguna razón que no puedo explicarme, porque tu cariño por un malagueño no encaja con lo que sé de ti. -¿Qué has estado haciendo en Milán? –me preguntó Jordi bajo la sombra del Hospital de San Pau. Él conocía de sobra mis proyectos cuando me marché a Milán, así que la pregunta me extrañó. -¿Qué quieres decir? -¿Te has hecho notar en contra de España? Su tono me produjo frío. Aunque Jordi se había comportado conmigo siempre como un igual muy amistoso y más íntimo de lo que condicionaba su nacionalismo, no dejaba de ser un policía “del régimen” y su expresión en ese momento era lóbrega. Hice memoria. Los días que viví en Milán vi muchos anuncios de manifestaciones contra Franco y había pasado junto a algunas, sin llegar nunca a participar de verdad. No conseguí identificar algún recuerdo “sospechoso”. -¿Cómo iba a hacerme notar? En una excursión a Florencia perdí la mitad de mi dinero, que todavía no había ingresado en un banco. He tenido que hacer cabriolas para seguir adelante con mis proyectos. Soy casi un chaval, sin dinero ni relaciones, ni influencias. ¿Qué podría significar yo políticamente? -¿Has quemado banderas de España? Sentí un estremecimiento. De repente, la escena de la plaza del Domo me vino a la mente tan vívida como el día que ocurrió. Habían inaugurado la Expotur española poco antes. Como muchos atardeceres, di un paseo Corso Garibaldi abajo hasta la Galería Vittorio Emmanuele, hasta acabar en la plaza del Domo, una de las más bellas del mundo. Pero topé con algo completamente inesperado, una nutrida manifestación antifranquista convocada contra la Expotur (que la noche anterior inaugurara el ministro Fraga). Por la exposición, habían engalanado espectacularmente toda la plaza con banderas españolas, una bajo cada ventana. Los tres lados de la plaza lo ocupan edificios de igual arquitectura, cuyas fachadas almohadilladas son fáciles de escalar. Instantes después de mi llegada, alguien en la manifestación dio la consigna de abatir las banderas, y de repente veinte o treinta muchachos escalaban las fachadas y arrancaban las telas rojo y gualda. Unos cuantos, fueron apilándolas en el centro de la plaza hasta formar un montón considerable, que alguien roció con un combustible ocasionando una gran hoguera. Me acerqué como hipnotizado. Tal vez fuera por el humo, o quién sabe si por el orgullo maltrecho, me encontré llorando a chorros. La pregunta de Jordi me obligó a sentirme como si todavía estuviese en el Domo de Milán, con los ojos llorosos y el alma encogida. No recordaba claramente mis movimientos en la plaza durante la quema, porque había permanecido varios minutos en un trance. -Hace dos o tres días –prosiguió Jordi-, me apropié de un expediente que no me correspondía, porque aparecía tu nombre y quise averiguar de qué se trataba. Había una lista de españoles en Italia que son “enemigos del régimen”. Me sentí aplanado, como si fuera a hundirme en el asfalto camino de la Sagrada Familia. -Lo que sea que haya en ese expediente –repliqué-, es una malinterpretación. ¿Qué me aconsejas que haga, Jordi? -Hablaban de uno “documentos gráficos” que van a enviar pronto. No lo podía creer. ¿Me habían tomado fotografías en la plaza del Domo? De cualquier modo, ninguna de esas fotos podía mostrarme haciendo lo que no había hecho. -¿Qué hago, Jordi? –¿Vas a volver pronto a Milán? -Había pensado ir a Málaga cuando se me baje la inflamación. -Pues ve. Déjame un teléfono a donde te pueda llamar. -Mi familia no tiene teléfono. Toma éste, que es el de un amigo algo mayor. El amigo “algo mayor” era en realidad un marica de mediana edad que llevaba muchos años tratando de meterme en su cama. -Está bien, Luis. Mira, no te hagas notar nada en ninguna parte. Allí pertenecías a la JIC, ¿no? En efecto, en Málaga había participado desde niño en las reuniones de la juventud independiente católica, que se celebraban en dependencias traseras del obispado. Pese a ello, había a diario una pareja de grises vigilando nuestra salida en la puerta, siempre los mismos, de modo que hacía mucho que los saludábamos con algo de ironía. -¿Ni siquiera a esos amigos debo ver? -De ningún modo, Luis. Te hablo de una cosa seria. Al volver a Málaga, la vivienda de mis padres me pareció más pequeña y sórdida de lo que figuraba en mi recuerdo. No pude aceptar la oferta de mi madre de que me quedara con ellos. Busqué un empleo en una tienda y alquilé en seguida un modesto apartamento del que dispondría sólo dos meses, puesto que lo alquilaban en temporada turística mucho más caro. Llevaba poco más de dos semanas trabajando cuando una tarde vi con disgusto que mi pretendiente de mediana edad, llamado Amadeo, entraba decididamente en la tienda y se dirigía presuroso hacia el punto donde yo estaba. Miré al dueño de la tienda, cuyos ojos –alternativamente fijos en mi amigo y en mí- eran un caudal de preguntas; más aun cuando Amadeo se acercó a mí inclinándose sobre el mostrador para hablarme al oído. -Luis, tienes que huir de Málaga. -¿Qué estás diciendo? -Han llamado a mi casa. Es un amigo tuyo de Barcelona, que dice que es policía. Me ha dicho que han mandado del consulado de Milán una foto donde apareces quemando una bandera de España. -Yo no hice eso. -Pues en la foto se ve clarísimo. No podía imaginar qué clase de efecto visual habría producido una imagen mía como si quemase una bandera española, cosa que habían hecho multitudes aquella tarde, pero no yo. -Tu amigo dice que salgas de España hoy mismo. No disponía de dinero. Esperaba con impaciencia el final del mes, porque tras pagar el alquiler y la garantía, me había quedado muy escaso de dinero. Estaba comiendo muy precariamente. Una vez que Amadeo salió de la tienda con las mismas prisas con que había llegado, tuve que disimular mi consternación bajo la mirada inquisitiva del dueño. Yo trataba de reunir valor para pedirle un préstamo que jamás podría devolverle, cuando dijo: -Luis, tengo que salir. ¿Puedes ocuparte de cerrar la tienda y quedarte un rato para cuadrar las cuentas? -Sí, claro, vete. Me dio la llave de una pequeña caja metálica donde guardaba por la noche el producto de las ventas del día. A punto de salir de la tienda, se volvió hacia mí para preguntarme: -¿Pasa algo malo? -No te preocupes, es sólo que me han dicho que un amigo de Barcelona ha tenido un accidente. -Ah, bueno. Anota la hora a la que te vayas, por si tengo que pagarte alguna hora extra. -No te preocupes por eso. No me llevará ni media hora cerrar las cuentas. Faltaban sólo unos minutos para la hora del cierre, que esperé con impaciencia. No tomé conscientemente ninguna determinación, fue como si un robot teledirigiera mi voluntad y mi mano. Sumé las ventas del día y resté el remanente diario para cambio. No cuadró del todo, porque sobraban catorce pesetas. Era algo que ocurría a diario, ya que muchos clientes se iban sin esperar el cambio cuando era insignificante. Igual que un autómata, cogí un folio y redacté una dolida carta de disculpa para mi jefe, por las treinta mil pesetas que le robaba. Fui a casa de mis padres, donde, a mi partida hacia Italia, había quedado toda mi ropa de verano. Llené apresuradamente una maleta, tomé un taxi y embarqué en el primer avión hacia Madrid. Una vez en Barajas, examiné el tablero donde anunciaban las salidas más inminentes. Había un vuelo a Buenos Aires para dentro de dos horas. Buenos Aires, un nombre premonitorio. Una tabla de salvación en medio de una tempestad. No objeté nada a mi pensamiento. Como lugar para huir hasta ver qué pasaba con la confusión italiana, era demasiado remoto. Pero era el único sitio donde había parientes lejanos. Primos de mi madre. No sabía su dirección ni podía pedírsela a mi madre, no teniendo teléfono. Pero sería fácil dar con él, porque trabajaba en el Banco Español de Río de la Plata. Huiría, pues a Buenos Aires.