Escribí este artículos en mayo de 2006, para El Pais semanal,
tras publicar Planeta mi novela "Colón el Impostor".
El ADN de Cristóbal Colón
Historia y mito se confunden en
nuestra percepción sobre Cristóbal Colón. Ahora que, coincidiendo con el quinto
centenario de su muerte, un equipo de la Universidad de Granada ha determinado
que los restos guardados en la catedral de Sevilla serían auténticos, parece
desvelado el último enigma colombino, ese misterio cuyo colmo fue la
peregrinación del cadáver del descubridor con peripecias de nomadismo tan
azarosas que cinco ciudades -Sevilla, Santo Domingo, La Habana, Génova y el
Vaticano- proclaman custodiar los restos genuinos. Restos que fueron escondidos
veces incontables para salvarlos de las garras de Drake y otros bucaneros, de
la ambición de Napoleón y de las vicisitudes del imperio español. Aclarado que
la porción de esqueleto que reposa en Sevilla puede pertenecer a Colón, quedan
todavía demasiadas preguntas sin respuesta.
Existen
incógnitas nunca despejadas. ¿Por qué ocultó Colon todos los datos de su
nacimiento y de su pasado?
Naufragó más de
una vez, y dicen que al navegar observaba el cielo y el mar con ojos alucinados
en busca de una señal
En enero de 1492, ese personaje
oscuro, de pasado turbulento y acaso escabroso, contaba, asombrosamente, con
las bendiciones franciscanas y el favor de un converso valenciano, Luis de
Santángel, que dirigía la economía de Aragón. En los tres meses siguientes, y
en consonancia con los ritmos de la naturaleza, el proyecto de Cristóbal Colón
alcanzó su primavera para madurar entre la exuberancia frutal del verano. Con
la firma de las Capitulaciones de Santa Fe, una inesperada primavera había
llegado el 19 de abril para quien tanto esperó, superando arduas pruebas de
paciencia, que no era una de sus virtudes. Pero…
¿Qué renglones de su currículo
ocultó? ¿Por qué un temor tan patente a que conocieran su pasado? Fue Colón
deliberadamente impreciso por razones que ningún historiador ha desentrañado.
Innumerables conjeturas tratan de explicar el misterio; tantas como
historiadores y comentaristas, incluida la versión de su propio hijo Hernando.
E innumerables son las manipulaciones y retoques de la imagen que de él legaron
a la posteridad, como si hubiese un acuerdo tácito o una voluntad superior que
les condicionaba.
El personaje que estudiamos en la
escuela oscila entre la solemnidad y la piedad, la circunspección y el
hieratismo; porta devotamente estandartes y cruces, y le muestran dotado del
ascetismo y la iluminación espiritual de un profeta. Pero en cuanto se bucea en
los comentarios de sus coetáneos emerge un hombre sensual, venal,
temperamental; un seductor con éxito notable entre las mujeres más influyentes
de su tiempo y un cardo borriquero para casi todos los hombres que le trataron.
Su atractivo erótico y su
irascibilidad pueden proporcionar pistas sobre su pasado. Colón fue amado
apasionadamente por muchas mujeres, aunque no parece que él les correspondiese
con igual ardor. Le favorecía el imán de un cuerpo fornido, su melena rubia y
sus ojos claros, pero no les dio mucho más. A Felipa Muñiz la abandonó durante
largas temporadas en una isla reseca, yéndose a navegar por las costas de
África y el occidente europeo con misteriosas encomiendas de armadores
lisboetas de origen italiano. A la jovencísima y bella cordobesa Beatriz
Enríquez de Arana apenas le devolvió el favor de engendrar a su hijo Hernando y
cobijar varios años a Diego. A Beatriz de Bobadilla sólo le regaló su pasión en
la isla de La Palma durante el mes de agosto de 1492, mientras remoloneaba a la
espera de que reparasen la Pinta, probablemente saboteada por su propio dueño,
Cristóbal Quintero, forzado por los Pinzón a sumarse a la aventura. Y con la
reina Isabel se le deslizaron comentarios nada caballerescos en su diario.
Indiscreciones que jamás cometió en relación con sus orígenes, porque la
resolución de ocultarlos era obsesiva.
Antes de gozar del favor de los
reyes de Castilla y Aragón, la única certeza sobre el pasado de Colón es que
viajó siempre, desde niño; tal vez demasiado niño si creyésemos que nació en
1451, lo que es seguramente más falso que un maravedí de cartón. Navegó sin
cesar y no paró de hacerlo no ya hasta su muerte, sino también después de
muerto y casi hasta nuestros días. Testimonios acallados por herederos e
historiadores lo sitúan a edad inadmisiblemente temprana en pendencias y
actividades non sanctas en Galway, Gascuña, Guinea, costa de la Malagueta,
Lisboa o el golfo de León. Pero ¿quién era?, ¿dónde había nacido?, ¿cómo se
llamaba?
En ningún padrón lisboeta figura
el nombre de Cristóbal Colón, aunque ese puerto, el más activo de la época, fue
su residencia estable durante al menos la adolescencia, la juventud y buena
parte de la madurez. Según los investigadores locales, tal nombre no aparece en
legajo alguno entre 1451 y 1488, aunque no era socialmente un don nadie. Se
casó con la heredera de un íntimo de Enrique el Navegante y contaba con el
favor del superior de la Orden de Santiago, Fernando Martines. Causa pasmo
saber que, junto con la autoridad católica, también le patrocinaban dos judíos
muy influyentes en la corte portuguesa, el científico Joseph Vizinho y el
cosmógrafo español Abraham Zacuto, lo que abona la tesis de Salvador de
Madariaga sobre un posible origen hebreo. Y probablemente se corrió
francachelas con Juan II cuando éste era virrey de Guinea por delegación de su
padre, Alfonso V.
A despecho de todo ello, y aunque
su hermano Bartolomé tenía un conocido negocio de cartografía, antes del
descubrimiento no aparece en censos portugueses el nombre con que pasó a la
posteridad. Todo inclina a sospechar que se debería a una razón simple: no se
llamaba Cristóbal Colón. Como marino que había sido desde niño, pudo tomar el
apodo de uno de sus más queridos y pródigos protectores juveniles, el corsario
francés Guillaume de Casanove, alias Coullon o Colonne, pues era común entre
los marinos de la época adoptar el patronímico con que se conocía a su capitán.
Dato que podría ser uno de los misterios voluntariamente velados por el
descubridor, pues hay quien lo sitúa, a los veintitantos años, capitaneando por
su cuenta un barco corsario, contratado por René de Anjou, para asaltar los navíos
del rey de Aragón en el Mediterráneo. De ser verdad, ¿podía revelar a Fernando
que había atacado las posesiones de su reino?
Coetáneos de Cristóbal Colón
apuntan los nombres familiares de Salvago o Salgado como auténticos, aunque
también se asegura que era hijo de otro íntimo de Enrique el Navegante, un
gascón o bretón apellidado Scott que habría participado en el cerco y toma de
Ceuta. En este caso, el nombre genuino sería Pierre o Peter Scott, posibilidad
citada recurrentemente por distintos investigadores.
Colón naufragó quizá más de una
vez, escuchó absorto los testimonios de otros náufragos, examinó con afán los
restos de naufragios arrastrados por las olas, y cuentan que al navegar
observaba el cielo y el mar con ojos alucinados en busca de una verdad por la
que tuvo que oír chanzas durante casi dos décadas. Muchos lo creyeron loco, y
no es una locura suponer que tenían razón, porque si alguien con sus repentes y
sus espantadas llegase en la actualidad a la consulta de un médico, le
atiborraría de Prozac.
El más trascendental de los
náufragos que trató fue el piloto Alonso Sánchez de Huelva. Un personaje que ha
debido de resultar temible a cuantos manipularon la imagen del descubridor de
América. Los historiadores de los últimos 300 años aluden a Alonso Sánchez como
una figura improbable, mítica, evanescente. Un invento de los envidiosos. Ni
los más acérrimos críticos de la epopeya colombina han osado rescatarlo para el
conocimiento general.
Pero antes de ellos, todavía en
el siglo XVI, Garcilaso de la Vega, casi contemporáneo de la conquista,
retrataba al piloto onubense como alguien indiscutiblemente material en sus
Comentarios reales de los incas. Relata Garcilaso que Alonso Sánchez, cuyo
navío había sido empujado por vientos contrarios hacia una gran isla situada
mucho más allá de las Azores, llegó tras naufragar a la isla madeirense de
Porto Santo para solicitar cobijo en la casa de Cristóbal Colón, a quien él y
sus compañeros relataron la aventura en tierras paradisiacas al otro lado del
océano
"dexándole en herencia los trabajos que les causaron la muerte,
los cuales aceptó el gran Colón con tanto ánimo y esfuerço que, haviendo
sufrido otros tan grandes y aun mayores (pues duraron más tiempo), salió con la
empresa de dar el Nuevo Mundo y sus riquezas a España, como lo puso por blasón
en sus armas, diziendo: A Castilla y a León Nuevo Mundo dio Colón".
¿Por qué fue Colón a Huelva, a La
Rábida? ¿El legado de Alonso Sánchez de Huelva sería la explicación? Se nos
cuentan anécdotas que, como la de las joyas isabelinas empeñadas, ofenden la
razón. Una asegura que llegó por casualidad al monasterio franciscano, llevando
a su hijo Diego de la mano, y suplicó a los monjes alimentos para el niño. Él,
que disfrutaba en Lisboa de una residencia con criados y estaba emparentado por
matrimonio con dos importantes casas nobles.
Palos de la Frontera no es un
lugar situado en una ruta entre Portugal y España ni en un paso cualquiera
adonde se llega por casualidad; es un sitio entre marismas, el mar y una gran
ría al que hay que encaminarse adrede. Además, a finales del siglo XV era el
puerto español de donde partían las principales, aunque escasas, expediciones
de exploración marina. Los cronistas de la época describen Palos como una
"pequeña Lisboa", empleando el referente de lo máximo en puertos de
Europa. Y junto a una comunidad religiosa, que como por ensalmo se afanó en el
impulso del propósito colombino, en Palos sentaban sus reales los Pinzón.
No se ha otorgado a Martín Alonso
Pinzón el crédito que merece en el descubrimiento de América. Este hombre
cincuentón, armador célebre, próspero y nada necesitado de meterse en
berenjenales aventureros, evitó que Colón cometiese errores de libro.
Los franciscanos de La Rábida,
con el superior Juan Pérez y el estudioso Antonio de Marchena a la cabeza,
respaldaron el proyecto; pero, aparte de la información de Alonso Sánchez de
Huelva, ¿qué argumentos portaba Colón para convencerles con tanta celeridad y
entusiasmo? ¿Traía cartas de presentación del superior de la Orden de Santiago lisboeta?
¿Son veraces los rumores que señalan que en el convento portugués que gobernaba
Fernando Martines intentaban resucitar viejas órdenes gnósticas y militares?
¿Simpatizaban los franciscanos onubenses con ese intento? El hecho es que
usaron su influencia no sólo con los reyes, sino ante quien podía realizar la
idea de Colón: su vecino Martín Alonso Pinzón.
Por aquellos tiempos, el gran
armador andaluz había realizado un viaje de negocios a Roma, junto a su hijo
Arias Yáñez. Un amigo de éste ejercía de cosmógrafo en el séquito del papa
Inocencio VIII, a punto de ser sucedido por el valenciano Rodrigo Borja, que
justamente en el prodigioso año 1492 obtendría la tiara papal. El cosmógrafo
les dijo a padre e hijo que tanto Inocencio VIII como el futuro Alejando VI
sentían mucho interés porque "España emprenda la conquista para el
Evangelio de los extensos territorios que sabemos que han de ser descubiertos
en Occidente". Premonitoria recomendación que se sumó a la baraka que
bendecía a Cristóbal Colón en aquellos momentos.
Así, cuando el descubridor llegó
a Palos con varias órdenes reales muy improcedentes, Martín Alonso Pinzón se
hallaba predispuesto. Evitó que los palenses lincharan a Colón cuando exigió en
nombre de los reyes que ellos armaran por su cuenta dos barcos para ponerlos a
su servicio "como castigo por lo mal que os habéis portado con sus
altezas". Tras la negativa, Colón volvió a la carga con otra orden real
que le autorizaba a enrolar a penados, y se dispuso a vaciar las cárceles de
Andalucía para forzarlos como marineros.
Comprendiendo que con tal
tripulación y ante lo que les esperaba en un océano tenebroso, cuyo tornaviaje
no figuraba en ninguna carta de marear, sería imposible la expedición, Martín
Alonso convenció a Colón de que desistiera con el argumento de que no le
dejarían seguir a bordo ni la mitad de la travesía. Sería arrojado al mar, lo
que su carácter irascible no haría más que fomentar.
El descubrimiento del Nuevo Mundo
por parte de España fue posible porque se involucró Martín Alonso Pinzón y
porque Colón había conocido años antes a Alonso Sánchez de Huelva. Sin estos
dos onubenses, la conquista de América habría sido protagonizada por Portugal,
Francia o Inglaterra.
Aunque a partir del 3 de agosto
de 1492 las crónicas son minuciosas en datos y pródigas en detalles, aún
después de esa fecha ocurrió un hecho misterioso, también mal explicado.
Los textos escolares nos cuentan
que Colón se presentó, en marzo de 1493, en Barcelona, a rendir cuenta a los
Reyes Católicos del descubrimiento. Pero pasan por alto o minimizan dos
significativas escalas previas. Antes habían llegado las dos carabelas
supervivientes, la Pinta y la Niña, a Palos. Y estaba justificado este anhelo
de los marineros no sólo por las penalidades de la expedición, sino por un
susto tremendo que acababan de pasar. El 4 de marzo, por razones que nadie ha
justificado con lógica, Colón decidió amarrar en el puerto de Lisboa. Al pillo
redomado Juan II de Portugal le faltó tiempo para mandar prender los dos
navíos, que permanecieron encadenados y bajo vigilancia militar más de una
semana.
¿Qué pretendió Colón con esta
escala? ¿Trataba de echar sal en la mollera a su antiguo camarada el rey?
¿Quería demostrarle lo equivocada que había sido su decisión de no patrocinar
la expedición? ¿O tal vez quiso ofrecer el descubrimiento al país donde más
años había vivido? Aun en esos momentos, Juan II invocó el Tratado de
Alcobaças, por cuya letra debía considerarse suya toda tierra situada en las
latitudes donde Cuba y República Dominicana se encuentran. ¿Rehusó Juan II el
regalo por miedo a una guerra contra los que se prefiguraban como los monarcas
más poderosos de Europa? La justificación de una tempestad para la entrada en
Lisboa en la ruta hacia Palos no se tiene en pie.
Nunca sabremos la verdad de lo
ocurrido entre el 4 y el 13-14 de marzo en los cais de Lisboa. Pero es que
tampoco llegaremos nunca a saber quién era de verdad el hombre que mandaba
aquellas dos carabelas.