lunes, 10 de octubre de 2011

Estoy terminando nueva novela “CIEGO”

Ofrezco un adelanto de mi nueva novela “Ciego”, en la que cuento la transición española dese la perspectiva de un emigrante, al tiempo que describo meticulosamente los ritos de Umbanda brasileños



El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Esa mañana, había abandonado otra vez la cola del comedor de beneficiencia, espantado por la mugre y el abatimiento de las personas que le precedían. Luego, martirizado por los retortijones de su estómago vacío, se había sentado a llorar en un banco de la plaza de Benavente. El pudor y la contención de su carácter, tan proverbiales y destructivos en el pasado, no le bastaron para reprimir ese llanto con el que sentía que estaba haciendo el ridículo. Sabía que tenía la cara roja de vergüenza y aun así fluían las lágrimas por su rostro, incontenibles, atrayendo hacia él miradas que aumentaban el sonrojo, compasivas algunas pero molestas y reprobadoras las más.
Una anciana, al pasar, echó a sus pies una moneda de veinte duros. Carlos tardó unos segundos en comprender que se trataba de una limosna, y empleó unos pocos más en la lucha consigo mismo sobre si debía o no recoger el reluciente y tentador disco dorado, con el que podía pagarse un café con leche y, acaso, un pedazo de pan. Pero al ir a agacharse para recoger la moneda, cayó repentinamente sobre sus hombros el peso de su biografía y le dio un puntapié, con el que rodó hacia un alcorque. Pensó en el último de los regalos de Yolanda que había rechazado. ¿Cuántos millares de monedas como ésa habría pagado su ex esposa por aquel ostentoso diamante de dos kilates?
Echó a andar sin ver la plaza de Santa Ana ni la calle del Príncipe. Cruzó la hermosa y recoleta plaza de Canalejas con el semáforo en rojo, entre bocinazos e improperios que no oyó, porque no conseguía escuchar más que los lamentos de su alma y tenía los ojos irritados por el llanto; casi no veía, o no quería ver.
Cuando afirmó ante sí mismo la resolución irrevocable de convertirse en ciego, tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abre en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía en aquellos instantes la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, rematada al fondo por la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Empujado por sus errores y fracasos y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto reuniera valor y descubriera el medio más eficaz.
Sintió un mareo, como si las entrañas quisieran salir de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de sus facultades y un cortocircuito de cuanto podía crear su mente, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura.
Y en ese púrpura sin contrastes ni matices, un torbellino turbio donde con los dolores y terrores presentes se mezclaba la memoria confusa de inquietantes ritos animistas del pasado, en los que la gente, casi todos mulatos aunque también había españoles y otros europeos, fingían o creían sinceramente que eran poseídos por espíritus irredentos. Bailaban una danza arrebatada por el alcohol y el humo de enormes cigarros puros y gritaban o gemían como si fuesen de verdad almas en pena en espera de redención. Y en el horror púrpura, densamente teñido de sangre seca, la sarta interminable de sus propias equivocaciones.
Le tomó muchos minutos recuperarse.
Poco a poco, después de pasar como un torbellido por esa bruma enrojecida casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.