Imposible es navegar unas pocas brazas por el Mediterráneo sin sentir un soplo cómplice de Poseidón ni escuchar, a lo lejos, un coro de sirenas sugeridoras de gozos que en ningún otro sitio podrían ser mayores. Un coro en el que se confundirían las melenas doradas de las tarascas de Ulises con la de Daril Hanna perseguida por Tom Hank.
Del mar central del mundo antiguo heredamos los malagueños los fundamentos de nuestra cultura y nuestro sentido de la convivencia, pues de tierra adentro sólo recibimos sinsabores y atracos a mano armada, principalmente durante los últimos años. Para nosotros, cualquier singladura transmediterránea es como ir de cabotaje, de hito en hito, por la Historia universal, soñando que uno se topará con la impronta de los dioses y semidioses más trascendentales que han vivido por los siglos de los siglos.
Pero el personaje que yo conocí viajando de Valencia a Mallorca sólo era trascendental en la sala de máquinas. Un marinero de ésos con voz ronca de aguardiente como el de la copla “Tatuaje”, pero ni alto ni rubio como la cerveza, sino moreno y un puntito chulapón. Llevaba la camisa desabrochada sobre el bosque oscuro del pecho, donde fulgía como un sol crepuscular un medallón de la Virgen del Carmen. Dicharachero, aunque en su expresión había marejadilla.
Es delicioso recibir en la cara la brisa salobre en la cubierta de un barco que navega de noche, pero como seis horas de travesía dan para un atracón de brisa si uno es insomne, dan también para entablar conversación. El marinero de voz tronante que había salido a fumar un cigarrillo, me confió que tenía que hacerle un favor a su hermano, a quien su mujer lo había abandonado y ahora bailaba por peteneras en un local de Palma. Se disponía a cantarle las cuarenta esa misma madrugada.
Le aconsejé según el refrán marinero que “a las mujeres, como al viento, con mucho tiento”. Me respondió que sí, pero que “agua coge con red quien cree la palabra de una mujer”. Argüí que los marineros, con una mujer en cada puerto, poco respeto demuestran por ellas. Y él, ya hecho un brazo de mar, casi gritó que cada palo aguante su vela.
Me dejó solo con mi ensoñación bajo el relente de cubierta y traspuso una puerta con aires de reina ofendida, como si yo hubiera violado a su cuñada.
Ignoro si abroncó a la infiel, pero sé que, al volver a su trabajo a la tarde siguiente, dejó sobre la cubierta del ferry la estela ozonizada de quien vive entre dos dimensiones.
Aunque sea de este mundo, el reino de Poseidón es otro mundo. Allí, el sistema métrico decimal no cuenta y todo, hasta las pasiones, tiene otra clase de medidas. Tal vez desmesuradas, pero tatúan el alma de manera imborrable.
Esta realidad inalterable no la en tienden los que nacieron en los páramos, dehesas y sembrados del Guadalquivir, que por mucho que lo pretendan no se puede comparar con nuestro Alborán, luz, vida e ímpetu tatuados en los genes de los malagueños, genes que no comparten nuestros hostiles vecinos.