martes, 7 de septiembre de 2010
LOS PERGAMINOS CÁTAROS Páginas 53 a74
Mientras tanto, en las alturas de Forat de l’Embut se desarrollaba una actividad febril. Aunque con muchas reticencias y protestas, todos aceptaron entre bromas y payasadas de los jóvenes intentar el aprendizaje del tiro con arco, así como elaborarlos junto con las flechas. Ociosos como estaban la mayor parte del tiempo y contentos por tener algo concreto que hacer, al día siguiente los siete hombres trasportaron desde el bosque hasta las cercanías de la cueva una enorme provisión de varas tal como Marianna les había descrito que debían ser. Cinco se aprestaron a endurecerlas y moldearlas con fuego y piedras ardientes y los dos menos hábiles, Tòn y Jusep, junto con Marianna, se dieron a la tarea de trenzar bramantes tras majar tallos de cáñamo entre dos piedras.
-¿Amaneció mejor el mossen esta mañana? –preguntó Tòn, un treintañero que era entre los siete el de modales más refinados.
-Comienzo a desesperar –respondió Marianna, cayendo en la cuenta de que hablaba de desesperación genuina, lo que le causaba toda clase de dudas sobre sus sentimientos-. Si la fiebre continúa, es señal de que hay putrefacción en la herida y acaso no haya salvación. Si pudiéramos llamar a un medico…
-Los franceses mandarían un pelotón tras él –dijo Miquèu sin dejar de atizar el fuego donde endurecía en ese momento una buena colección de varas.
-¿Le has puesto farigola en la herida? –preguntó Bartolomèu, que también se encontraba junto al fuego.
-Sí –respondió Marianna-. Se la apliqué con la primera cura. Pero no he podido volver a ponerle porque no encuentro por aquí arriba.
-No te preocupes, yo te me arreglaré farigola cerca del bosque–aseguró Jusep.
Marianna le sonrió. Jusep tenía el aire bonachón de un joven padre de familia que adopta aires solemnes de viejo patriarca. Ella notaba de reojo su azoramiento cuando se ajustaba la ropa, sus miradas de soslayo y cómo se relamía, como si su deseo fuera más apremiante que el de los otros. Constantemente, una especie de relámpago en la mente de Marianna le avisaba de que estar sola con ocho hombres ocasionaría consecuencias. Tal como solía hacer cuando esa premonición se convertía en un zumbido molesto, decidió que tenía que hacerles pensar en otras cosas:
-Miquèu, ¿Te sugiere algo esta canción: “Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”?
-Me da que significa “En mi ventana, hay un árbol que da flores blancas como el papel”, en esa lengua en que están escritos los pergaminos.
-No es en mi ventana, sino delante de mi ventana –aseguró Marianna-; y el árbol es un almendro. Lo que te pregunto es si esas frases te hacen pensar en algún lugar del Valle de Aran.
Marianna notó que Miquéu se resistía a responderle o hablar de tales asuntos ante sus compañeros. ¿Qué pretendería? En sus circunstancias, a ella le convenía lo contrario. Consistiera en lo que consistiese el tesoro de los cátaros, fuera cual fuese su magnitud y características, si no tenía más salida que continuar la búsqueda en las pésimas condiciones en que se encontraba, era más seguro hacer partícipes a los siete que a uno solo; con secretismo y e intrigas, uno podía sentir la tentación de traicionarla y apoderarse de la totalidad y, para ello, no le importaría quitarse el “socio” de enmedio.
-¿De qué habláis? –preguntó Bartolomèu
-Me da que esas cosas no son más que cuentos para dormir a los niños –afirmó precipitadamente Miquèu.
Marianna notó que de nuevo trataba de eludir el abordaje franco de la cuestión y puesto que eso a ella no le convenía, señaló los pergaminos que abultaban en su refajo y respondió a Bartolomèu:
-Estos pergaminos los encontré en un lugar... que no conviene revelaros por vuestra seguridad. Los encontré siguiendo las claves de un primer pergamino que encontró en la parroquia mossen Laurenç. Con la misma lógica, esta canción, que aparece en el último de estos pergaminos sin aparente relación con el texto principal, podría ser una clave para buscar el lugar definitivo.
-¿Una clave, para qué? –insistió Bartolomèu.
-Supongo que los cátaros ocultaron algo muy valioso en el Valle de Aran –respondió Marianna.
-¿Un tesoro?
-Pudiera ser. O tal vez se trate de un objeto o un documento muy valioso sólo para ellos –opinó Marianna-. También pudiera ser valioso para otros, aunque no se trate de oro ni nada parecido; por ejemplo, podía ser muy significativo para la Iglesia romana. Aquí pudieron refugiarse algunos de los últimos cátaros, cuando los francos y la cruzada del Papa aplastaron toda disidencia en el Languedoc y prohibieron hasta hablar el occitano. Quién sabe si estarán escondidos aquí los misterios que los curiosos, los historiadores, los buscadores de tesoros y la mismísima Iglesia llevan seiscientos años queriendo descubrir.
-Me da que en el Valle de Aran no hay almendros –afirmó tajantemente Miquèu, a quien las explicaciones parecían enojarle y por ello traspasaba a Marianna con los ojos.
-Betlan –murmuró Bartolomèu.
-¡Betlan! –exclamaron al unísono Jàn y Jusep.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Marianna.
-La parroquia de Sant Peir de Betlan conserva, integradas en la construcción actual, partes de otra iglesia mucho más antigua, la más vieja de todo Aran –dijo lentamente Bartoloméu, a quien le complacía que todos le escuchasen con interés-, y el que tuvo, retuvo y guardó para la vejez. Si no recuerdo mal, es uno de los templos araneses que más adornos vegetales tienen, y mirad que a mis años tengo andado muchísimo, algunos dirán que más de la cuenta. Casi todos los adornos de Sant Pèir son plantas que abundan por aquí, pero estoy seguro de que una de las ventanas dobles tiene en el capitel central un adorno con una rama de almendro. Esa ventana lleva años que da pena verla, y en el momento más inesperado tendrán que echarla abajo y rellenar el hueco con piedras para que el muro no se caiga, pero ahora mismo estoy convencido de que la piedra labrada que está a punto de caer representa una ramita con tres almendras.
Era domingo, por lo que los fieles acudían a las iglesias del Valle de Aran como todas las fiestas de guardar. Pero en esta ocasión eran más numerosos. Entre chácharas femeninas y resistencias masculinas, formaban una especie de romería bullanguera cruzando los pastos y bosques allí donde las parroquias quedaban un poco apartadas, que dado lo abrupto del terreno era en casi todos los pueblos. El fervor sólo resultaba ostensible en los rostros de algunas ancianas, ya que la primavera, llegado el mes de junio, había encendido los campos de verde nuevo, amarillo, rojo y malva y en las venas de todos bullía el despertar jubiloso de la sangre. Sobre todo, la sangre de los más jóvenes; los muchachos miraban con ojos anhelantes y entrecerrados a las muchachas y éstas, conscientes de lo que ansiaban, sonreían con nerviosismo para no demostrar con descaro que sentían lo mismo. En esa temporada, con el verano ya tan cerca, los domingos comenzaban con misa, pero se prolongaban luego en fiestas y jolgorios; si no en el propio, en algún vecindario cercano.
La parroquia de Sant Pèir, del minúsculo pueblo de Betlan, estaba tan llena como las demás, y mossen Celso tenía preparado dentro del misal, como todos los párrocos, el papel con la homilía que debía pronunciar, según había ordenado el arcipreste.
Salió de la sacristía hacia el altar para comenzar la misa, y estuvo a punto de tropezar con el monaguillo que le precedía, a causa de la sorpresa que le causó la gran concurrencia. Parecía que alguien hubiera difundido por valles y montes el rumor de que algo importante iba a ocurrir.
Mossen Celso era un buen hombre, bastante rollizo y muy fofo, que anticipaba lo mal que iba a sentirse leyendo el escrito del arcipreste, que seguramente le habían impuesto los franceses. Preveía que a algunos de sus parroquianos no podría mirarles a la cara durante semanas. Pero la que todos consideraban su sobrina tenía cuatro hijos que alimentar, ya casi adultos y sangre de su sangre, a quienes no podía desamparar pasara lo que pasase. Y este arcipreste, el tercero que ostentaba el cargo desde que él era párroco de Sant Pèir, era un pillo redomado tras su hipócrita apariencia de bondad, de quien todo se podía temer. Tendría que leer el dichoso papelito, a pesar de lo mucho que le desagradaba.
Llegado el momento de la homilía, notó con cuánta atención le miraban. Evidentemente, en el templo todos estaban al tanto.
Mossen Celso carraspeó y alisó el papel sobre el atril, para asegurarse de no confundir ni una letra:
-Queridos hermanos en Dios nuestro Señor. Nuestro Valle de Aran es un virtuoso remanso de pureza y virtud, libre de los pecados cenagosos y pecadores en el que los tiempos modernos han sumido al mundo, sumiéndolo en los barros y lodos de la más miserable miseria infernal. A pesar de que por todos los países de Europa, los rebaños escuchan cada día más al lobo que al Pastor, nosotros hemos permanecido siempre fieles, nuestra fidelidad es la del rebaño manso y dócil, dócilmente encaminado por los senderos de Nuestro Señor Jesucristo y su Gloria, bendita sea su Santa Madre. En Francia se fornica y se sodomiza y en España se roba y se vierte la sangre inocente por mesones y tabernas; en Madrid y en París cubren con hipócritas polvos de talco la negrura hipócrita de sus almas; Zaragoza y Barcelona tienen las calles a punto de reventar de podrida podredumbre, llenas de fornicadoras putrefactas y malvadas a cambio del dorado oro infame. Hasta la misma Lérida es un lupanar enfangado encaminado colectivamente hacia el Infierno si no acude a redimirla pronto la misericordia divina de Dios. Pero nosotros permanecemos a salvo de esos horribles horrores, porque Dios ha querido que el nuestro sea el anticipo de un paradisíaco Paraíso en la Tierra. Hace muchas generaciones que vivimos en paz, laboramos en paz y servimos laboriosamente a Dios y a su santísima Madre pacíficamente en paz. Pero he aquí que, sin ser llamada, se ha aposentado entre nosotros una pecaminosa Jezabel más infame y nociva que la propia Jezabel. Una Dalila que llega a cortar arteramente el virtuoso y angelical cabello de nuestra virtud. Una Helena que, si no le ponemos remedio, sería capaz de originar una guerra peor que la de Troya aquí donde jamás hemos tenido batalla belicista alguna en todo el devenir histórico de nuestra historia. Esa Jezabel, esa Dalila, esa Helena de Troya, es Marianna, apodada la zaragozana, sobrina o pariente de mossen Laurenç, párroco de Tredòs. Se dice por todo el Valle de Aran que el mossen ha muerto, y seguramente será verdad, y que Dios nuestro Señor lo acoja en su seno a pesar de sus errores. Pero su pecadora y monstruosa sobrina, aliada con el mismísimo Diablo, y a quien Satán presta la apariencia de una joven hacendosa y aparentemente buena, es la mismísima piel del mismísimo Satanás. Ha cometido el más horrendo pecado a los ojos del Señor, robar una vida. Ha asesinado pecaminosamente cometiendo el asesinato de uno de nuestros benéficos y benefactores soldados del ejército de Napoleón, que con tanto esmero y generosidad están brindándonos generosamente su protección y ayuda. Esa Helena, Dalila y Jezabel que es Marianna la zaragozana está a punto de alterar de manera inaceptable la paz que el Señor nos regala. Vuestra es la responsabilidad de evitarlo, evitando que campe libre por nuestros campos. Vuestro es el deber de impedírselo impidiéndole que recorra libremente nuestros campos y caminos extendiendo la podredumbre putrefacta que anida en su malvado corazón. Vuestro es el deber de apresarla y dar inmediatamente cuenta del apresamiento a las autoridades del fuerte de la Sainte Croix. Quien tal haga, será bendecido por Dios. Quien pudiéndolo hacer no lo haga, quien pudiendo apresarla y entregarla la deje en libertad, incurrirá en pecado nefando contra los designios y deseos de Dios nuestro Señor.
-Hay que aplicarle agua fresca o un poco de nieve en la frente cada hora, para que la fiebre no suba, y oblígale a tomar un poco de leche caliente y un trozo de pan cada dos. En cuanto a los cocimientos, éste de aquí debe beberlo cada hora. Aquél, el del perol de allá, sólo tiene que tomarlo al atardecer, y para entonces es muy posible que hayamos vuelto, así que ni te preocupes.
Marianna explicaba a Jòn todo lo que tenía que hacer para el cuidado de Laurenç mientras ella se encontrase ausente. Obsesivamente pendiente de cuanto hacía y de todos sus movimientos y palabras, Jusep volvió a sugerir:
-Deberías consentir en que yo guíe tu caballo. Es más seguro que vayas conmigo a la grupa, así vigilarías con mayor arreglo los peligros.
En las miradas del campesino era transparente su deseo. No el de protegerla, sino el de poseerla. Marianna sonrió, para que no asomase a sus ojos la aprensión.
-No, Jusep. Yo debo cabalgar sola, porque conoces de sobra cuánto error malintencionado hay en muchas de las miradas de los araneses. Si no conseguimos pasar inadvertidos y alguien nos reconociera, cabalgar pegada a ti sería un baldón más que añadir a los muchos que deben de estar colgándome por el valle. Y yo soy de aquí, no lo olvides, y aquí quiero permanecer; algún día nos libraremos de los franceses y yo podré vivir en paz, y quiero hacerlo sin verme obligada a redimirme de la maledicencia. En cuanto a protección, me basta con Bartolomèu y Miquèu, que viajarán juntos en el otro caballo.
-Me da que va a ser un camino difícil, si no cambias el recorrido –dijo Miquèu.
-No podemos pasar por Vielha –insistió Marianna, tal como hacía desde que acordaron el viaje.
-Marianna tiene razón, Miquèu –dijo Bartolomèu-. Conoces de sobra a los franceses, recuerda lo que hicieron con tus animales y la paliza que le dieron a tu hermano el mayor, cuando se opuso a sus desmanes, pues ya sabes tú que en el mundo redondo, quien no sabe nadar se va a lo hondo. Seguro que han avisado a todo al mundo para detenernos a cada uno de nosotros, pero de Marianna habrán puesto carteles por todos lados ofreciendo recompensas por su captura. La idea de Marianna es la mejor. No podemos llegar a Betlan por el curso del Garona, atravesando Vielha. Es mucho más seguro que bajemos por la ribera del río Varrados, aunque antes tengamos que subir aquel repecho y superar los riscos, porque no hay atajo sin trabajo.
Bartolomèu señaló una cuesta muy empinada que ascendía a la derecha del río Unhola; parecía una muralla de granito.
El sol del fulgurante martes de junio asomaría pronto sobre las montañas cuando iniciaron la corta ascensión, tras la que les esperaba el largo descenso. Mientras subían, ninguno habló, atentos a que los caballos no resbalasen. Bartolomèu sabía que había sido invitado por Marianna sólo porque Miquèu insistió en acompañarla; se olía que ella habría bajado gustosamente sola para explorar la iglesia de Sant Pèir sin testigos, sin la insistencia de Miquèu. Éste, por su parte, consideraba una intromisión la presencia de Bartolomèu, puesto que los únicos en condiciones de leer e interpretar el legado de los cátaros eran él y Marianna. En cuando a ésta, creía haber elegido el par más conveniente. Bartolomèu la protegería durante el viaje y le ayudaría a identificar el capitel con almendras, y Miquèu no sentiría tentación de intrigar si se quedaba a solas con los demás en la cueva del Forat de l’Embut.
Una vez superados los riscos del Tuc de la Pincela, se abrió a sus pies el estrecho valle que surcaba el río Varrados. Marianna inhaló el aire fresco y aromático que llegaba desde abajo, escalando la ladera desde los prados para acariciar los pinos, genistas y hayas, y sintió ganas de lanzar una exclamación de júbilo y alabanza por la belleza extraordinaria del paisaje.
-¿No será éste un viaje de pena? –preguntó Bartoloméu.
-El mensaje es claro –afirmó Marianna-. La inclusión de la coplilla en el pergamino es una clave, de eso no caben dudas. Si, como dices, en ese capitel de Sant Pèir está representada una rama de almendro, y es verdad que hay pocos o que no hay ningún almendro en el valle ni existe otra representación en piedra además de ésa, entonces el tesoro estará sepultado cerca. Supongo que en frente, en línea con el capitel.
-Pero si está de pena, cayéndose a cachos... –opuso Miquèu.
-Entonces, imaginaremos cuál tuvo que ser la posición original, de acuerdo con la parte de la obra que permanezca en su sitio.
-¿Tú crees de verdad que es un tesoro importante? –preguntó Bartolomèu.
Mariana iba a responderle para razonar su convicción, pero se le adelantó Miquèu:
-Tú eres aranés, Bartolomèu, como yo, y no te ocurre como a Marianna, que ha pasado casi toda la vida en Zaragoza. ¿Nunca oíste a tu abuela o a alguien de tu familia hablar del tesoro de los cátaros? ¿No es una leyenda de la que todos en el valle hemos oído hablar? Si no hubiera rastros, muy bien, podría ser una leyenda, como tantos cuentos de tesoros que hay en todas partes. Pero ahora están los documentos que Marianna encontró, y por poco que pensemos, me da que si aquellos fanáticos perseguidos tuvieron agallas para venir tan lejos a enterrar sus historias y sus pistas, también las tendrían para esconder sus riquezas.
-No eran fanáticos ni ricos, Miquèu –aclaró Marianna-. Más bien se distinguían por lo contrario, por la tolerancia, la sencillez y la austeridad de sus costumbres. Los catalanes los llamaban los “bons homes” porque eso eran, hombres buenos. La saña con que los persiguieron y masacraron tiene su explicación precisamente en su austeridad porque, simultáneamente, la iglesia de Roma era el templo de las vanidades más escandalosas que ha conocido la Historia y el antro de las crueldades más perversas que la mente más calenturienta pueda imaginar.
-Entonces, si te da que eran pobres y no crees que tuvieran un tesoro –arguyó Miquèu-, ¿por qué vas tras sus rastros, Marianna? ¿Por qué vamos a Betlan?
Marianna sonrió:
-Sí tiene que haber un gran tesoro, Miquèu. Pero a lo mejor no consiste en lo que tú deseas.
Pasados Bordes de l’Artiga y, más abajo, San Joan, el camino dejó de ser tan empinado y ya no tenían que poner la misma atención para no perderse en el laberinto del bosque, por lo que pusieron los caballos al trote. El deshielo continuaba como continuaría la mayor parte del verano, dado que el sol disponía siempre en Aran de nieve que derretir, y por ello el Varrados corría tumultuoso y recibía torrentes y pequeñas cascadas a cada trecho. Marianna tuvo que frenar el caballo maravillada, para detenerse ante una cascada hermosísima. Permaneció unos instantes abrazada a la crin, contemplando el salto de agua como si hubiera olvidado la misión.
-Lo llamamos Saut deth Pish –le informó Bartolomèu muy bajo, como si no quisiera malograr su asombro ni estorbarlo-. Esta cascada es famosa y mucha gente en el valle jura que aquí viven duendes y ondinas, porque una vez engañan al prudente y dos al inocente. Dicen que hay noches, cuando alumbra la luna llena, que ciertas mujeres, bueno, ésas que tú sabes, vienen aquí a celebrar aquelarres y adorar al Diablo.
-Pero tú no crees en esas cosas, ¿verdad, Bartolomèu?
Éste se encogió de hombros y soltó bridas cuando vio que Marianna lo hacía. Poco después ya no eran taludes, quebradas ni roquedales lo que recorrían, sino un paisaje que hería los ojos de tan hermoso.
Absorta en su contemplación, Marianna sintió un leve sobresalto cuando Miquèu dijo:
-Sube una comitiva hacia Vielha.
-¿Qué?
-Mirad –Miquèu alzó el brazo hacia un grupo que todavía resultaba muy difícil de distinguir-. Me da que es el séquito de un noble, y que va escoltado por el ejército de Napoleón Bonaparte.
-Pongamos los caballos al galope –resolvió Marianna-, pero cuando estemos cerca de ellos, volveremos a cabalgar al paso y habrá que desmontar al acercarnos, para observarlos sin que nos descubran. Tengo un mal presagio.
Llegaron en pocos minutos muy cerca del camino que recorría todo el valle del Garona de sur a norte atravesando las principales poblaciones de Aran. Para alcanzar Betlan, estaban obligados a recorrer parte de ese camino con dirección a Vielha, y no podían hacerlo si había pelotones franceses patrullando. Desmontaron, ataron los caballos a un árbol y se aproximaron sigilosamente a un matorral que orillaba la pista de tierra, tras el que se ocultaron para esperar el paso de la comitiva.
La componían un señor, aupado en un airoso caballo muy enjaezado, que viajaba entre seis caballeros, quienes formaban líneas de tres a cada uno de sus lados. A la distancia donde se hallaban todavía, no era posible verles ni determinar su importancia a través de los pendones, los símbolos de sus medallas y alhajas o los bordados de las vestiduras, porque delante de ellos, como si les abrieran paso, llegaban un cabo y dos soldados franceses, todavía más emplumados que los de Sainte Croix. También cabalgaban soldados franceses tras el señor y los seis caballeros. Desfilaban más lentamente de lo que el ancho y desbrozado camino exigía, y Marianna se preguntó por qué. Los soldados napoleónicos gustaban de espolear a sus caballos para pasar a galope por todo el valle, era una especie de exhibicionismo jactancioso que los araneses conocían muy bien y que originaba burlas. ¿Por qué ahora se desplazaban al paso y, al parecer, sujetando las bridas para que los caballos fuesen aún más lento de lo que les pedía su naturaleza? Tuvo la respuesta cuando, por fin, pasaron de perfil ante el matorral donde vigilaba junto a Bartolomèu y Miquèu.
Llegaban desde Francia en lugar de venir de Lérida porque así lo habría dispuesto el señor que, según las apariencias, era el principal del grupo y que, sin embargo, sabía Marianna que no procedía precisamente del imperio de Napoleón. Los seis caballeros no eran nada caballeros. Aunque ricamente vestidos y ataviados, cuatro de ellos presentaban el aspecto más patibulario que Marianna podía imaginar; grandes, rudos y con numerosas armas colgadas en los hombros y a la cintura; feroces gladiadores sacados de un circo romano.
Cerraba la comitiva un carruaje muy lustroso y decorado con volutas doradas, de unas características que Marianna no había visto jamás.
Entre los hombres, delante del carruaje y mostrándose como si quisiera que todos supieran al instante quién era, con la cabeza cubierta de vendajes aparatosos y un brazo sujeto por cabestrillo, con una expresión sombría y amenazadora, con los ojos como un fuego atroz y los labios apretados en un rictus que parecía contener toda la hiel del mundo, Guzmán Domenicci contemplaba con mirada torva la tierra donde se le había humillado.
Capítulo VI
LA RESISTENCIA
Junio de 1811
La herida de mosquete de mossen Laurenç estaba cicatrizando, ya sin ninguna clase de dudas, y los latigazos propinados por Domenicci se habían convertido en verdugones como costuras que le tatuaban los hombros y la espalda, decorando de líneas satinadas la piel nueva. La fiebre desapareció de un día para otro y comenzó a volver a sus miembros, torrencial, la sangre impetuosa que le hacía añorar como un paraíso inalcanzable las noches que había pasado abrazado a Marianna en Tredòs.
Ahora, ese consuelo le estaba vedado en el hacinamiento de la cueva.
Era domingo. Las fiestas de guardar nadie salía a trabajar, puesto que cumplían devotamente los preceptos religiosos, y en primavera y verano se concentraban después en las aldeas con sus fiestas y procesiones. Aprovechando que habría muy poca gente en los campos, Marianna había ido con los siete hombres a cazar y, de paso, ver si podía aproximarse con garantías a la iglesia de Betlan para tratar de encontrar la solución del acertijo de los cátaros, y en todo caso espiar los movimientos y actividades de las tropas francesas. Salieron, tal como ella había sugerido, en distintas direcciones, de dos en dos y vestidos de negro o con la ropa más sencilla y oscura que tenían, para camuflarse y pasar inadvertidos en los bosques y entre la oscura vegetación del valle. Todos manejaban ya con soltura los arcos, pues ella les prohibía usar armas de fuego, y habían conseguido reaprovisionarse con abundancia de carne.
Cuando no estaban cerca ni Marianna ni esos siete hombres por los que no era capaz de sentir simpatía, mossen Laurenç se arrodillaba sobre el jergón para pedir perdón por sus pecados. Con profundo recogimiento, lloraba de añoranza más que de contrición, porque ella no mostraba por él mayor interés que por los demás, salvo cuando le cambiaba los vendajes, lo que ya sólo ocurría de tarde en tarde. Y puesto que le dominaba el deseo y le atormentaba la imposibilidad de satisfacerlo, no le quedaba, siquiera, el bálsamo del sacrificio, la castidad ofrecida a cambio de sus impulsos incontrolados.
Para procurarse consuelo, hoy, domingo según lo que iban diciendo los ocho al marcharse, celebraría misa. Con cuidado y mucha lentitud para que la herida no se afectara por el esfuerzo, colocó un tablón desechado de la entiba sobre dos tocones parejos, a modo de altar; extendió encima como mantel el resto de la enagua de Marianna, que ella había dejado para moverse con mayor soltura en el viaje; preparó un cuenco con un trozo de corteza de pan y un jarro de vino para la consagración y se dispuso a comenzar el rito.
Marianna nunca le había amado, esa idea se abría paso en su entendimiento aunque su corazón se negaba a aceptarla. Murmuraba mecánicamente los rezos en latín según avanzaba la misa, pero su mente era un pelele secuestrado por un torbellino de anhelos insatisfechos y reproches que nunca se atrevería a pronunciar. Había sido lo bastante lista para hacerle creer que gozaba entre sus brazos, pero se trataba de una simulación tan fría y calculada como la de una meretriz. Apretó los párpados a ver si podía contener las lágrimas. Tenía que desechar esos pensamientos, o su esfuerzo de celebrar el sacrificio sería una ofensa a Dios en vez de un homenaje.
Había conseguido cierta concentración cuando llegó el ofertorio. Estaba con los ojos alzados hacia el techo oscuro de la cueva cuando, al reducirse la escasa luz difuminada que caía sobre el altar, notó que se recortaban unas siluetas en el contraluz de la bocamina. Sólo había transcurrido hora y media desde la marcha del grupo para una ausencia que se anunciaba que iba a durar todo el día, por lo que sintió gran alarma hasta que sonó la carcajada.
-¡Vaya con el mossen! –exclamó una voz desconocida entre risotadas estridentes-. A pesar de que lo acusan en los bandos de fornicador y asesino, aún se siente en gracia de Dios como para decir misa. ¿Te has lavado las manos sucias de polla y de sangre para consagrar la hostia, mossen?
Laurenç detuvo las manos en el aire. No sólo por el terror repentino que agarrotó sus miembros; le desagradaba tan profundamente que se dijesen palabras malsonantes en su presencia, que siempre que ocurría tenía que pararse a contar mentalmente hasta diez para no reaccionar de modo violento.
-No te burles, Manel –era Bartelomèu quien acallaba al otro, lo que tranquilizó a Laurenç-, que por donde se peca se paga. Ahora que te refugias con nosotros, tienes que aceptar nuestras reglas, y la principal es respetarnos todos.
-¿Bandos? –preguntó Laurenç, perplejo y con las manos paralizadas en el aire, en la misma actitud en que había sido sorprendido.
-Sí, mossen –informó Bartolomèu-. Los hay por todas partes, prometiendo el oro y el moro. Ofrecen una recompensa de diez onzas de oro por entregaros a vos y a Marianna.
-¡Dios mío! –gimió Laurenç.
-No se apene, padre –aconsejó Bartolomèu-, que quien ría el último ríe mejor.
-No me llames padre, Bartolomèu, ya no lo merezco. ¿Quiénes son ésos?
-Éste es mi vecino Manel y éste, un compadre suyo. Ayer, tuvieron un altercado con los soldados que se llevaron sus cabras y han tenido que huir. Para que no haya malentendidos ni broncas, les he contado el asunto de los cátaros, porque de todas maneras es un rumor que va extendiéndose por el valle y quien dice la verdad, ni peca ni miente. Por todos los pueblos corren chismes y fábulas. Y también éstos han oído desde niño hablar de tesoros cátaros.
El retorno tan aparatoso y tan súbito de Domenicci había descompuesto la estrategia del arcipreste mossen Pèir. No había tenido tiempo de materializar el plan de restauración de su autoridad ni el de acumulación de méritos ante el obispo. Con su vehemencia, cuyo motivo más profundo sospechaba, ese Domenicci iba a conseguir sumar más voluntades en contra que a favor. Y para colmo, su altanería se había redoblado con la impaciencia del dolor de las heridas y con sus prisas por castigar a Laurenç.
Bajó la cabeza para que le colocase la casulla el vecino que ese domingo iba a actuar de monaguillo, un joven que había pedido dispensa para casarse con su prima.
-Antoni, ¿tú has oído algún rumor sobre donde puedan refugiarse el cura de Tredòs y su sobrina?
El arcipreste notó que el joven tomaba aire antes de responder, como buen aranés que era. Evidentemente, se tomaba tiempo en busca de una respuesta que pudiera satisfacerle, porque no iba a decir lo que supiese.
-Murmuran que la sobrina volvió al valle en busca de un tesoro.
Mossen Pèir sonrió. A pesar de su escasa formación cultural, había encontrado el modo de no responder.
-Y... ¿dónde murmuran que pudieran estar buscándolo?
-No sé... Mi abuela contaba que había mucho oro sepultado bajo la Peira de Mijaran.
El arcipreste sonrió de nuevo mientras se apretaba el cíngulo.
-¿Sabes cuántas cosas habría bajo esa piedra de creer las leyendas, Antoni? Hasta un palacio de las Mil y Una Noches subterráneo, de ser verdad todo lo que se cuenta. Esa piedra es un menhir, esos obeliscos que levantaban en la prehistoria, y lleva ahí tantos siglos, que ha dado lugar a millares de cuentos, todos muy fantasiosos e improbables. Pero dime la verdad, ¿tienes idea de dónde están refugiados esos dos?
-¡Dicen tantas cosas!
Jamás conseguiría que el joven se comprometiera con una respuesta concisa y exacta. Mossen Pèir decidió preguntarle la otra cuestión:
-¿Qué te parece lo de los carteles?
-¿Esos carteles? Ni yo ni nadie de mi familia los entendemos.
Aunque de manera indirecta, Antoni sí le había respondido esta vez. Tomó el cáliz con la patena, la palia y el corporal y salió a la iglesia detrás del joven. A pesar de situarse ante el altar con tanto recogimiento como siempre que celebraba misa, no dejó de cavilar sobre Domenicci. Ni siquiera le había dispensado la consideración de consultarle sobre la colocación de los carteles en las puertas de las iglesias, que había traído ya impresos de Tolosa. Sencillamente, había mandado a sus matones en todas las direcciones, para colocarlos con malos modos y hasta con alguna violencia física, sin que valieran de nada las protestas de muchos de los párrocos.
Por suerte, pocos araneses sabían leer y casi nadie en francés. Se preciaba de conocer el carácter aranés mejor que nadie y si no se equivocaba, el texto impreso, de ser entendido por sus vecinos y viendo la actitud de Antoni, iba a producir exactamente el efecto contrario del que Dominecci buscaba.
Mossen Pèir sonrió. Pasara lo que pasara y pensara lo que pensara ese arrogante romano, la máxima autoridad religiosa de Aran era su arcipreste mientras el obispo no lo destituyese. Y como la Querimonia de los derechos araneses –a espaldas y a despecho de las iniciativas y recelos de los militares de Napoleón- continuaba intacta y guardada en el Armari des Sies Claus, el armario de las seis llaves, y esos derechos dictaminaban que todos los párrocos y, por supuesto, el arcipreste, tenían que haber nacido en alguno de los terçones del valle, él iba a seguir siendo el vicario episcopal para la comarca, porque, que él supiera, no había de momento nadie a quien el obispo pudiese recurrir para sustituirle.
Celebraba la misa en San Miquèu, que estaba a rebosar de gente, pero a pesar de hallarse presentes los representantes de los terçones que formaban el Conselh Generau dera Val d’Aran, con el síndico a la cabeza, el displicente enviado del Vaticano había preferido celebrar su propia misa en privado, con la excusa de que no deseaba exhibir los impedimentos de sus lesiones. Mejor así. A mossen Pèir le hacía sentir incomodidad la cercanía de los acompañantes del romano. No sólo porque fuesen armados a todas horas e inclusive tuvieran la desfachatez de exhibirse de esa guisa en los templos, sino porque sus expresiones y miradas le causaban aún mayor desasosiego que las armas. Presentía que los cuatro hombres de apariencia patibularia iban a ocasionar muchos problemas.
Al volverse hacia los feligreses para comenzar la homilía, miró fijamente los ojos del síndico. No podía tener la certeza absoluta, porque cualquier aranés que se viera aupado al poder tenía, por fuerza, que ver las cosas de otro modo; pero estaba convencido de que la máxima autoridad del valle según sus tradiciones, y al margen de lo que llegase de fuera, participaba sinceramente de sus mismos sentimientos y compartía su preocupación. En estos momentos, y por la prepotencia del ejército napoleónico de ocupación, el síndico no era el poder más ostensible ni podía ser resolutivo, pero continuaba siendo la autoridad moral que los araneses reconocían en el fondo de sus corazones.
En cuanto acabase la misa, y si ninguna presencia inoportuna lo obstaculizaba, iba abordar al síndico para proponerle una reunión secreta de los jefes de todos los terçones. Aunque fuera de modo subrepticio y muy cauteloso, el Consejo General tenía que tomar sus medidas y dictar discretamente sus mandatos.
Celebraban una fiesta tan concurrida junto a la iglesia de San Pedro, de Betlan, que Marianna tan sólo pudo realizar inspecciones de lejos sobre cuanto se alineaba frente al capitel de las almendras, observando casi oculta por el tronco de un árbol situado a espaldas del corro de danzarines, con tenso disimulo y embozada con Jòn, que era el par que había elegido ese día. Confiaba en que el mismo alboroto de la gente le sirviera para pasar inadvertida, porque en la puerta del templo casi ruinoso habían colgado un cartel donde ofrecían recompensa por su captura.
La iglesia se aferraba a una ladera muy pendiente, sin ningún rasgo urbano ante sus muros, ni pavimento de losas de piedra ni explanada, ya que Betlán era una de las aldeas más pequeñas y modestas del valle, y la maleza llegaba a lamer e invadir los sillares centenarios de la fachada, no muy cuidadosamente tallados. Aunque inquietante, la construcción era patéticamente pobre. Hasta le pareció que los muros no estaban bien alineados entre sí, que la planta carecía de simetría. Como única nota sobresaliente, descubrió una lápida incrustada en uno de los paños de muro cuya inscripción no estaba escrita con letras, sino con extraños signos desconocidos que bien pudieran ser cabalísticos.
Algo no acababa de cuadrarle cuanto más miraba el edificio. Daba la impresión de que no iba a durar mucho en pie y mostraba incontables añadidos y refuerzos, como si su fragilidad no fuese reciente. Nadie previsor hubiera elegido, seiscientos años antes, esa iglesia para esconder algo que deseaba que perdurase. Recitó una y otra vez, entre dientes, la coplilla del pergamino: “Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”. El verso hablaba de un almendro ¿vivo?, un árbol que daba flores tan blancas como el papel, y lo que Bartoloméu aseguraba que eran almendras, a la distancia que las miraba le parecían unos trazos no demasiado reconocibles grabados con impericia en la piedra de un capitel decrépito, que iba a desmoronarse en cualquier momento.
Por otro lado, el papel era en el siglo XII un género muy escaso y caro, y creía inconcebible que ya entonces fuera conocido y utilizado en lugares tan remotos como el Valle de Aran. El propio pergamino tuvo que ser escrito en algún punto mucho más cosmopolita del Languedoc. Pero intuía que la mención del papel no era casual. Tal vez se trataba del quid de la cuestión. Trató de diseccionar la copla para resaltar las palabras primordiales: ventana, almendro, flores blancas y papel. ¿Podía ser que se tratase de metáforas? En tal caso, “ventana” tendría que ser un mirador natural de los muchos que poseía el valle; el sentido metafórico de “almendro” no se le ocurría cuál podía ser; las flores blancas podían referirse a los espacios nevados a que se reducían en verano los mantos de nieve del invierno, que vistos de lejos, recortados sobre el granito oscuro de todas las montañas del valle, parecían hermosos arriates de flores blancas; en cuanto al papel, no podía tratarse de papel real, que no habría sobrevivido mucho tiempo en un encierro semejante al de la casa de Joan Pere; tampoco podía tratarse de uno de los árboles de los que se extraía la celulosa, porque los árboles crecen, mueren, arden o desaparecen. El papel era una clave que debía desentrañar deprisa, porque Domenicci podía azuzar al ejército de Napoleón aún más contra ella, cosa que seguramente estaba intentando también.
-Marianna –murmuró Jòn en su oído-, tenemos que aligerarnos o esa gente va a extrañarse de nuestra inmovilidad junto a este árbol, y vendrán a husmear.
-¿Se te ocurre un mirador de cualquier punto alto de Arán, que pudiera ser muy, muy especial?
-Hay centenares.
-Ya lo sé. Pero te pregunto por uno que destaque muy claramente sobre los demás.
Jòn cerró lo ojos apretando los párpados, como si cavilar fuese un esfuerzo demasiado agotador para él. Pasados unos minutos, dijo:
-Hay uno estupendo en las ruinas de un fuerte antiguo, que mira sobre Bossost, pero el más cojonudo que se me ocurre es el de Canejan, que es la plaza del propio pueblo y no hay que sudar para escalarlo como el de Bossost. Desde la plaza de Canejan se ve toda la parte baja de Aran, todo el Quate Lócs, atravesado por el Garona; es una vista increíble.
-¿Y qué ocupa el centro de esa vista?
-Les.
-¡Eso tiene que ser! En Les se recolecta mucha madera, ¿no? Y son famosas sus aguas termales, cuyo olor alguien podría confundir con el de las almendras amargas. A mí me pasaba de niña.
Jòn miraba a Marianna con perplejidad. No conseguía entenderla.
-Volvamos a Forat de l’Embut –ordenó ella.
No paraba de hacer cálculos mientras cabalgaba con enojo hacia las cumbres. El bando ofreciendo recompensa por capturarles a Laurenç y a ella debía de haber sido distribuido por todas las aldeas. Normalmente, los araneses no eran muy dados a colaborar con foráneos en contra de sus paisanos, pero el oro era el oro, y los pobladores de Aran eran pobres. En pocos días, aparecerían vecinos dispuestos a vender información. Iba a tener que apresurarse a encontrar el tesosro cátaro y huir cuanto antes del valle.
-¿Sabes si va a celebrarse pronto alguna fiesta en Les?
-El Haro, por san Juan –informó Jòn.
-La quema del Haro de Les es la más multitudinaria y famosa del valle, pero falta mucho para eso.
-No son más que dos semanas y dos días, Marianna.
-En dos semanas hay demasiado tiempo para morir- dijo Marianna, y para no seguir confundiendo ni desconcertando a su par con sus conjeturas, ni dejarse ganar por el desaliento, tarareó la copla con una musiquilla improvisada: “Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”.
Todavía llevaba el cabestrillo sujetándole el brazo, cuyo húmero le había partido en dos con sus enloquecidos golpes de machete la meretriz, esa vestal diabólica que habían corrompido en Zaragoza, la condenada Marianna que Satanás acogiera en sus tinieblas. No podía escribir, pero ello no era ningún inconveniente, puesto que el obispo de Tolosa, mucho más civilizado y poderoso que el de Seo de Urgel, le había provisto de seis sirvientes que cubrían todas sus necesidades.
Guzmán Domenicci observó el perfil de Jean, el joven que le servía como amanuense, mientras utilizaba la hermosísima pluma de ganso. Se trataba de un perfil mucho más propio de un noble que de un modesto artesano y su porte era tan gentil, que seguramente sería solicitado por todas las perversas pecadoras de este mundo. Tan donoso le parecía, que tras instalarse en Vielha en un agradable caserón ofrecido por el barón de Les, llevaba dos días considerando los pros y contras de nombrarlo oficialmente su secretario.
-¿Dices que todos tus informes son infructuosos?
-Sí, señoría. Mis compañeros han recibido negativas desde Tredòs, en el extremo sur, hasta la otra punta del alto Garona, el pueblo de Les. En todas las aldeas recibimos por respuesta el silencio y encogimientos de hombros. Tanto los párrocos como los señores locales dicen no saber ni haber oído cosa alguna sobre mossen Laurenç ni Marianna, ni tienen idea de dónde están. Tampoco han valido las ofertas de recompensas. Habrán abandonado el valle...
-¡Calla, te lo ordeno! Eso es imposible. Considerando la importancia de lo que buscan, la idea de irse del valle no se les ocurrirá jamás. Y por otro lado, las patrullas militares del Emperador Napoleón les hubieran impedido huir, puesto que todos los caminos de Arán están fuertemente guardados.
-¿Acaso por las montañas...
Jean se mordió la lengua y dejó la pregunta sin terminar al descubrir el furor volcánico en las pupilas de su señor, por apuntar una posibilidad en la que Domenicci no quería pensar, dado que a su modo de ver se trataba de una elección improbable por las dificultades extremas que conllevaría, e inimaginable por el valor incalculable de lo que tanto él como la pareja estaban tratando de encontrar. El hombre del Vaticano consiguió refrenar su impaciencia y suavizó la expresión mientras contemplaba a su pesar el azul increíble de los ojos asustados del amanuense. Nadie podía dudar de la existencia de Dios, se dijo, y para no seguir recreándose con la mirada acarició el cilicio por encima de la ropa; más tarde, tenía que apretarlo un poco más para suplicar la gracia de pensar menos en el donaire de Jean.
-Los naturales de esta tierra son redomados embusteros, ya me lo advirtió el arcipreste –murmuró el enviado papal, hablando más para sí que para su interlocutor-. Nos niegan noticias sobre su paradero no porque lo ignoren, sino porque quienes lo conocen prefieren protegerlos a denunciarlos, por solidaridad vecinal y por esas retorcidas complicidades de las comunidades rurales. Pero tú sabes bien que nosotros podemos inclinarlos a nuestro favor, por las buenas o por las malas...
Notando que Domenicci tejía su plan mientras hablaba, Jean aguardó en silencio a que continuase su disertación que apenas entendía, por lo bajo que farfullaba y porque, para ser franco, su conocimiento del latín era mucho más teórico que práctico, pues no había tenido, hasta ahora, oportunidades de conversar en la lengua del Imperio Romano. Tras una pausa de varios minutos, el enviado vaticano sonrió como quien ve de repente la luz, se dio una sonora palmada en la frente, se frotó las manos y dijo con mayor claridad y a mayor volumen de voz:
-Tenemos que persuadir a estos militares ociosos para que trabajen por nuestra causa. Hay que convencerles de que encontrar a ese profanador y a la pecadora tiene para ellos aún mayor interés que para nosotros. Manda preparar los caballos, que vamos a subir al fuerte de la Sainte Croix.
-¿Iremos solos vos y yo, señoría?
Domenicci sonrió con una ternura que había dejado de emplear hacia muchos años. La frase le había sonado íntima y sugerente.
-No, Jean. Al ejército hay que impresionarle con todo el boato posible. Manda a tus cinco compañeros que vistan sus mejores galas y que enjaecen a juego las monturas. Hemos de partir antes de una hora. Conseguiré que esos apóstatas caigan en mi poder antes de una semana, ya lo verás.
La inminente llegada del verano se notaba tanto por la temperatura como por los cambios en los paisajes mirados desde Forat de l’Embut. Inclusive en las alturas que dominaba la cueva, pues la nieve había desaparecido de la entrada y sólo quedaba alguna bastante por encima de la bocamina. Todo era ya fragante y luminoso, en una comarca donde había aldeas que sólo recibían tres horas diarias de sol en invierno. Todo era verde y violeta contemplado desde la entrada de la cueva; millares de tonos de verde que dividían los bosques en franjas según escalaban las montañas y decenas de tonos de violeta en el granito lejano difuminado por las nubes y la distancia.
A causa de sus iniciativas, siempre secundadas y poco discutidas, Marianna estaba actuando como jefe del grupo de manera natural y nadie le disputaba el rango. Cada vez que se les sumaba un refugiado nuevo, y tras los rituales de jura de fidelidad y camaradería a que eran sometidos, ella los escrutaba y sonsacaba por su cuenta, para tratar de determinar si eran, emulando los textos cátaros, “buenos, piadosos, trabajadores y honestos, y no mentían”. No se trataba de un asunto menor, porque aparte de la necesaria previsión de seguridad para un grupo tan acosado, eran muchos ya para un espacio tan reducido y el hacinamiento iba a originar problemas de convivencia y relación; penetrar más hacia el fondo de la vieja mina era una posibilidad que todos rehusaban con invocaciones supersticiosas, pero pronto no iban a disponer de otra solución, porque llegado el jueves, cuatro días después de la excursión a Betlán, como por ensalmo y como si la homilía leída en todas las iglesias hubiera sido un toque a rebato, los ocupantes de la mina de Forat de l’Embut eran ya dieciséis.
Después de explicar su huida, tras relacionar y detallar las penalidades y arbitrariedades sufridas a manos de los militares de Napoleón, cada uno de los nuevos era sometido al mismo escrutinio y obligado al mismo juramento. Pero como no formaba parte del acuerdo mantener en secreto la búsqueda del legado de los cátaros, en cuanto se enteraban se apresuraban a contar sus propias interpretaciones de lo tradicional. Todos habían escuchado leyendas del tesoro y todos estaban seguros de que se encontraba en determinado lugar. Pero había tantos “determinados” lugares como refugiados. Iglesias, tumbas antiguas, riscos que destacaban en los paisajes o pequeñas oquedades de las montañas.
-Yo he oído siempre hablar de grandes tesoros –dijo Jàn- enterrados en Tredòs por monjes muy raros...
-Los monjes que estuvieron en Trèdos eran templarios, Jàn –aclaró Marianna con una sonrisa que podía parecer llena de ternura-. En torno a los templarios, en todas partes hay leyendas sobre tesoros enterrados, porque no sólo eran monjes; eran verdaderamente los banqueros de su tiempo. Pero de los cátaros no abundan esas leyendas, porque vivían con modestia y no ostentaban el poderío ni la exuberancia de los templarios. Sin embargo, aquí, en Aran, sí se habla de un tesoro cátaro y, además, están los pergaminos que encontré en casa de Joan Pere que, como sabéis, es parte de un viejo convento. Sumando los pergaminos a las leyendas, hay para pensar que tiene que haber algo valioso oculto en esta tierra.
Sentado en el suelo, con la espalda contra la negra pared de roca y acomodado entre varias mantas aunque ya no le molestaban apenas las heridas, mossen Laurenç les miraba sombríamente a ella y al joven campesino. Era una pasión completamente desconocida la que comenzaba a anidar en su pecho. Tanto como había predicado en el confesonario contra el demonio de los celos, y ahora ese demonio le estaba trastornando. En esos instantes, sentía un irrefrenable impulso de contradecirla a ella y dejar en ridículo a Jàn:
-Cuando tenemos dificultades –declamó con el tono que empleara antaño en sus homilías-, los hombres sentimos la necesidad de procurar evadirnos de ellas. Es normal que nos inventemos tesoros imposibles, dichas imposibles y paraísos completamente imposibles cuando nos agobian los males. Pero es insensato dejarse engañar por esos señuelos del Demonio, porque son como cuando Satanás llevó a Jesucristo a la cumbre del Sinaí para mostrarle los poderes que iba a entregarle si le adoraba...
Marianna apretó los labios. El mossen llevaba varios días con expresiones mohínas y con un humor insoportable, por lo que se apresuró a interrumpirle:
-Sócrates decía que solamente vale la pena hablar en dos casos: cuando sepas con seguridad lo que vas a decir y cuando no puedas evitarlo. Fuera de esas ocasiones, lo mejor es callarse.
-Sócrates era un pervertido pederasta –dijo mossen Laurenc con tono seco y eludiendo mirarla cara a cara-. Un fornicador con la mente podrida.
-A cada ser humano hay que juzgarlo con las claves de su tiempo –aseguró Marianna, buscando con la mirada la complicidad en los ojos de los demás, que asistían con perplejidad a la lidia entre la antigua pareja-. En tiempo de Sócrates, nadie sabía que existiesen los pecados.
-Pero el pecado existe desde que nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso –recitó Laurenç muy enfático-. Y es el pecado lo que inspira las conductas que vemos estos días por aquí.
Marianna asintió en silencio a su propio pensamiento. Así que era eso. Laurenç sentía celos de ella. No conseguía imaginar de qué clase de celos se trataba, si sería porque ostentaba en el grupo un mando que él creería merecer más o porque tenía que departir y ausentarse con otros hombres.
-Hay palabras que aturden como bombas –dijo por fin-, que levantan murallas con sílabas de piedra y que desmoronan hasta el ánimo más sólido.
Los ojos de Laurenç se desorbitaron. Hacía tiempo que había descubierto lo mucho que ella sabía, pero hasta ahora no imaginaba que pudiera ser tan terminante. Decidió en último extremo callarse, con un desesperado intento de no perderla para siempre. Marianna advirtió el quiebro y lo aceptó. Para secundarlo, quiso cambiar de tema de conversación preguntando:
-¿Alguien sabe cuándo comienzan los preparativos del Haro de Les?
Uno de los recién incorporados, un joven leñador procedente de los alrededores de Les, cuyo nombre era Marc, respondió:
-Una semana después de la cremá de San Juan comienzan.
-¿Qué quieres decir?
-Cuando quemamos el Haro, pocos días después vamos en busca de un árbol con un tronco que pueda ser el nuevo, lo cortamos si va a medir limpio más de quince varas, lo trasladamos hasta la plaza de la iglesia el día de San Pedro, y las grietas para encajar los tacos abrimos a hachazos; ésa es la fiesta que se llama “quilha der Haro”, que hay que sudar la gota gorda para tal como manda la tradición hacerla. Cuando terminamos, lo plantamos de pie y allí queda, hasta el año siguiente; entonces, reseco, igual que tea arderá. Ese día, hay una ceremonia muy bonita, porque las últimas parejas que se hayan casado tienen el honor de colocar en la punta una cruz y una corona de flores.
-Eso es muy interesante –aprobó Marianna-, y sabréis que se parece mucho a los ritos que los celtas festejban en honor de su dios Sol, pero lo que pregunto es lo referido a la fiesta misma, antes de la cremá. De acuerdo, el Haro está levantado todo el año, pero la fiesta de la noche de San Juan tendrá unos preparativos específicos, ¿no?
-Sí –respondió Marc-. Empiezan el día anterior, cuando las mujeres cocinan las ricuras que durante la fiesta comeremos. También la víspera se cuelgan las cadenetas de papel y las banderolas.
-¿Nada más? Trata de recordar. Tiene que haber más. La fiesta del Haro por San Juan es la reminiscencia de ritos muy primitivos. Aquí y en todos los Pirineos, hace muchos, muchos siglos, la madrugada de ese día que, por si no lo sabéis, es el solsticio de verano, los hombres andaban descalzos sobre la hierba cubierta de rocío y las mujeres se revolcaban desnudas en el prado, invocando a sus dioses para que les concedieran fertilidad. ¿No hay en la fiesta de Les nada que se parezcan a esas ceremonias?
Mariana notó que la pregunta había escandalizado a todos y a Marc en particular. A causa de su robustez, Marc tenía apariencia de hombre maduro por su durísimo trabajo de leñador, pero era en realidad un joven candoroso.
-Nosotros no hacemos esas marranadas –afirmó, con una mezcla de rubor y orgullo-. En la cremá, bailar y cantar es lo que hacemos.
-Bien, de acuerdo –aceptó Marianna, ya dirigiéndose a todos-. Haremos como aconsejaba el viejo refrán aranés: “Era paciencia qu’ei eth mètge des praubi”, o sea, que la paciencia es el médico de los pobres y nosotros, pobres, no tenemos más salida que armarnos de paciencia hasta que no encontremos el tesoro de los cátaros. Hay que hacer una lista de todas las personas que conozcáis en Les y de las cuales tengáis la seguridad de que podemos fiarnos. Pensad bien los nombres y tenedlos preparados por si los necesitásemos. Unos días antes de San Juan, tú y yo –señalaba a Jàn- iremos a Canejan a comprobar si su mirador es la “ventana” de la copla cátara. Y una cuestión muy importante; bueno, más que importante, es capital para nuestra seguridad. Hay que conseguir algo así como sayones o túnicas negras, con que cubrir nuestras ropas cuando hayamos de acercarnos a las poblaciones. ¿Quién sabe cómo y dónde conseguir tela que nos pueda servir?
Mossen Laurenç tuvo que tragar un poco de hiel antes de apuntar:
-Junto a la vicaría, en Vielha, hay una costurera que nos cose las sotanas a todos los curas de Aran. La última vez que fui a recoger una que me había remendado, vi que tenía dos rulos muy gruesos de tela negra.
Marianna sonrió para agradecer el dato, pero apartó la mirada en seguida a fin de no alentar otra clase de esperanzas.
-¿Quién conoce a esa costurera?
-Déjalo en mis manos, Marianna –dijo Bartolomèu-. Es prima hermana de mi mujer; yo te conseguiré esos dos rulos de tela negra, porque entre sastres no se pagan hechuras.
El Armario de las Seis Llaves donde guardaban la Querimonia presidía el austero salón del Consejo General; para abrirlo, eran indispensables las llaves que portaban consigo cada uno de los bayles de los seis terçones en que el valle estaba dividido.
Raimundo Tinel, el síndico, miraba la puerta abierta del armario con las llaves encajadas en las seis cerraduras, mientras escuchaba a mossen Pèir sin dejar de atender los sonidos que llegaban de la calle. Hasta ahora, siempre que el comandante De Montesquiou le exigía poder revisar la Querimonia, había pretextado no disponer de una o de varias de las llaves necesarias para abrir el armario. Si por casualidad se le ocurriera irrumpir ahora sin anunciarse en la sede oficialmente clausurada del Consejo, con el autoritarismo y el despliegue de fuerza que siempre le acompañaba iba a verse en gravísimos aprietos. No tenía cuero de resistente ni, mucho menos, de héroe, pero si transigía con cuanto ese pomposo y altanero militar le exigía y, sobre todo, si transigía en entregarle el documento que simbolizaba la identidad y los derechos araneses, sabía que no duraría ni medio día como síndico. Sería depuesto al instante por los bayles de los terçones. Si no se le ocurría un medio para navegar y sobrevivir en medio de todas las tempestades, estaba en un atolladero.
-¿Qué es lo importante, en esencia? –disertaba mossen Pèir en ese momento.
Los siete hombres lo miraron con atención, en espera de que él mismo se respondiera, puesto que no tenían claro su razonamiento.
-Lo importante es que Aran pueda continuar viviendo feliz y en paz, sin que nos arrastren las tragedias que convulsionan Europa, y tratar de mantener todos o la mayoría de nuestros privilegios. Sé que dos de vosotros sentís gran simpatía por lo francés y por los franceses, y no os lo recrimino, pero tenéis que mirar dentro de vuestros corazones pensando no sólo en vosotros, sino en vuestros abuelos, padres, hermanos e hijos; preguntaos con la mano en el pecho si os gustaría veros obligados a renunciar a nuestra lengua para hablar sólo francés; si estaríais dispuestos a aceptar que vengan a predicaros en francés clérigos sardos, bretones o bordoleses; si queréis que tengamos que pagar impuestos para que otros los disfruten lejos de nuestra tierra; si os parecería bien que perdamos el derecho que ahora tenemos todos nosotros, sea cual sea nuestra condición, a usar sin limitaciones ni murallas nuestros bosques y praderas; si aceptaríais que viniera un noble de París a apropiarse de nuestras tierras y convertirnos a todos en vasallos y sirvientes... Si vuestra respuesta es no, tal vez ha llegado el momento de que pensemos en no quedarnos cruzados de brazos.
El arcipreste observó los rostros de los dos bayles que podían disentir. No advirtió en ellos expresiones que tuvieran que alarmarle, pero consideró prudente no ser más explícito. Esos dos podían tener dudas sobre sus lealtades, sentirse en una encrucijada, y no deseaba arriesgarse a la posibilidad de que corrieran al fuerte de la Sainte Croix a dar parte de una confabulación. Era mejor que la cosa quedase, por ahora, en una sencilla invitación a la reflexión.
-Pero, entonces, ¿qué deberíamos hacer en relación con el párroco de Tredós y su sobrina? –preguntó uno de los dos afrancesados, el bayle del terçon de Lairissa.
Mossen Pèir sonrió con toda la inocencia que se creía capaz de fingir.
-¿Es que estamos obligados a hacer algo? –preguntó, bajo el convencimiento de que el interrogador indagaba movido por una solicitud o una exigencia surgida en la guarnición francesa.
El síndico detectó la finta. Comprendiendo que si el arcipreste eludía responder esa pregunta debía de ser porque tenía razones poderosas para ello, quiso ayudarle a escurrir el bulto:
-Lo que yo creo que nosotros deberíamos hacer sobre ese asunto es mantenernos al margen. De acuerdo con nuestras tradiciones, facilitar su captura sería una traición a nuestros mayores y nuestro pasado, pero tampoco nos conviene mostrarnos solidarios con ellos ni protegerlos... digamos que... con iniciativas deliberadas. Oficialmente, este Consejo General de Aran no sabe nada de esa pareja ni la busca ni la protege, ni secunda ni obstaculiza ni favorece iniciativas que se pongan en marcha para capturarlos.
Cuando Domenicci y su cortejo se acercaban al fuerte de la Sainte Croix, viéndolos llegar el centinela de la torre almenada dio aviso de que se aproximaba la lujosa comitiva del enviado papal, por lo que el oficial de guardia mandó formar para rendirle honores. Sonaron timbales y trompetas en el momento que Jean ayudaba a su jefe a apearse del caballo.
Domenicci apretó los labios con un rictus de furia al descubrir risas en los ojos de algunos de los soldados de la rígida e impecable formación, ya que les divertía el aspecto que presentaba con el rico y muy aparatoso manto de brocado cubriendo el brazo en cabestrillo como si estuviera cargando un mueble, y el efecto se completaba con los vendajes de la cabeza, que no había conseguido disimular del todo bajo el sombrero, haciéndole parecer un remedo del califa de Damasco. ¿Es que un enviado personal del Papa debía tolerar ser objeto de burlas? Tendría que considerar, determinar y exigir al comandante las consecuencias punitivas de esas burlas.
De Montesquiou oyó con un sobresalto el toque de corneta, pues significaba que llegaba una visita que merecía honores, y temió que pudiera tratarse del general Woïllemont con una de sus apariciones por sorpresa, para reprender y castigar si descubría la más leve relajación de la disciplina y el orden. Asomado a la ventana de sus habitaciones privadas, vio con alivio pero con fastidio que se trataba de la única persona residente en el valle a quien se otorgaba tal homenaje. Exclamó una maldición entre dientes. Ni siquiera en domingo se podía descansar en este valle infecto. Se vistió con apresuramiento y bajó las escaleras conteniendo sus prisas por despachar cuanto antes al representante de Roma, con objeto de que sus subordinados no creyeran al verlo correr que era más servil que cortés con tal individuo.
-Eminencia, ¡cuánto honor! ¿A qué lo debo?
Domenicci paseó la mirada en torno. Aparte de sus seis criados, eran más de diez los militares presentes.
-¿Podemos hablar a solas, comandante De Montesquiou?
-Desde luego. ¿Es grave?
-Depende de cómo se mire el asunto.
-Bien. Vayamos a mi despacho. ¿Os apetece un licor?
-Un málaga, por favor.
De Montesquiu dio las órdenes pertinentes para que sirvieran un refrigerio y no se les interrumpiera.
Una vez atendida la orden, y cuando los soldados de servicio hubieron abandonado el gabinete, se dijo el comandante De Montesquiu que el romano se complacía en estimular su curiosidad. Estaba degustando con muchísima lentitud el oscuro vino málaga sin sorber ni una gota, paladeando apenas con los labios su consistencia acaramelada. Las viandas que habían extendido los soldados en un velador, un aperitivo de patés, panecillos y encurtidos, no parecían interesarle, pero, sin embargo, jugaba distraídamente con ellas. Con su displicencia, su jactancia y su malhumor cotidiano, este hombre le sacaba de quicio.
-¿Has oído hablar del tesoro de los cátaros?
-Soy francés. Todos los franceses hemos escuchado de niños cuentos que hablan de esa leyenda.
-¿Consideras que es sólo eso, una leyenda?
-¿Qué otra cosa puede ser?
-¿Y si yo te dijera que dispongo de datos que confirman plenamente la existencia de ese tesoro?
De Montesquiu miró a su interlocutor con desagrado, por la sospecha de que estuviera burlándose. Domenicci prosiguió:
-Hablo en serio, comandante. Hay un tesoro de valor inimaginable e incalculable que consiguieron ocultar los cátaros cuando la Santa Madre Iglesia acabó por fin con esa herejía demoníaca.
-De acuerdo. Digamos que es posible que tal tesoro haya existido. Pero ¿alguien sabe, ni remotamente, dónde pudiera estar?
-Aquí.
-¡Qué decís!
-Sí, comandante. Dispongo de elementos suficientes de juicio para considerar no sólo la posibilidad de que se halle en Aran, sino para sostenerlo con seguridad. El tesoro de los cátaros está en algún lugar secreto de este valle.
-¿Qué os hace estar tan seguro?
Domenicci extrajo de su valija de mano el primer cuño cátaro que mossen Laurenç había descubierto en Nuestra Señora de Cap d’Aran, y lo puso en la mano del francés.
-¿Qué es esto? –preguntó De Montesquiu.
-El motivo de mi seguridad, comandante, lo que convenció al Papa y debe, por consiguiente, convencernos a nosotros. El símbolo grabado aquí es el más utilizado por aquellos herejes, con el que mejor se identificaban; la piedra, que en realidad es un cuño, sólo podía usarla cualquiera de sus falsos obispos para autentificar documentos. Por sí sola, no sería significativa. Su aparición aquí podía deberse al azar. Pero... -Domenicci introdujo teatralmente la mano en la valija para extraer la segunda piedra-, es que también ha sido encontrada esta otra.
De Montesquiu acercó un poco el sillón, pues sentía crecer su interés.
-Y... decidme, eminencia. ¿Las piedras conducen a ese tesoro que decís?
-Así es. Y ¿sabes quién las ha encontrado?
De Montesquiu no esbozó ningún ademán. Presentía la respuesta.
-Exactamente ése que pensáis. El asesino de uno de vuestros hombres y el que quiso asesinarme a mí encontró ambos cuños. Mossen Laurenç es el que, con la protección del diablo, ha sobrevivido al tormento y al disparo de uno de vuestros mosquetes que yo escuché cuando, casi moribundo, pude ahogarme en las frías aguas del Garona; precisamente fue ese disparo lo que me salvó, lo que me hizo despertar del mazazo que la pervertida zaragozana me había dado en la cabeza. Ese cura apóstata, asesino y diabólico y su meretriz, están en vías de encontrar, o quizá hayan encontrado ya, el tesoro más fabuloso del Medioevo. El de los cátaros es un tesoro que sus contemporáneos sabían que era fastuoso, pero nadie pudo arrebatárselo en dos siglos y nadie lo encontró jamás cuando recibieron el castigo que merecían.
-¿Por qué me contáis todo esto, eminencia?
-¿No sientes la obligación de castigar al asesino de uno de tus soldados?
-Según creo, no fue el mossen quien lo mató. Fue su... sobrina.
-¡Esa perversa que Dios condene! En cualquier caso, comandante, se trata de un contubernio diabólico el que forman los dos. Ambos son la misma monstruosidad y el mismo pecado abominable.
-Ya están dadas las órdenes para su captura. Pero nuestros informantes niegan conocer y ni siquiera sospechar su paradero.
-Eso ocurre porque tus informantes no han recibido los estímulos necesarios.
-¿Qué queréis decir?
Domenicci calculó las palabras que iba a pronunciar ahora, a fin de que no hubiera dudas de que iban a conseguir el efecto necesario:
-¿Imaginas la magnitud de ese tesoro? Para que te hagas una idea, con él Napoleón Bonaparte vería duplicadas sus fuerzas. Si tú lo encontraras, podrías ser inmensamente rico aun cuando entregases al Emperador casi la totalidad. Sin olvidar que serías cubierto de honores en París. Hasta es posible que te concediese un título; por ejemplo, duque de Arán.
-¿Estáis seguro de lo que decís?
-Completamente.
-Y aparte de la orden de captura, ¿qué más me sugerís que haga?
Domenicci sonrió. Lo había logrado.
-Es muy sencillo, comandante De Montesquiou. Los informadores que ahora remolonean y mienten se sentirán mucho más inclinados a ayudarte si les prometes que ellos van a tener una parte del tesoro. No te preocupes, para las miserables medidas del Valle de Aran, una minúscula parte de ese tesoro sería una fortuna aristocrática. Promete que recompensarás con una parte del tesoro por la captura, y en pocos días los tendrás en tu poder.