Un equipo de la Universidad de Granada ha certificado que los restos de Colón son auténticos, pero esta identificación no aclara todos los misterios. Queda conocer dónde nació, sus orígenes y por qué eligió Palos para iniciar la travesía. El enigma continúa a los 500 años de su muerte.
La historia y el mito se confunden en nuestra percepción sobre Cristóbal Colón. Ahora que un equipo de la Universidad de Granada, coincidiendo con el V Centenario de su muerte, ha determinado que los restos enterrados en la Catedral de Sevilla serían auténticos, pareciera haberse desvelado el último gran enigma colombino, ese misterio cuyo colmo fue la peregrinación interminable del cadáver del descubridor, con una historia de nomadismo tan azarosa, que cinco ciudades, Sevilla, Santo Domingo, La Habana, Génova y Ciudad del Vaticano proclaman ostentar el privilegio de custodiar los restos genuinos. Restos que veces incontables fueron ocultados y salvados de las garras de Francis Drake y otros bucaneros, de las ambiciones de Napoleón y de las vicisitudes del Imperio Español. Aclarado que la porción de esqueleto que reposa en Sevilla puede pertenecer a Colón, quedan todavía demasiadas preguntas sin responder.
Se sabe muy poco del personaje que a finales de 1491 comenzó a cosechar los frutos de su tesón frente a las barreras que llevaba años encontrando en los dominios de los Reyes Católicos. Cuando se alcanzó el 2 de enero de 1492 el que había sido el objetivo primordial de Isabel y Fernando, la conquista del reino de Granada, quedó allanado el camino para el sueño de un hombre enigmático, envuelto en tinieblas, que a pesar de todos los pesares e improbabilidades había logrado el patrocinio de tres poderes fácticos, la Iglesia, la nobleza y la banca. Persistían las reticencias científicas en los cenáculos salmantinos, pero ya habían dejado de ser un obstáculo determinante. En enero de 1492, ese personaje oscuro de pasado turbulento y quizás escabroso, contaba, asombrosamente, con las bendiciones franciscanas y el favor de un converso valenciano, Luis de Santángel, que era quien dirigía la economía de Aragón. En los tres meses siguientes, y en consonancia con los ritmos de la Naturaleza, el proyecto de Cristóbal Colón alcanzó su primavera para ponerse definitivamente en marcha entre la exuberancia frutal del verano. Con la firma de las Capitulaciones de Santa Fe, una inesperada primavera había llegado el 19 de abril para quien tanto esperó, superando todas las pruebas de la paciencia, que no era una de sus virtudes. Pero…
¿Cuáles renglones de su currículum ocultó? ¿Por qué un temor tan patente a que fuese conocido su pasado? Fue deliberadamente impreciso por razones que ningún historiador ha llegado a desentrañar. Innumerables conjeturas tratan de explicar los porqués del misterio; tantas presunciones como historiadores y comentaristas, incluido su propio hijo Hernando. E innumerables han sido, también, las manipulaciones deliberadas y los retoques de la imagen que de él legaron a la posteridad, como si existiese un acuerdo tácito o una voluntad superior que les condicionaba. El personaje que aprendimos en la escuela oscila entre la solemnidad y la piedad, la circunspección y el hieratismo; porta devotamente estandartes y símbolos católicos, y se nos muestra revestido del ascetismo y la iluminación espiritual de un profeta. Pero en cuanto se bucea en los comentarios de sus coetáneos, a las primeras de cambio emerge un hombre sensual, venal, temperamental; un seductor con éxito notable entre las mujeres más influyentes de su tiempo y un cardo borriquero para casi todos los hombres que lo trataron. Su atractivo erótico y su irascibilidad pueden proporcionar pistas de su pasado, aunque no aporten datos esenciales, que nadie conseguirá nunca precisar.
Colón fue amado apasionadamente por muchas mujeres, aunque no parece que él les correspondiese con el mismo ardor. Le favorecía el imán de su cuerpo fornido, su melena rubia y sus ojos claros, pero no parecía dispuesto a dar mucho más. A Felipa Muñiz la abandonó durante largas temporadas en una pequeña y árida isla, yéndose a navegar por las costas de África y el occidente europeo con misteriosas encomiendas de armadores lisboetas de origen italiano. A la jovencísima y bella cordobesa Beatriz Enríquez de Arana apenas le devolvió el favor de engendrar a su hijo Hernando y cobijar varios años a Diego. A Beatriz de Bobadilla sólo le regaló su pasión en la isla de La Palma, durante el mes de agosto de 1942, mientras remoloneaba a la espera de que reparasen La Pinta, probablemente saboteada por su propio dueño, Cristóbal Quintero, que había sido forzado por los Pinzón a sumarse a la aventura. Y con la reina Isabel se le deslizaron indiscreciones nada caballerescas en su diario. Indiscreciones que jamás cometió en relación con sus propios orígenes, porque su resolución de ocultarlos debía de ser obsesiva. Antes de ampararle el favor de los Reyes de Castilla y Aragón, la única certeza sobre el pasado de Colón es que viajó siempre, desde niño; tal vez demasiado niño si creyésemos que de verdad había nacido en 1451, lo que es seguramente más falso que un maravedí de cartón. Navegó sin cesar y no paró de hacerlo no ya hasta su muerte, sino también después de muerto y casi hasta nuestros días. Rumores y testimonios acallados, sin duda, por herederos e historiadores lo sitúan a edad inadmisiblemente temprana en pendencias y actividades non sanctas en Galway, Gascuña, Guinea, las Costas de la Malagueta, Lisboa o el Golfo de León. Pero ¿quién era? ¿Dónde había nacido? ¿Cómo se llamaba?
En ningún padrón lisboeta figura el nombre de Cristóbal Colón, a pesar de que ese puerto, el más activo de la época, fue su residencia estable durante –al menos- la adolescencia, toda su juventud y buena parte de la madurez. Según los investigadores locales, tal nombre no aparece en legajo alguno entre 1451 y 1488, a pesar de que no era socialmente un donnadie. Se casó con la heredera de un íntimo de Enrique el Navegante y contaba con el amparo del superior de la Orden de Santiago, Fernando Martines, que fue, quizá, quien arregló su matrimonio con Felipa Muñiz. Causa pasmo saber que, junto con la autoridad católica, también le patrocinaban dos judíos muy influyentes en la corte portuguesa, el científico Joseph Vizinho y el cosmógrafo español Abraham Zacuto, lo que abona la tesis de Salvador de Madariaga sobre un posible origen hebreo. Y con toda probabilidad se corrió más de una francachela con Juan II cuando éste era virrey de Guinea por delegación de su padre, Alfonso V. A pesar de todo ello, y aunque su hermano Bartolomé tenía un importante negocio de cartografía, antes del descubrimiento no aparece en censos portugueses el nombre con que ha pasado a la posteridad. Todo inclina a sospechar que se debería a una razón simple: no se llamaba Cristóbal Colón. Como marino que había sido desde niño, pudo adoptar el apellido de uno de sus más queridos y pródigos protectores juveniles, el corsario francés Guillaume de Casanove, alias Coullon o Colonne, pues era muy común entre los marinos de la época hacerse llamar por el patronímico con que su capitán era conocido en los puertos. Dato que podría ser uno de los misterios voluntariamente velados por el descubridor, pues hay quien lo sitúa a los veintitantos años capitaneando por su cuenta un barco corsario, contratado por René de Anjou para atacar los barcos del rey de Aragón en el Mediterráneo. De ser verdad, ¿podía revelar a Fernando que había sido enemigo de su padre y que había atacado las posesiones de su reino? Coetáneos de Colón apuntan los nombres familiares de Salvago o Salgado como los auténticos, aunque también hay quien asegura que era hijo de otro íntimo de Enrique el Navegante, un gascón o bretón apellidado Scott que habría participado en el cerco y toma de Ceuta. En este caso, el nombre auténtico sería Pierre o Peter Scott, posibilidad citada recurrentemente por distintos investigadores.
Colón naufragó quizá más de una vez, escuchó con interés los testimonios de otros náufragos, examinó por doquier, de manera obsesiva, los restos de naufragios arrastrados por las olas y cuentan que al navegar observaba el cielo y el mar con ojos alucinados, como luminarias en busca de una verdad por la que tuvo que oír chanzas durante casi dos décadas. Muchos lo creyeron loco y no es una locura suponer que tenían razón, porque si alguien con sus repentes y sus espantadas llegase en la actualidad a la consulta de un médico, lo atiborrarían de Prozac. El más trascendental de los náufragos que trató Colón fue el piloto Alonso Sánchez de Huelva. Es éste un personaje que ha debido de parecer temible a todos cuantos sintieron la necesidad o la obligación de manipular la imagen del descubridor de América. Los historiadores de los últimos trescientos años aluden a Alonso Sánchez como una figura improbable, mítica, evanescente. Un invento de los envidiosos. De modo que ni los más acérrimos enemigos de la epopeya colombina han osado ni se les ha ocurrido rescatarlo para el conocimiento general. Pero antes de ellos, todavía en el siglo XVI, Garcilaso de la Vega, casi contemporáneo de la Conquista, retrataba al piloto onubense como alguien indiscutiblemente real en sus “Comentarios reales de los Incas”. Relata Garcilaso que Alonso Sánchez, cuyo navío había sido empujado por vientos adversos hacia una gran isla situada mucho más allá de las Azores, llegó tras su naufragio junto a la isla madeirense de Porto Santo a solicitar amparo en la casa de Cristóbal Colón, a quien él y sus compañeros relataron la aventura en tierras paradisíacas al otro lado del océano… “dexándole en herencia los trabajos que les causaron la muerte, los cuales aceptó el gran Colón con tanto ánimo y esfuerço, que, haviendo sufrido otros tan grandes y aun mayores (pues duraron más tiempo), salió con la empresa de dar el Nuevo Mundo y sus riquezas a España, como lo puso por blasón en sus armas, diziendo: A Castilla y a León Nuevo Mundo dio Colón”.
¿Por qué llegó Colón a Huelva, a la Rábida? La confidencia de Alonso Sánchez de Huelva ¿podría ser la explicación? Se nos cuentan anécdotas que, como la de las joyas isabelinas “empeñadas”, ofenden la razón; una asegura que llegó por acaso al monasterio franciscano, llevando a su hijo Diego de la mano, a cuyas puertas suplicó a los monjes alimentos para el niño; él, un hombre que disfrutaba en Lisboa de una residencia con muchos criados y estaba emparentado por matrimonio con dos importantes casas nobles. Palos de la Frontera no es un lugar situado en una ruta de paso entre Portugal y España ni, en realidad, en un paso cualquiera a donde se llega por casualidad; es un sitio entre marismas, el mar y una gran ría a donde hay que encaminarse deliberadamente. Además, coincidía que a finales del siglo XV era el puerto español de donde partían las principales, aunque escasas, expediciones de exploración marina. Los cronistas de la época afirman que Palos era una “pequeña Lisboa”, empleando el referente que representaba lo máximo en puertos de Europa. Y además de una comunidad religiosa que de repente y como por ensalmo se afanó con ahínco en el impulso del proyecto colombino, en Palos sentaban sus reales los Pinzón.
No se ha otorgado a Martín Alonso Pinzón el crédito que merece en el descubrimiento de América. Este hombre cincuentón, uno de los más poderosos de Andalucía, próspero y nada necesitado de meterse en berenjenales aventureros, evitó que Colón cometiese errores de libro. Los franciscanos de La Rábida, con el superior Juan Pérez y el estudioso Antonio de Marchena a la cabeza, asumieron el proyecto como propio. Aparte de la indicación de Alonso Sánchez de Huelva, ¿qué argumentos portaba Colón para convencerles con tanta celeridad y tan grande entusiasmo? ¿Traía cartas de presentación del superior de la Orden de Santiago lisboeta? ¿Son veraces los rumores que señalan que en el convento portugués que gobernaba Fernando Martines tenía lugar un intento de resurrección de viejas órdenes gnósticas y militares? ¿Simpatizaban los franciscanos onubenses con ese intento? El hecho es que abogaron por el proyecto colombino no sólo ante los reyes, ante quienes contaban con cierta influencia, sino ante quien podía convertirlo en realidad: su vecino Martín Alonso Pinzón. Por aquellos tiempos, el gran armador andaluz había realizado un viaje de negocios a Roma, junto a su hijo Arias Yáñez. Un amigo de éste ejercía de cosmógrafo en el séquito del papa Inocencio VIII, a punto de ser sustituido por el valenciano Rodrigo Borja, que justamente en el prodigioso año 1492 alcanzaría la tiara papal. El cosmógrafo amigo de Arias les dijo a padre e hijo que tanto Inocencio VIII como el futuro Alejando VI, sentían mucho interés por que “España emprenda la conquista para el evangelio de los extensos territorios que sabemos que han de ser descubiertos en Occidente”. Premonitoria recomendación que se sumó a la “baraka” que amparaba a Cristóbal Colón en aquellos momentos. Así, cuando llegó el descubridor a Palos con varias órdenes reales sumamente delirantes e improcedentes, Martín Alonso Pinzón se hallaba completamente predispuesto. Evitó que los palenses lo arrasaran cuando exigió en nombre de los reyes que ellos armaran por su cuenta dos barcos para ponerlos a su servicio “como castigo por lo mal que os habéis portado con los reyes”. Cuando los palenses respondieron que sí pero que “nanay”, Colón volvió a la carga, con otra orden real que le autorizaba a enrolar forzosamente a penados, que así redimían sus culpas. De hecho, se dispuso a vaciar las cárceles de media Andalucía para emplearlos como tripulantes. Comprendiendo que con tal tripulación y ante lo que les esperaba en un océano cuyo tornaviaje no señalaba ninguna carta de marear, Martín Alonso convenció a Colón de que desistiera con el argumento de que no llegaría a bordo ni a la mitad de la travesía. Sería arrojado al mar, lo que su carácter irascible no haría más que fomentar. El descubrimiento por parte de España del Nuevo Mundo fue posible porque se involucró Martín Alonso Pinzón y porque Colón había conocido años antes a Alonso Sánchez de Huelva. Sin estos dos onubenses, el descubrimiento de América habría sido protagonizado por Portugal, Francia o Inglaterra. Aunque a partir del 3 de agosto de 1492 las crónicas son minuciosas en datos y pródigas en detalles, aún después de esa fecha se produjo un hecho sumamente misteriosa, también insatisfactoriamente explicado.
Los textos y las historias escolares nos cuentan que Cristóbal Colón se presentó en marzo de 1493 en Barcelona, a rendir cuenta a los Reyes Católicos de su descubrimiento. Pero los textos pasan por alto o minimizan dos significativas escalas previas. Antes, habían llegado las dos carabelas supervivientes, la Pinta y la Niña, al solar de sus tripulantes y armadores, Palos. Y estaba justificado el anhelo de los marineros no sólo por las penalidades de la expedición, sino por un susto tremendo que acababan de pasar. El 4 de marzo, por razones que nadie ha explicado satisfactoriamente, Cristóbal Colón decidió fondear en el puerto de Lisboa. Al astuto y redomado Juan II de Portugal le faltó tiempo para mandar prender los dos barcos, que permanecieron encadenados y bajo vigilancia militar más de una semana. ¿Qué pretendió Colón con este acto? ¿Trataba de dar sal en la mollera a su antiguo camarada, el rey? ¿Era su forma de demostrarle lo equivocada que había sido su decisión de no patrocinar la expedición? O… ¿Tal vez quiso poner el descubrimiento en manos del rey del país donde más años había vivido? Juan II, aún en esos momentos, invocó el tratado de Alcobaças, mediante cuya literalidad debía considerarse suya toda tierra situada en las latitudes donde Cuba y República Dominicana reencuentran. ¿Rehusó Juan II el “regalo” por miedo a una guerra contra los que ya se prefiguraban como los monarcas más poderosos de Europa? La justificación de una tempestad para la entrada en Lisboa en el camino hacia Palos no se tiene en pie. Nadie sabrá nunca la verdad de lo ocurrido entre el 4 y el 13-14 de marzo en los cais de Lisboa. Pero es que tampoco llegaremos nunca a saber quién era de verdad el hombre que mandaba aquellos dos navíos.