Los celtas han vuelto a escena con gran ímpetu.
Puede que se deba a la fascinación que evoca
una cultura lejana, cuyas influencias
han sobrevivido al transcurso del tiempo.
Elena Percivaldi
CELTAS, UNA CIVILIZACIÓN EUROPEA
EL OCASO DE LOS DRUIDAS
PRÓLOGO
El edén estaba aquí
Europa posee las grandes manifestaciones artísticas más antiguas producidas por seres humanos. Las cuevas de Altamira y Lascaux, en España y Francia, han sido llamadas con razón “Capillas Sixtinas prehistóricas” y fueron pintadas más de diez mil años antes de la construcción de las pirámides de Egipto. Los increíbles megalitos europeos como Menga en Málaga, Carnac en Francia, o Stonehenge en Inglaterra, son tal vez los monumentos más antiguos de la Humanidad, anteriores a las pirámides y los zigurats.
La civilización celta, aunque posterior a los constructores de dólmenes y menhires, fue durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos que compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua. Una realidad continental que, pese a los afanes de Bruselas y Estrasburgo, todavía nos costará varias generaciones restaurar del todo. Esa civilización, amante de la Naturaleza y practicante ferviente de la armonía de los hombres con su medio, debió de alcanzar conocimientos muy profundos de física y química, y su cultura era lo bastante funcional como para que clanes muy distantes en el tiempo y el espacio la conservasen durante muchos siglos.
Pero agonizó lentamente a lo largo de más de un milenio, bajo la presión de los invasores orientales (fenicios/cartagineses y griegos/persas) y el Imperio Romano. Finalmente, fue diluyéndose en el olvido en un continente a medias cristiano y a medias musulmán, cuyos practicantes más fervientes, en rara sintonía, perseguían y aplastaban toda manifestación de conocimiento que repugnase a quienes tan pocos conocimientos poseían.
Como, según el tópico, la Historia la cuentan los vencedores, los europeos actuales apenas recordamos ni reconocemos nuestro verdadero origen cultural común, el celta, mucho más determinante que el fenicio, el griego o el latino en nuestros modos y maneras generales, y en el entendimiento paneuropeo de la vida. Tan grande es nuestro olvido, que la ciencia seria no emprende estudios profundos, a escala continental, que pudieran encontrar explicación al misterio de una civilización tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña.
El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés), Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo).
Aceptamos como un dogma haber sido “civilizados” por Sumer y otras naciones orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura, lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con profundidad y sin frivolidades.
Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí.
Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.
El ocaso de los druidas
PRIMER LIBRO
Castro de Santa Tecla. La elección
1
Más allá de tres o cuatro brazas, era imposible ver nada. La niebla había posado sobre la mar rizos como guedejas de algodón, unos mechones blancos inmóviles, acariciados con suavidad por el paso leve de la barcaza. Los hombres se deslizaban sigilosos y alelados, temiendo despertar a los monstruos de las profundidades.
Aunque casi todos eran marineros avezados y supervivientes de horribles temporales, la cortina de niebla les sobrecogía y por ello los nueve permanecían en silencio, seis en los remos, uno al timón y dos con las artes de pesca preparadas para echarlas en cuanto encontrasen un lugar propicio, cualquiera de los caladeros conocidos que la tradición había transmitido de padres a hijos. Pero no conseguían orientarse con los puntos habituales de referencia borrados por la niebla. La punta rocosa que semejaba el pico de un águila; el carvallo que asomaba sobre el acantilado, retorcido por las tormentas; las ruinas del castro de Santa Tecla en el extremo sur, flanqueando la desembocadura del río; la gran cabaña cuadrangular que era su refugio en la playa, el almacén donde guardaban las redes y, con frecuencia, la alcoba de su solaz.
En esos momentos de escalofrío, no había nada que sus ojos avizores y expertos pudieran distinguir más que el blanco grisáceo que todo lo velaba, como si hubiesen inundado el mundo de leche.
La vela izada y desplegada del todo no les servía para avanzar en la calma chicha, de modo que los remeros sudaban con las manos rotas, bogando afanosos aunque no tenían claro el rumbo. Cada vez que los seis remos rompían la quietud del mar, sonaba el chapoteo de las palas con la sincronía perfecta de quienes no tenían nada más en que pensar.
El timonel murmuró sin dirigirse a nadie en particular:
-Esto ha de ser el limbo entre el cielo y la tierra, del que hablaba el otro día el anacoreta de la Cova do Mar.
Lo dijo muy bajo, pero su voz sonó como un graznido que rompió el tenso silencio de la espera vigilante de una presa. Algo que aunque no les alimentase, les aliviara al menos el desasosiego.
-Tiene que ser cosa de brujería –dijo el primer remero de estribor, volviendo un poco la cabeza hacia babor.
Aunque no lo había mencionado, todos en la barca comprendieron la alusión. El que había hablado y otros cuatro giraron la cabeza hacia el tercero de los remeros de babor, un joven forzudo, todavía adolescente, que no era natural del poblado del que los demás provenían. Ese muchacho de cabello amarillo y ojos de mar era un ser diferente, probablemente con necesidades, miedos y victorias distintas de la gente normal. Lo habían aceptado en la tripulación porque les faltaba un par de brazos, pero desde el primer día sentían su compañía como una presencia inquietante, a ratos perturbadora y llena de malos presagios.
Los habitantes del bosque pertenecían a otra raza, a otro dios y a otra manera de entender la vida. Eran seres misteriosos, capaces de hechizar a las personas con los ojos y de transmutar las piedras en cualquier materia que necesitasen. Hablaban con los pozos y los veneros, invocaban a diosas impúdicas que recorrían sus sueños y encantamientos completamente desnudas, sedientas de la sangre inocente de niños que debían serles sacrificados cada vez que se enfurecían. Por la inspiración de sus diosas como demonios, esa gente indescifrable del bosque fabricaba elixires que les proporcionaban vigor de titanes, y otros que sometían a sus caprichos a cualquier forastero temerario que se dejase seducir.
Nadie de la aldea pescadora de la playa se aventuraba jamás por lo más intrincado del bosque. Cuando necesitaban atravesarlo, lo hacían en grupo y por caminos hollados durante generaciones en todo el tiempo que abarcaba su memoria.
Si Conall fuese un adulto, no lo habrían aceptado en el barco. Su juventud había servido a medias como garantía de que no era temible, aunque no las tenían todas consigo. Si los seres del bosque poseían facultades prodigiosas, ¿sería indispensable haber alcanzado la edad adulta para servirse de ellas? ¿No era, en el fondo, tan temible un niño celta como el más sibilino y fuerte de sus hombres?
Conall fingió no enterarse de las alusiones.
Continuó remando, impasible sólo en apariencia, porque siempre que oía esa clase de comidillas se le desataba un vendaval en el pecho. La vida en el bosque había llegado al ocaso, todo su pueblo arrastraba una existencia crepuscular sin apenas esperanzas ni aliento. ¿Qué otra cosa podía hacer un joven ambicioso como él, sino tratar de adaptarse a los tiempos? Los acontecimientos de las últimas generaciones habían recluido a los celtas al margen del camino por donde avanzaba el mundo. Ya no les quedaba más que ser espectadores de los nuevos tiempos y morir. La única manera de salvarse era diluirse en las nuevas costumbres y estilos de vida. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de interesante vivir camuflado entre árboles y matorrales, fundidos con el paisaje y mudos para no ser acosados ni exterminados? ¿Qué ventajas presentaba esa clase de vida para un muchacho a quien le quedaba toda una vida por vivir sin renunciar a sus ambiciones? Poderosas ambiciones intactas, fuesen cuales fueran sus circunstancias. Mejor sería que los pocos supervivientes del clan que aún languidecían en el bosque se diluyeran en las prósperas comunidades del litoral, confundiéndose con ellos y aceptando sus dioses, su lengua y sus costumbres. Él y los suyos necesitaban acabar con los druidas vestidos de blanco, que eran quienes se oponían con ferocidad suicida a la realidad del mundo presente; tenían que ignorarlos para someterse a continuación a los monjes vestidos de negro que habían comenzado a apropiarse de parcelas limítrofes del bosque, mediante el recurso de talar los árboles y quemar la vegetación. En los espacios conquistados, desterraban toda la vida a fin de vivir ellos según sus costumbres.
Un vago sentimiento de trasgresión le hizo temer que la diosa se dispusiera a castigarle, porque en ese momento, sin transición, se desató un temporal tan espantoso como una maldición divina. La niebla fue disuelta en pocos instantes y en su lugar les envolvieron olas como montañas verdinegras.
-A éste, habría que mandarlo de nuevo a su bosque embrujado –dijo el timonel, señalando sin recato a Conall con el hombro-. El señor Yago nos va a castigar por darle cobijo y sustento.
Nadie respondió, pero tampoco le contradijeron.
Angustiado por el bamboleo que estremecía el navío, Conall resolvió que si lograba poner pie en tierra de nuevo tendría que encontrar con urgencia una solución para su vida.
subido
2
La túnica era leve, semejante a un sayo carente de ampulosidad y sólo le cubría hasta media pierna, pero se enganchaba a las zarzas a cada paso, porque no era fácil desplazarse a través de la densa vegetación del alisar bajo la luz difusa de la semipenumbra permanente del bosque, luz casi eclipsada por la niebla. Para colmo, tenía que evitar que sus pies resbalaran en el musgo cada vez que un sobresalto la obligaba a dar un respingo. No eran los bramidos de las bestias lo que alteraba la concentración de Divea, sino otras clases de sonidos, como el gemido de los urogallos, que en ocasiones le parecían lamentos de personas sufrientes.
A pesar de todo, los ojos de Divea eran capaces de localizar las hierbas, que Galaaz le había encargado, entre los líquenes y las gotas copiosas que la niebla depositaba en las hojas, en las agujas de los pinos y en las flores. A lo largo del tronco de los árboles llegaban a ser hilillos de agua que caían mansamente hacia el manto de limo y los macizos de helechos que alfombraban el bosque, perdiéndose entre los hongos, las procesiones de hormigas, los escarabajos y los coloristas arbustos de rododendros recién florecidos. En algunos casos, más que encontrarlas parecía que las hierbas la encontrasen a ella, porque cuando pasaba de largo sin advertir la cercanía de una especie importante de la lista de Galaaz, algo en su interior se conmovía, como si un ser inmaterial la llamase desde otra dimensión y un impulso difícil de resistir la obligara a acercarse al rincón concreto donde tal especie abundaba, aunque ya lo hubiera dejado atrás. De cualquier modo, llevaba desde el comienzo de la exploración un ramito de xesta sujeto al pelo, porque esa planta de flores amarillas era un conjuro infalible contra los malos espíritus y una buena baza para favorecer la inspiración y el sentido común.
Según iba eligiendo y atando los pequeños haces, el cesto enganchado a su brazo izquierdo comenzaba a pesar mucho. Ella era tan fuerte como todos los miembros de su clan, gente robustecida por la Naturaleza que en el bosque era sustento y hogar, pero sólo tenía catorce años y ese cesto había sido trenzado para el brazo de un adulto. Sin embargo, no quería volver al mirador del castro, donde Galaaz pasaba la mayor parte de su tiempo, sin completar el pedido de su amado bisabuelo, y decidió seguir. Galaaz ya no era capaz de andar y el fiel Lugaro tenía que transportarlo en una carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas. Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada. No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria, como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara, pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación, repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.
3
-Otra vez nos falta un hombre, y por eso te vamos a aceptar de nuevo en el barco, Conall. Pero guárdate de hacer cosas raras, porque estaremos vigilándote. A la menor sospecha de que intentas hacer esas brujerías que dicen que hacen los tuyos, te machacaremos los huesos y te echaremos al agua para que mueras.
Rojo de rubor y con un sollozo bregando por emerger de su garganta, Conall agachó la cabeza y se dispuso a empujar hacia el agua el barco varado en la arena. Cuando sintió que flotaba, saltó ágilmente a bordo y ocupó su puesto en el tercer remo de babor. No volvió a levantar el mentón hundido contra su pecho. Siempre que le hacían esa clase de advertencias, e incluso cuando sólo se trataba de alusiones más o menos veladas, en su ánimo se mezclaba la turbación con la ira, las ganas de llorar con el impulso de matar a alguien. Si no hablaba ni gesticulaba, si lograba que olvidasen que ocupaba ese banco bogando con ese remo, tal vez no repitieran unas frases que le herían profundamente. Pasar inadvertido era su única posibilidad de sobrevivir entre la gente que tanto gustaba de cruces y hogueras.
Sus alusiones y mordacidades, y los riesgos innumerables que corría junto a ellos, eran preferibles al crepúsculo que oscurecía el mañana de la gente del bosque. Con sus burlas y suspicacias, con sus maldades y amenazas, los de la playa parecían vivos, resueltos a conquistar el futuro. Mientras tanto, el fatalismo se apoderaba de los celtas del bosque, aunque trataran de disimularlo con sonrisas compungidas y palabras grandilocuentes que habían perdido su significado hacía lo menos diez generaciones. No querían reconocerlo, pero todos sabían que habían perdido el futuro.
Cuando el timonel entonó la cantinela con que acompasaban los remos, Conall hizo la señal de la cruz a imitación de los demás. Notó a su derecha que el tercer remero de estribor reía sarcásticamente antes de decir:
-A ver si no nos alcanza el castigo por esa blasfemia.
-¿De qué hablas, Tomás? –preguntó el remero que iba delante.
-Los selvícolas no adoran a nuestros dioses Jesús y Yago. Ellos creen en ninfas del agua y otras supersticiones igual de infernales. Por lo tanto, el pagano que se persigne aun creyendo esas patrañas, seguro que abre cada día un poco más las compuertas por donde caerá hacia el infierno.
Oyéndole, todos volvieron a santiguarse, excepto Conall.
Éste nunca tenía claro a qué atenerse. Su afán de supervivencia le hacía suponer que tenía que imitar todo cuanto ellos hacían, pero si eso no bastaba, ¿entonces qué posibilidades le quedaban? Un joven como él, ambicioso y fuerte, ¿tenía otra salida que la de integrarse hasta fundirse con la gente de la playa?
El timonel era el más zaheridor de todos. Cuando fondeaban en un caladero, como ya no era necesaria la cantinela para acompasar los remos, solía hacer comentarios sobre todas las cosas y no paraba de hablar. Su trabajo era el menos esforzado de los nueve tripulantes, lo que debía de resultarle aburrido. Como si hubiera escuchado el pensamiento de Conall, dijo:
-Muchos selvícolas simulan aceptar a nuestros dioses Jesús y Yago, y tratan de vivir entre nosotros fingiendo ser buenos cristianos. Pero llevan la marca del diablo en la frente y a pesar de su hipocresía diabólica nunca renunciarán a sus habilidades malignas. El otro día, tuvimos que quemar a una vieja y a sus tres nietos.
Conall se estremeció.
-¿En qué la pillaron? –preguntó el más viejo de los remeros.
-Haciendo conjuros para que el más chico de los nietos sanara. El niño de tres años llevaba más de una semana con calentura y un vecino que la espiaba vio por una rendija de la choza que le daba un bebedizo y luego trazaba extraños signos sobre su frente, en invocación de esa diosa puta que los selvícolas adoran. Otro vecino, juró por sus hijos que desde que el nieto estaba malo había visto pasar tres veces a la santa compaña por delante de la choza, y vosotros sabéis demás que cuando pasa, se lleva lo que se le antoja sin ningún distingo. Primero, nos cubrimos de cruces de arriba abajo, pero al final no tuvimos otra salida que arrastrarla a la hoguera junto con los tres niños, para que la maldición divina no nos alcanzara a nosotros.
Mientras hablaban, Conall notó las miradas de reojo al tiempo que el sollozo de su garganta trataba de estallar. Ni aún integrándose y aceptando las costumbres de la gente de la playa se redimían los celtas de su incierto futuro. ¿Qué podía hacer?
4
El paisaje era espléndido, un hogar precioso que los dioses habían otorgado generosamente a su clan, pero esa tarde podía gozarlo sólo porque lo conocía de memoria.
El druida Galaaz contaba cerca de cien años, y aún así conservaba la visión más aguda de que hubiera noticia entre los habitantes del bosque. Su pueblo creía que era un don otorgado por la madre Dana, pero él sabía que se trataba sólo de buenos ojos, muy sanos y perspicaces, que siempre habían sido especiales y que toda su vida había cuidado con esmero utilizando las fórmulas que todo buen druida debía conocer. Le gustaba contemplar el mundo desde ese lugar, el viejo castro de los ancestros del pueblo celta que los invasores cristianos llamaban “Santa Tecla”. Hacía muchas generaciones que habían dejado de habitarlo, porque exiliarse a las profundidades del bosque era mucho más seguro dadas las circunstancias. Una especie de nostalgia atávica le inclinaba a pasar varias horas a diario en ese mirador privilegiado, desde donde el mar parecía cristal liso y el río, a su izquierda, era una formidable morada de la diosa. Ese día, la niebla había alzado un velo demasiado tupido, a través del cual veía más la imaginación que la mirada.
-Ved, señor –dijo Lugaro-. Alguien ha vuelto a construir una cabaña redonda.
-¿Estás seguro? La niebla lo tapa todo.
-Bueno, señor. No es que la vea… exactamente. Pero la vi esta mañana, cuando me mandasteis a recoger caléndulas, y sé que está ahí, en el primer muro circular de esta parte del castro. Ahora, si fuerzo la vista, creo que la veo. O su silueta, como una mancha gris en la muralla de niebla.
-¿Tienes idea de quién pueda haberla levantado?
-No, señor.
-¿Crees que será uno de los nuestros?
-Por la forma de construirla, yo diría que sí. Es una cabaña celta, sin duda; no es tosca ni retorcida como las de los cristianos de la playa, sino que su constructor ha seleccionado muy bien los troncos, todos iguales, y también las trancas para los remates. El techo de ramas y bálago es el más regular que he visto nunca.
-Porque has visto pocos, Lugaro. Cuando yo era niño ya no vivíamos habitualmente en el castro, pero muchos de los nuestros mantenían casas magníficas ocupando casi todos los círculos de piedra. Había dejado de ser seguro vivir permanentemente aquí, pero algunos celtas gustaban de pasar largas temporadas del verano frente a la majestuosidad de este paisaje.
-También esa costumbre ha muerto.
La voz del ayudante del druida sonó casi como un quejido. Galaaz suspiró antes de comentar:
-¿Sabes, Lugaro? Yo no estoy seguro del todo de que vivir camuflados en el bosque sea una vida honorable. Es como si nos avergonzáramos de ser lo que somos. En realidad, nos escondemos verdaderamente aunque nos cueste aceptarlo. Pero esta tierra es nuestra hace más de dos mil años. Resulta muy triste considerar que tenemos que ocultarnos ante unos recién llegados cuyas costumbres son tan bárbaras como su aspecto. Nos llaman brujos como si esa palabra fuese la peor de las ofensas, porque no conocen su significado ni la profundidad de la ciencia que entraña. Cuando me entero de que han agredido a una de nuestras mujeres con la cobardía con que ellos hacen tales barbaridades, el corazón me sangra, Lugaro, y aunque debería sentir compasión de su ignorancia, no lo consigo. Sus insultos y agresiones nos están empujando más y más a lo profundo del bosque, cada vez a lugares más inaccesibles.
-¿Deberíamos combatirlos?
Galaaz cabeceó de un modo que el criado no fue capaz de discernir si había asentido o negado.
-En el pasado –respondió Galaaz-, los demás pueblos nos consideraban a los celtas los guerreros más fieros del universo. Desde Galacia a Hibernia, desde Valaquia a Galia, desde Helvecia a Hiperbórea, hemos tenido fama de feroces. Pero ahora y aquí no estamos en condiciones de combatir. Nuestra única posibilidad de sobrevivir en esta tierra es la discreción en la que nuestro clan lleva varios siglos aposentado. Nos están exterminando, Lugaro, y la diosa no me da respuestas claras de qué debo hacer. Presiento que está muy enojada conmigo, porque aún no he comenzado a instruir a mi sucesor.
-¿Ya habéis elegido uno?
-Ese es el problema, Lugaro. ¿A quién crees tú que podría elegir en las circunstancias que vivimos? Hay pocos jóvenes con nosotros. Los niños demasiado niños no pueden ser iniciados y los viejos demasiado viejos no son capaces de superar la iniciación.
El sirviente se encogió de hombros con desaliento.
Realmente, se trataba de una elección muy difícil. Era verdad que el poblado celta camuflado con el bosque permanecía habitado mayoritariamente por viejos y niños. Muchos hombres jóvenes estaban desertando no sólo del lugar, sino también de su cultura y costumbres. Se disfrazaban con las vestimentas pardas de los invasores, trataban de difuminarse entre los prósperos y crecientes poblados cristianos, que se multiplicaban de año en año. De temporada en temporada disminuía la edad a la que los muchachos celtas desertaban del clan.
-Cada vez huyen más jóvenes, Lugaro. Ahí tienes a Conall, que dicen que ya, a los dieciséis años, quiere abandonarnos. ¿Cómo voy a elegir a un aprendiz de druida que antes de acabar su formación pudiera desaparecer? Cuando mi abuelo me eligió a mí, había una generación de jóvenes soñando con ser druidas. Todavía cuando nuestro buen Tito alcanzó su categoría de bardo, eran muy numerosos los jóvenes aspirantes. Ahora, sin embargo, la elección es difícil no por la abundancia de aspirantes, sino porque nadie aspira ya a este inmenso honor.
-¿Cómo hemos llegado a esta situación, señor?
-Hace mil años que nos sentenciaron, Lugaro. Habíamos convivido a lo ancho y largo de Europa con culturas innumerables sin dejar de ser nosotros mismos en todo el continente, conservando nuestros dioses, nuestro modo de vivir y nuestra lengua. Pero el Imperio Romano odiaba las diferencias. No solamente trataba de someter a los pueblos, sino que pretendía que todos se convirtieran en romanos. Y lo consiguieron, Lugaro. Llevaron su afán uniformador al máximo del paroxismo, porque la única alternativa que ofrecían era el exterminio. O te convertías en romano o te masacraban. Con nosotros no pudieron en media Hispania, en la Galia profunda, en Hibernia y en otros lugares diseminados por lo más recóndito de los bosques de todo el continente y, como consecuencia, somos verdaderos espectros. Y desde el hundimiento del Imperio Romano, los vencedores que lo combatían han acabado adoptando su mismo proceder. Hemos podido sobrevivir al precio de ser casi invisibles y de quedar incomunicados los clanes, sin apenas noticias los unos de los otros. Durante mi iniciación, recorrí como sabes gran parte de la Hispania y, como recordarás, encontramos muy pocos clanes que, además, resultaban a veces irreconocibles de tanto como habían mimetizado a los pueblos hostiles que los acosaban.
-Señor…
Galaaz llevaba todo el día notando que su fiel sirviente quería decirle algo sin acabar de decidirse.
-Dime, Lugaro. Aquí nadie te va a oír y si lo que dices no me gusta, yo fingiré no haberlo escuchado.
-Es que… esta mañana, cuando mandabais a vuestra nieta Divea…
-No es mi nieta. Es hija de mi nieta.
-Perdonad, señor, mi equivocación, pero ya sabéis que el clan suele llamarla vuestra “nieta”. Pues bien, cuando mandabais a Divea en busca de hierbas, notando su aplicación para nombrarlas sin error, enumerarlas y establecer el plan y las prioridades de recolección, se me ocurrió preguntarme si…
-Habla de una vez, Lugaro. Comienzas a enojarme con tus vacilaciones.
-¿No os parece que Divea sería la mejor cualificada para convertirse en druidesa del clan, señor?
Galaaz sintió que subía a sus pómulos algo de rubor. La idea de instruir a Divea le había asaltado últimamente con frecuencia. Más por el parentesco y juventud que por el hecho de ser mujer, venía desechando ese pensamiento que cada día era más insistente. Había que iniciar la formación druídica muy pronto, antes de que la demencia transitoria de la adolescencia pervirtiera el toque de la diosa de modo irremediable. Divea se encontraba justo en esa frontera, pero él estaba obligado a resistir el impulso de pensar en esa hermosa muchacha como sucesora. De un lado, temía mostrar ante su pueblo un favoritismo hacia su familia que nadie había practicado jamás entre los celtas. Por otro lado, una de las reglas para la designación de alumnos druídicos exigía tener en cuenta la armonía o desarmonía de los tres seres de cada individuo, consistentes en lo que cada uno opinaba de sí mismo, lo que opinaban los demás y lo que en el fondo de su espíritu era en realidad. ¿Cómo podía conciliar el ser de la opinión del clan con el de la visión que Divea tenía de sí misma y lo que pudiera ser en esencia, cuestión que él aún no había entrado a dilucidar? Era la diosa quien tocaba la frente del elegido y los celtas sólo tenían que descubrir el signo y acatarlo. Pero ¿y si no había descubierto todavía la esencia verdadera de Divea, y su toque divino, precisamente porque la muchacha era sangre de su sangre y sólo tenía catorce años? Catorce años, una edad a la que él llevaba ya varios preparándose, porque el clan en pleno descubrió el signo en su frente cuando sólo contaba cuatro. Por seriedad, rigor, laboriosidad, carisma y disposición, Divea merecía el honor. Y en resumidas cuentas, no había dudas de que en su clan era la persona que mejor conocía los rudimentos físicos del druidismo.
-¿Hablas en serio, Lugaro? –preguntó Galaaz, sinceramente confuso- ¿Sabes a lo que yo me arriesgaría si favoreciera a un pariente mío sin merecerlo?
-Ella posee el toque, señor. Vos, que sois el más capacitado para descubrirlo, no queréis verlo porque es vuestra… bisnieta. Pero hace casi un año que se comenta en el bosque que Divea ha sido tocada por la diosa. Algunas de sus amigas cuentan cosas que sólo pueden significar eso.
-¿Qué cosas, Lugaro?
-Los animales no temen su mirada, señor. Las bestias la rehuyen o se amansan y postran ante ella. Todas las muchachas lo comentan con pasmo. Hace poco, el bardo Tito comentó que se dan en ella las tres claves del conocimiento: saber, osar y callar. Sabe mucho, como comprobé esta mañana cuando relacionaba las especies de vuestro encargo; es valiente, pues se asegura que no teme ni a lo más recóndito y oscuro del bosque; y, como todos sabemos sobradamente, es tan discreta y firme como los robles milenarios. Tal vez nos ciega su hermosura, que de tanto deslumbrarnos nos impide ver la luz que refulge en su pecho, señor.
Galaaz apretó los labios. Formar a un druida tomaba antaño más de quince años, pero Divea llevaba toda su vida en contacto con las nociones fundamentales del druidismo. Era posible que la muchacha hubiera desarrollado facultades sin él apreciarlo y que, gracias a la modestia de su carácter, se hubiera guardado muy bien de vanagloriarse. Pero al druida no le estaba permitido pasar por alto cuestiones tan graves como el toque de la diosa. ¿Había omitido apreciar lo que tenía dentro de su propia casa? ¿Estarían perdiendo agudeza sus ojos?
5
Los últimos cinco días, Conall apenas había encontrado dificultades entre sus compañeros en el barco. Ninguna indirecta ni alusiones, ni una sola mirada aviesa. Su método para conseguirlo había sido camuflarse en la faena, y tratar de resultar invisible con el silencio y la modestia. Tan efectivo había sido el eclipse, que los últimos dos días ni siquiera el timonel le había zaherido.
Estaban viviendo jornadas muy duras, agotadoras. Desde que sus dioses Yago y Jesús bendijeron a los marineros con un amanecer despejado, se estaban resarciendo de cuanto no habían podido pescar mientras la niebla les distanciaba del mundo y sus puntos de referencia. A partir del momento que alboreó un cielo con el color de las flores de espliego, no habían parado de recobrar redes repletas a reventar. Para izarlas fueron necesarios esfuerzos sobrehumanos, y cuando las fuerzas flaqueaban, únicamente les permitía continuar faenando la alegría del alboroto plateado del coleteo de los peces al vaciar cada arte en el barco. Les impulsaba un aliento proveniente mucho más de la ambición y la rabia que de la fuerza de sus brazos.
A pesar de sus dieciséis años, Conall se suponía más fuerte que casi todos los demás marineros, pues resistía el esfuerzo mejor que ellos. Aún así estaba derrengado, con las manos sangrándole por múltiples sajaduras. Por esa razón, antes de salir la sexta madrugada de su casa hurgó entre los frasquitos de elixires reconstituyentes que su madre preparaba, en busca de uno que pudiera servir para quien, como él, todavía no había alcanzado la edad adulta. Eligió el de color verdoso, aunque no estaba demasiado decidido a llegar a tomarlo, porque se trataba de un elixir poderoso. No era el más energizante de todos, pues existía otro cuya fórmula sólo conocía el gran druida Galaaz, que era incomparablemente más efectivo porque convertía a cualquier hombre adulto en algo parecido a un titán durante unas horas o acaso un día completo. Pero el frasquito lleno de hierbas maceradas que elaboraba su madre eliminaba el cansancio en pocos instantes.
¿Podía tomarlo sin sufrir efectos indeseables?
Decidió aplazar la determinación hasta ver si ese día el cansancio lo abatía demasiado en el barco. Si por los sudores de la faena llegaba a sentirse exhausto, lo tomaría con cuidado de que los marineros no se dieran cuenta.
La jornada discurría con los mismos ritmos y azares de los cinco días anteriores, hasta el momento en que Conall sintió que podía desfallecer. Permaneció mucho rato atento a su mejor oportunidad de llevarse el frasco a los labios sin que nadie pudiera sorprenderlo.
Entre tanto, el agotamiento general iba siendo más y más penoso; ríos de sudor corrían por todos los rostros y brazos y la tripulación entera bufaba entre jadeos, casi estertores, y parecían a punto de desfallecer. Apenas tenían tiempo de tomarse un respiro, pero Conall decidió aprovechar la primera fugacísima pausa que se le presentó. Acababan de recobrar una de las redes, tan repleta como las demás, y a continuación los remeros debían mover el barco unas pocas brazas hasta la próxima red, marcada con un tocón de árbol a modo de baliza. En el breve instante de fondear y antes de alzarse para ayudar en la recogida, Conall giró la cabeza hacia el agua como si estuviera a punto de vomitar y, simultáneamente, palpó a ciegas su pecho para coger y destapar el frasquito que llevaba colgado del cuello, y se lo llevó a los labios.
Creía haber sido tan rápido y reservado como se había propuesto, pero algo en sus movimientos debió de alertar a sus compañeros. En el instante que sorbía con avidez el contenido del frasco, sintió que uno de ellos le golpeaba ferozmente con el remo en la espalda, casi en la nuca, al tiempo que gritaba:
-Brujo infernal, que ya te veía yo venir.
Siguió una barahúnda de voces y patadas, y un despiadado apaleamiento propinado al unísono por los seis remos, hasta que el joven celta se desvaneció y quedó encogido como un guiñapo ensangrentado, derrumbado entre las banquetas de los remeros.
-Ha muerto… -dijo uno de ellos con voz trémula.
-No te angusties –aconsejó el timonel-, porque acabamos de hacer una de las obras de caridad que nos manda la Santa Madre Iglesia. Hemos librado a la cristiandad de un servidor de Satanás, un hechicero infernal que seguramente fue el responsable de que pasáramos tantos días de niebla y sin pescar. Nuestro señor Yago nos premiará en el cielo por haber salvado al mundo de este demonio del bosque.
Todos asintieron y a causa de la repugnancia, y por el temor a tocar un cuerpo contaminado por el azufre y las miasmas del infierno, juntaron las palas de los seis remos para alzar el cuerpo de Conall y lanzarlo al agua.
6
Muy optimista, Lugaro empujaba la carretilla donde transportaba a Galaaz con destino al castro, tarareando una canción. Olía con intensidad a flores de retama, el sol caldeaba el ambiente, la brisa les acariciaba el rostro con suavidad y el mar, allí abajo, brillaba como una bandeja de plata.
-¿Te has acordado de pedirle a Tito que se nos una más tarde? –preguntó el druida.
El druida había decidido hablar de Divea con su bardo, el único que en el menguante clan podía contradecir su designación.
-Desde luego, señor –respondió Lugaro-. Me ha dicho que os ruegue que le disculpéis hasta media mañana, porque desea terminar una canción que está componiendo.
Galaaz evocó los ripios que pergeñaba últimamente el bardo del clan, carentes de gracia y algo torpes. Disimulando un carraspeo, dijo:
-Magnífico; ojalá que su rima vuelva a ser tan inspirada como antaño. Mira la extraña cabaña del castro. Se la ve mejor acabada cada día. ¿Ya has averiguado quién la está construyendo?
-Nadie lo sabe en el bosque, señor.
-Quien sea, tiene que trabajar de noche. ¿Te acuerdas de aquella leyenda que nos contaron cuando visitamos el clan de los vettones?
-¿La de los jabalíes de piedra que decían que los tallaba todas las noches el propio dios Bran? –preguntó Lugaro.
-A mí no me parecían jabalíes –comentó Galaaz con un deje de nostalgia-. Más bien un animal casi fantástico, a medio camino entre los toros y los uros. Y había lascas y fragmentos de piedra alrededor, como ocurre cuando ha trabajado un escultor; un dios no necesitaría producir tales restos. Pero éramos tan escépticos y tan jóvenes entonces, ¿verdad?
-Vos señor, teníais veintisiete años y yo, diez. No podría describiros lo terrorífica que fue, para el niño que yo era, aquella escena de cuando regresábamos de vuestro viaje de iniciación.
-Tuvimos muchos tropiezos, Lugaro, y algunos fueron muy graves. ¿A cuál en concreto te refieres?
-El encuentro con los peregrinos que han invadido nuestro Camino al Fin de la Tierra, el día que me estropearon esta cadera, por lo que cojeo desde entonces.
Galaaz asintió. Durante ese penoso itinerario superaron peligros tremendos, pero aquella tarde estuvieron a punto de morir.
En el Camino al Fin de la Tierra confluían desde hacía varios milenios múltiples vías europeas de peregrinación. En Hibernia como en Galacia, en Helvecia como en Hiperbórea, todos los clanes celtas soñaban con recorrer ese camino y cada uno lo llamaba a su manera, pero todas con el mismo significado; era la ruta que conducía al final de la tierra firme conocida. Cuando llegaban a la pubertad, innumerables celtas de todos los confines de Europa soñaban con visitar el fin del mundo, a ver si conseguían oír el fragor de la catarata por donde el mar se precipitaba hacia las entrañas de los siete infiernos. Se aseguraba que los días de calma chicha, cuando no soplaba ni la brisa, era posible oírlo como un rumor muy lejano, hacia el punto donde el Sol se hundía cada noche en su morada para descansar.
El viaje de iniciación de Galaaz, tras dieciocho años de afanosos estudios para alcanzar su consagración de druida, había transcurrido con muchos peligros, pero también con grandes satisfacciones. Acompañado de Tito y Lugaro, ambos más jóvenes que él, visitó los clanes vaceos, vettones, cántabros y, al final, los astures, antes de disponerse a volver a su bosque junto al mar. En todas partes los acogieron con afabilidad y de cada uno de los druidas, vates y bardos aprendieron nociones provechosas. Habían tenido que escapar de la acechanza de bestias salvajes y de la hostilidad de algunas de las pequeñas tribus invasoras, pero, como bien decía Lugaro, una de las peores experiencias les ocurrió en el Camino al Fin de la Tierra.
Ese camino pertenecía a los Celtas hacía doscientas generaciones, según las crónicas conservadas en la memoria por los vates. Pero hacía ya muchos años que la ruta, milenariamente transitada por celtas ataviados de blanco, estaba siendo invadida por peregrinos vestidos de negro que creían que los barcos de piedra podían flotar y navegar solos por medio mundo. Los celtas eran celosos de sus posesiones y llegaban a defenderlas con ferocidad; una ferocidad legendaria entre los pueblos que habían ido invadiendo Europa. Pero también eran hospitalarios, gentiles y generosos con quienes se les acercaban en son de paz.
Durante varias generaciones, fueron aceptando poco a poco a aquellos peregrinos tenebrosos, cubiertos de mantos oscuros y sombreros gigantescos, y compartieron con ellos el camino a pesar de que no ansiaban alcanzar el mismo fin. Pero durante el último siglo habían ido siendo cada año en más numerosos, hasta convertirse en multitudes.
La tarde cuyo recuerdo estremecía a Lugaro, éste junto con Galaaz y Tito abordaron el Camino al Fin de la Tierra en un punto que presentaba en aquel momento una procesión muy nutrida de peregrinos oscuros. Los tres celtas acababan de ultrapasar con muchos esfuerzos las montañas tras visitar a los astures, y llevaban retraso según sus planes. A pesar del cansancio y las prisas, sofrenaron los tres caballos para no atropellar a nadie y los pusieron al paso, dispuestos a tardar lo que hiciera falta con tal de no provocar a los invasores. Pero comenzaron a oír murmullos entre el gentío:
-Míralos. Se visten de blanco para disfrazar la negrura de su alma infernal.
-Desde que cabalgan tan cerca, no paro de oler a azufre.
-Y eso, a pesar de que se bañan en esencia de flores de lavanda para disimular su pestilencia satánica.
-Nuestro Señor Dios Yago nos va a castigar por tolerar su compañía.
Comenzaron con boñigas y pellas de barro, pero muy pronto los tres viajeros fueron acribillados por una granizada de guijarros, entre maldiciones y conjuros. Cuando los guijarros comenzaron a ser sustituidos por piedras de tamaño considerable, Galaaz se vio obligado a hacer algo para lo que no tenía autorización, puesto que aún no había recibido su consagración de druida. Tomó de la alforja derecha dos frasquitos y un jarro, en el que mezcló precipitadamente los dos líquidos, sin tiempo ni circunstancias para calcular adecuadamente las proporciones. Con intensidad mucho mayor de lo necesario, les envolvió una densa nube azul que no aplacó los ánimos de los peregrinos, sino todo lo contrario; pero los tres celtas pudieron abandonar subrepticiamente el camino en busca de un escondite donde aguardar la noche.
El griterío espantado que les acusaba de demonios, permaneció rodeando y apedreando la nube azul hasta su desvanecimiento total, en tanto que los tres conseguían escabullirse. Lamentablemente, Lugaro, que aún era un niño de diez años con los huesos sin acabar de formar, había recibido una fortísima pedrada en la cadera. La intolerancia le convirtió en un tullido para el resto de su vida.
-Pero nunca me he quejado, señor. Compasivo, Karnun ha sido bondadoso conmigo pues facilita mi vida en el bosque con toda clase de favores, como sabéis.
Galaaz sonrió para borrar el rictus que le causaba el recuerdo del percance.
-Pero ello no ha sido porque el dios se apiade de ti, Lugaro. Premia a diario tus inmensas virtudes y tu bondad.
El druida alzó la mirada hacia el cielo y añadió:
-Creo que nuestro buen Tito no encuentra inspiración. Es casi mediodía y no lo veo acudir a nuestro encuentro.
Lugaro dudó un momento antes de preguntar:
-¿Os preocupa lo que el bardo pueda opinar sobre la posibilidad de que vuestra bisnieta Divea sea iniciada en el druidismo?
-¿Debería preocuparme, Lugaro?
-Creo que no, señor. Tito, como todo el clan, conoce las virtudes maravillosas de la muchacha.
Galaaz apretó los labios. El bardo de su clan era el más imprevisible de cuantos había conocido en su vida. Si no fuera amigo suyo desde la infancia, tendría que considerarlo algo insolente, por la libertad con que se permitía discutir algunos de sus designios, lo que últimamente venía complementándose con el hecho de que la edad empezaba a convertirlo en un cascarrabias.
7
Dana, la diosa madre, le susurraba:
-Resiste. Tienes cosas fundamentales que hacer.
Era como un soniquete suave e insistente que Conall no percibía con los oídos, sino muy dentro del espíritu. Las palabras llegaban a su corazón con forma de trinos y gorjeos de pájaros, burbujeos del agua y música, una música deliciosa coreada por millares de voces celestiales cuya melodía le resultaba completamente desconocida, como si procediese del mundo inmaterial. No se trataba de la lira desafinada de Tito, el bardo del clan, sino de armonías que ignoraba que fuesen posibles.
No conocía ningún lugar donde el cuerpo no pesara y la ausencia de dolor fueran tan consoladora. ¿Se encontraría en la morada de los dioses? Siendo así, había muerto, pero no sabía cuándo. Lo último que recordaba era el frasco con el elixir verde. Había llegado a sus labios como una oleada de bienaventuranzas, como si todas las esperanzas de vida del bosque se derramasen en su boca. Pero algo le había hecho perder el conocimiento en seguida, inmediatamente después de aquella prodigiosa explosión de estrellas en su paladar.
¿Qué había ocurrido?
Debía haber pecado de temeridad. Tal como pensara en el momento de cogerlo del estante donde su madre guardaba sus elaboraciones, el elixir verde podía ser demasiado poderoso para un joven de su edad, puesto que había sido preparado para su padre, un hombre de casi cuarenta años.
¿Iba a ser castigado por los dioses aunque creyera en esos momentos encontrarse en un territorio de redención de los males y las penas? ¿Habría actuado el elixir como un veneno mortal en vez de favorecerle como un néctar fortalecedor?
La divina Dana repetía el murmullo:
-Te esperan misiones trascendentales. Resiste.
¿Qué tenía que resistir? No sentía nada, ni frío ni calor, ni dolor ni placer. Por consiguiente, sólo podía estar muerto.
Igual que la reina loba cuando se arrojó de la torre, acosada por los campesinos que había tiranizado. Él no había abusado de nadie, sólo pretendía solucionar su porvenir, pero había muerto en el intento. No se había convertido en lobo ni tenía pezuñas que dejasen huellas en la harina; sencillamente había sido desposeído de sus sentidos.
Pero una vaga sospecha de incertidumbre empezó a apoderarse de su conciencia, por muy imprecisas y lejanas que le parecieran todas las cosas. Sus sentidos no habían sido anulados completamente. Sabía que volaba pero, al mismo tiempo, notaba de un modo tenue y remoto que le envolvía alguna clase de humedad, como si se encontrara de regreso en el seno materno.
-Resiste, resiste, resiste.
Repentinamente, un obstáculo poderoso se interpuso en su vuelo. El balanceo fue interrumpido por algo a medias áspero y a medias, muelle. Arena mojada. Sus rodillas flotantes habían topado con un lecho de arena, en la orilla de la playa. Entonces, el sonido del reflujo del agua en el rebalaje acabó de volverlo a la realidad y sintió por fin el dolor, el frío y la humedad.
Los marineros debían de haberlo apaleado con crueldad, puesto que tenía magulladuras sangrantes por todo el cuerpo, pero la diosa lo había salvado, rescatándolo de una muerte cierta con la ayuda del elixir verde de su madre. Había vuelto a levantarse la niebla lo que, sin duda, contribuía a fortalecer su fúnebre ensoñación. Todavía, aun cuando ya sabía que no había muerto, continuaba sintiéndose entre dos mundos, en un lugar que no estaba ni en la tierra ni en el cielo, y hasta creía ver levitar no muy lejos la silueta de la diosa y, más allá, su cohorte de ondinas. No era un cuerpo mortal lo que veía, de eso sí que estaba seguro, sino una sombra, una esencia vigilante confundida con la niebla. Reptó rebalaje arriba, hacia la parte seca de la playa.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el apaleamiento? ¿Unos momentos, un día, varios días? No tenía la menor noción.
Los pescadores habían intentado matarlo y casi lo habían conseguido. No podía ni plantearse volver junto a ellos. En el primer momento, lo tomarían por un espectro y lo rechazarían entre cruces e invocaciones de sus dioses, pero al convencerse de que su carne mortal continuaba viva se asegurarían de matarlo sin remedio.
Jamás podría convivir con los cristianos si no conseguía que su madre le proporcionase un elixir que le convirtiera en otra persona, fundiendo su carne de nuevo como hacían los orfebres con el metal. Siempre tendría impulsos, gestos o reacciones que harían que esas personas supersticiosas e intolerantes lo despreciaran y le agredieran.
Si no tenía porvenir en el bosque ni en la costa, ¿qué podía hacer con su vida? ¿No había esperanza en el mundo para un celta de su edad?
8
-Divea, te noto distraída. Ya has partido cuatro veces la hebra.
Hilaba lana junto a su madre. La muchacha alzó los ojos como si despertase de un sueño y se encontrara en un lugar inesperado. Pero ese lugar era su casa, la rueca era la de su madre y la ventana encuadraba un hermoso retazo de su bosque donde se agitaban las copas de los castaños, movidas suavemente por la brisa del mar cercano. Reconoció para sus adentros que bullía en su cabeza una pregunta inquietante sobre lo ocurrido en el encuentro con el oso. La escena acudía una y otra vez a su mente con todos los detalles, y lo que no había consentido que sucediera entonces, dejarse impresionar, le ocurría si rememoraba la conducta insólita del feroz y enorme animal.
No le complacían las alusiones que sus amigas hacían de un supuesto toque de la diosa; más bien le desconcertaban. Sentía mucho amor por la vida sencilla y le agradaba sentirse alegre, ligera, despreocupada y sensual, lo que consideraba que no estaba en sintonía con la vocación exigida por algo tan solemne y serio como la consagración a la diosa. Porque el toque de Dana conllevaba necesariamente eso; dedicarle la vida como virgen sacerdotisa.
Pero ¿cómo iba a ofrecer ella su vida a la diosa, cuando sentía tanta inclinación por los muchachos que se preparaban para servir al dios Ogmios, el que guiaba a los guerreros? Le maravillaba su arrogancia, e inclusive la marcialidad algo forzada con que caminaban una vez terminado el entrenamiento diario. Se ruborizaba siempre al cruzarse con uno de ellos en particular, el robusto, gallardo, exuberante y altísimo Alban, frente a quien bajaba siempre los ojos; un sofoco que no le estaba permitido sentir a una futura sacerdotisa.
-Perdona, madre.
-Algo te inquieta.
-Sí, madre. Trataré de prestar más atención.
-Te preocupan las preguntas del abuelo, ¿es eso?
Ciertamente, Galaaz, que además de su bisabuelo era el druida del clan, llevaba dos jornadas mirándola a la hora de la cena como si quisiera penetrar en su cabeza, y no paraba de hacerle preguntas. Por suerte, se trataba de cuestiones que estaban al alcance de sus conocimientos y siempre había sabido responderle, pero le preocupaba, mientras tenía lugar, lo exhaustivo y la reiteración del interrogatorio. Sin embargo, más tarde apenas sentía inquietud por ello. Lo que centelleaba en su mente a todas horas era el episodio del oso, porque no había sido el primero. Todos los lobos con los que se había encontrado a lo largo del último año reaccionaban de modo semejante, lo que le había hecho recordar con frecuencia la leyenda de la reina loba. Involuntariamente, se miró los pies para asegurarse de que no variaba su forma.
Inger, la madre, examinó el rostro de su hija con atención. Notó la tormenta que ensombrecía su frente.
-¿Qué futuro crees tú que tiene nuestro clan, Divea?
La muchacha inspiró hondo. Su madre jamás le había hecho una pregunta de esa clase, ¿por qué precisamente ahora?
-¿Tiene importancia mi opinión, madre?
-Sí. Mucha.
-No sé con qué futuro podría comparar el que parece que nos aguarda, madre. No tengo más que catorce años, pero…
-Según para qué, podrías hasta ser un poco demasiado mayor, Divea.
-¿A qué te refieres, madre?
-No paran de desertar nuestros mejores hombres en cuanto alcanzan la edad adulta. ¿Te desconsuela el desaliento que se aposenta entre los habitantes del bosque, hija?
-Sí, madre. Me apeno cada vez que un muchacho nos deja, abandonando nuestras costumbres para aceptar otras que van contra su naturaleza.
-Así es, hija. A veces, miro a la gente de mi generación, cuando exploramos el bosque en busca de especies raras, y me da una tristeza enorme, porque parecemos una cohorte de almas en pena exiliadas en este mundo nuestro, entre las sombras y la niebla, entre las zarzas y los helechos. Confundidos todos con las brumas, como si tratásemos de disolvernos en ellas. Pero el bosque es nuestro, siempre nos ha pertenecido. No deberíamos renunciar a su dominio. Nos comportamos como si nos manejasen fuerzas externas a nuestra voluntad, poderes que nada tienen que ver con nuestros dioses, quienes siempre nos han guiado y amparado.
-Pues yo creo que nuestro peor enemigo es el abatimiento.
Inger asintió. Le conmovía descubrir en su hija sapiencia y facultades que hasta pocos días antes ni imaginaba. Habían tenido que ser las preguntas de su abuelo las que abrieran su mente al reconocimiento de esas virtudes.
-Así es, Divea. Tenemos que recuperar la esperanza y el orgullo. Nuestro clan está necesitado de encontrar quien los reverdezca.
Divea bajó la cabeza. Le abrumaba y ruborizaba que su madre hablase con ella de cuestiones propias de gente adulta.
-¿Te he contado alguna vez la historia de la valkiria Inger, de quien mis padres tomaron mi nombre?
Divea alzó la mirada hacia los ojos de su madre con extrañeza. Parecía creer que sí le había hablado de tal valkiria; pero ella no guardaba el menor recuerdo de esa deidad.
-No, seguramente nunca te hablé de ella –murmuró Inger tras una corta vacilación-. Tal vez esperaba la ocasión propicia, y creo que ahora ha llegado. Es una leyenda que se contaba en la tierra donde se originó la cultura celta hace tres mil años, en el centro de Europa. Aquella Inger, igual que todas las valkirias, tenía la misión de designar a los héroes que debían morir en la batalla, pero a ella no le gustaba ese cometido, porque contaba sólo catorce años, como tú, amaba la vida y creía que los hombres tienen cosas más interesantes que hacer que verter tontamente la sangre en guerras perdidas. Igual que tú, era alegre y prefería cantar a llorar por nadie.
Divea evocó al robusto aprendiz de guerrero Alban, ante quien solía ruborizarse. Como a la valkiria llamada igual que su madre, le desconsolaría que muriese.
-Inger se rebeló –continuó la madre de Divea-. En vez de ponerles en la frente una señal para que la diosa Gusdestrun reconociera en la batalla a aquellos luchadores, vertió sobre sus cabezas cuantas esencias conocía que fuesen dadoras de bendiciones y de vida. De manera que en la siguiente batalla, Gudestrun no encontró a quien llevarse a su reino de sufrimiento y muerte, lo que la enfureció. Por ello, mandó que Inger fuese expulsada de la morada de los dioses, y así se hizo. Pero la diosa madre Dana se compadeció de la valkiria porque había demostrado bondad y sabiduría elaborando elixires benéficos, y aunque no podía anular el designio de Gudestrun, ordenó que se dotase a Inger con una luz muy fulgurante en la frente, para que sirviera de guía a cuantos se sintieran perdidos en el camino entre la tierra y el paraíso. Como Inger, querida hija mía, creo que tú has sido designada para guiar a quienes se sientan perdidos en su tránsito por esta vida.
Divea trató de encogerse en el taburete. Esa frase de su madre había caído sobre sus hombros como un risco desprendido de la cumbre de una montaña.
9
-Ahí llega Tito –anunció Lugaro a Galaaz.
El druida giró la cabeza con objeto de ver aproximarse a su bardo, a quien sonrió para darle la bienvenida. Pero Tito no advirtió el saludo. Se notaba que acudía muy ensimismado, tarareando un poema al que trataba de poner música.
-Es como la tortuga encogida en reposo –murmuró Lugaro-, que uno nunca sabe dónde tiene la cabeza.
Galaaz contuvo la risa. Le divertían los sarcasmos de Lugaro, pero sabía que a Tito lo sacaban de quicio. Para vencer cuanto antes las ganas de reír, preguntó a voces a su bardo:
-¿Es bella tu nueva canción?
Jadeando, y todavía a unos vente pasos de distancia, respondió Tito:
-Líbreme nuestra madre Dana de la presuntuosidad de responder que sí. Sois vos y los celtas del bosque quienes podréis reconocer la exacta cadencia de sus rimas y la gracia de sus metáforas.
La afirmación que la respuesta llevaba implícita alegró a Galaaz, aunque sin convicción. Los últimos años, venía siendo frecuente que el bardo interpretara canciones persuadido de que eran buenas, pero casi siempre resultaban ser tostones insoportables. Tito llegó junto al druida, inclinó levemente la cabeza y se acomodó en un pedrusco cercano a la carretilla.
-La canción de hoy está dedicada a vuestra bisnieta.
Galaaz lo miró con expresión perpleja.
-No debería asombraros, señor. No se habla de otra cosa en el bosque.
-Siempre hemos sospechado que habitan entre nuestros robles, fresnos, olmos y pinos traviesos espíritus murmuradores–bromeó Galaaz-, que difunden las noticias mucho antes de que se produzcan. ¿Qué cuenta de Divea tu canción?
-La relaciono con la valkiria Inger, la luz que guía a los desventurados entre las tinieblas de la agonía.
Galaaz apretó los labios.
-¿Y es irónica tu canción o exaltadora?
-Ni lo uno ni lo otro, señor.
-Si ese rumor… -Galaaz dudó-, resultara cierto. ¿Cuál sería tu opinión, querido Tito?
-Con todos mis respetos, señor, mi opinión sería que deberíais ofrecernos, al menos, una troica de donde elegir. Hay jóvenes que, por la sabiduría de sus padres, pueden estar igualmente cualificados para aspirar a la iniciación druídica. Ya sabéis cómo son las cosas en nuestro clan, que todos podemos decir sí en público, pero no siempre los síes públicos coinciden con las negaciones privadas.
-Cita a esos jóvenes.
Tito carraspeó. La verdad era que había sido demasiado rotundo con la afirmación, teniendo en cuenta que debía descartar a los jóvenes que habían desertado últimamente del clan.
-Hay ese Conall…
-¡Quiere ser pescador y se viste como los de la playa! –protestó Lugaro.
-¿Rechazas a Divea por ser mujer? –preguntó Galaaz.
Tito apretó los labios. Si su tez no estuviera tan arrugada, Galaaz estaba convencido de que podría notarse el rubor. Tito se apresuró a responder:
-La más grande de las diosas es Dana, nuestra bendita madre. También ella es mujer.
-Así es –afirmó Galaaz-, y no siempre lo tomamos en consideración a la hora de establecer juicios y tomar decisiones.
-Pero Conall… -protestó Tito.
Lugaro atajó:
-Ese muchacho díscolo baja todas las madrugadas a la playa, en busca de amparo y aprobación de quienes se apoderan de nuestros símbolos y los pervierten. ¡Si hasta se han apropiado de una imagen de Dana y dicen que ahora se llama Ana y es la madre de su diosa principal! Esos hombres oscuros y malhumorados de la cruz contaminan cuanto tocan. A Conall lo hemos perdido ya, estoy seguro, como a tantos otros…
-No seas tan tajante, Lugaro –ordenó Galaaz-. Tito tiene razón. El pueblo celta no puede dar nunca nada por perdido, porque hemos sobrevivido a las peores calamidades y aquí estamos, dispuestos a resistir. Hemos de considerar todas las posibilidades.
10
Con todas las probabilidades en contra y en situación extrema, la diosa lo había salvado; ¿querría asignarle una misión?
Conall sentía aún dolor en todo el cuerpo. Y debilidad. Por desgracia, el frasquito de elixir verde reconstituyente había desaparecido a pesar de lo resistente que era el cordel que lo sujetara a su cuello. Se lo habían arrancado de mala manera, con violencia innecesaria, puesto que tenía una rozadura llagada en la nuca que así lo sugería. Al arrojarlo al agua, los marineros no habían querido que lo portase por temor a que pudiera tomarlo y sobreviviera al linchamiento. Ignoraban que el pequeño sorbo que ya había llegado a sus labios antes del apaleamiento debía de haber preservado su vida cuando lo creyeron agonizante.
¿Le había librado de la muerte la diosa o el elixir preparado por su madre? A fin de cuentas ¿no se trataba de lo mismo? Era el espíritu solidario del clan, con sus creencias y su ciencia milenaria, lo que le había permitido sobrevivir. Y el otro mundo que ansiara con tanta vehemencia conquistar lo había rechazado de modo irreversible, intentando matarlo y arrojándolo al mar para que terminase de morir. Los ocho marineros habían actuado como si cada uno de ellos fuese una especie malvada de reencarnación de Banshea, el terrible espectro que nadie que él conociera había visto jamás, pero eran innumerables los que escuchaban sus anuncios de muerte. Los marineros hablaban constantemente de bondad, amor al prójimo y caridad, pero jamás había imaginado que nadie pudiera ser tan cruel como ellos a la hora de dar riendas sueltas a los delirios de su mente. Sí, eran como Banshea, la mujer de cabellos negros, vestido de color musgo y capa gris que sobrevolaba los poblados entre el alba y amanecer, dando gritos escalofriantes como aullidos de lobos rabiosos. Él sólo lo había escuchado pocas horas antes de la muerte de su padre; revivirlo ahora le estremecía y sus sentidos reproducían las mismas sensaciones de entonces. Banshea le había avisado aunque su padre llevaba dos lunas ausente, lo que no fue obstáculo para que él supiera con seguridad que iba a morir dondequiera que estuviese. No lo supo con certeza hasta una luna más tarde, cuando, al volver de una de sus ojeadas en busca de porvenir, encontró a su madre con el rostro cubierto de ceniza y llorando con desconsuelo.
A pesar de ser el único sostén de su madre, los últimos tiempos se había comportado como un inconsciente, dedicando todos sus afanes a la pretensión de que le acogiese gente deliberadamente tan poco acogedora. No lo intentaría más.
Ahora, tendría que superar los recelos de su propia gente, que había provocado y estimulado con sus veleidades durante un tiempo excesivo, durante el que debía de haber provocado muchas impaciencias. Tenía que reconquistar su favor, porque había escuchado la voz consoladora de la diosa Dana; tenía sin duda un futuro entre los celtas, aunque todavía no supiese cuál era.
Distraído con tales consideraciones, de improviso estuvo a punto de salir a un claro artificial que no conocía. Retrocedió de un salto, a tiempo de no ser descubierto por los tres monjes vestidos de negro que tumbaban árboles y desterraban fuentes de vida. Lo primero que habían preparado era la gran cruz que pretenderían colocar sobre la ermita que sin duda iban a comenzar a construir.
Iba a espiarlos, para decidir si debía tomar alguna iniciativa.
Murmuró una invocación a Karnun pidiéndole protección y permiso para hollar el árbol sagrado, antes de trepar por un corpulento roble desde donde trendría mejor visión del estropicio que estaban causando los tres monjes. Le pareció evidente que odiaban la vida que latía en el bosque, porque después de talarlo todo, se apresuraban a desnudar completamente el suelo con una especie de rastrillos, elaborados con flexibles ramas de aliso y juncos.
Conall sintió rabia y ganas de llorar. Y tuvo que reprimir el impulso de lanzarse contra los tres, porque estaba seguro de poder matarlos antes de que se diesen cuenta de que eran atacados.
Pero eso acarrearía una guerra, más incendios y más víctimas celtas. Ya había sucedido otras veces y no podía dejar de ocurrir de nuevo a la menor provocación. La regla esencial de convivencia establecida por el gran druida Galaaz mandaba que ningún celta pusiera en peligro a su pueblo con un ataque a lo enemigos.
Tras un largo rato de observación, levantó un puño al cielo, invocando a Ogmios y Gundestrun. Pidió al dios de la guerra y a la diosa de la venganza que le dieran fuerzas y perseverancia para expulsar algún día del bosque a todos los invasores.
11
-¿No serás tú quien construye esa cabaña, Tito? –preguntó Galaaz a su bardo.
Éste no advirtió que el druida bromeaba. Una simple ojeada bastaba para comprender que el anciano bardo no estaba para esos trotes.
-Tal vez la quiera para poder ensayar en completo silencio –secundó Lugaro la broma-, y que no le distraigan las risas de los niños.
Los tres amigos sabían que esa cabaña, tan bien construida en medio del castro, tenía que ser obra de alguien joven y fuerte que rehuía a la gente por alguna razón extraña, un enigma que podría llegar a inquietarles si no tuvieran otras preocupaciones más graves y urgentes. Galaaz no quiso entrar en conjeturas en ese momento, porque temía que el bardo no aceptase de Lugaro las humoradas que sí le aceptaba a él, por lo que ordenó a su sirviente personal:
-Lugaro, ¿querrías ir en busca de Divea? Mándale que prepare una merienda para ella y nosotros tres, porque permaneceremos aquí hasta poco antes de anochecer.
Una vez solos, el druida pidió a su bardo:
-Tito, ¿querrías arrastrar esta carretilla más cerca de esa cabaña?
El bardo no respondió. Hizo lo que se le había pedido con un crujido de sus hombros artríticos. Cuando llegaron junto a la construcción, comentó:
-Quien la está haciendo, no parece que la necesite para vivir.
-Tienes razón, Tito –concordó Galaaz-. No tiene ventanas ni puerta. Más que de vivienda, tiene el aspecto de una ofrenda a los dioses. Yo también haría lo mismo si pudiera, porque el castro conserva esencias milenarias de la vida celta que estamos obligados a preservar.
-Señor, si me lo permitís, quisiera recitaros unos versos...
Galaaz sonrió al tiempo que asentía. Notó, sin embargo, que Tito vacilaba mientras se aclaraba la garganta, carraspeaba, rasgueaba la lira con aspereza, como si no acabara de decidirse y, por fin, entonó su poema:
-“Divea, que el mar ojeas
tras la verde celosía
de las ramas de ese roble
impregnado de ambrosía...
Sin ser el verso ninguna maravilla, Galaaz se dijo que el afán de homenajear a su bisnieta había hecho que el bardo se esforzara un poco más que últimamente. A ver de qué modo aludía al futuro de la muchacha, que era en lo que casi todos pensaban aunque no hablasen de ello. Tito continuó:
-“Divea que el amor deseas
detrás del marcial roble,
con los ojos enganchados
a los hombros de ese hombre...
Galaaz se sobresaltó. ¿Sugería Tito que Divea estaba enamorada, con objeto de frustrar sus posibilidades de consagración? Tal vez había olvidado que no era lo mismo una sacerdotisa que una druidesa, aunque a veces el sacerdocio hubiese sido en el pasado la antesala de la consagración druídica. Prefirió no darse por enterado, pero guardó la pregunta para cuando pudiera hacérsela a solas a la propia Divea.
-Muy bien, Tito –alabó-. La rima es redonda y la voz te ha flaqueado menos que otras veces. Compruebo que los dioses te bendicen cada día con mejor salud.
Notó que el bardo apretaba los labios. ¿Le había contrariado no conseguir el efecto que buscaba con la canción? Galaaz se dijo que una artimaña de esa clase sería la culminación de una vida de pequeños disentimientos entre ambos. Siempre habían conseguido ponerse de acuerdo en los asuntos esenciales, pero Tito había sido toda la vida quisquilloso en extremo con los detalles.
-Necesitamos aspirantes a druida con urgencia, señor –dijo Tito con voz rasposa-. No nos queda mucho tiempo.
-Sí, Tito. Trato de resolverlo cuanto antes.
-Ya veis lo que está pasando por las orillas del bosque. No sólo queman árboles y desnudan la tierra, sino que para seducir y subyugar a los celtas incautos, se apoderan de nuestros propios dioses y los disfrazan para que parezcan suyos. Que yo sepa, ya nos han robado seis imágenes de nuestra madre Dana y las han vestido con sedas, cubriéndolas de joyas de oropel, y ahora dicen que es madre de sus dioses en vez de la diosa madre que es en realidad. Todas las noches, sangra mi corazón.
-No tardaremos en encontrar solución, Tito, te lo prometo.
Pese a su contundencia, Galaaz paseó la mirada por todo el contorno. El tiempo había mejorado un poco respecto al del día anterior, pero no caldeaba el Sol un castro que, a pesar del enigma de la cabaña redonda, parecía una ruina sin esperanza. ¿Estaba en sus manos centenarias la facultad de hacer que la esperanza renaciera?
12
Conall bajó precipitadamente de su puesto de vigilancia en el roble, porque uno de los tres monjes vestidos de negro lo había descubierto en el instante que paró de rastrillar la tierra desnuda para enjugarse el sudor. Le había mirado de un modo que parecía tener en los ojos cuchillos capaces de clavarse en su pecho.
El joven no sintió miedo. Contra tres podía salir airoso, sobre todo teniendo en cuenta la ayuda que representaría para él la impedimenta de sus largas túnicas negras y las capuchas. Corrió, sin embargo, porque quería ahorrarse las consecuencias de un enfrentamiento que no iba a reportarle beneficio alguno y sí podía causar perjuicios al clan. Contra su actitud desafiante de las últimas lunas, en esos momentos no deseaba transgredir las reglas de Galaaz.
Se apresuró bosque adelante, pero miraba tanto atrás para asegurarse de que no le seguían, que perdió pie y cayó por un pequeño barranco hacia un riachuelo. Ya no le cupieron dudas, la diosa estaba amparándolo. Le ofrecía ese refugio como escondite para librarlo de acechanzas, y tenía que ser porque le reservaba un cometido importante.
Aguardó unos momentos al acecho de ruidos que pudieran revelar la persecución. El silencio era total. No le habían seguido; podía seguir confiadamente su camino.
Trató de escalar el talud, pero era demasiado empinado y resbaladizo, y muy alto para saltar sin ayuda hacia el exterior del barranco. Comprendió con fastidio que no tenía más remedio que volver a mojarse la ropa para buscar salida al otro lado del impetuoso torrente. Según su costumbre en tales casos, se quitó la túnica para evitar nuevos daños, y se la enrolló en torno al cuello.
El talud y el pequeño retazo de orilla, muy fangosos y desnudos de vegetación, no le permitieron dotarse de la tranca que habitualmente usaba para tantear el fondo de todos los arroyos caudalosos que atravesaba. Aventuró un pie y luego el otro, y ya confiadamente emprendió el cruce, pero se trataba de un torrente recrecido por un aguacero reciente y calculó mal. Su tercer paso no tocó fondo a causa de una poza indetectable, y de pronto fue arrastrado por la corriente.
Se reprochó a sí mismo por temerario y estúpido. No había muerto ahogado en la inmensidad del mar, y ahora iba a ocurrirle en un torrente que no tenía más de diez pasos de anchura. Moriría en cuanto su cabeza topase con cualquier roca, de las muchas sobre las que saltaba el río en rápidos y pequeñas cascadas. Pero al tiempo que la corriente lo arrastraba, le estremeció un escalofrío de viejos designios que acaso no sabía interpretar. Todas las corrientes de agua tenían su ondina, lo que siempre representaría una ayuda para cualquier celta que se mantuviese fiel a sus creencias, pero ésta debía de pertenecer a la propia Dana, porque percibió una hermosa sonrisa entre la espuma y las blondas del agua, una sonrisa amable y acogedora que parecía indicarle que se sosegara a fin de no malgastar energías. Poco más tarde, sintió que una infinidad de brazos lo acunaban para mantenerlo a flote. Más que sujetar su peso, le acariciaban; brazos y manos cálidas a pesar de la temperatura casi gélida del torrente, que lo mecían con el mimo de una recién parida. Con un esfuerzo de autocontrol, dejó de luchar contra la corriente y se abandonó, a la espera de lo que la diosa le reservase, y en ese instante acudió a su mente la imagen de Galaaz en medio de un fulgor incomprensible y absurdo, porque aún debía sumar su atención a la ayuda de la diosa con objeto de lograr librarse del vértigo húmedo que lo zarandeaba.
Más que dentro de su mente, le parecía ver al druida entre dos aguas, en una aparición que reproducía uno de los ritos que Galaaz seguía celebrando, aunque tenía que ser transportado en carretilla por su sirviente Lugaro. La escena era tan vívida como si se hubiera materializado. ¿Por qué la diosa le obligaba a contemplarla? Tenía que existir un significado.
Entonces, comprendió.
La madre Dana le ordenaba que se presentase ante Galaaz para ofrecerse como aprendiz de druida. Sí, era eso. La visión inducida por la diosa no podía tener otro sentido. Ella quería que renunciara al propósito de vivir entre los cristianos; debía permanecer entre los suyos, mantener su lealtad con el clan y convertirse en druida. Para esto lo había salvado ya dos veces de morir en el agua, que era la principal morada de la diosa.
Volvió a sentir un escalofrío, porque inmediatamente después de iluminar su pensamiento esa convicción, su hombro topó contra la orilla fangosa y en pocos instantes consiguió librarse de la corriente.
¿Cómo no había pensado antes en ello?
Galaaz era tan viejo, que no podía faltarle mucho para volver a ser tierra y limo.
Entonces, como si respondiese a una pregunta que no había pronunciado, el rumor del torrente se convirtió en la voz de la diosa para sus oídos:
-Preséntate a Galaaz.
13
Con el Sol de mediodía, el Castro de Santa Tecla exhibió tímidos visos optimistas que atemperaron los pensamientos sombríos del druida. Siempre se resistía a dejarse arrebatar el ánimo por emociones que no tuvieran fundamento en la razón, pero el espíritu era libre de agorar y sentir miedo, porque su discernimiento no siempre coincidía con el de la inteligencia. Suspiró; trataba de insuflarse a sí mismo esperanza para poder inspirársela a su bisnieta cuando la tuviera delante.
Miró hacia el punto donde la cascada granítica del castro parecía juntarse con el espejo del mar. Habiéndose despejado del todo la calima húmeda, el resol hacía relumbrar las piedras como si estuvieran compuestas de pequeñas gemas, y la misteriosa cabaña, cuyo constructor desconocían, pareció por un instante un monumento a la bienaventuranza alzado en medio de la decadencia de los muros circulares. Resultaban hermosos hasta los sillares desparramados y sacados de los muretes por los temporales y la ambición de algunos pobladores de la costa, que los empleaban como material de construcción de sus casas y ermitas. El otrora orgulloso castro milenario de los celtas penaba en la actualidad el triste e indigno sino de servir de cantera para gente con muy escasa sensibilidad.
-Creo que llegan vuestra bisnieta y Lugaro, señor –avisó Tito al druida, cuando la muchacha y el sirviente no habían salido todavía del bosque a campo abierto.
-Ya lo sé. Ella acude asustada, abrumada por la incertidumbre.
-Aún tan lejos, ¿podéis percibir todo eso, señor? –preguntó el bardo con un tinte de fingido asombro, aunque el druida creyó entrever ironía.
-Sabes que mis ojos son agudos, Tito, pero no hasta ese punto, los dioses me ayuden y socorran. Afirmo que Divea viene asustada y perpleja, porque me lo dictan la lógica y, sobre todo, la razón. Recuerda que conozco a mi bisnieta hace catorce años. Todos los que ha vivido hasta ahora.
Tito sonrió, cabeceando. A lo largo de su vida, y a pesar de su insobornable escepticismo, había presenciado infinidad de prodigios operados por Galaaz, pero éste se empeñaba en darles siempre una explicación racional, exenta de cualquier matiz portentoso. Siendo el druida encargado de realizar los milagros que favoreciesen al clan, Galaaz iba a morir sin reconocer los prodigios que operaba ni jactarse de los poderes que poseía, otorgados por la madre Dana y todos los dioses conocidos, junto a los que probablemente existían sin que los celtas lo supiesen.
Además del cesto donde transportaba la merienda, Divea portaba un esplendoroso manojo de lysimachias, lo que no formaba parte de cuanto le había encargado el druida por mediación del sirviente personal. Galaaz se preguntó el porqué de tomarse la molestia de acudir con unas plantas cuya principal virtud, aparte de la belleza de sus flores amarillas, era ayudar a cortar las hemorragias además de calmar las calenturas. Si había en el bosque un enfermo de quien él no tuviera noticia, lo lógico sería que Divea recolectase esas plantas cuando se dispusiera a regresar.
Al levantar la muchacha la cabeza tras la leve reverencia que hizo ante su bisabuelo, el bardo, situado casi detrás del druida, contempló el rostro adolescente iluminado de lleno por el Sol. Creía imposible que existiese en el mundo un rostro más hermoso. No era fácil encontrar parecido al color de sus ojos, pues unas veces parecían verdes y otras, azul casi violetas; la nariz era orgullosa, altiva, y tenía justo el tamaño que mejor se adecuaba al resto de los rasgos. El pelo castaño claro caía en catarata sobre sus hombros como si no necesitase ninguna otra ropa. Tito no había contemplado jamás una boca mejor dibujada ni que alegrase tanto el espíritu al sonreír.
El del bardo, ahora, se iluminaba de chiribitas haciéndole sentir como un adolescente que caminase a través de un vergel cubierto de flores hasta el infinito, y a pesar de ello no creía que fuese acertada su designación como futura druidesa.
-¿Por qué has recogido esas flores? –preguntó Galaaz.
-Lo ignoro –respondió Divea con embarazo-. He sentido que debía venir aquí con ellas, sólo se trata de eso.
-¿Has sentido en tu interior la orden de la diosa?
-Oh, no –la expresión de la hermosa muchacha la mostró escandalizada-. ¿Por qué se iba a ocupar de mí nuestra madre Dana?
El druida sonrió y asintió, como si se respondiera a sí mismo. Observó que Divea colocaba el ramo de flores sobre una piedra con cierta repulsión, como si mantenerlo en sus manos supusiera el reconocimiento de una orden sobrenatural que estaba segura de no haber recibido. Durante la ausencia de Lugaro, Galaaz había preparado el discurso pero la presencia del manojo de lysimachias le distrajo. Carraspeó un momento antes de decir:
-Querida Divea. Mira ese castro, que desde hace dos mil años ha sido el solar de nuestros antepasados. Observa cómo se está desmoronando sin que podamos hacer nada por impedirlo. Todos los días llegan hombres infames, venidos de la costa a llenar de sillares sus carretillas. A pesar del misterio de esa cabaña que ves ahí, que no sabemos quién la está construyendo, el castro es una ruina, un despojo donde todos creen que pueden rapiñar. Y lo que nos roban no son piedras únicamente, Divea; cada piedra que se llevan, transporta un retazo de nuestro espíritu, como si fueran matándonos poco a poco. Todo se ha conjurado contra nuestra civilización. Hace más de mil años que intentan aplastarnos y nos obligan a vivir sometidos a toda clase de penalidades. Pero hemos sobrevivido hasta ahora, aunque nuestra vida tenga que ser discreta y casi fundida con las sombras del bosque. Todo se ha conjurado contra nosotros, querida niña. Como hace muchos centenares de años que dejamos de sacrificar vidas humanas a nuestros dioses, debemos forzar el ingenio, a ver si encontramos el modo de contentar a Dana y todas las demás deidades. Estamos obligados a poner la ley, los ritos y las esencias celtas en manos jóvenes, en busca de un empuje que a Tito y a mí se nos ha agotado. Somos demasiado viejos, Divea, y no podemos permitir que nuestra cultura muera con nosotros. ¿Lo comprendes, querida mía?
-Sí, abuelo.
Buscaba una palabra que pudiera consolar al gran druida, pero seguramente no existía.
14
La luz se apaga, el limo se muere,
languidece el muérdago, mi piel se estremece.
Dioses de la jungla, siervos de Karnum,
dadnos los caminos, otorgadnos salud.
Madre Dana...
Tito murmuraba el canto como una invocación. Ansiaba que los dioses inspirasen las determinaciones de Galaaz, porque no quedaba tiempo para el error. A nadie en el bosque le quedaba tiempo. Ni al druida ni a sus dos compañeros más fieles, los que habían permanecido con él desde el día de su consagración, su bardo y el sirviente personal. Pese a la resistencia de los tres, su etapa vital había terminado y cuanto veía el bardo en su horizonte personal era lo que había verdaderamente en el horizonte de todo su pueblo. Un eclipse definitivo como culminación del penoso ocaso que estaban padeciendo.
Lo veía todas las noches. Les oía todas las madrugadas. Gundestrum, la temible deidad de la venganza y la muerte, mandaba a sus cohortes de espíritus oscuros en compaña, procesiones de sombras muertas ávidas de vida terrenal, espectros que recorrían los vericuetos del bosque y pasaban rozando las cabañas de los celtas como si quisieran ensañarse con ellos, sumándose al tormento de los enemigos siempre al acecho.
¿Qué ofensa había podido cometer su pueblo contra Gundestrum y todos los dioses?
¿Qué deuda habían contraído con Lugh, con Dana o el inofensivo y siempre bienhumorado Bran? Últimamente, Tito sólo sentía a veces las inspiraciones de Karnun, el dueño del bosque, mientras que de Aine, la diosa del amor y la pasión, llevaba más de media vida sin sentir su aroma. El único que se les mostraba todos los días, todas las lunas y todos los años era el furioso Ogmios, el dios de la guerra, el menos ansiado y deseable, cuando el más leve suceso bélico ocasionaba terribles sufrimientos a su pueblo y nunca, desde hacia demasiado tiempo, el placer de la victoria.
Siempre perdían. Jamás resultaban vencedores más que en escaramuzas puntuarles, nunca en las batallas. Como resultado de las derrotas acumuladas, el exilio hacia las penumbras más recónditas del bosque iba siendo cada vez más ominoso. Los dioses les habían abandonado.
Rasgueando distraídamente la lira, permaneció largamente asomado al mar, encaramado a uno de los muros circulares del castro, mientras observaba de reojo a Galaaz en conversación con su bisnieta. Ambos, juntos, eran como una metáfora de la primavera y el invierno, la vida y la muerte. El druida era la fortaleza que mantenía a los tres viejos amigos con vida, Galaaz, Lugaro y Tito, pero se trataba de una fortificación que, al final del agónico ocaso, había comenzado definitivamente la cuesta abajo que conducía al más allá.
¿Cuántos años hacía que el druida había perdido la facultad de andar? Ni lo recordaba, debía de ser casi media vida.
Continuó el canto, tañendo la lira tan desafinadamente como de costumbre, de lo que se daba cuenta aunque los demás creyesen que no; pero no podía evitarlo. Sabía que la voz se le quebraba en gallos de senectud hacía ya, lo menos, diez años. Era demasiado viejo. Todos eran demasiado viejos. La mayoría de los poemas que componía eran igual de pesimistas y desalentadores; sólo lograba juntar palabras alegres cuando debía glosar una boda o festejar un natalicio, pero sin dejar de ser completamente consciente de que estaba componiendo ripios indigestos, porque no conseguía vislumbrar la menor esperanza en el futuro de quienes se unían ni en el de quienes nacían.
Sabía que el asunto de la elección de un aspirante a druida se había vuelto muy urgente, a pesar de su desacuerdo con la posible designación de una adolescente para suceder a Galaaz, porque el futuro druida o druidesa debería superar una prolongada iniciación. Por su formación familiar y cuando de ella se comentaba, era posible que Divea no necesitase más que un par de años para alcanzar la meta de su consagración, pero inclusive un periodo tan corto era un plazo excesivo que ninguno de los tres amigos que gobernaban el clan iba a llegar a vivir.
Puesto que tan escasos eran los motivos de esperanza, si Galaaz muriera sin sucesor el clan se desmoronaría.
15
-¡Tres días desaparecido! –reprochó Drea, al tiempo que amagaba una leve bofetada-, y llegas sin nada. Ni un pescado ni un cesto de fruta... y, mientras, todos los vecinos y yo, deslomándonos.
Sin comprender, Conall examinó el rostro de su madre a ver si bromeaba, porque se trataba de una mujer habitualmente jovial y nunca se podía asegurar si hablaba o no en serio. Pero su expresión denotaba un enfado que, a todas luces, reflejaba la angustia que debía de haber sufrido por la desaparición aparente de su hijo, suceso frecuente en el bosque en los últimos tiempos. Eran muchos los jóvenes de su edad que desertaban sin dar explicaciones; un día cualquiera, sin aviso, decían que salían a recoger setas o endrinos y ya nunca más volvían.
¿Llevaba tres días ausente? ¿Había pasado casi dos días en el mar, medio muerto, y no sólo unos momentos, que era lo que a él le había parecido? ¿Podían los dioses eclipsar del todo dos días en la mente de una persona, para ahorrarle sufrimientos?
-Madre, ¿estás segura de que salí de casa hace tres días?
-Se cumplirán la próxima madrugada.
O sea, que al menos había permanecido una tarde, una noche, todo el día anterior y otra noche más mecido por el agua fría y procelosa de la mar, sin conciencia, a merced no sólo de las olas y el frío, sino de cualquier monstruo de las profundidades que quisiera devorarlo. Nunca había oído que alguien pudiera sobrevivir a algo semejante. Tenía que tratarse de otra cosa; no había estado verdaderamente dormido a merced de los peligros marinos; Dana lo había trasladado a una estancia de la morada de los dioses, y allí lo había aleccionado para algo que luego le había hecho olvidar y, finalmente, había vuelto a depositarlo en la orilla con las órdenes guardadas en un rincón de su espíritu, de donde habrían de emerger cuando la divinidad lo considerase conveniente. Ya no le cabían dudas, la diosa tenía un propósito del que él era protagonista.
Recordó la visión tan vívida que había tenido mientras era arrastrado por la corriente del río. Esa visión era una parte del aleccionamiento de Dana. Sin duda.
La extrema vejez de Galaaz era su oportunidad. ¡Qué tonto había sido! Tanto buscar un porvenir ajeno a su mundo, cuando su mejor destino estaba en el bosque, entre su gente y sin renunciar a cuanto conocía.
Pero Galaaz le inspiraba algo parecido al terror. Se trataba de un sentimiento más fuerte que la intimidación, pues jamás había podido resistir su mirada, como si el druida pudiera penetrar en su pecho y saber lo que sentía, y recorrer el interior de su cabeza parar enterarse de lo que pensaba, como si desnudase no sólo su cuerpo sino lo más esencial de su persona. Siempre se había sentido culpable ante él, aunque no tuviera culpa alguna, que él supiese. Era como si llevase una tara fundamental que el gran druida había reconocido en el momento mismo de su nacimiento.
Pero debía sobreponerse para ganar su voluntad.
Galaaz era tan viejo, que seguramente sería sensible a los halagos y eso, cuando él quería, sabía hacerlo como nadie. Tenía la habilidad de enredar a la gente mayor con carantoñas, obsequios y mimos, y sabía que aunque no era la encarnación de la hermosura, era vigorosamente sano y poseía una sonrisa que a todos encantaba. Encontraría el modo de complacer y, en la medida de lo posible, seducir al druida antes de intentar, siquiera, exponerle el deseo de ser su sucesor.
Tomó un pequeño cesto, que llenó apresuradamente de frutos silvestres en los alrededores del poblado. Ensayó todas las frase más lisonjeras que se le ocurrían y cuando se creyó preparado, fue en busca del anciano.
-Ya sabes que casi nunca pasa las tardes aquí –le informó una de las dos únicas sacerdotisas que quedaban en el clan.
-¿Dónde puedo encontrarlo? –preguntó Conall.
-En el castro. Si piensas ir por allí, llévale este manto, porque va a refrescar al anochecer.
16
El bardo Tito se preguntó si le gustaría su composición al druida. Se dirigió hacia donde Galaaz permanecía sentado en la carreterilla, mientras canturreaba:
“La luz se apaga, el limo se muere...”
Mas cuando estaba ya a pocos pasos, decidió no agravar con el desaliento de su canción la tristeza de su viejo amigo, porque oyó lo que el druida decía:
-Morimos, Divea, nuestro mundo sufre los últimos estertores, cercado por los de la cruz y los de la media luna. Y yo no tardaré en morir, los dioses me socorran.
-Oh, abuelo, no digáis eso, por nuestra madre Dana. Sois el consuelo y la esencia del clan, y no podéis abandonarnos.
-La Naturaleza es inexorable, muchacha. No pongas esa cara.
Galaaz sintió un escalofrío. El desconsuelo que reflejaba el rostro de Divea era la declaración más expresiva de amor que había recibido nunca.
-Escucha, terca muchacha. Mi preparación de druida tomó dieciocho años. ¡Dieciocho años! ¿Tú crees que a mí me quedan tantos que vivir, como para esperar a que un ignorante pueda, tal vez, convertirse en druida? Es indispensable apostar por lo seguro, y lo único que parece seguro en las circunstancias actuales eres tú.
-Yo también soy muy ignorante, abuelo.
-Te equivocas. Sin saberlo tú y sin que los miembros de tu familia hayamos pensado en ello, llevas catorce años preparándote; desde el día que naciste no has parado de hacerlo, y según los testimonios que oigo, aprovechas muy bien esa preparación. Todos aseguran que muestras el toque de la diosa...
-¡Oh, abuelo, perdonad, pero tal cosa es imposible! Yo no he oído su voz jamás.
-Afloja tu terquedad, Divea, o tendré que castigarte. ¿Tú crees que la voz de nuestra madre Dana suena como la mía o la tuya? ¡No! Su voz fluye dentro de ti, de tu espíritu, y no te habla con palabras, sino con impulsos y con actos. ¿Es que crees que los dioses son de carne y hueso? Su voz es esencia, no sonido. Por otro lado, muestras con humildad y sencillez conocimientos que a todos asombran. Reconoces casi todas las plantas principales, sabes cómo operan sus efectos y tu madre me narra de vez en cuando episodios que a ella la dejan con la boca abierta, cuando te ve preparar elixires para los enfermos que yo no puedo atender. Vamos, no llores.
Divea se había derrumbado de rodillas junto a la carretilla, con los brazos apoyados en el regazo de su bisabuelo, y lloraba con desconsuelo.
17
La extrañeza de Lugaro aumentaba todos los días. La cabaña edificada en el castro era obra de un artesano muy bueno, no un simple constructor. Lo deducía no sólo por la regularidad de los troncos que formaban las paredes o, más bien, la única pared circular, sino por lo habilidoso del ensamblaje con las trancas que sujetaban el techo y el trenzado primoroso del bálago que lo cubría. ¿Quién estaría tomándose la molestia de un trabajo tan arduo y de apariencia tan inútil, y cuándo lo haría? De noche, era imposible lograr un acabado tan preciosista y minucioso, y de día no habían conseguido sorprenderlo todavía, y sin embargo cada jornada aparecía el trabajo con retoques nuevos.
Lugaro se había alejado del grupo formado por el druida, su bisnieta y el bardo, porque no quería que le preguntasen su parecer sobre nada. Galaaz era muy proclive a consultar con sus amigos íntimos, lo que era su forma de homenajearlos, pues todos tenían el convencimiento de que nadie en el clan poseía mayor sabiduría ni mejor criterio. Pero las preguntas, aunque lo disimulase, incomodaban a Lugaro en el fondo. Ya era demasiado viejo para romperse la cabeza con cuestiones de cualquier clase, y la preparación de un nuevo druida no era precisamente cosa sencilla.
Entonces, lo vio.
El joven Alban apareció desde más allá de la cabaña y le miró de un modo que parecía denotar desagrado y desconcierto, como quien es sorprendido en circunstancias inconvenientes. Se había quedado parado, irresoluto, como si calibrase sus posibilidades de disimular y dar un paso atrás si Lugaro no lo había descubierto. Pero el cruce de miradas le convenció de que recular sería inútil. Tras un momento de indecisión, echó a andar hacia el punto donde se encontraba el asistente personal del druida.
Antes de que llegase hasta él desde la distancia de unos treinta pasos donde había aparecido como emergiendo de la nada, Lugaro sintió una cascada de preguntas en su mente a pesar de su determinación de no entrar en cavilaciones.
Alban era uno de los pocos jóvenes que en la actualidad recibían entrenamiento para convertirse en oficial de guerreros; se trataba de un muchacho de anatomía muy exuberante, fornido, altísimo, con anchos hombros sobre los que caía una cascada inmensa de rizos amarillos, puños como martillos y piernas robustas como troncos de roble. Tenía unos diecisiete años y se suponía que latían por él la mitad del los corazones jóvenes del clan.
¿Tendría algo que ver Alban con el misterio de la cabaña? ¿La estaría edificando con un propósito oscuro?
Esas conjeturas no eran lógicas, porque la preparación que estaba recibiendo el muchacho era militar y no tenía nada que ver con labores artesanales.
-Que la diosa te colme de favores, Lugaro.
-Ojalá que me socorra, como a ti y a tu familia. ¿Qué rondas por aquí, Alban?
El muchacho no respondió en seguida. Se mordió el labio inferior, descargó el peso sobre su pierna derecha y, a continuación, sobre la izquierda, antes de comentar:
-Dicen que Galaaz quiere que Divea se convierta en druidesa...
De repente, la luz se hizo en la mente de Lugaro. El joven no tenía nada que ver con la edificación de la cabaña; solamente la había usado en esta ocasión como escondite para espiar al grupo, y probablemente no era la primera vez.
-¿Y qué te da si es verdad?
-Mucho.
-¿Te interesa esa muchacha?
El rostro rubicundo se volvió granate. Las aletas de la nariz de Alban temblaron levemente al tiempo que suspiraba de modo ampuloso a causa de la enormidad de su pecho, aunque sin emitir ningún sonido.
-¿No es Divea demasiado joven para entrar en una aventura tan peligrosa, Lugaro?
-¿De qué aventura hablas?
-Si es verdad que es la elegida, deberá hacer el viaje de iniciación y, según he oído, en ese viaje sólo pueden acompañar al futuro druida quienes van a entrar al servicio de los dioses. Por mí, estaría encantado de acompañarla para servirle de protector, pero me han dicho que no me estaría permitido.
-¡Quién sabe! –la exclamación de Lugaro sonó como un soplo enigmático.
-¿Qué tratas de decir?
Lugaro meditó un momento antes de responder:
-Por una conversación que tuve ayer con Galaaz, sé que le gustaría aprovechar el viaje iniciático de quien vaya a sucederle, para entrar en contacto con clanes lejanos. Mucho más lejanos que los visitados por él junto con Tito y conmigo, en Hispania, cuando tuvo que iniciarse también. Sé que a quien elija, sea Divea o cualquier otro, lo va a preparar intensamente hasta que muera el invierno próximo, y en el equinoccio de la primavera ordenará comenzar el viaje con un doble objetivo; formación intensiva y rápida al amparo de un gran número de druidas lejanos, y averiguar si, por desgracia, somos nosotros los últimos celtas del mundo en nuestro bosque, colgado del océano en el Fin de la Tierra. Aquí, parece que estuviésemos a punto de perecer, Alban, como bien sabes; Galaaz quisiera saber si la esperanza habita todavía en algunos de los más antiguos reductos celtas de Europa.
-Parece un cometido demasiado ambicioso para una muchacha tan joven.
Lugaro sonrió con ternura. Divea era, con mucho, la muchacha más bella del clan. Aunque abundaba la hermosura entre las muchachas celtas, lo de la bisnieta del druida parecía reflejo de la belleza sobrenatural de los dioses. Por su parte, Alban también sobresalía entre los de su generación. Lo suyo no era exactamente lindura, sino un poderío físico excepcional, de otro mundo, comparable al de los más extraordinarios héroes mitológicos. Parecía razonable que tantas cualidades reumidas en dos jóvenes de edades parecidas pudieran atraerse y quisieran juntarse. Acarició el mentón del muchacho mientras le decía:
-Te recuerdo, Alban, que nuestro gran druida no ha tomado todavía ninguna decisión, en nombre de los dioses. No sabemos aún a quién elegirá como sucesor.
Los ojos de Alban brillaron esperanzados.
-¿Crees que existirá algún medio de convencerle de que no sea Divea la elegida?
Lugaro sonrió con expresión sarcástica.
-¡Querido muchacho ingenuo! –ironizó- ¿Tú crees que alguien en el clan es capaz de convencer a Galaaz de algo que sea contrario a lo que él haya decidido?
Alban bajó la cabeza.
¿Qué podía hacer para impedir que Divea emprendiese ese viaje o, si debía hacerlo, ¿cómo lograría que se le permitiera acompañarla?
18
Alban notó que Lugaro había creído su historia del todo.
Pero se trataba de una verdad a medias. Sí era cierto que las frecuentes caídas de ojos de Divea, cuando se cruzaba con él, habían hecho mella en su corazón. Pero no lo era que fuera ésta la razón de su presencia en el castro esa tarde.
Miró de reojo la cabaña, pero no quiso volver la cabeza para que Lugaro no siguiera la dirección de su mirada ni sospechara.
Últimamente, Divea era la persona de quien más se hablaba en el bosque. Eran tan elogiosos los comentarios, que sentía a diario la tentación de mostrarse escéptico y contradecirlos. Según decían, la increíblemente bella muchacha había recibido el toque de la diosa y todas sus amigas afirmaban con asombrada incredulidad que se negaba tercamente a reconocerlo. Pero no era ésa la virtud que más resaltaban. Las comadres hablaban con pasmo y exclamaciones constantes de facultades naturales nacidas con ella. Según su madre, elaboraba elixires prodigiosos que nadie le había enseñado a combinar y cuando cocinaba, alcanzaba a sazonar con el mejor punto concebible, como si sus dedos y su paladar hubieran sido signados con poderes excepcionales. Cuanto pasaba por sus manos, sabía mejor que el más exquisito manjar. Pero las jóvenes hablaban más en términos prodigiosos; aseguraban que los animales se postraban ante Divea y le rendían homenaje y que sabía de antemano dónde se encontraba una flor o una planta que buscase, y no por premonición aleatoria sino demostrando convencimiento pleno. Por consiguiente, todos consideraban que iba a ser la próxima druidesa sin ningún género de dudas.
Pero a Alban le estaba sucediendo algo para lo que ese destino sería un grave impedimento. Si daba alas al sentimiento que germinaba en su pecho, no sería capaz de dejarla marchar para emprender ese viaje tan peligroso, prolongado e incierto. Temía hacer cosas que afectaran al futuro que se había marcado. Jamás abandonaría el clan como hacían muchos jóvenes, porque su deber de guerrero era protegerlo y defenderlo, no contribuir a destruirlo. Jamás haría nada que, cubriéndole de indignidad, pudiera impedir su sueño de llegar a ser el general principal del clan. Jamás podría seguir a Divea en su viaje de iniciación si no le autorizaban expresamente.
Tenía las manos fuertemente atadas. Y la voluntad.
19
Tito escuchaba la conversación de Galaaz con su bisnieta sin intervenir y con mucha incomodidad. Deseaba apartarse, porque no abordaban tan sólo asuntos relacionados con los dioses. También debatían cosas de familia. A través de las parrafadas de los dos, estaba enterándose de cuestiones particulares que ignoraba y de las que sería más discreto no saber.
Para obedecer la orden de no apartarse que le había dado el druida, pero ahorrándose al mismo tiempo toda posibilidad de intervenir en el diálogo, se sentó en una piedra, dándoles a medias la espalda a los dos.
Rasgueó suavemente su instrumento, con idea de entonar uno de sus muy celebrados poemas viejos cuando el druida y su bisnieta diesen la conversación por concluida.
La lira era una ruina. Se fijó en una de las razones por las que desafinaba tanto, quizá la principal. De tanto tensarlo, el nudo inferior del bordón tenía ya demasiadas revueltas. Necesitaba sustituirlo por una tripa nueva, que no había tenido la precaución de curar ni preparar, porque su memoria flaqueaba cada día más. Decidió probar a ver si podía desatar el nudo superior, aunque no era el que usaba habitualmente para afinar esa cuerda, fundamental porque era la que marcaba el ritmo.
Dado que el nudo de arriba no había sido rehecho nunca desde que instalara la tripa actual, encontró muchas dificultades para desatarlo. Sujetando la cuerda con los dedos índice y medio de la mano izquierda, trató afanosamente de soltar el nudo con la derecha aferrando el minúsculo cabo que sobresalía del trenzado. Tiró varias veces sin resultado, hasta que comenzó a perder la paciencia.
Quiso realizar un intento definitivo, para lo que pretendió tensar la tripa hacia arriba con objeto de facilitar cierto aflojamiento de la sujeción superior.
Entonces, ocurrió.
Como si el bordón fuese un cuchillo, el índice de la mano izquierda quedó rebanado por la yema casi hasta la falange. El bardo soltó una exclamación de dolor al tiempo que manaba un impresionante torrente de sangre.
Antes de que Galaaz tuviera tiempo de girar la cabeza hacia su bardo, Divea se lanzó hacia el ramo de lysimachias olvidado sobre una piedra, tomó varias hojas y flores y se las metió precipitadamente en la boca, poniéndose a machacarlas con los dientes muy aprisa.
20
Superada la alarma dolorosa que, cosas de la edad provecta, le había atenazado los hombros y el pecho con una tensión casi insoportable, el druida Galaaz sonrió con enorme complacencia cuando su bisnieta consiguió contener la hemorragia del dedo de su bardo. Todas sus dudas se despejaron en un instante. Le tocaba despejar también las de la muchacha.
-Divea, hija mía, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
-No tenía otra salida, abuelo.
-No me refiero a la excelente cura, Divea, mediante ese emplasto que has preparado en un instante con la pericia de una druidesa. Hablo de todo, desde el momento que acudías hacia acá. Cogiste un ramo de lysimachias creyendo que lo hacías sin ninguna razón y cuando parecía menos lógico, en el trayecto de venida y no en el de vuelta. ¿No comprendes que la diosa te había inspirado el impulso, porque ibas a necesitar esas plantas para que nuestro querido Tito no se desangrara?
Divea bajó la cabeza. El druida notó que la muchacha tenía un sollozo en la garganta a punto de romperse.
-Escucha, hija. Hasta hace un momento, me preocupaba la posibilidad de obligarte a iniciar un proceso de formación que es muy penoso y exige muchos sacrificios, sin la garantía de que poseyeses el toque divino que todo druida necesita, lo que convertiría tu iniciación y tus esfuerzos en inútiles. Ahora, ya ha dejado de preocuparme. Tú tienes carne de druidesa y mi determinación y mi orden es, en este momento, que comiences sin demora el proceso de aprendizaje. Emprenderás el viaje cuando pasen el otoño y el invierno, al comienzo de la primavera. Debes emplearte muy duramente hasta entonces, porque debemos condensar en siete lunas un trabajo que debería habernos tomado siete años.
Divea tenía las mejillas rojas y los ojos llenos de lágrimas.
-En nombre de los dioses, a quienes suplico que me ayuden y socorran, te ordeno que desdeñes el rubor y el llanto, Divea –continuó Galaaz-. Serás mi sucesora. Estoy seguro de que sabes cuánto has de esforzarte antes de que te desvele las palabras sagradas y te entregue los símbolos que te servirán para hacerte reconocer por los druidas de todo el universo. Por ello, porque sé que te esforzarás con devoción, mi decisión es firme. Ya no bajes más la cabeza ni permitas que las emociones nublen tu razón ni te agarroten.
Oculto detrás del tronco del más cercano de los robles situados en la linde del bosque, Conall acababa de escuchar las órdenes y resoluciones del druida. Apretó fuertemente contra su pecho y su cara el lujoso manto de lana blanca que le había entregado la sacerdotisa Maelda, con el encargo de dárselo a Galaaz. Necesitaba ahogar el grito de desesperación que había estado a punto de emitir y que le resultaba dificilísimo contener. El sueño de ser druida se había esfumado en un instante. ¿Un espíritu maligno se interponía entre él y su propio futuro? ¿Todo cuanto emprendiese estaba condenado al fracaso?
Abandonó el manto, colgado en un tocón del árbol donde los acompañantes del druida pudieran encontrarlo, y echó a andar de regreso al poblado. Sentía deseos de matar y morir. No tenía porvenir, no había esperanza para él ni para nadie. ¿Qué hacer?
Pocos pasos más adelante, notó que alguien andaba tras él. Giró la cabeza con algo de alarma y se topó con la mirada de Alban, que se apresuraba para alcanzarle. No le gustaba ese muchacho ni sus compañeros de armas; todos los aprendices de guerreros le parecían que jugaban como niños a juegos demasiado peligrosos. Consideraba que todos ellos eran altaneros, bobos y petulantes.
-¿Qué haces por aquí, Conall?
Se sintió cogido en falta.
-No... nada. Había venido a traerle un manto a Galaaz, por mandato de la sacerdotisa Maelda, pero he visto que nuestro buen druida se encontraba muy metido en conversaciones y no he querido interrumpirle. Le he dejado el manto allí, en aquel roble. ¿Y tú, qué haces?
Alban titubeó un momento.
-Me habían dicho que tú también ibas a desertar del bosque, Conall –dijo Alban tras una pausa-. ¿Sigues pensando hacerlo?
-¿Por qué me preguntas eso en vez de responder mi pregunta?
El joven cadete volvió a titubear.
-Varios de mis compañeros y yo tratamos de encontrar soluciones –dijo el fornido futuro general después de cavilar-. Nos preocupa el desaliento que se apodera de nuestro clan, Conall. ¿A ti no?
-Bueno... La verdad es que me desespera sentir que no tengo futuro.
-Ya... –murmuró Alban, mientras asentía con la cabeza.
Continuaron andando bosque adelante, ambos en silencio, pero casi podían oírse los engranajes de sus cavilaciones. Incómodo por el mutismo compartido y con la sensación de que Alban, como él, tenía muchas preguntas que hacer, dijo Conall:
-Esos compañeros que has mencionado, ¿son todos aprendices de guerreros?
-No. Si así fuera, no podría hablarte de ellos, porque el reglamento militar impide desvelar a los civiles asuntos internos de la milicia. Algunos muchachos son también cadetes, pero la mayoría sólo son amigos, gente de nuestra generación... Bueno, ya sé que somos un poco mayores que tú, pero nada más que uno o dos años, ¿no? En realidad, tú pareces mayor que los de tu edad.
Esta última frase sonó como elogio en los oídos de Conall, que sintió crecer su interés.