Dada la estafa que me infligió ROCA EDITORIAL sobre mis cuatro últimas novelas publicadas (totalizando 120.00 euros de estafa), los últimos cuatro años no me he fiado de ninguna editorial como para seguir publicando.
Pero tengo muchísima obra terminada e inédita. Les ofrezco aquí el comienzo de la que considero mi novela más “redonda”, en la que he vuelto a trabajar últimamente.
CIEGO
Primera parte
El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abría en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá descendente hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, panorámica que remataba al fondo la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Forzado por sus errores, por su fracaso y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo todo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto encontrase los medios. Sintió un mareo, como si las entrañas pretendieran fugarse de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de todas sus facultades, un cortocircuito de cuanto podía su mente crear, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura. Le tomó largos minutos recuperarse. Tras pasar como un torbellino por esa bruma púrpura casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes, que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.
La salida de España treinta años antes, había sido i,premeditada. A punto de aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de 1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro fugitivo.
Carecía de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas de su libertad de expresarse. Desconocía otro estilo de vida, pertenecía a una generación nacida bajo la dictadura carente de nociones de la vida en libertad, acostumbrada a obedecer sin rechistar, a encontrar natural la arbitrariedad de los designios del poder. Su rebeldía no la inspiraba una familia disidente ni una elaboración intelectual; era la intuición la que le sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus conocimientos y se volvía más permanente su desagrado por la pasividad que observaba alrededor.
Acudió a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien acude a una gira campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase, y tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que festejaban el paso del ecuador, con las mismas caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el entusiasmo de sus compañeros de facultad, su estatura descollante y su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando el grupo alcanzó el punto donde la policía había formado la barrera.
-Aguanta, Carlos -le aconsejó Prados, que nunca hasta entonces le había dirigido la palabra a causa de su juventud, desentonante con la edad media del curso-. Los grises no van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir diecisiete años, caso que destacó el periódico albaceteño en una nota pequeña. Ahora, a veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del decano.
Vio en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra los estudiantes. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos los que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se dispondría a velar para siempre, entabló un diálogo inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él blandiendo el fusil.
-Sal echando leches -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma, un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas, Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por la caza y, por lo tanto, nunca había tenido cerca una escopeta ni nada semejante. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo funcionaba, ni siquiera tenía una idea aproximada de su potencia letal. Sintió pavor. Todo se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento, muchos estudiantes y algún uniformado. Sonaban disparos que sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y retorciéndose de dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un grupo armado dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que densificaba el aire lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía casi tan joven como él se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se hundía en la carne y abría otra fuente roja, más roja que el hombro ensangrentado de Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete, Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Huye!
Como si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza, jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la parálisis del pensamiento, absorto en el momento, sin duda inminente, en que sería encerrado en la cárcel acusado de asesinato.
El periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la llegada de los dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le convenció de que el policía había muerto y era sólo cuestión de horas que lo identificaran. Aconsejado por los compañeros, escapó de la facultad; tomó el tren para Albacete, le contó a su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid. Su padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a Sao Paulo.
Se trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que hablaba la azafata, lleno de palabras españolas, y lo comentó con el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
-Te parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está seguro?
-Sí. Tengo elementos de juicio de sobra. Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero... entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-Casi. El acento brasileño es más fácil para un español que el de Portugal. Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria editorial en portugués no es muy fuerte. La influencia de tu idioma es muy intensa en mi país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. De todos modos, las raíces del español y el portugués son casi las mismas; son idiomas mucho más semejantes entre sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Eso es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas un español muy bueno, y no sólo en comparación con los latinoamericanos. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España. Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A qué vas al Brasil, Carlos?
Éste examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran datos para sospechar que simpatizaba con el régimen franquista. Todavía arrebatado por el estupor y el horror, creyó peligroso hacerle confidencias.
-A buscar trabajo -respondió.
-¿Tan joven?
-Mi familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el Brasil son en su mayoría personas con menor dotación cultural que tú. Estoy seguro de que no te sería difícil abrirte camino en tu país.
-Es que... -Carlos se sentía cercado y tardó en responder, mientras forzaba la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Ni siquiera lo hice con ella.
Milton sonrió.
-Eso sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No lo tengo claro. Estudio arquitectura.
-Entonces, sabrás dibujar y ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo asesoro a una empresa de publicidad muy importante de Sao Paulo, adaptando al español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.
-Muchas gracias -dijo Carlos, animado por la posibilidad de no tener que pedir ayuda a su primo, y valerse por sí mismo.
-Pero te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués cuanto antes. La sintaxis es prácticamente igual que la española, los verbos son casi los mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico, con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas. Con frecuencia, la hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser una elle, que se representa con lh, la eñe, tan española, se representa en portugués con nh, y muchas palabras que en español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba "ção". que se pronuncia "saon" con la ene muy nasalizada.
Milton mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de universidad que conocía eran los de la facultad de arquitectura, distantes y arrogantes, ante quienes se había sentido intimidado durante todo el curso. Contrariamente, el profesor sentado a su lado hacía que se sintiera cómodo y valorado, a pesar del recelo y el terror que le agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, el brasileño se tomó la molestia de acompañarlo a buscar hospedaje.
-La rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es más fácil que alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente decente.
La despedida de Milton produjo alivio a Carlos; acababa de solucionarle el problema del alojamiento y tal vez iba a proporcionarle el empleo para pagarlo, pero su amabilidad le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modestamente amueblado pero muy grande, escribió una carta al primo Manuel; tenía que cubrirse las espaldas para el caso de que la desconfianza hacia Milton estuviese justificada y debiera recurrir a su pariente. Le costó dormir. Aparte del recuerdo del cráter rojo en el vientre del policía, nadie le había hablado de los trastornos físicos que causan los cambios horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, notó por la luz, antes de mirar el reloj, que había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos? Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y no nos gusta la gente que parece poco segura de sí.
-Muchas gracias, Milton. No sé qué decir...
-No tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y creo que puedes correr ciertos riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar, pero eso será más adelante.
En el avión, había temido que Milton fuese simpatizante de Franco y que ello lo pusiera en peligro. Había matado a un policía franquista, lo que le obligaba a mantenerse en guardia. Ahora, el brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la ley. Decidió que no lo visitaría cuando Milton se lo propusiera.
Pasó unos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido transplantados de repente a otro continente, a otro hemisferio; salía temprano con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando todo su cuerpo le apremiaba a asomarse al lago de El Retiro. Estaba comenzando a dominarle la añoranza de sus raíces que llegaría a ser lacerante durante su permanencia en Brasil, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía que se trataba de simple desconcierto sumado al horror de haber asesinado, para lo que encontró provisional alivio con el dibujo, porque una semana más tarde comenzó a trabajar en el estudio de arte de la compañía de publicidad, asombrado por el reconocimiento de su habilidad artística, por el respeto con que lo trataban y, sobre todo, por el sueldo. No comprendía que le pagasen por hacer algo con lo que disfrutaba tanto. El empeño de contactar con el primo Manuel dejó de ser cuestión de supervivencia para convertirse en un simple deseo de satisfacer la curiosidad de conocerlo. Pero no respondía sus cartas; aunque le escribió cada dos meses, nunca recibió contestación, mientras crecía la necesidad de reencontrar, a través de su pariente, las raíces y claves que se le vedaban.
1-2
Madrid era un laberinto inextricable. El antiguo casticismo de zarzuela había dado paso a una extraña amalgama multicultural, donde lo hispanoamericano destacaba de modo notorio. Las cavas estaban animadas en su mayoría por cantantes mediocres de Hispanoamérica, que eran indebidamente festejados por sus interpretaciones de “Alfonsina y el mar” o “Baja la barrera”. Casi nadie se daba cuenta de que aplaudían, en realidad, el encuentro con modos distintos de entender las libertades políticas, donde la escasez de facultades cantoras no era tomada en consideración.
Cada vez que entraba en una de tales cavas, alerta al menor síntoma de que los camareros se dispusieran a expulsarle, Carlos Alfaro se preguntaba por qué no cantaban las maravillosas canciones brasileñas escritas por Dolores Durán., como “La noche de mi amor”. Cuando las preguntas se convertían en enigmas insolubles, solía sentir el impulso de alejarse hacia la Casa de Campo.
Las del Edificio España y la Torre de Madrid eran siluetas sólo presentida por algunas de sus ventanas iluminadas y el resto del horizonte de Madrid vivía en un lugar impreciso entre el cielo y la tierra. Se recostó sobre la hierba sintiendo un vertiginoso dolor de cabeza, cuando notó que se acercaba alguien.
Vio desde abajo a un hombre extremadamente delgado que andaba muy, muy lentamente pero sin titubeos, como si conociera a la perfección su rumbo y su meta. No había más que piel en sus mejillas hundidas, convertidas en simas bajo el acusado relieve de los pómulos; sobre éstos, los ojos, sin fuego ni hielo, miraban más allá de la materia, hacia una dimensión donde no existía ninguna clase de emociones, ni dolor ni amor, ni pasiones ni desengaños, ni ambición ni hostilidad. Estaba bien vestido, una camisa sin remiendos y recién planchada, un pantalón de doble pinza confeccionado con tejido fresco y suelto, y lustrosos zapatos bicolor de rejilla sin calcetines. Las mangas cortas descubrían unos brazos muy fibrosos, en los que se dibujaban todas las venas con nitidez. Carecía de edad.
-La mente es poderosa -dijo.
-Más de lo que generalmente se cree -respondió Carlos.
-Este paisaje es mejor alimento que un bocadillo de jamón; nutre todo lo que merece ser nutrido. No es necesario comer mucho si uno contempla vistas como ésta.
¿Ese hombre tan extraño era capaz de escudriñar en sus inquietudes, como Asdrúbal, aquel “pãe de santo” de Río de Janeiro, o hablaba de sus propias experiencias? Nada en el tipo, una especie inquietante de espectro, sugería otra cosa que una serenidad extraordinaria, como si hubiera conseguido la paz interior que muy pocos lograban y disfrutase un estadio donde el espíritu, y no la carne, fuera la única realidad tangible.
-Me llamo Santiago, ¿y tú?
-Carlos.
-Todos tendrían que practicar tai-chi, Carlos. Tú lo necesitas, sobra ardor en tus ojos y te falta paz. Desecha el coraje en tus determinaciones, prueba a no herirte con tu afán; elige vivir sin miedo. Nadie debería arrastrarse como las serpientes ni escapar como las ardillas; el vuelo majestuoso del gavilán es lo que tendrían que imitar todos, pero la inmensa mayoría de los humanos consideran una locura planear libres, sin cadenas ni sobresaltos.
La voz fluía sin altibajos ni estridencias, aterciopelada y suave como el rumor del agua en un remanso.
-¿Cuál es tu desgracia? -la pregunta fue formulada con un deje de simpatía solidaria.
Sin comprender lo que había abierto la espita, Carlos se encontró relatando un resumen de su vida y los detalles de los últimos cinco meses:
-Creía que encontraría trabajo en Madrid en seguida, porque fui hace tiempo un creativo de publicidad muy bueno, pero las circunstancias presentes desahucian a los hombres a los treinta y cinco años. Sea cual sea la persona, tenga el nivel profesional que tenga, aunque su talento sea excepcional, nos está vedado conseguir un empleo después de los treinta y cinco años. Cuando me convencí de que esa edad es el límite que nuestra sociedad le pone a la vida útil, como tengo cuarenta y ocho años y he pagado a la Seguridad Social lo suficiente como para financiar un negocio que me permitiría vivir bien el resto de mi vida, fui a pedir el subsidio de paro y la respuesta de esa institución fue tratarme como un delincuente que quisiera atracarles a mano armada, porque sólo coticé como trabajador autónomo, nunca por cuenta ajena... ¡Ser autónomo y tener iniciativa es un pecado imperdonable bajo el punto de vista de la Seguridad Social! He cometido también el pecado de no llevar residiendo en Madrid un año completo, y por ello no tengo derecho tampoco a una ayuda que la Comunidad da a los indigentes. Luego, me enteré de que Cáritas podía ayudarme a montar un negocio modesto; fui a solicitar su auxilio y dos santísimos varones, que me exigieron seis veces un striptease integral del alma, me han ayudado a subsistir con una limosna mensual, pero me han empujado a correr sin aliento por todo Madrid en busca de certificados y compromisos que todo el mundo se resiste a firmar y me han hecho perder cuatro meses, obligándome a gastos que no me puedo permitir en viajes, fotocopias y teléfono, y resulta que soy demasiado bueno para el nivel que Cáritas exige a quienes ayuda. Me han obligado a cambiar el proyecto en cuatro ocasiones, porque el sentido que ellos tienen de los plazos para ejercer la caridad daba pie a que perdiera cada uno de los locales en que basaba mi proyecto; y cada una de las veces, esos santos y desconfiados varones me han amputado dolorosamente partes esenciales de mi dignidad, sometiéndome suave y beatíficamente a vejaciones de las que nadie podría resurgir con la cabeza alta. Hace tiempo que no tengo salida y no quiero morir; me niego a morir hasta que no dé un abrazo que hierve en mi pecho. Ahora, no se me ocurre otra cosa que quedarme ciego para que me ayude la ONCE.
-Es muy buena idea.
-Sí, estoy seguro de que lo es.
-Entonces, ¿cuál es tu problema, por qué hay tanta angustia en tus ojos?
-No encuentro el medio de quedarme ciego sin sufrir otros daños que pudieran incapacitarme más todavía. Estoy convencido de que tiene que existir algún medicamento que, a determinadas dosis, cause la ceguera, pero he ido a la consulta médica a ver si lo averiguaba y no he conseguido que me lo digan.
-¡Pero si es la mar de sencillo, Carlos! Finge que has sido visitador médico, localiza los laboratorios que no estén de vacaciones en julio y ve a decirles que quieres trabajar como visitador. Como es natural, no van a considerar siquiera la posibilidad de emplearte a ti, que eres un anciano acabado y decrépito según los esquemas de ahora, pero aceptarán darte todos los folletos y documentos que les pidas, para que los dejes tranquilos, porque esa clase de gente es capaz de regalar a su madre para no verse comprometidos con nada ni tener que hacer el esfuerzo de decir que no. Siempre te despedirán dándote un montón de papeles, y en los folletos destinados a los médicos que los laboratorios imprimen relacionan con mucha precisión los efectos secundarios de las medicinas.
Había caído la noche. Disipada la calima, ahora el cielo estrellado, fulgurante por la lejanía de la iluminación pública, era un manto de esperanza extendido sobre el nuevo optimismo. Amaba a la calavera que acababa de abrirle el futuro; le dio un apretón de manos fuerte y prolongado, y se despidió con la promesa de encontrarse con él bajo el mismo árbol la tarde siguiente, pero Santiago murmuró una frase a la que Carlos, arrebatado por el gozo de la alegría renaciente, no prestó atención:
-Nunca me hallará dos veces la misma persona en el mismo punto del espacio.
Tener un proyecto concreto que llevar a cabo por la mañana, le impediría dormir. Revisó la extensa biblioteca de Jon Goico, pasando los dedos por los lomos que tenían escritos los nombres de todos los mitos del cine, y eligió la biografía de Andy Warhol porque estaba seguro de que debía de ser todo lo delirante y divertida que necesitaba su ánimo. Cuando se recostó en la cama, al apoyar el codo en la almohada y la mano en su mentón, adoptando una postura que le permitiera leer con comodidad, la rasposa barba le recordó que llevaba varios días sin afeitarse. Tenía algo más urgente que hacer que leer; debía reconstruir su dignidad aparente. Era necesario recortarse el pelo, afeitarse y bañarse a fondo por la mañana, pero para ello tenía que salir de nuevo ahora, llamar desde el teléfono de la plaza, porque el teléfono público era mucho más barato que el móvil, y darse una caminata de ida y vuelta si Jon le respondía que sí. Cuando regresara, tenía que trasquilar el deshilachado de los pantalones y la camisa, zurcirlos, y recoser los rotos de los zapatos.