Subo la segunda entrega de esta divertida y "atrevida" novela.
La tercera entrega y última, próximamente
TERCIO DE
DESPERTARES
En el hotel de Palencia, por primera vez
desde que Omar empezara a visitar hoteles por el toreo, los recibieron con
reverencias el viernes por la tarde. No era demasiado frecuente que lidiaran
toros en la ciudad, y tener a tres novilleros hospedados a la vez representaba,
al parecer, un inmenso honor para el establecimiento.
-¿Ha hablao usted con ellas? -preguntó
Omar a su apoderado, cuando terminó de ducharse y comenzaba a vestirse.
-Sí. Parece que la niña sí que tiene
interés. Su tía me dice que ha suspendío una excusión que tenía mañana, pa
visitar las cuevas de Altamira, sólo por verte torear.
-¿Vendrán temprano?
-No. Me ha dicho Isabel que ella trabaja
por la mañana y que sólo podrán coger el autobús después del almuerzo. Llegarán
justo a la hora de la novillá. Ya he pedío que les reserven las entradas.
-Me hubiera gustao dar un paseo con
ella...
-A mí también... con la tía -el Cañita
carraspeó-. Pero creo que habrá ocasión después de la corría, no te preocupes.
Ahora, hay que organizar las cosas pa que te acuestes temprano. He han dicho
que hay un horno-asador aquí cerca, y que es mu bueno. ¿Tienes hambre ya?
-¡Una pechá! A ver.
Cuando descendían, el ascensor paró en el
piso situado una planta más abajo y se abrió la puerta para dar paso a un
matrimonio en la treintena, ambos muy elegantes. Él tenía aspecto algo fofo,
con un cuerpo cilíndrico al que el magnífico traje de Armani no conseguía dar
forma, un papafrita total a pesar del dinero que gastaba en vestirse, a juicio
del novillero. Ella... Omarito no consiguió reprimir la mirada con que la
desnudaba. En su figura de sofisticada modelo de pasarela pero con curvas, los
pechos, ni demasiado grandes ni exiguos, apuntaban casi al techo; las caderas
incitaban irresistiblemente a envolverlas entre los muslos; cintura breve para
su edad aparente. Y la cara... ¡Joé! Unos ojos negros como carbones capaces de
incendiar un témpano; la nariz fina y recta como para acariciarla a
perpetuidad; los labios estaban pidiendo mordiscos a gritos y las fresas que
escondía su boca más allá del rosario de perlas refulgientes exigían ser
degustadas de inmediato. Ella leyó irremediablamente lo que la mirada del joven
estaba transmitiéndole. Sonrió girando un poco la cabeza hacia el muchacho,
como si tratara de que su acompañante no pudiera sosprender el gesto; se
encendió en sus ojos lo que parecía una pista de aterrizaje para los deseos
evanescentes que volaban por la mirada de Omar y frunció un poco los labios
como si quisiera contener una frase inconveniente.
-¿Eres uno de los toreros? -preguntó al
fin.
-S...sí.
-Mañana pensamos ir a la corrida -informó
el marido.
-¿Qué hay que hacer -preguntó la mujer-
para que a una le brinden un toro?
-A usted le brindaría yo media docena sin
necesidad de que haga ná.
Ambos sonrieron, pero ella acompañó la
sonrisa con una mirada escrutadora y un coqueto alzamiento de hombros. Estaba
realizando alguna clase de inventario que el joven no fue capaz de determinar.
La pareja se despidió al salir a
recepción.
Pero volvieron a verlos en el restaurán.
Omar se situó en el asiento orientado hacia ellos, porque notó al vuelo que la
mujer le miraba muy fijamente, tanto, que a veces se veía obligado a desviar
los ojos, porque llegaba a sentir apuro, convencido de que el hombre no tenía
más remedio que darse cuenta. El sujeto tenía una pinta repulsiva, porque su
carne parecía blanda y traslúcida.
De espaldas a ellos, el Cañita comentó:
-No veo el hambre canina que decías que
tenías; cómete esa carne de una vez, niño. ¿Qué miras tanto?
-A la gachí del ascensor. Me parece que
quiere algo.
-Déjate de líos, niño, que mañana
toreas... y ya sabes.
-Es simple curiosidad.
A la mitad de la cena, cuando tenían la
mujer y Omar la mirada fija uno en el otro, ella hizo con los ojos una levísima
señal en dirección al rincón donde estaban los aseos; una señal casi
imperceptible, pero el novillero la interpretó con tanta claridad como si fuera
un anuncio de neón. Un instante después, la mujer se alzó y se dirigió hacia
los aseos con un contoneo que puso a hervir todos los fluídos del joven.
-Voy a mear -informó precipitadamente al
Cañita, y trató de no correr mientras se lanzaba en la misma dirección.
Una sola puerta separaba de la sala el
pequeño vestíbulo de los baños. Más allá de la puerta, el espacio medía sólo
dos metros por uno y medio, con un espejo a un lado y, enfrente, las puertas de
los reservados de caballeros y de señoras. La mujer estaba encerrada dentro de
este último. Omar, que no tenía ganas de orinar, permaneció en el vestíbulo.
Ella tardó un par de minutos en salir.
-Oh, qué casualidad -exclamó con un
cinismo innegablemente gracioso-. De nuevo nos encontramos.
Omar no se anduvo por las ramas:
-¿Qué posibilidades hay de que la vea a
usted a solas?
-Muchas. ¿Qué vas a hacer esta noche?
-¿Yo? Lo que usted quiera. A ver.
-Bien. Pues verás; ahora, después de la
cena, tenemos mi marido y yo una partida de póker en casa de unos amigos. Pero
me va a dar una jaqueca insoportable y mi marido no abandona una partida ni por
un terremoto, así que voy a volver sola al hotel, digamos que... -miró el reloj
de diamantes- ¿dentro de hora y media?
Omar asintió.
-Espera en el hall. Cuando me veas entrar, aguarda unos cinco minutos y,
entonces, sube a mi habitación. Es la trescientos dieciocho.
Comió con la avidez de siempre, pero sin
darse cuenta de lo que engullía ni saborearlo. Notaba la mirada alerta y
suspicaz de su apoderado, por lo que evitó tanto como pudo dirigir la mirada
hacia el matrimonio. El camino de regreso y el acto de desnudarse los realizó
sintiéndose escrutado por Manolo el Cañita, de quien comenzaba a sospechar que
tenía el don de la clarividencia.
Había pasado ya la hora y media, y el
Cañita no acababa de dormirse. Sabía por experiencia que el apoderado tenía
leve el sueño, por lo que había organizado, con muchísimo disimulo, la ropa y
los zapatos de manera que pudiera deslizarse fuera de la habitación sin armar
barullo. Pero no se dormía y ya la gachí habría pasado por el vestíbulo; bueno,
de todas maneras, podía ir a llamar directamente a la habitación, pero... ¿y si
ella se desengañaba al no verlo y daba la media vuelta? No, no lo haría, no
tendría justificación volver junto a su marido tras haber pretextado un
malestar tan fuerte, porque eso de una "jaqueca" tenía que ser una
efermedad tremenda. Vaya, el Cañita comenzaba a roncar. Sacó las piernas de
bajo la cubierta y puso los pies en el suelo; acechó a ver si el viejo lo había
notado. Continuaba roncando. Se alzó muy suavemente, tratando de que no sonara
el somier; antes de dar un paso y agacharse para coger los zapatos a tientas,
volvió a aguardar. El sueño se estaba profundizando. Se movió con levedad,
recogió los zapatos y la ropa; abrir la puerta le tomó más de dos minutos, pero
consiguió que no crujiese el resbalón; cerrar le costó otro tanto. Se vistió
precipitadamente en el pasillo y echó a correr. Permanecería unos minutos en el
vestíbulo, por si ella se había retrasado y, si no aparecía, iría directamente
a la habitación trescientos dieciocho.
El conserje le sonrió con untuosidad.
-Buenas noches. ¿Necesita usted algo?
-Yo...
La llave de la trescientos dieciocho
estaba en el casillero. No había llegado todavía.
-... me apetece una cerveza.
-El bar está abierto todavía, no cierran
hasta las tres. Por ahí, al fondo a la derecha -señaló el conserje.
Omar simuló seguir la indicación, observó
de reojo que el hombre no le miraba y volvió sobre sus pasos. Se situó en un
asiento que quedaba fuera de su campo visual.
Mientras acechaba la llegada, meditó:
Éstas sí eran cosas como las de don Juan Tenorio, una aventura con todos los
ingredientes de la función, mujer de alta alcurnia, marido burlado y encuentro
en circunstancias arriesgadas. Ahora no se trataba de dos tías cachondas que lo
únco que pretendían era medirle el pene para dilucidar una apuesta, sino de una
gachí muy elegante, el equivalente de una duquesa en los tiempos de don Juan,
una gachí que iba a entregársele en el mismo cuarto donde dormiría su marido
más tarde. Estaba arrebatado de expectación; sólo un instante pensando nada más
que en el cuarto, y ya tenía el arsenal preparado. Ahora sí que podía sentirse
en camino de ser como el personaje del teatro.Veinticinco minutos más tarde,
cuando ya desesperaba que ella pudiera librarse del compromiso, la vio llegar.
Entró precipitadamente, pidió la llave
mirando con nerviosismo alrededor, él adelantó la cabeza para que constatase
que aún la esperaba. Notó que sonreía sin apenas tensar los labios y se dirigía
con prisas al ascensor. Los minutos eran eternos. Sólo aguardó tres más.
Le abrió inmediatamente.
-Disponemos de poco tiempo. No las tengo
todas conmigo, porque no había apuestas fuertes en la partida y, a lo mejor, se
aburre mi marido y le da por volver. Ni siquiera me atrevo a pedir champán, por
si no nos da tiempo a quitarlo todo de enmedio.
-¿Champán? ¿Quién puede pensar en champán
ahora?
Ella sonrió.
-Tienes razón. Me llamo Silvia. ¿Cómo te
llamas tú?
-Omar.
-Pues a ver si le haces honor al nombre y
te portas como el dueño de un harén.
Comenzó a quitarse los zarcillos al
tiempo que encendía el hilo musical y movía el mando en busca de la música
apropiada. Encontró una suave, cadenciosa, algo así como aquello que llamaban
"jazz". Terminó de desprenderse de las joyas y, mirándolo fijamente,
fue tirando la ropa entre contoneos, escenificando un strip tease con mucho arte. Omar tardó sólo unos segundos en
quedar completamente desnudo.
-Vaya, Omar, eso es lo que se dice
mérito.
-¿Mérito?
-Te sobra. Como para un trío de toreros.
-Pues lo suyo no se queda atrás.
-Oye, con lo que vamos a hacer, todavía
me hablas de usted. ¿Tan vieja me encuentras?
-¿Vieja? Eres un caramelo de nata.
-Pues apresúrate a dar unos cuantos
lamentones al caramelo.
No se hizo de rogar. Todavía de pie, la
tomó por la cintura y bajó la boca en busca de los pechos. No tan grandes como
los de la noruega, pero eran azuquita en rama. Los dos. Mordió los pezones
conteniendo las ganas de devorarlos. Ella gimió.
-¿Te hago daño?
-Sigue, sigue...
Ella tanteaba con la mano, en busca del
pene. El se retiró para evitar que lo agarrase, porque iba a funcionar el surtidor
al primer toque.
-¿Has traído preservativo? -preguntó
Silvia- Mi marido no usa.
-Sí... -murmuró Omar sin soltar el pezón
del todo.
Tenía el condón apretado en la mano
izquierda. Sin deshacer el abrazo, rasgó a tientas el plástico, tratando de
enfundárselo a continuación con sólo la derecha. Nunca lo hiciera. El estallido
se produjo antes de que el látex le cubriera siquiera el glande.
-¿Tan pronto? -lamentó Silvia con
decepción.
-No te preocupes. Esto es namás que el
trailer de la película. Échate en la cama, que va a empezar la función.
Ella adoptó una hermosa pose insinuante,
los hombros en la almohada, el tronco de frente y los bajos casi de perfil, el
brazo izquierdo extendido en la colcha y la mano derecha apoyada en la cadera.
El joven comprendió, por sus maneras, que era una mujer de clase especial, muy
por encima de todas las que había tenido antes entre sus brazos. Era incapaz de
imaginar cuántos años tendría, porque vestida, en el ascensor, le había
parecido que podía andar algo por encima de los treinta, pero, ahora, desnuda,
la firmeza del vientre y el dibujo perfecto de las caderas parecían los de una
joven de poco más de veinte.
-Pareces... -Omar titubeó.
-¿Qué?
-Una... estatua.
Silvia soltó una risita.
-Hay estatuas espantosas.
-Sí, pero tú eres de las más bonitas.
-¿Crees que... podrás?
-Espera sólo unos minutillos, y verás.
El novillero sacó del bolsillo del
pantalón el segundo preservativo, abrió el envase y desenrolló los primeros
tres centímetros. Miró con intensidad a la maravilla que le esperaba en la cama
y trató de anticipar el terciopelo caliente que sería el interior de su vagina,
una gruta con tesoros más fabulosos que el de Alí Babá, dentro tendrían que
estar bailando las hadas de todos los cuentos. Ya se alzaba; un minuto más, y
estaría dispuesto. Giró la cintura a un lado y otro, para agitar el pene, que
saltó pesadamente dibujando un gran círculo.
-Ahora -dijo Omar, sonriente-, allá voy.
Se colocó a horcajadas sobre Silvia,
entregándole el condón.
-Pónmelo.
-Chico, esto es un salchichón y no lo que
ponen en los bocadillos.
-¿Quieres comer un poco?
-No tenemos mucho tiempo, Omar. Me temo
que hemos de darnos algo de prisa.
Sin más preámbulo, entró en ella. Tras
unas pocas sacudidas, notó que le cogía la mano derecha y la conducía hacia su
vulva, bajo la presión de los dos cuerpos.
-Acaríciame aquí.
-¿No te basta con lo que te he metido?
-¿Te han explicado lo que es un clítoris
y su función?
Él no respondió. Nunca había oído esa
palabra.
-Este botoncito, ¿lo notas?, es el
equivalente femenino del pene. Es lo que nos hace gozar a las mujeres. Si me lo
acaricias mientras me penetras, tardaré mucho menos.
-¿No podríamos vernos otro día con más
tiempo?
-Ya veremos. Acaríciamelo, así, así...
La respiración anhelante le anunció al
joven que ella estaba cerca del clímax, por lo que aceleró las arremetidas.
-¡Qué fuerte eres, muchacho!
-No sabes tú cuánto. ¿Te gusta?
-Me vuelve loca, sigue, no pares, más
fuerte, ¡sí!, así... sí.
Se agitó aunque sin excesivas alharacas,
sin los aspavientos de la Nancy ni la locura de la noruega, pero, en efecto,
estaba gozando repetidamente. Omar apretó un poco más, movió las caderas a
izquierda y derecha y, en una última sacudida, encontró su propio placer.
Tras inspirar con fuerza y soltar un
suspiro, dijo Silvia:
-No quiero ni soñar lo que sería pasar
toda una noche contigo.
-Pues no te lo imagines. Vamos a otra
habitación y amanecemos juntos.
Ella sonrió.
-Es imposible, muchacho. ¿Sabes con quién
estoy casada?
-Con un tipo medio calvo que debe de ser
impotente.
-¡Qué perspicacia! Sí, es verdad que le
queda poco fuelle, pero es el marqués de Benaljarafe y no puedo...
-¿Qué?
-Yo era modelo cuando lo conocí, y
procedo de una familia de clase media, con unas posibilidades que distan de
mucho de la clase de vida que mi marido representa. Salvo que yo tuviera
motivos muy claros para demandarlo, o se divorciara por su propia iniciativa,
no puedo arriesgar mi matrimonio, ¿sabes?, para encontrarme en la calle, sin
nada. Sin embargo, me complacería mucho volver a verte.
-¿Quiere decir eso que tengo que irme ya?
-Lo siento, pero sí.
-Déjame un poquillo más.
-No, de veras que no. Esto es muy
arriesgado.
Había tenido ya su ración -pensó el
novillero-, lo que esperaba, y se daba por satisfecha. Él necesitaba mucho más.
Sin decir nada, fingió que iba a alzarse de la cama, pero volvió a caer sobre
ella y la abrazó fuertemente.
-Quita, Omar, por favor. Tienes que darte
prisa en irte.
-Sólo es un minuto. ¿Ves? Ya está a
punto.
Volvió a penetrarla, pero, ella,
inmovilizada por su peso, se estaba resistiendo.
-Por favor, chico. No me hagas enfadar.
-Falta un segundo -aseguró él sin parar
de bombear y con los brazos fuertemente apretados en torno de su cuerpo.
En ese momento, sonaron golpes en la
puerta.
-¿Ves? -dijo Silvia-. La hemos
fastidiado. Coge tu ropa y sal deprisa al balcón.
Súbitamente angustiado, Omar hizo lo que
le indicaba. Se precipitó de un salto sobre la ropa, la cogió en un gurruño,
aferró los zapatos y salió al balcón. Mientras empezaba a vestirse, escuchó:
-¿Por qué has tardado tanto en abrir?
-Estaba dormida, Alberto. He tomado un
calmante para la neuralgia, y ya sabes el efecto que me hace.
-¿Con la música encendida?
-Me he dormido sin darme cuenta.
-¿Ahora duermes desnuda?
-¿No te gusta?
-No. Es indecente. Ponte el camisón.
A través del visillo, Omar vio que el
marido se acercaba a los postigos. Sólo había conseguido enfundarse la camisa y
el calzoncillo. Se calzó precipitadamente los zapatos, sin atárselos, y, con el
pantalón en la mano, se izó encima de la baranda y saltó hacia el balcón
vecino. Resbaló a punto de precipitarse en el vacío y sólo por sus excelentes
reflejos consiguió aferrar ambas manos en los barrotes de hierro. Cuando se
alzaba, cayó en la cuenta de que había soltado el pantalón. Con un estremecimiento,
oyó que alguien decía en la calle:
-¡Un pantalón! ¡Mira allí arriba, uno que
escapa de un cornudo!
-¡Sí, coño! Un donjuán en apuros.
-¡Chisss! -trató Omar de acallar a los
chistosos.
En vez de dos, ahora eran ya seis o siete
los que se habían agrupado con la cabeza levantada en su dirección, señalando
escandolasamente hacia arriba. Omar empujó los postigos, a ver si cedían.
Estaba echado el cierre. Golpeó, a ver si tenía la suerte de que fuese un
hombre el huésped y le ayudaba. Nadie acudió a la llamada. ¿Qué podía hacer?
Sin pensarlo más, repitió el salto, esta vez con mayor fortuna, yendo a caer en
un balcón que tenía los postigos sólo entornados. A esas alturas, ya eran lo
menos veinte los que formaban el auditorio que contemplaba el espectáculo, el
conserje del hotel entre ellos.
-Es el torero malagueño -oyó que decía
éste.
Empujó los postigos de golpe y, al
instante, se encendió la luz.
-¿Qué...? -gritó el hombre joven en cuya
habitación había irrumpido.
-Perdone, siga durmiendo. Salgo ya.
El hombre sonrió, deslumbrado por las
fortísimas piernas desnudas que asomaban bajo la camisa y la prominencia
morcillona del slip.
-No tengas prisa. Ven aquí... ¿no te
gustaría acabar la faena?
¡Un maricón! Omar se precipitó hacia la
puerta y echó a correr pasillo adelante. Cuando subía de tres en tres los
peldaños de la escalera, recordó que la llave de la habitación estaba en el
bolsillo del pantalón. Y ahora, ¿qué? No podía llamar a la puerta y despertar
al Cañita; le echaría una bronca de mil demonios y, después de lo ocurrido el
último martes, a ver si no le daba por romper definitivamente la asociación.
Anheló que el conserje, al ver de quién se trataba, hubiera recogido el
pantalón y subiera a dárselo. Esperaría un poco, antes de despertar al Cañita,
a ver si el sujeto tenía tal ocurrencia. Pero al iniciar el recorrido del
pasillo, vio que el conserje estaba ya golpeando la puerta. No había nada que
hacer. Se escondió. Escuchó al Cañita refunfuñar:
-¿Qué pasa?
-A su matador se le han caído los
pantalones por el balcón. Tómelos.
-¡Qué dice!
-Creo que quienquiera que fuera con quien
estaba, el marido en cuestión lo habrá sorprendido. Debe de andar por ahí, de
balcón a balcón, buscando por donde entrar de vuelta al hotel.
-Está bien. Recuérdeme mañana que le dé
una propina.
El novillero notó que su apoderado
adelantaba la cabeza fuera del dintel, escrutando pasillo adelante en ambas
direcciones; identificó en su expresión los amargos reproches que preparaba.
Escondido en el recodo, esperó a que el conserje tomara el ascensor. Cuando lo
hizo, llamó a la puerta. El Cañita alzó la mano, dispuesto a darle una
bofetada.
-Está bien, don Manuel, me lo he ganao.
Adelante. Deme tós los guantazos que quiera.
-Niño, ¿no sabes lo que te puede pasar
mañana, cuando el toro huela a coño? ¡Ere un inconsciente! Venga, métete en la
bañera dos horas por lo menos, con tó el gel que haya en la botella, y echa
este tarro de colonia en el agua, no sea que el domingo tenga que llevarte a
Málaga en ambulancia. Venga ya, que necesitas descansar.
-Perdóneme, don Manuel.
-¿Perdonarte? Cuanto acabe la novillá
mañana, te voy a poner un ojo a la virulé. ¡Por éstas!
Espantá
El Cañita había tenido el buen sentido de
elegir el vestido de color tabaco, menos mal. El negro, el tabaco y el burdeos eran
los que menos dejaban notar la trempera, y eso le venía de perlas, porque
Marisa estaba con su tía en la barrera del dos y, sólo diez personas más hacia
la izquierda, Silvia, con el bizcocho mojado y rancio de su marido, ocultos los
hermosos ojos por grandes gafas de sol, a pesar de lo cual, notaba que lo
miraba por la sonrisa casi indetectable.
Otra vez en el foco de atención por ser
debutante en la plaza. Menos mal que la gente de Castilla no era tan chillona y
bromista como la de Andalucía, porque de frente no se notaba nada, pero sabía
que de perfil tenían que verse a mil leguas los Picos de Europa, porque no
había acabado tampoco la faena con la marquesa y estaba igual que cuando la
noruega lo dejó a medio satisfacer. Tenía que habérsela cascado antes del
paseíllo, pero comenzaba a darle apuro seguir comportándose como un niño
delante del Cañita. Por esa razón, estuvo deslucido con el capote, no les
disputó el quite a los compañeros y no se decidió a clavar banderillas. Se
sintió en un compromiso a la hora de brindar la lidia del toro; tenía que
ofrecérselo al público y lo hizo, era lo más comercial, pero, por un lado,
sabía que no estaba inspirado y, por el otro, intuía que Marisa esperaba que se
lo brindase a ella, lo que también crearía un conflicto con la marquesa. El
conjunto de tensiones interrelacionadas estuvo a punto de ocasionar que de
nuevo le devolvieran el toro a los corrales. Por suerte, atinó al sexto intento
con una media lagartijera cuando iba a sonar el tercer aviso, y el animal rodó,
aunque necesitó puntilla.
Siguió el resto de la lidia con escasa
concentración, pensando que necesitaba pedirle al Cañita que lo embozara para
aliviarse, pero sin decidirse.
En la barrera del tendido dos,
conversaban Isabel y Marisa:
-No te preocupes -dijo la tía-, también
en Vélez falló con el primero.
-Parece estar muy preocupado -comentó
Marisa.
-Los toreros tienen mucho amor propio.
Además, me huelo que desea deslumbrarnos, así que ahora, el pobre, tiene que
estar hecho polvo.
-Le estará bien empleado, por chulo. No
puedo soportar esos desplantes que hace, abierto de piernas y metiendo el culo
para dentro, para que todos comprueben lo bien que le ha dotado la naturaleza.
-Que no es eso, chica. Todos los toreros
hacen lo mismo.
Detrás de ellas, dos aficionados
charlaban:
-¿Has escuchado el chisme?
-¿A qué te refieres?
-A lo de Omar Candela.
Marisa prestó atención al oír el nombre.
Continuaron a sus espaldas:
-No me ha parecido gran cosa.
-En la plaza, no, pero cuentan que es un
calentorro de cuidado. Ahoche, andaba descolgándose por los balcones del hotel,
huyendo de un marido cornudo que quería matarlo y le amenazaba con un revólver.
-¡No me digas!.
-Creételo. Parece que el cornudo lo
sorprendió el plena faena. Tuvo que escapar en pelotas y media Palencia le ha
visto los huevos. Cuentan y no acaban. Dicen que se las gasta del calibre
cincuenta.
El otro soltó una carcajada.
-Me voy -dijo Marisa.
-¿Estás segura? -preguntó Isabel.
-Sí. Me repugna ese tipejo. No tendríamos
que haber venido.
-Por lo menos, vamos a verlo torear.
-No. Quédate tú si quieres, pero yo me
voy.
-Caramba, Marisa, no exageres. Cualquiera
diría que el chico te hace tilín y te ha puesto celosa el comentario de ésos
que están ahí detrás.
-Lo que me da son arcadas. Me voy.
-Bueno, vámonos.
Omar vio que las dos mujeres se
levantaban y salían del tendido. Supuso que irían a los aseos, y acechó el
regreso con ansiedad, pero no volvieron. Cuando el clarín anunció su toro, el
sexto, estaba de tan mal humor, que llevaba más de media hora sin pensar
siquiera en las solicitudes de la entrepierna.
Recibió mecánicamente al novillo, pero
como sonaron varios olés, se vino arriba. Bordó la faena con el capote, puso
entre clamores los tres pares de banderillas y, sintiéndose seguro, brindó el
toro a Silvia, que cogió al vuelo la montera sin advertir el gesto de desagrado
que dibujaba su esposo, el marqués. A continuación, realizó la mejor faena de
su corta vida y mató de una estocada al volapié. Cuando el toro cayó bocarriba,
la plaza era un clamor. Dio dos vueltas al ruedo y, cuando llegó ante la
marquesa para que le devolviera la montera, notó que ella introducía en la copa
un papelito doblado.
Aguardó a estar de nuevo en el callejón
para leerlo. "Cuando pases por Madrid, llámame, pero sólo de cuatro a siete
de la tarde los días laborables". Al pie, un número de teléfono y una
silueta de sus labios marcada con carmín.
-Niño -dijo el Cañita abrazándolo por los
hombros-, vamos directos a la gloria.
-¿Ya no me va a poner el ojo a la virulé?
-Tendría que hacerlo, pero me aguantaré.
-Gracias, don Manuel. ¿Se le ha pasao el
cabreo conmigo?
El Cañita sonrió con ternura. Amagó un
golpe en la barbilla del joven.
-Vamos a hacer un convenio. Tú te
resistes cuarenta y ocho horas antes de cada corrida y, a cambio, te llevaré
con la Nancy todas las demás noches, si te apetece.
Aliño
A causa de la excitación, por revivir su
memoria una y otra vez los detalles de la lidia de su segundo, y recreándose
con los ecos de los vítores de la plaza de Palencia, el domingo por la noche no
conseguía Omar dormir a pesar del cansancio del viaje.
Fiel a las instrucciones del Cañita, y
porque tendría que despertarlo a las siete de la mañana, Carmen, su madre, le
obligó a acostarse a las once, cuando todavía estaban las tabernas a tope, con
los amigos y el primo Tomás de cachondeo quién sabía hasta qué hora y, en
Torremolinos, un motón de guiris que ni habrían comenzado aún la noche de
marcha, cuando emprenderían los habituales tiras y aflojas, comunicándose con
señas y balbuceos, hasta elegir entre la legión de hortelanos de toda la Hoya,
que hallaban con las turistas el alivio que resultaba tan complicado conseguir
en sus pueblos, por la supervivencia de las convenciones que obligaban a
trámites, súplicas y disimulos inacabables antes de que alguna vecinita se
alzara la falda.
Y él, con la perinola a reventar porque,
tras el viaje, y aunque el Cañita se lo había ofrecido, creyó por una vez
preferible correr a descansar en vez de ir donde la Nancy. Aunque se adormiló
al caer en la cama, despertó arrepentido a los pocos minutos, a causa de los
apremios de la trempera.
Tras cuatro o cinco vueltas sobre el
colchón y varias docenas de suspiros de envidia por la libertad descomprometida
de los muchachos de su generación, consiguió dormirse y, otra vez, volvió a
despertar en plena primera descarga de la noche, con el estoque todavía
sacudido por el remate de la faena. Luego de limpiarse con la toallita que
solía poner en la cabecera para tratar, casi siempre sin fortuna, de que no
quedasen huellas en la sábana, miró el reloj; sólo eran las doce menos veinte.
Acechó a ver si su madre estaba despierta y al liquindoy; sí, miraba en la
televisión una película de ésas que ella tenía que ver con el pañuelo en la
mano; tal vez podía escapar sin que se diera cuenta. Se enfundó el vaquero y
una camiseta y, sin calzarse, con los tenis en la mano, encajó con sigilo la
puerta del dormitorio y salió al pasillo pero no se dirigió a la sala, sino
hacia el patinillo lleno de macetas, donde la escalera que subía a la azotea le
conduciría a la libertad mediante el trámite de descolgarse por la reja de la
ventana de su propia habitación.
-¡Omar! -le saludó Tomás-. Me ha dicho mi
madre que estuviste fetén ayer en Palencia. ¿Ya eres rico?
-No digas chalaúras. Me parece que
todavía le debo a mi apoderao como pa comprar diez camiones de langostinos.
-Entonces, te invito. ¿Qué quieres beber?
-Un Trina de naranja.
-¡Serás mariquita! Bébete un lingotazo,
majara, que pago yo.
-No. Tengo tentaero mañana a las ocho y
media. Oye, primo, ¿tú con quién follas?
-¿A qué viene eso?
Uno de los amigos, que les daba la
espalda apoyado en el mostrador, giró la cabeza y dijo:
-¿Tú no sabes, Omar, que tu primo está
siempre con la alemanita?
-¿Con la alemanita? ¿Has ligao en
Torremolinos, primo?
-¡Qué va! -exclamó el amigo-. Tomás se
pasa todas las noches diciendo: "¡Hale, manita!"
-Joé -masculló Omar-. No sé cómo coño he
caío en un chiste que es más viejo que andar palante.
-¿Por qué quieres saber eso, primo?
-preguntó Tomás.
-Bueno... ¿Te arreglas con tu novia?
-¡Tú estás pirao! ¿Es que no la conoces?
-¿La Marieva quiere llegar virgen a la
iglesia?
-Tampoco hay que exagerar. Es que no
tiene ni diecisiete años y ya sabes cómo se las gastan su padre y sus hermanos.
¿No te acuerdas de la que le dieron al Curro el de la pizarreña cuando dejó
preñá a la hermana mayor?
-¿El que tuvo que casarse con la escopeta
encajá en las paletillas?
-El mismo. Pues con la Marieva, igual
pero peor, porque como es la más chica...
-Entonces, ¿dónde metes el queso?
-Bueno... pues, con lo que cae.
-O sea -ironizó Omar-, que te comes menos
roscas que un pescao, y tuviste la poca vergüenza de chismearle al Cañita que
yo no... ¡A que va a resultar que tú todavía no la has metido en caliente!
-¡Serás majara! ¡Qué más quisieras tú!
-Pues mira, primo, que me creo yo que
puedo darte lecciones... Si el viernes, en Palencia, tuve que escapar por los
balcones del hotel, huyendo de un marido que me pilló en plena faena con su
mujer...
-¡Serás embustero...!
-¡Como te lo digo!
-¿Y estaba buena?
-¡Jamón! Una marquesa que fue modelo
antes de casarse. Tiene unas tetas... y unas gambas...
-Oye, primo... ¿Y no podría yo
acompañarte a alguna de esas corridas?
-¡Tú has perdido el sentido! Yo me basto
solo.
-No, Omar, coño, que no me comprendes.
Quiero decir si no podría ir contigo a la plaza de toros cuando torees por aquí
cerca...
-Déjame de líos. Si quieres ir,
pregúntale al Cañita tú mismo, que tiene mu malas pulgas y bastante tengo yo
con lo mío. ¿Has encerrao la motillo o está todavía en la calle?
-Está ahí al lao, pero seca de gasolina.
-¿Y si nos fuéramos a Torremolinos, a ver
si pillamos algo?
-Después de pagar la invitación, no me
queda ni un real pa carburante -se lamentó Tomás-. ¿Tú tienes dinero?
-He salío con lo puesto y sin pedirle a
la vieja, porque me he escaqueao de matute. Y como vuelva pa pedirle a mi madre
y se dé cuenta de que me he escapao, me partiría la cara a guantazos.
El amigo que les había gastado la broma
de la alemanita, se volvió hacia ellos con un billete de dos mil pesetas en la
mano, que entregó a Omar.
-Toma un préstamo, figura. Ya me lo
devolverás cuando seas famoso.
Tras cargar quinientas pesetas de
gasolina, emprendieron viaje hacia el barrio de Churriana, que era un atajo
para llegar a Torremolinos en sólo veinticinco minutos con el renqueante
vehículo de cuarenta y nueve centímetros cúbicos.
-Nos quedan mil quinientas púas -dijo
Tomás-. ¿A dónde vamos a ir con esta porquería?
-Tú déjame a mí, primo. A ver.
Había mucha gente en la calle, pero casi
todos en edad de jubilación. Los viajes del Inserso se hacían presentes por
doquier, en todas las esquinas; riadas de alegres abueletes soñando con la
adolescencia.
-Que me parece a mí que, en vez de
meterla en caliente -comentó Tomás-, podríamos poner un anticuario.
-Vamos a la puerta del striptease de tíos en Montemar -dijo
Omar.
-¿Ahora te gustan los gachós? -bromeó
Tomás.
-Vas a ver. ¿Los domingos no hacen pases
temprano?
-Me parece que sí -respondió Tomás-. El
guiri aquel que quería contratarme pa que me despelotara, me llevó un domingo y
que, si no recuerdo mal, serían como las ocho y media de la tarde.
-Ahora es la una menos cuarto. Seguro que
estará a punto de terminar uno de los pases de los sinvergüenzas ésos que se
quedan en cueros.
-¿Y qué, primo?
-Joé, Tomás -se impacientó Omar-.¿No te
das cuenta de que, después de ver a los tíos en pelotas, las gachís salen del
espectáculo a punto?
-Coño, primo. ¡La tunantería que da
torear...!
Permanecieron casi un cuarto de hora a la
puerta del local, tiempo durante el cual iban saliendo mujeres de dos en dos o
en pequeños grupos, pero no en desbandada, como si el espectáculo continuase.
Todas las que vieron durante ese tiempo superaban los cuarenta años.
-¿Ninguna de ésas te va, primo? -preguntó
Tomás.
-A mí, la edad no creo que me importe,
que ya me han camelao un montón de cuarentonas y un día de éstos empezaré a
hacerles creer que han rejuvenecío, pero ¿no ves que son casi toas españolas?
Si queremos follar sin más pejigueras, hay que encontrar guiris.
En ese momento, salieron tres que
parecían extranjeras y que no podían tener más de treinta años. Omar le dio a
su primo un codazo y ambos se volveron de frente hacia ellas, con las manos en
los bolsillos, los glúteos remetidos y tensando la bragueta hacia fuera. El contenido
debió de parecer interesante a las tres, puesto que se pararon ante ellos, los
miraron de arriba abajo, más abajo, y sonrieron.
-¿Parle
vous français?
La que preguntaba era, precisamente, la
que los dos estaban mirando como alucinados, pelo rubio aclarado, anchas
caderas, buena delantera y cara de estar de vuelta. Cuando los jóvenes
respondieron que no con la cabeza, una de las otras, que no era tan atractiva,
trató de hablar en español:
-Nous ir comer mariscos. ¿Vous convidar
nous?
-¡Que te follen! -murmuró Tomás por lo
bajini.
Omar se ahuecó la bragueta con ambas
manos para recalcar el contenido, en ademán de invitarlas a comer salchichón.
La que presumía hablar español, dijo:
-Très cojonudo.
Las tres se alejaron riendo a carcajadas.
También los dos jóvenes rieron, pero ya con cierta decepción. Cuando Omar,
recordando que tenía tentadero a las ocho y media, se disponía a proponer a su
primo regresar, salió una joven sola, hermosísima, de nacionalidad indefinible.
El pelo moreno y algo rizado caía en cascadas sobre la cara exquisitamente
maquillada, donde los ojos verde claro refulgían como aguamarinas, la nariz era
un primor de pintor y la boca, perfilada con carmín muy oscuro, dibujaba una
sonrisa seductora enmarcando su luminosa dentadura criolla. Omar y Tomás
repitieron la escenificación de resaltar sus atributos, ella sonrió y, con
desenvoltura desinhibida, les dijo en español:
-¿Están buscando empatar?
-¡Digo! -exclamó Tomás, sin haber
entendido la pregunta.
Omar no podía hablar. Descontando el aspecto
de la vallisoletana Marisa, el atractivo portentoso de esta mujer colmaba todas
sus fantasías.
-¿Quieren venir conmigo a una fiesta
privada?
-¿Dónde? -preguntó Tomás, puesto que Omar
continuaba enmudecido.
-En casa de un... amigo. Ése de ahí, ¿lo
ven?
Señaló el retrato impreso en el cartel
expuesto en la puerta, el del stripper
estelar del espectáculo.
-Un cachas -comentó Tomás-. ¿No le
cabreará que nosotros vayamos?
-¡Qué va! Le encantará. Me llamo Maira.
¿Y ustedes?
-Yo me llamo Tomás y mi primo, Omar, y es
torero.
-¿De veras? ¡Fantástico! Mi carro está
aquí al lado.
Les abrió la puerta de un Honda deportivo
color burdeos. Tomás, notando la hipnosis de su primo, le dejó entrar hacia el
asiento trasero y él se sentó en el del copiloto.
-No eres española, ¿verdad? -consiguió
murmurar Omar cuando el coche emprendió la marcha.
-Soy venezolana, ¿no recuerdan ustedes mi
cara?
Ambos negaron.
-Entonces, mejor.
La conductora no volvió a comentar nada
ni intervino en la tímida conversación en susurros que mantenían los jóvenes,
hasta que paró el coche en una zona de bungalows,
cuando le preguntó Omar:
-Esto queda un poquillo retirao. ¿Nos
llevarás de vuelta después?
-¡Cierto! Será chévere llevales por la
mañana.
-¿Por la mañana? -se alarmó Omar,
anticipando la bronca por partida doble que le caería, tanto de su madre como
del Cañita.
-¡Vaya vaina! ¿Resultará que eres un
huevón? -ironizó Maira.
Omar no respondió, por si la pregunta no
significaba exactamente lo que había entendido. El acento de la mujer era muy
sugestivo, pero usaba palabras extrañas. Ella abrió con su propia llave la
puerta del bungalow, que se componía
sólo de una gran habitación, más una kichinette
y un baño. La luz estaba encendida; en la cama de dimensiones descomunales
había dos hombres y Omar estuvo a punto de soltar una exclamación desencajada.
Salvo por la foto del cartel que había señalado Marina, al joven atleta rubio
no lo conocía ni de vista, pero el moreno... Sentía apasionada inclinación por
el flamenco, se le removían las entrañas cuando escuchaba una guitarra o
alguien entonaba una malagueña o unos abandolaos, pero carecía de erudición,
puesto que no sabía reconocer los palos por su nombre... ni a los artistas,
aunque sabía que el moreno de pelo largo y ojos como luminarias que yacía con
expresión deslumbrada en la cama era famosísimo. Salía mucho en televisión,
bailando flamenco en sus recitales por todo el mundo o en entrevistas; una
presencia abrumadora, puesto que se trataba de un hombre muy atractivo y
todavía joven, que gozaba de celebridad internacional. El rubio presentaba
expresión de contrariedad, como si no le hubiera agradado en exceso la
irrupción, pero el bailaor sonreía esplendorosamente al examinarlos con
detenimiento.
-Siéntense -invitó Maira, señalando una
de las doce o catorce sillas que había en torno a la cama, disposición que Omar
halló sorprendente.
Viendo que dudaban, el famoso bailaor
repitió la invitación:
-Venga, chiquillos, no seáis esaboríos.
Sentaros.
Mientras hablaba, el bailaor alzó la
cubierta y se sentó en el borde del colchón. Estaba desnudo; su pene, minúsculo
en comparación con los pocos que Omar había visto en su vida, estaba
rígidamente erecto, como si fuera un clavo. Cogió un pequeño frasco de color
caramelo que había en la mesilla de noche, extrajo con una cucharilla un polvo
blanco y lo absorbió por la nariz.
-¿No queréis un poquillo? -preguntó
ofreciéndoles el frasco.
-No -respondió Omar, adelantándose a Tomás por si acaso.
-Ya me lo pediréis dentro de un rato
-advirtió el bailaor, cuyo pene se mantenía exactamente igual, para sorpresa
del novillero.
Mientras, Maira se estaba desnudando. Lo
hacía como si fuese una profesional de striptease,
de manera acompasada y con contoneos muy artísticos y, ahora sí, Omar la
identificó. Tampoco recordaba su nombre, porque le parecían insoportables los
culebrones que veía su madre todos los días después del almuerzo, pero recordó
que Maira era actriz y había salido en uno de ellos, al reconocer no
precisamente su cara, sino un lunar muy grande con forma de guinda que tenía en
el hombro izquierdo.
-¿Quieren tomar algo? -preguntó Maira, ya
completamente desnuda.
Antes de responder, Omar se preguntó por
qué no sentía aún la trempera de costumbre. La escena era demasiado insólita,
se dijo.
-¿Tienes refresco de naraja?
-¿Nada más? -preguntó Maira, con
expresión sarcástica- ¿Y tú? -ahora preguntaba a Tomás.
-Whisky.
-Menos mal que tú sí estás en onda
-comentó la actriz.
Sonó el timbre de la puerta. Como Maira
se dirigía hacia la cocina a preparar las bebidas y el bailaor continuaba con
el frasquito en la mano, se alzó el atleta rubio. También estaba completamente
desnudo, presentando una media erección, sin empinar, su pene de dimensiones
colosales, algo retorcido y lleno de protuberancias, que lo hacían parecer una
batata de las que asaba la madre de Omar en otoño. Franqueó la puerta a cinco
personas, dos hombres y tres mujeres. Éstas eran algo vulgares y mayores, con
aspecto de vacacionistas de excursión parroquial, pero ellos, con sus músculos,
su bronceado y su ropa de marca, debían de ser artistas del espectáculo a cuya
puerta habían conocido a Maira, u otros semejantes o, acaso, gigolós. Tras
muchos besos y exclamaciones intercambiados con ellos y no con ellas, también
fueron invitados por el rubio a sentarse en las sillas dispuestas en torno a la
cama. Omar trataba de imaginar lo que estaba a punto de ocurrir. A su lado,
Tomás, parecía encantado con la situación, sin extrañeza.
Llegado el rubio a la cama, todavía de
pie junto al bailaor, éste le acarició el pene con la misma expresión que
usaría para acariciar la cabeza de un bebé.
-Pídele que aguante, corazón -dijo.
El rubio sonrió. Salvo para sus saludos a
los recién llegados, que habían consistido en varios "oh",
"hey" y palabras así, no había hablado todavía lo suficiente para que
el novillero dedujese cuál podía ser su origen. Maira volvió con las copas, que
entregó a los dos primos. Saludó a los recién llegados y también les preguntó
qué querían beber. Las tres mujeres estaban tan aleledas, que apenas murmuraron
sus respuestas en susurros ininteligibles. Cuando volvió portando la bandeja
con los cinco vasos, Maira preguntó a los dos de la cama:
-¿Empezamos?
-No -respondió el bailaor-. Todavía hay
siete sillas vacías. Se llenarán pronto.
Durante los cinco minutos siguientes, el
rubio tomó dos cucharaditas del polvo blanco y bebió un vaso que parecía de
agua, pero Omar supuso que podía contener vodka o ginebra; el bailaor sorbió
una nueva cucharadita de polvo y obligó al rubio a verterse un poco del
contenido del vaso en el ombligo, que el flamenco lamió; Maira preparó una raya
del polvo sobre un platillo de plata, que sorbió con un billete de mil pesetas
enrollado. Las mujeres con aire de catequistas tenían las mejillas rojas de
rubor, pero no desviaban las miradas de los tres de la cama. Éstos comenzaron a
reír incesantemente, de modo extraviado. A la cuarta o quinta oleada de risas,
sonó de nuevo el timbre. El rubio con la batata entre las piernas volvió a
abrir. Eran doce personas, seis parejas, todas compuestas por un joven y una
mayor o por una joven y un mayor. En su totalidad, los chicos y chicas tenían
aspecto de faranduleros o profesionales con teléfono en las páginas de relax de
los periódicos; en todos los casos, los mayores se mostraban perplejos y fascinados
al tiempo. Las siete sillas libres fueron ocupadas y varias de las mujeres se
sentaron sobre sus acompañantes.
-¿Empezamos? -volvió a preguntar Maira.
-Vamos allá -respondió el bailaor.
Maira se tendió sobre la cama,
componiendo figuras de postal pornográfica; se relamía la boca, entornaba los
ojos y situaba sus dedos índice y corazón junto a su vulva para abrir los
labios de modo que la vagina resultara visible para todos los espectadores.
Omar supuso que era el coño más dilatado que había visto jamás, aunque nunca
hubiera contemplado ninguno tan pormenorizadamente. Luego de unos cinco minutos
de poses de la venezolana, el rubio se arrodilló sobre la cama ante sus muslos
y comenzó a animarse la batata, que el novillero consideró que, más que
animación, necesitaría un gato hidráulico. Sin alzarse la desproporcionada masa
del pene, el rubio debió de suponer que ya estaba en situación de uso, puesto
que inició la penetración. El bailaor, sentado sobre los pies de la cama, los
miraba con intensidad mientras su pajarito, siempre volandero, continuaba
deseando piar.
El rubio permaneció bombeando unos diez
minutos, adoptando poses que parecían ensayadas, puesto que, con las manos y
los pies apoyados sobre el colchón, alzaba el culo de manera que resultara
visible la batata encajada en la arepa venezolana. Lo hacía echando unas veces
los pies hacia la derecha de la cama y, otras, hacia la izquierda, de modo que
los espectadores pudieran ver cómodamente al ermitraño en la ermita.
-¡Agora
estou disposto! -gritó el rubio con acento que a Omar le pareció portugués.
El bailaor se puso de pie sobre el
colchón y clavó su puntilla en el ano del rubio de una sola estacada.
Prisionero entre Maira y el flamenco, el portugués pareció ser arrebatado por
una posesión demoníaca, puesto que comenzó a saltar convulsionándose, dando
botes que le alzaban más de un palmo sobre el cuerpo de Maira con el otro
encaramado a su espalda, mientras gritaba roncamente palabras que Omar no
consiguió entender ni una.
Ahora, sí. La trempera del novillero
había recuperado los parámetros de costumbre. Tenía necesidad perentoria de
participar en lo que, según todas las trazas, era un espectáculo aunque no
pudiera deducir quiénes pagaban y quiénes cobraban, pero el único coño
disponible estaba ocupado de sobra. Miró a un lado y otro, a ver si alguna de
las mujeres vestidas estaría dispuesta a desnudarse, pero lo que observó en
todas las caras le quitó la idea de la cabeza. Aquellas personas estaban
mirando con fascinación, principalmente las mayores, pero sin ningún otro
interés que una observación que parecía concertada.
El bailaor volvió la cabeza hacia los dos
primos con ojos vidriosos y sonrisa que
trataba de ser cómplice, diciéndoles:
-Esto no es gratis. ¿Por qué no os
desnudáis y os ponéis a tiro?
Con algo que no era capaz de calificar en
el pecho y el estómago, Omar empujó a Tomás rumbo a la puerta.
-Vámonos, primo -dijo.
Siguiéndolos con la mirada, dijo el
bailaor:
-Oid, no se os vaya ocurrir contar por
ahí lo que habéis visto.
-No te preocupes, tío -tranquilizó Omar-.
El domingo que viene, te traigo un regimiento, pa que puedas demostrarles que
eres tú quien te follas a los tíos y no ellos a ti, como chismean en la tele.
Los dos primos rieron nerviosamente sin
parar durante todo el viaje de vuelta. Ninguno de los dos había comprendido del
todo la naturaleza de la escena. Cuando cayó en su cama, Omar temió que los
bostezos le revelasen al Cañita por la mañana que había trasnochado. A pesar
del temor, y a pesar también de llegar con las mismas reservas energéticas con
que había salido, se durmió inmediatamente.
Larga
cambiá
-Nos ha salío una novillá en Ibiza pa el
sábado de la semana que viene -dijo el Cañita-. Nos viene de dulce, porque
toreamos el domingo siguiente en Játiva, así que la combinación es chachi.
Omar continuó los ejercicios con escaso
interés debido a que sentía sueño, abulia que intuyó el peón que accionaba la
carretilla donde estaba montado el toro de mimbre, y no realizó ninguna
aproximación imprevista ni peligrosa. Mayo avanzaba entre calores y, tal como
olía el aire, Omar sólo podía pensar en el sexo, adobado con la frustración que
le causaba recordar a la muchacha de Valladolid y la fallida excusión a
Torremolinos. El aire estaba lleno de sonidos, en contraste con el silencio campero
de sólo un mes atrás; cantaban toda clase de pájaros y había rumores de vida
por doquier entre el perfume almibarado de las flores. Todo invitaba a
abandonarse a la sensualidad.
-¿La ha llamao usted, don Manuel?
-Sí. Anoche hablé con Isabel casi una
hora.
-¿Le dijo algo de la sobrina?
-Está cabreá. Alguien le contó tu
aventura por los balcones de Palencia.
-¡Coño!
-Sí, ése es tu problema, los coños. Pero
date cuenta de una cosa, niño; si Marisa se puso de mal humor, será porque se
había hecho ilusiones.
-¿Usted cree eso de verdad?
-Claro que sí, hombre. Cuando toreemos en
Colmenar Viejo, las voy a convencer pa que vayan a verte.
-¿Y si la llamara yo?
-El teléfono que tengo es el de la tía y,
de cualquier modo, ¿tú crees que con el jarabe de pico que te gastas ibas a
convencerla?
-¿No iba a llevarme más veces al teatro,
pa que hable mejor?
-¿Cuándo te voy a llevar al teatro, niño,
si todas las noches no quieres otra cosa que a la Nancy?
-Lo cortés no quita lo valiente.
-¿Ves?, eso está pero que mu requetebién,
que tengas agilidad mental pa decir cosas como ésas. Pa avanzar en ese camino,
tendrías que leer tó lo que puedas, ya sabes, periódicos y demás, ya que no soy
capaz de imaginarte leyendo a Ortega y Gasset. Mira, creo que hay una compañía
de teatro en el Alameda, que no queda lejos de la barra donde trabaja la Nancy.
¿Quieres que vayamos hoy?
Mientras miraban los carteles tras
comprar las entradas, Manuel Rodríguez se arrepintió de haber hecho la
propuesta. Se trataba de una de esas funciones de teatro modernas, donde la
gente se desnudaba y pasaba todo el rato dando gritos y otras cosas raras.
Bueno se iba a poner el niño en cuanto viera a una mujer desnuda en el
escenario.
-No creo que esta función te sirva pa
aprender a expresarte, Omar. Si quieres, lo dejamos.
-Ya ha comprao usted las entradas. ¿Va a
perder el dinero?
-No tiene importancia.
De todos modos, entraron en el teatro y
fueron luego a la barra americana. Nancy no trabajaba ya allí y, al informarle,
la encargada miró fijamente a Omar:
-Comentan las chicas que se había colado
por un cliente y ha preferido quitarse de enmedio. Nosotras no podemos
permitirnos que nos pasen esas cosas. Creo que se ha ido a Barcelona. Pero mira
la búlgara que tenemos nueva... ¿no te apetece?
-Me había hecho a la idea... -repuso el
novillero.
-¿Quieres, o no? -se impacientó el
Cañita.
-No, don Manuel. Venía pensando en la
Nancy. Ahora ya no tengo ganas y, sin en cambio, estoy que me mareo de hambre.
-¿Qué quieres comer?
-No sé...
Manolo Rodríguez sonrió con indulgencia.
Creía que al niño le daba igual una mujer que otra, con tal de que se abriera
de piernas, y resultaba que era capaz de encapricharse. En cuanto a la comida,
tragaba glotonamente cantidades increíbles de carne y, ahora, esa indiferencia.
Nancy había llegado a hacerle cosquillas en el corazón... Claro, había estado
encamándose con ella casi seis meses. No debería haberlo tolerado.
-Te diré lo que vamos a hacer. Hay en la
parte antigua de Málaga tres rutas del tapeo a cual mejor. Desde ternera con
almendras a conejo al ajillo, y desde gambas y navajas a la plancha, hasta rape
con alioli. ¡Y no se digan las conchafinas, los búzanos y las coquinas! Vamos a
recorrer las tres rutas completas. ¿Vale?
-Lo que usted quiera, don Manuel.
Vaya con el niño. Estaba de verdad
afectado.
Durate dos horas, engulleron una
abundante y variada cantidad de tapas y medias raciones. Emprendían el
recorrido por la tercera ruta cuando entraron en una pequeña tasca en cuya
barra se apelotonaba la gente. El mostrador presentaba un increíble surtido de
tapas de caza y embutidos típicos camperos de las comarcas que rodeaban la
ciudad. Colgaban de un tubo de hierro, sujeto en el techo sobre el mostrador,
ristras de ñoras y de ajos, jamones y salchichón fresco de la Hoya, morcillas de
Ronda y mojama de pintarroja.
-Tendríamos que haber empezao aquí
-murmuró el Cañita.
-Ya no me queda hambre, don Manuel.
-Bueno, da igual. Tomemos el último trago
de Cartojal y te llevo a Cártama.
-Puedo coger el autobús.
-¿Para que llegues a tu casa a las mil y
quinientas? No, niño, tienes que descansar, porque mañana te quiero fresco como
una rosa a las ocho y media en el tentadero. Vamos a tomar esa copa.
Cuando Omar fue a coger el catavinos para
el segundo sorbo, empujó sin querer a una mujer que estaba de espaldas a él,
vuelta hacia el hombre con el que conversaba.
-Perdone usted -se disculpó el novillero.
Ella giró la cabeza para sonreirle. ¡En
su vida había visto una mujer más guapa! Pelo castaño claro recogido en un moño
bajo como los de las mujeres ricas que salían en las revistas, ojos verdes que
parecían lagos de tan grandes, nariz recta y una boca... Esa sonrisa era una
provocación que tendría que estar prohibida por la ley. Omarito la miraba
alelado, incapaz de pronunciar palabra.
-¿Tú no eres el torero?
Había debido de verlo torear en Vélez o
en Nerja.
-Sí -respondió el Cañita, observando la
parálisis del niño.
-Estuviste muy bien -dijo ella.
-¿Dónde lo vio usted?
-En Vélez. Yo vivo allí, esta noche he
venido al teatro.
-¿Al Alameda?
-Sí, ¿por qué?
-Pues porque da la casualidad de que
nosotros también hemos estao viendo la
función.
-¡Vaya, tiene guasa la cosa! ¿Su hijo es
mudo?
-¿Mi hijo?, ¡ah!. Niño, ¿te ha comido la
lengua el gato?
-Yo...
Ella se desentendió del hombre con el que
había estado hablando. No debía de ser ni siquiera amigo, solamente alguien con
quien había entablado conversación de manera casual, en la propia taberna.
-Me llamo Lola. ¿Cuándo torearás de nuevo
por aquí cerca?
-El niño se llama Omar, como ya sabrás, y
yo me llamo Manolo. De momento, no tenemos ná por estos andurriales -respondió
el Cañita-, pero si nos das tu dirección, podemos mandarte una entrá en cuanto
toreemos por aquí.
-Vaya, ¡qué generoso! No es necesario y,
además, yo suelo ir a los toros con mi marido.
-¿Este señor es tu marido?
-No, es un amigo que acabo de conocer.
Oye, ¿cómo te llamas tú? -Lola tocó el hombro del desconocido-, para que te
pueda presentar.
-Sebastián.
-Bueno, pues ya están hechas las
presentaciones.
El Cañita escrutó a su pupilo. Llevaba cinco
minutos sin despegar la mirada del rostro de la mujer. Decidió ayudarle.
-¿Podemos invitarte a una copa en un
sitio más tranquilo?
-¡Digo!, ¿por qué no? Con que llegue a
Vélez antes de las siete de la mañana, no hay problema. Mi marido trabaja en el
materno y tiene guardia esta noche. ¿Tú vienes, Sebastián?
-Imposible. Me esperan en casa.
-Bueno, pues ya lo tenemos todo
organizado -dijo alegremente Lola-. Vamos a tomar esa copa por ahí, que será
bueno para la digestión.
Fueron en el coche del Cañita, con la
promesa de llevarla luego hasta donde ella tenía aparcado el suyo. El local que
eligió Manuel Rodríguez era un pub
que conocía por encontrarse a una manzana de su casa, un lugar muy elegante que
sólo había visto desde fuera, porque se suponía demasiado mayor para entrar
solo en esa clase de sitios.
-¡Huy! -exclamó Lola- Ustedes tenéis
malas intenciones.
El Cañita sonrió. En efecto, el local,
con profusión de espejos y puntos luminosos, daba sin embargo la impresión de
estar completamente a oscuras. Estaba casi lleno de personas mucho mayores que
Omar y mucho más jóvenes que él. Eligió una mesa adosada a la pared entre dos
butacones enfrentados. Obligó a los dos jóvenes a sentarse juntos y él se situó
enfrente, maquinando cómo dejarlos solos. Al día siguiente no habría
entrenamiento. En el momento que Omar sintió la presión de la rodilla de Lola
contra la suya, tuvo que acomodarse el pene, porque le había pillado la
trempera en posición incómoda.
-Oye -bromeó Lola-, ¿estás insinuándote?
Omar bajó la cabeza, encendido.
-Voy un momento a la barra -se disculpó
el Cañita-. He visto a un amigo y voy a saludarlo.
Cuando se quedaron solos, Lola preguntó:
-¿Eres siempre tan tímido?
-Yo... nunca he visto una mujer más guapa
que tú.
-¡Osú, qué niño tan simpático!
No le gustaba que siguera llamándole
"niño", a ver. Tenía que advertirle al Cañita que dejara de llamarlo
así, al menos delante de extraños.
-De niño, no me queda ni el traje de
primera comunión.
-Así que eres un hombre.
-Yo creo que sí.
-¿Estás dispuesto a demostrarlo?
-¿Ahora?
-Pa mañana es tarde.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre?
-Dile a tu padre que vamos a dar una
vuelta. La playa está ahí mismo.
El Cañita notó que su estrategia había
dado resultado antes de lo previsto. La pareja se había alzado de los asientos
y se acercaba.
-Escuche, don Manuel; que... vamos a
pasear un poco. ¿Va a esperarnos usted aquí?
-¡Natural!
-Es sólo un momento -se disculpó Lola-.
Me apetece escuchar el rumor del mar.
"Yo te voy a dar rumor", pensó
Omar.
La playa estaba excesivamente iluminada
por grandes focos halógeos. Omar se preguntó hasta dónde estaría dispuesta Lola
a llegar, en todos los sentidos.
-¿Has estado en el morro de la Farola
alguna vez? -preguntó Lola.
-No.
-Tenemos que andar un poco, pero hay unas
vistas preciosas.
En efecto, el dique que cerraba el
puerto, un largo malecón curvado, permitía contemplar un paisaje completo de
toda la fachada marítima de la ciudad, fuertemente iluminada, destacando la
torre de la catedral y la fortaleza mora, reflejado todo el conjunto en el
espejo del agua quieta de la dársena. El laberinto de grúas y barcos del puerto
componía una tarjeta postal que olía a salitre y sonaba con ritmo de tangos de
la calle de los Negros mecidos por las olas. Por el lado que daba al mar, había
gran número de rocas un par de metros más abajo, que protegían el malecón
contra la marejada; cada cierto número de metros, había algún pescador de caña
ensimismado en su paciente espera.
-¿Por dónde bajarán ésos? -murmuró Lola.
-¿Quieres bajar ahí?
-¿Tú no?
-Pos al avío.
Sin más comentario, Omar no se tomó el
trabajo de buscar una escalera, si la había. Se sentó en la orilla del malecón
y se deslizó hasta las rocas; desde abajo, tendió los brazos a Lola.
-Es peligroso. ¿Estás seguro de que
podrás sujetarme?
-Tú, siéntate, y luego te echas contra
mí. No tengas miedo.
Lola actuó tal como el novillero le
indicaba. En el momento de sentirse aferrada por los brazos del joven, admiró
su fuerza prodigiosa. Ni siquiera se había movido un centímetro al caerle
encima. Omar sabía que, tal como estaban rodando las cosas, no necesitaba
preámbulos; hizo que Lola apoyara la espalda contra el malecón e,
inmediatamente, la abrazó.
-Iba a reventar si no haciámos esto en
seguida -confesó ella.
Omar no esperó más. Alzó con presteza la
falda y bajó las bragas, tratando de no parecer demasiado ansioso pero sin
perder tiempo. Entró en ella con la misma celeridad.
-¡Estaba segura! -exclamó Lola.
-¿De qué?
-Te vi torear, ¿te acuerdas? ¿Qué crees
tú que me llamó la atención, los pases que dabas, las banderillas, tu forma de
matar? ¡De eso nada! Tu paquete era lo que me tenía hipnotizada. Ahora veo que
no era algodón, como dicen que se meten tantos toreros.
Mientras bombeaba, Omar observó que Lola
se mordía los labios para contener los gemidos. La verdad era que, sólo un poco
por encima de sus cabezas, había una especie de paseo con cierta iluminación,
por donde andaba mucha gente. Ella no quería incitar a los mirones. A pesar de
su contención, dijo sin embargo al oído del novillero:
-Hay alguien mirando ahí arriba.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la sombra, ¿ves? Como siga
asomándose así, se va a caer.
-Le voy a partir la cara de un puñetazo
-aseguró Omar.
-Sigamos a lo nuestro. A mí no me
importa.
-Entonces, a mí tampoco.
Omar aceleró las embestidas. Ahora ya no
era Lola capaz de mantenerse callada; aunque contenidos, sus gemidos tenían que
resultar audibles a la distancia de dos metros donde estaba el mirón. Omar
aguantó dificultosamente, pero pudo resistir a causa de saberse observado. En
cuanto notó que ella se convulsionaba, dio el golpe de gracia y gruñó. Apenas
habían podido recuperar el resuello, todavía abrazados, cuando escucharon un
grito y un golpe. El mirón había caído de bruces contra las rocas.
Omar se abrochó prestamente el pantalón y
acudió a auxiliarle, lo mismo que un pescador que había unos veinte metros más
allá, en la dirección del mar. Arriba, también comenzaba a apelotonarse la
gente. Cuando el novillero alzó al hombre y le dio la vuelta, quedó
horrorizado. El pobre, tenía la nariz completamente hundida, presentando la
cara una máscara cóncava como una barca.
A despecho de la compasión, sentía ganas de reír; le estaba muy bien empleado.
Arrastre
Al regreso de Cártama, tras dejar a
Omarito ante su casa, Manuel Rodríguez sentía la tentación de telefonear a
Valladolid. Pero tenía que echar cuentas porque los entrenamientos y lo que el
niño acaparaba del resto de su tiempo por las calenturas, le impedía calcular
si no estaría pillándose los dedos con la inversión, a punto de quedarse manco.
Omar necesitaba otro vestido, lo que a lo
mejor le obligaba a vender más bonos del estado. Lo precisaba de veras, porque
el primero que le compró de segunda mano, el negro, ya no podía usarlo a pesar
de los añadidos, porque seguía creciendo y madurando. A ver si no tendría que
emborracharlo unas cuantas veces para que no creciera más, que iba a acabar
compitiendo con Terminator y hasta dejaría de tener figura torera. Por otro
lado, era una pejiguera llevarlo a la sastra, con tantas chalaúras con el
asunto del paquete, como si no hubiera cientos de toreros dispuestos a
cambiárselo. Porque había visto cada cosa cuando otros apoderados lo invitaban
a ver vestirse a sus pupilos, privilegio concedido a muy pocos. Por las
fotografías que luego salían en la prensa, deducía que recorrían las plazas de
toros calcetines colocados en lugares que no eran los pies.
¿Sería verdad lo que le habían contado en
Palencia? El tal estaba casado y tenía tres hijos y dos nietas, por lo que al
Cañita le resultaba muy difícil de creer que el torero del que era apoderado lo
obligara, para aliviarse, a arrodillarse ante él en la limusina para saborear
lo que sólo resultaba notable cuando lo envolvía en calcetines deportivos. ¿Y
lo del torero que cultivaba fama de macho erotómano, hasta el punto de que
salían decenas de famosillas en la prensa disputando por él, y sin embargo
estaba, en realidad, liado con un francés que le exigía constantemente lo que
su nacionalidad sugería, antes de ponerlo mirando al tendido para entrarle por
derecho? ¿Y lo del escritor norteamericano que tenía una colección
impresionante de fotografías en primeros planos de los objetos de su adoración,
sin calcetines, fotos para las que algunos posaban con gran complacencia en las
habitaciones de los hoteles un par de horas antes de las corridas, para lo que
tenían que adelantar alguna que otra?
Tales casos eran, por lo que sabía,
excepciones insólitas, aunque era innegable que el vestido torero constituía
una tentación irresistible para todos los sexos, incluído el equidistante.
Reconocía que ese bulto llevaba a mucha gente a las plazas, incluyendo a
algunos con el talonario en la mano. Sin embargo, sabía vidas y milagros de
casi todas las figuras, y en su mayoría eran buenos y decentes padres de
familia, porque, eso sí, alguna clase de determinismo profesional les inspiraba
a casi todos la idea de casarse muy jóvenes. En muchos casos, y a pesar de la
abrumadora cantidad de oportunidades que tenían, sobre todo a causa del
abultamiento de la taleguilla, resultaban ser aburridísimos monógamos.
Sumó los gastos del último mes y puso al
lado la columna escuálida de los ingresos. Miró hacia el retrato de la parienta
difunta como pidiéndole perdón, y anotó los valores de los que era
indispensable desprenderse.
Lo de la Nacy representaba un pellizco
considerable de los gastos, y menos mal que a Omarito, vistas las ocasiones, le
daría pronto por aliviarse sin pagar. Pronto pagaría... a guardaespaldas para
quitarse de encima a las que querrían, incluso, pagarle.
Arrastró los totales. Frunció los labios.
Empezaba a necesitar el triunfo de Omarito casi más que él mismo, o acabaría a
la puerta de la catedral con una gorra en el suelo y un cartelito.
Mano a mano
Cuando el avión tomó tierra en el
aeropuerto de Ibiza a primera hora de la mañana del viernes, porque la
superstición del Cañita le hacía negarse a volar el mismo día que toreaba si
podía evitarlo, Omar Candela volvió a preguntar por Marisa.
-No, niño, ¿no te lo he contao ya dos
millones de veces? Dice Isabel que no quiere ni que te mienten.
-¿Cuándo es la novillá de Colmenar Viejo?
-Dentro de dos semanas.
-¿Irán ellas?
-Isabel cree que ni siquiera ella puede.
Le pilla demasiao a trasmano.
-¡Joé!
-Olvídate de esa niña, Omarito. Con ella,
tó te vino atravesao desde el principio.
-¡No puedo, don Manuel! Yo quiero no
acordarme de ella, pero estoy cabreao, tengo que vengarme por la hijaputá que
me hizo.
El apoderado observó a su pupilo con
preocupación e ironía a un tiempo. Necesitaba hacerle pensar en otras cosas.
-Mira, Omarito; nuestro vuelo pa Valencia
no sale hasta el domigo a mediodía, así que mañana noche nos hartaremos de reír
con la vida nocturna de Ibiza, que dicen que es una pasá. Pero ná de folleteo,
¿eh?, que toreas el domingo en Játiva. El lunes, en vez de volver directamente
a Málaga, nos quedamos un par de diítas en Madrid. Te voy a llevar a unos
cuantos sitios donde hay unas gachís que vas a alucinar.
-Sí, don Manuel, tó eso está mu bien.
Pero yo quiero una niña de mi edad y que no cobre. Ya me jartan las prostitutas.
-Pues no te quejarás, hijo; donde llegas,
pones la pica. Anda que no te salen tías que quieren hacerlo contigo gratis.
-Pero no son muchachas, don Manuel.
-No te comprendo, Omar. ¿No habías dicho
que querías ser como don Juan Tenorio?
-Sí. Pero también él acabó embobao con
una chiquilla decente, ¿no?
El Cañita reflexionó. El chico estaba
madurando. Pasado el primer deslumbramiento, el lógico de todo muchacho tan
joven que se encontrara repentinamente admirado por multitudes, comenzaba a
descubrir que junto a la pasión estaban también los sentimientos, como
correspondía a un joven de su edad. ¿Qué podía hacer para ayudarle?
Ciertamente, era una cuestión que no estaba en su mano resolver.
La habitación del hotel disponía de una
pintoresca vista sobre el pequeño puerto y la ciudadela. Omar permaneció más de
una hora apoyado en el alféizar de la ventana, con aire melancólico.
-¡Vaya novedad! -bromeó el Cañita-. ¿No
te apetece salir?
-¿Pa qué? Si en cuanto viera alguna que
me hiciera cosquillas en la vista, tendría ganas de llevármela al catre, y
usted me lo ha prohibío.
-Mira, Omarito. Mentalízate. Has echao
esta semana, que yo sepa, lo menos diez polvos. ¿Es que no puedes darte un
respiro?
-Yo sí, pero ésta no -respondió Omar
señalando su bragueta- No lo puedo evitar, don Manuel. Ésta es una rebelde.
El apoderado sonrió.
-Pero no puedes quedarte tó el santo día
encerrao en la habitación, niño. Por lo menos, vamos a conocer un poco tó esto,
que dicen que es mu bonito, por eso vienen tantos turistas. Si quieres, te
llevo en un taxi a la playa y nadas un poco.
-¿No estará el agua fría?
-No, hombre, estamos a primeros de junio.
De tós modos, por lo menos tomarías un poquillo de sol.
-¿Más? Me paso tó el día al sol en el
tentaero.
-No es lo mismo, Omarito. Sienta muy bien
a la salud y a los nervios el sol con el salitre. Hala. Vamos a la playa.
Cuando bajaban el terraplén que conducía
a la hermosa y recoleta playa, el Cañita se dijo que el taxista era un cachondo
de cuidado. ¡Los había llevado a una playa nudista!, y según lo acordado, el
taxi no volvería hasta dentro de tres horas. La mayoría eran hombres, pero
había las suficientes mujeres en pelotas como para que el niño se pusiera a
cien.
-Lo he pensao mejor, Omarito.Vamos dando
un paseíto hasta ese hotel que hemos visto al pasar, tomamos algo y llamamos a
un taxi.
-No, don Manuel. Esta playa me mola una
pechá.
-No me extraña, pero mira que no hay ni
siquiera un chiringuito. Yo tengo mis años, y no me voy a quedar tres horas al
sol a pique de que me dé un síncope.
-Mire, don Manuel, allí hay un montón de
pinos. Vaya usted a echarse bajo un árbol y espere a que me dé un bañito, uno
namás, ¿eh? Le sentará mu bien un descansillo con la brisa del mar.
Estaba en plan lisonjero, lo cual
revelaba con claridad lo que se le pasaba por la cabeza, pero el apoderado vio
que se iba a poner de morros si también le privaba del caramelo visual. Total,
en una playa, con toda aquella gente, no había peligro de que el niño metiera
lo que no se puede meter antes de torear. Las pocas veces que Omar había estado
en la playa desde que tenía hechuras de adulto, usaba el mismo bañador: una
holgada bermuda bajo la que se ponía un calzón muy apretado, para no sentirse
en evidencia cuando tenía erecciones, que era siempre. Con tal indumentaria,
notó que le miraban con hostilidad, puesto que no había nadie a la vista con
siquiera un bikini. Comprendió lo que las expresiones significaban; creían que
iba de mirón. Notó que las personas que había más cerca de donde extendió la
toalla se alejaban como si fuera un apestado. Dudó unos minutos, porque le
ruborizaba la idea de exhibirse desnudo, pero, al fin, se quitó el bañador.
Fue como un toque a rebato. De repente,
todo el mundo parecía tener algo que hacer en sus proximidades, principalmente
los hombres. Pasaban por delante y por detrás de él, hacían como que buscaban
algo, se detenían a pocos pasos y lo contemplaban unos con más descaro que
otros. En cuando fue una mujer quien lo hizo, ocurrió lo que era inevitable que
ocurriera; se había parado entre su toalla y el rebalaje, mirándolo con
franqueza, al principio con una sonrisa simpática en los ojos que se trocó en
una chispa de admiración cuando advirtió que la mirada ejercía alguna clase de
poder telekinésico, porque el pene se alzó pesadamente hasta la vertical en un
recorrido que pareció una secuencia animada de cine en cámara rápida. Quedó
erguido, sacudido por las vibraciones del torrente de sangre que lo iba
rellenando más y más y, en vez de tratar de esconderlo, como solía, Omar extendió
y abrió un poco más las piernas para que el obelisco pudiera ser contemplado
sin trabas. Ella sonrió gozosamente, como si acabase de descubrir un tesoro
insólito en aquel lugar, un tesoro que llevase millares de años buscando, un
diamante emergido de la arena donde sólo hubiera guijarros. Omar examinó el
moñito rubio del pubis, las kilométricas piernas, la cintura juvenil y el
ombligo como una rosa de pitiminí que pedía urgentemente un beso, y devolvió la
sonris. La muchacha no necesitó más. Se sentó a su lado.
-¡Hello!
-dijo.
Tenía, como la noruega de Torre del Mar,
aspecto de nórdica, pero su cuerpo era mucho más estilizado aunque poseía unos
pechos redondos como pelotas que parecían haber encolado sobre la piel. No era
muy guapa, sus labios eran vulgares y su nariz demasiado porruda, pero el
conjunto resultaba atractivo, gracias, sobre todo, a la melena de color de oro
que le cubría media espalda.
-No eres española, ¿verdad? -preguntó
Omar, como si la respuesta no fuese obvia.
-I
don't understand.
Lo que faltaba. Bueno, a fin de cuentas,
¿quién necesitaba hablar?
-Me,
Greta.
-Mucho gusto. Yo me llamo Omar. O...mar
-repitió, golpeándose el pecho.
-¿Creme?
-preguntó Greta, agitando la mano en su hombro.
-¿Bronceador? No, no tengo.
-I
have. Wait.
La muchacha se alzó y corrió hacia un
grupo de toallas extedidas a unos veinte metros de distancia, ocupadas por tres
hombres y una mujer. Greta volvió con el tubo de crema y con la otra única
muchacha del grupo, ambas muy alborotadas y con sus bolsos y toallas en las
manos, que extendieron a ambos lados de la de Omar.
Les dedicó sonrisas a las dos, pero no
sabía qué más hacer. Escrutó a la recién llegada. La cara también era un poco
basta, como una sana campesina vikinga, pero el cuerpo parecía clonado del de
Greta, salvo por el hecho de que la pelambrera del pubis era más oscura.
-Me,
Kristy -dijo la nueva amiga.
-¿You
massage we? -preguntó Greta señalando el tubo de bronceador, su espalda y
la de Kristy.
Omar asintió y se dio inmediata y
gozosamente a la tarea de untar la crema a ambas. Lo hizo a dos manos y
simultáneamente a las dos. Le hervía hasta el pensamiento, de modo que, sin
aviso, comezaron las convulsiones de su pelvis, gruñó sonoramente y cayó de
bruces entre ellas, rendido. Las muchachas soltaron la carcajada al unísono.
Cruzaron varias frases entre sí de las que el novillero no entendió ni una
palabra y, sin duda puestas de acuerdo, se alzaron y comenzaron las dos a
embadunarle al joven todo el cuerpo de bronceador. Tenía el vello de la
entrepierna empegostado de semen, por lo que le daba vergüenza volverse boca
arriba, pero ellas lo forzaron a girarse sin mediar su voluntad. Seguían
riendo, al parecer sumamente divertidas, mientras señalaban los grumos blancos
del abundante vello del vientre.
Kristy se dedicó al pecho y Greta a las
piernas, extendiendo cantidades exageradas de crema por la piel del joven, la
una de arriba abajo y la otra de abajo arriba, por lo que las cuatro manos se
encontraron a la altura del vientre. Entre el embadurnamiento de bronceador y
semen, las cuatro manos jugaron con el pene, fingiendo casualidad, como si
fuera una peonza, lo que volvió a provocar la trampera, efecto que, al parecer,
ellas no esperaban ya. Con notable sorpresa en sus ojos, volvieron a reír, pero
ahora nerviosamente.
-Wonderful!
-exclamó Kristy.
-Bath?
-preguntó Greta
-¿Qué? -Omar no comprendía.
Las dos muchachas movieron los brazos, en
indicación de que querían nadar. Él asintió.
Cada una lo tomó de una mano y corrieron
hacia el agua a saltitos, mientras los cuatro pechos, en vez de a saltitos,
penduleaban como cocos en un cocotal agitado por la brisa del Caribe.
Omar se zambulló, convencido de que lo
que ellas trataban era de que se le bajara la erección, pero cuando emergió en
un punto donde el agua le llegaba hasta medio pecho, las dos nórdicas acudieron
prestamente hacia él y lo abrazaron con fuerza, Greta delante y Kristy por
detrás. El joven giró la cabeza hacia la playa, pero nadie parecía interesarse
por ellos; buscó con los ojos el punto donde el Cañita se había recostado bajo
un pino, observando que no tenía la cara vuelta hacia la playa. Tenía vía
libre. Tras un leve y momentáneo desfallecimiento por el agua fría, el pene
volvía a animarse por el contacto de la carne de Greta y la penetró sin más.
Ella dio un salto; quizá le dolía y, al parecer, no esperaba tanta vehemencia,
pero en seguida alzó los brazos hacia su cuello, que abrazó, lo mismo que las
piernas, con las que envolvió la cintura. Kristy bajó la mano hasta el escroto,
notoriamente juguetona. Greta puso los ojos en blanco. A Omar le parecía que
nunca había tenido el pene tan profundamente abrigado y que la excitación
causada por ese estímulo, sumado al de la mano de Kristy, era la mayor que
hubiera sentido jamás. Estar en un lugar público, expuesto a los ojos de tanta
gente, y la frialdad del agua, resultó un freno muy útil, porque demoró todo lo
que Greta necesitó, que fueron más de doce minutos, pero en cuanto ella se
convulsionó y dio enérgicas sacudidas con la pelvis contra la pelvis de Omar,
éste gozó de un modo tan intenso que se dijo que tenía que repetirlo cuanto
antes. Nunca hubiera imaginado que follar en el agua, mecido por el suave
bamboleo de las olas, fuera tan placentero. Besó a Greta y, sin tomarse una
pausa, se volvió hacia Kristy, que imitó en todos los detalles la actuación de
su amiga. Esta vez, en vez de una mano, fue una boca lo que sintió
acariciándole el escroto, porque Greta se había sumergido, agachada. Sentía que
iba a volverse loco de placer, cuando escuchó la voz desencajada del Cañita:
-¡Niño, serás desgraciao...! Te voy a
romper la cara a guantazos. ¡Ven acá pacá!
Estaba a medio camino entre el rebalaje y
el punto donde se encontraban, con el pantalón arremangado hasta medio muslo.
-¡Omar, coño!, ¿cómo tengo que decírtelo?
Suelta ahora mismo a esas putas y ven pacá.
El novillero deshizo el abrazo de Kristy,
apartó a Greta y, cabizbajo, se dirigió hacia su apoderado. Escuchó que una
exclamaba:
-You
are a gay's gigoló!
Por suerte para ellas, no comprendió lo
que la frase significaba ni tenía imaginación para preguntarlo; ahora debía
emplearse a fondo en la tarea de aplacar al Cañita.
Enfermería
Había estado muy bien en la novillada de
Ibiza y razonablemente bien en Játiva, pero el Cañita continuaba enojado. No
había querido, como le prometiera, permanecer un par de días en Madrid ni
tampoco lo llevó el lunes a la barra americana y llevaba desde el sábado con
expresión severa bajo la que el novillero notaba que contenía las ganas de
estallar con reproches cada vez que Omar cometía algún fallo en el tentadero.
Había terminado el entrenamiento del miércoles y el novillero se sentía
miserable, porque el enfado era el más prolongado que recordaba, y el desdén y
el tono cortante con que Manolo lo trataba le hacían sentir inseguro.
Luego de ducharse, salió cabizbajo en
busca de su apoderado, suponiendo que no le habría esperado, como hiciera el
lunes, obligándole a volver a su casa andando. Pero el Cañita se encontraba
semi sentado en el capó del coche y su expresión no era ya tan hosca como el
resto de la tarde, seguramente a causa de que había rematado los ejercicios con
dos bonitos afarolaos sobre el toro de mimbre, pases que había celebrado con
dos olés involuntarios. Ello le dio valor para preguntarle:
-¿Por qué será que me escuece al orinar,
don Manuel?
-¡Coño! ¡Así que ni siquiera tuviste el
cuidao de ponerte un condón! Te voy a partir la cabeza.
-¡Qué he hecho ahora, joé!
-¡Tienes gonorrea, leche! Vamos ahora
mismo a Málaga.
Pasó todo el viaje refunfuñando, con el
enfado reverdecido.
-Te está bien empleao, pa que aprendas.
Ahora, a ver si te quitan pronto esa porquería y no tenemos que suspender la
novillá de Colmenar Viejo. Te partiría la cara, si no fuera porque ya me has
costao demasiao caro y no quiero cargar con los trastos rotos.
-¡Joé, don Manuel, yo no tengo la culpa!
-¡Que no tienes la culpa! -bramó el
apoderado-. ¿Es que no te lo tengo advertido? Nunca folles sin condón,
¡mierda!, y nunca lo hagas menos de cuarenta y ocho horas antes de una corría.
¿Sabes lo que te digo, niño? Me parece que voy a mandarte a tomar por culo. ¡Ya
me tienes harto!
-¡Don Manuel...! -gimió Omar.
-¡El sida es lo que acabarás cogiendo,
con esa picha loca que tienes!
El diagnóstico del médico contribuyó a
rebajar la tensión. Tenía unas décimas de fiebre, que Omar no había advertido a
causa de su preocupación por el malhumor del Cañita, pero habían abortado el
mal a tiempo y bastarían tres inyecciones para dejarlo nuevo. Tras el pinchazo,
ante el que el novillero se comportó con las quejas y el miedo propio de un
niño, Manolo Rodríguez lo precedió hasta una cafetería. Sin hablar, le señaló
una silla con expresión altanera. Una vez que ordenaron sus pedidos al
camarero, el Cañita apretó los labios y dijo con tono muy seco:
-Mira, Omar, hasta aquí hemos llegao. Yo
ya estoy mu mayor pa aguantar tus cosas.
El joven bajó la cabeza. Sentía ganas de
llorar, pero trató de que no se le notasen. Murmuró:
-¿Y qué hacemos con las novillás que
están en firme?
-Haz lo que te dé la gana. A mí no me
necesitas pa ir a esos sitios. Es poco lo que pagan, pero puedes salir ras con
ras.
-Pero sin usted...
-¡Eso es lo que hay! No quiero morir de
un infarto.
-Sin usted... -insistió.
En el fondo del pecho, el Cañita sentía
piedad por el joven, pero verdaderamente había agotado su paciencia. Trataba de
no recordar el miedo que pasó durante la faena de Ibiza, con el corazón
encogido por la convicción de que el novillo percibiría el olor de las vaginas
nórdicas. Luego, en Játiva, había tenido palpitaciones toda la tarde, y hubo un
momento en que, al recibir Omar un achuchón del bicho durante la faena de
muleta, sintió que iba a darle un infarto. Sí, había pasado el sábado y el
domingo con los síntomás que precedían los infartos, según lo que le contaban
sus amigos del Club Taurino; adormecimiento de la mano, dolor en el hombro,
calambres en la pierna izquierda. Al niño empezaban a crecerle las alas y, con
suerte, podría volar solo y él no tenía ninguna obligación de exponerse a
morir. Pagó las consumiciones y abandonó la cafetería sin despedirse del
muchacho, arrastrando los pies y, de nuevo, con el hombro aguijoneado por el
dolor. Omar lo observó a través de la cristalera mientras se alejaba; caminaba
con los hombros abatidos, la cabeza gacha y andares vacilantes; ignoraba por qué,
pero comprendió que la ruptura era definitiva y no tenía arreglo. No podría
disuadirlo robándole un abrazo. Todo había terminado.
Los ocho días que siguieron fueron el
mayor tormento que Omar había conocido en su vida. A diario le decía su madre
que fuera a pedirle perdón a Manuel Rodríguez, aunque no le había contado el
motivo del disgusto, pero siempre se negó, porque las cosas habían quedado más
claras que nunca. De repente, la compulsión erótica presentaba tanto
decaimiento como su humor. Le asombraba inventariar los días que llevaba sin
encuentros sexuales, admirado de poder resistirlo y de no sentir ganas de
masturbarse, ni siquiera con las telarañas del sueño al amanecer. El dueño del
cortijo le permitía entrar en el tentadero, pero ya no había quien pagase al
peón, así que no podía entrenar con el toro de mimbre y sólo trataba
desmañadamente de dibujar posturas con el capote y la muleta.
Los síntomas de la gonorrea habían
desaparecido. Dispuesto a no volver a cogerla jamás, puso condones en todos los
bolsillos de sus pantalones y camisas.
Montera.
Manuel Rodríguez miró al médico con
aprensión. Sobre la bata verde, cuyo reflejo reforzaba su cutis cetrino, la
expresión del facultativo Gilberto Estrada pretendía ser insondable, pero el
Cañita supo reconocer la preocupación que subyacía bajo su impenetrabilidad.
-¿Es grave? -preguntó.
-Mira, Manolo, ya te he advertido un
pilón de veces que no estás pa esos trotes, que los dos sabemos que el mundo
del toro es una guerra sin cuartel. Como no me haces ni puto caso, ¿qué más
quieres que te diga?
-¿Voy a morirme?
-Joé, no exageres, hombre. Tienes que
dejar la historia esa del torero imposible de Cártama, que me han dicho que es
un completo soplapollas y un cobarde que no consigue más que hacerte perder la
paciencia. Con el corazón no se juega, Manolo. Desde la muerte de tu mujer, has
hecho tó lo contrario de lo que debe hacer un hombre que enviuda a tu edad. En
vez de dedicarte a poner remedio a la soledad y a vivir tranquilo, te metes en
maratones que sólo puede correr gente más joven que tú. Si quieres que te sea
sincero, y perdóname si soy un poco bruto, lo que tienes es que gastar toda esa
energía en follar más y preocuparte menos. O sea, búscate una buena mujer que
te mime y te ponga la casa y la vida de punto en blanco, y déjate de esas
majaretás de los toros, que sólo te da disgustos.
-Estás eludiendo responderme, Gilberto.
-No es tan grave, Manolo, pero puede
serlo si sigues como hasta ahora. Sólo tienes una ligera obstrucción de
válvulas, pero la cosa puede ir a más. No se te ocurra fumar ni un cigarrillo y
deja a... ¿cómo se llama?
-Omar Candela.
-Pues eso. Deja a Omar Candela que se las
componga por su cuenta y tú, al avío. El sexo da muchas más energías de las que
hay que gastar pa practicarlo. Dale de lado a ese mundo de Vitos Corleones que
es el toreo, y ponte el mundo por montera. O sea, a disfrutar.
-Ya no lo apodero.
-¿Has dejao al cartameño? Estupendo.
Entonces, ya estás en el buen camino.
-Álvaro García me aconsejó hace poco que
hiciera un crucero.
-¡Esa es muy buena idea! Un crucero por
el Mediterráneo es el mejor medicamento. Pero no vayas solo. Si no tienes a
quien invitar, mira si una... en fin, una prostituta que pudieras convencer de
ir contigo...
-También me dijo Álvaro eso mismo.
-Es que, como es boticario, sabe mucho de
medicina. Haznos caso, Manolo, y gasta los cuartos en lo que te conviene, no en
esa tontería asesina de los toros.
-¿Seguro que no va a darme un infarto?
-Todavía no. Pero te falta el canto de un
duro.
Tras abandonar la clínica, El Cañita vagó
durante horas por la ciudad. ¡Qué complicado era el corazón! Por un lado, tenía
ganas de correr al tentadero, porque sabía que, a esas horas, estaba Omar
entrenando sin el toro de mimbre; pero, por otro lado, reconocía que sería una
insensatez. Se paró ante el escaparate de una agencia de viajes. Un hermoso
cartel anunciaba un crucero por el Mediterráneo Oriental; Dubrovnik, las islas
griegas, Tierra Santa, Alejandría... Sí, sería muy feliz en tales lugares, y
más si le acompañaba alguna gachí de esas que todavía conseguían exaltarle la
líbido, aunque no tanto como la sargenta de Valladolid. Llenarse los ojos de
los hermosos panoramas de los lugares más míticos de la Historia aliviaría su
corazón.
Bronca.
Dos días antes de la novillada de
Colmenar Viejo, Omar decidió ir a la playa, a ver si la brisa del mar y el
calor le reanimaban, porque anticipaba que el fracaso de esa lidia iba a ser
sonado, dado que había perdido no sólo el impulso sexual, sino las ganas de
comer, que ya era decir.
Eligió la playa que había ante el
edificio donde vivía el Cañita, a ver si tenía la buena fortuna de que le viera
y se compadecía de él. Tomó un par de baños, retozando sólo un poco, porque
nunca se había atrevido a nadar mucho rato donde no se hacía pie. Permaneció la
mayor parte del día echado en la toalla boca abajo, acechando la puerta de
Manolo Rodríguez. En ningún momento lo vio salir ni entrar. Al anochecer, cayó
en la cuenta de que no había comido a lo largo del día y, lo más grave,
continuaba sin sentir hambre. Y más grave aún, en todo el día no había tenido
una sola erección a pesar de las numerosas muchachas que tomaban el sol en topless. Estaba perdido. El sueño del
toreo había terminado.
Cansinamente y cabizbajo, tomó el autobús de
vuelta a Cártama.
-¿Has ido a verlo? -preguntó su madre.
-No. Bueno, sí, pero creo que no estaba.
-¿Lo llamo yo?
-Ha terminao, mamá. No quiere ni verme.
-¿Cuándo vas a contarme lo que le
hiciste?
-Yo no hice ná. Es que...
-¡Que no hiciste ná!. ¡¡Que no hiciste ná!!.
Como si yo no te conociera. Don Manuel ha sido un santo pa ti, y ahora me dices
que, por las buenas, se ha convertido en un demonio. ¿Qué le habrás hecho?
-Ná, mamá. Sólo que yo...
Sin añadir nada, la madre marcó el número
de teléfono del Cañita. No obtuvo contestación.
-¿No tiene móvil don Manuel?
-Sí, pero casi siempre lo lleva apagao.
-Dame el número.
Lo marcó y tampoco hubo respuesta. Dejó
un mensaje:
-Don Manuel, soy Carmen, la madre de
Omar. Que, mire usted, yo estoy la mar de preocupá, porque el niño no me come,
casi ni habla y está de un enmorecío que da pena verlo. Yo no sé qué estropicio
le habrá hecho a usted, pero sea lo que sea, estoy segura de que ya está
arrepentido. Se lo juro por la Virgen de los Remedios. Hombre, haga el favor de
hablar por lo menos conmigo. El niño está más triste que un entierro y yo, ¿qué
quiere usted que le diga?; sé que se habrá ganao esto, porque hay que ver lo
sieso que es mi niño a veces, pero, mire, don Manuel...
Se echó a llorar y cortó la comunicación.
El padre, ocupado en la finquita que
tenía a medias con su hermano, no podía acompañarlo a Colmenar Viejo y fue la
madre la que decidió que viajaría con él. Cuando Omar se sentó en el Talgo 200
tras colocar la bolsa con el vestido y los trastes en el portamaletas, sabía
que la novillada de Colmenar Viejo sería la última. Otra vez devolverían vivos
los toros al corral y jamás querría nadie del toreo tener nada que ver con él.
-¿Qué le hiciste? -preguntó Carmen por
enésima vez en los últimos nueve días.
-Namás que...
-¿Qué?
-Ná.
-Si no eres lo bastante hombre pa decir
las cosas claras, no sé cómo tienes el valor de creerte que puedes ponerte
delante de un toro.
-Es que...
-Mira, niño, dímelo de una vez, o...
-Cogí una enfermedad de ésas...
-¡Te voy a matar! ¿Quién te la pegó?
-Unas guiris, en la playa de Ibiza.
-¿Más de una? ¡Niño!, pero tú qué te has
creído...
-No me puse eso... y...
Sin mediar palabra. Omar recibió cuatro
bofetadas. Encendido, agachó la cabeza.
-¿Todavía lo tienes?
-No; ya se me ha pasao. El Cañita me
llevó al médico y las inyecciones que me dio me lo quitaron en dos o tres días.
-¡Con razón! Todavía, encima se gastó el
dinero en llevarte a un médico... y seguro que era de los caros. Lo que tenía
que haber hecho don Manuel es dejar que te pudrieras vivo. ¡Eres un mamarracho,
niño! ¡Ya verás la que te va a dar cuando se lo cuente a tu padre...!
-No, mamá, por favor...
Llegados al modesto hotel situado frente
a la estación, la madre se sentó junto al teléfono. Estuvo marcando el número
del Cañita durante cinco horas, cada diez o quince minutos, y nunca respondió.
-Hay que ver la negación que eres, niño.
Ese hombre debe de estar pasándolo fatal, y a ver si no le habrá dado algo.
Capaz que está en el hospital, y sería por culpa de los disgustos que tú le
das.
Omar hizo un puchero y, sin poder
aguantarlo más, se echó boca abajo en la cama, llorando entre hipidos, tan
desconsolado y agitado como cuando era niño.
-Eso, ahora, llora. Está visto que no
tienes... ¡eso!
-Yo... no creía que... se iba a dar cuenta...
-Pero, majareta de mierda, ¿no has pensao
que no se trata de que no se dé cuenta?, que la cosa es que no hagas lo que no
tienes que hacer. Ese hombre te ha tratao mejor... que tu propio padre. Tó un
año aguantándote, tó un año consintiéndote... ¿A que no te ha puesto la mano
encima?
-¿Pegarme? ¡Qué va! A ver.
-Pues que sepas que yo le he dicho un
montón de veces que, de vez en cuando, te diera un guantazo, porque sé de más
lo vaina que tú eres, que no sé cómo puede caber tanta chalaúra en un corpachón
tan grande. Y el hombre, ha tenío la prudencia de no pegarte. Yo en su lugar...
-Mamá -suplicó Omar llorando a lágrima
viva-, yo no quiero torear mañana...
-¿Ahora vienes con ésas? ¿Qué quieres,
que encima tengamos que pagar la multa? Aunque tenga que llevarte a punta de
pistola, tú toreas mañana, ¡como que me llamo Carmen!
Omar se giró en la cama, quedando el
posición fetal; fingió que dormía para que su madre no continuara
mortificándolo. Todavía escuchó muchas veces cómo, en susurros, continuaba ella
intentando localizar al Cañita por teléfono. Poco a poco, insensiblemente, y
agotado por el llanto silencioso, fue quedándose dormido.
El Cañita estaba allí, en la orilla de la
playa que había bajo su casa, con los pantalones arremangados para que no se le
mojaran en el rebalaje. Vaya, menos mal; le sonreía.
-Soy un sieso, don Manuel.
-No lo sabes tú bien.
-Tengo tan mala pipa, que no sé cómo me
aguanta usted.
-Pues mira, ya que lo dices, sí que eres
un poquillo malapipa. Pero, ¿qué quieres que te diga?; te he cogío voluntad.
-Me gustaría que mi padre fuera como
usted.
-Si yo fuera tu padre, ya te habría
vuelto la cara del revés a bofetás.
Aunque el viejo forzaba una expresión
severa, sabía el muchacho que era fingida y que, en el fondo, sonreía. También
sonreía el sol, que caía sobre sus hombros como un manto de tisú dorado, porque
la confianza incondicional del Cañita le ungía como soberano de los ruedos, un
número uno como Dominguín en sus buenos tiempos. En una punta de la bahía, allá
por El Palo, las colinas se difuminaban por la calima húmeda como un espejismo
y, en la otra, la blanca Farola parecía a punto de marcarse unos pasos de
verdiales. Todo en el panorama sugería la placidez que estaba inoculándose en
su espíritu, una placidez nacida de la seguridad de que ese hombre todopoderoso
sería perpetuamente su amparo. Podía confiar en él, jamás le abandonaría.
Gracias a él, ascendería la escalera por la que se alcanzaba el paraíso donde
vivían los hombres que escapaban de la mediocridad. Sin él, si don Manuel no
hubiera tenido la ocurrencia de asistir a aquella boda celebrada con una capea
donde tuvo la fortuna de conocerlo, su destino hubiera sido el de un campesino
torpe, sin ambiciones ni consciencia de sus posibilidades.
-¿De verdad cree usted que voy a ser
figura?
-Pudiera ser, pero no quiero que sueñes
imposibles, porque luego llega el tercio de despertares y puedes encontrar
inesperadamente cerrada la puerta de los chiqueros y quedarte sin dientes del
topetazo.
-No me gustaría que se llevara usted una decepción
conmigo.
-De ti depende.
-Es que... si usted me echara, estaría
más perdío que el virgo de la Bernarda.
El Cañita sonrió.
-Mira, Omarito, ya eres casi un hombre, y
de aquí a un cuarto de hora ya no vas a necesitar a un viejo como yo para nada.
-¡Qué va, don Manuel! Siempre me hará
falta su sabiduría.
Cuando Omar descubrió que no estaba en la
playa, sino en la modesta cama del hotel, suspiró sonoramente y volvió a
llorar. Contuvo los gemidos y giró el cuello para contemplar a su madre en la
cama vecina. Dormía con los labios fruncidos. ¿Qué iba a hacer esa tarde, en
Colmenar Viejo, sin el blindaje que representaban las palabras que le gritaba
el Cañita desde el burladero?
Oropel
Era un manojo de nervios lo que ocupaba
el traje de luces tabaco y oro. Todavía en el patio, antes del paseíllo, Omar
Candela no paraba de rezar avemarías y santiguarse. No sólo devolverían el
novillo vivo a los corrales, sino que él iba a salir de la plaza con los pies
por delante. ¿Cómo podía torear con el ánimo más negro que un grajo? Si no
fuera porque saldría de la plaza entre entre dos policías, se negaría a hacer
el paseíllo.
Cuando dieron la señal de que el alguacil
estaba preparado, formó con los otros dos novilleros a la cabeza de las
cuadrillas con temblores en las piernas y andares vacilantes. Tras el primer
paso sobre el albero, le pareció que la plaza era tan grande como el mundo.
Había media entrada, pero para sus sentidos era como si los ojos de toda la
Humanidad estuvieran observándolo, severos e inquisidores. Sentía el impulso de
bajarse la montera, de manera que le embozara el llanto. Entonces, cuatro
brazos femeninos alzados, agitándose con vigorosos aspavientos, llamaron su
atención. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, se sorbió los mocos y
trató de enfocar la vista distorsionada por las gotas saladas. ¡Eran Marisa y
su tía! ¡¡Y al lado, el Cañita!! Recrudeció el llanto, pero el negro de su
ánimo se había vuelto luz.
Esa mañana, durante el sorteo, había
tenido suerte. El novillo que le tocaba en primer lugar era noblote y podía
tener buena lidia si no lo malograba con su falta de experiencia. Mientras lo
miraba siete horas antes, pensaba sólo en la pena que iba a ser que se
desaprovechara. Ahora, decidió empeñar los cinco sentidos en que fuese el mejor
toro de su vida. Lo recibió a porta gayola con una larga cambiada de rodillas
que puso inmediatamente a la plaza en pie, con un alarido más angustiado que
apreciativo. Los tres capotazos que dio a continuación bastaron para que las
aclamaciones se escucharan en Cártama. Permitió que sus compañeros disfrutaran
sus quites, porque el toro era una perita en dulce, pero clavó en el mismísimo
centro del cerviguillo los tres pares de banderillas.
Cuando sonó el clarín, se quitó la
montera. Sabía que la tradición obligaba a un debutante a brindar al público,
pero eso podía hacerlo también en el segundo. Montera en mano y con la cabeza
gacha, se acercó al tendido donde el Cañita acompañaba a las vallisoletanas. Se
subió al estribo y adoptó una postura muy humilde para decir en dirección a
Manuel Rodríguez:
-Yo era un niño, y llegó usted pa
convertirme en hombre. Yo era una mierda, y llegó usted pa que sirviera pa
algo. Yo no sabía ni donde tenía la jeta, y llegó usted y tuvo la paciencia de
bregar con el pedazo de penco que yo soy. Le juro por mi sangre que usted es mi
padre y mi dios. Va por usted, don Manuel.
Cuando el Cañita recogió la montera al
vuelo, la besó.
Dos orejas y rabo, el primero de su vida.
Y tres vueltas al ruedo. Ensordecedores aplausos y, de nuevo, un empinamiento
mientras corría ante los tendidos. Y el Cañita que bajó al callejón a abrazarle
sin para de exclamar elogios, aunque le dijo sin soltar el abrazo:
-Te cortaré la polla si lo vuelves a
hacer.
-Le juro...
-No jures, chiquillo; tú haz las cosas
como un hombre. Y ahora, tienes que componer el patinazo que acabas de cometer.
-¿Qué quiere usted decir?
-Esas dos mujeres han venido de
Valladolid expresamente a verte, y ni las has mirado.
-¡Coño! No me acordaba. Ni las vi.
El Cañita sonrió. Sabía cuál había sido
la razón de la ceguera.
-Pues bríndales tu segundo.
-¿No tengo que brindarlo al público?
-Sí. Pero, primero, vas y se lo brindas a
las dos sin darles la montera y, luego, lo brindas al público en el centro de
la plaza, y ten cuidado de que la montera caiga bien, pa abajo, que no puedes
meterle el malbajío a la tarde que has empezao tan bien. ¿Has estao en ayunas
de coño las últimas cuarenta y ocho horas?
-¿Cuarenta y ocho horas? ¡Desde el lunes
de la semana pasá, doce días! Y, sabe usted, tenía tanto cabreo, que ni me he
acordao.
El Cañita reprimió su impulso de entrar
también en confidencias; no podía corresponder el relato con el de su visita a
la clínica y los consejos del médico. Sonrió, amagando un puñetazo en la
barbilla del joven.
-Pues acuérdate de agradecer a esas
muchachas el esfuerzo -tras una pausa, añadió: -¿Sabes una cosa, niño? Venir
aquí ha sido una prueba. Si llegas a rajarte y no apareces, jamás en la vida
habrías vuelto a verme el poquillo de pelo que me queda.
Pasodobles
-Esa niña me gusta pa ti -dijo la madre
cuando volvían al hotel, en el coche del Cañita.
-A mí también, mamá.
-¡Qué pena que vivan tan lejos! -lamentó
el apoderado.
-¿No decía usted que los toreros no
tenemos casa?
-¡Niño! -protestó la madre.
-Voy a procurar conseguir muchas novillás
en los alrededores de Valladolid. A mí también me vendrá muy requetebién.
-Sí -afirmó la madre-, ya he notao que
Isabel le da picores.
-¡Urticaria! -bromeó el Cañita- ¿Sabe
usted, doña Carmen?, la soledad es mu mala.
-¡Po anímese!
-Tengo quince años más que ella, doña
Carmen.
-¿Y eso qué es? Échele valor, don Manuel,
que las mujeres entedemos de mujeres. Usted le interesa.
-¿Usted cree?
-¡Digo!
Manuel Rodríguez sonrió ante el gesto de
la madre de Omar, un mohín de convicción senequista e inapelable, sabio como la
experiencia del tiempo. Carmen estaba dotada del tinte matriarcal que adoptaban
muchas mujeres andaluzas que, por el trabajo de sus maridos, se veían aupadas a
la dirección efectiva de la hacienda y vida de sus hogares, y por ello, y sin
más nociones que las proporcionadas por las visicitudes cotidianas, se
conducían con sabiduría. ¿Tenía razón? ¿Podía Isabel sentir alguna clase de
inclinación por él? De ser así, sería un regalo inesperado para una vida que,
desde que enviudara, había considerado extinguida.
Dada la modestia de donde habían dormido
la noche anterior, el apoderado les obligó a cambiarse a un hotel más cómodo.
En el que eligieron, no disponían de habitaciones dobles. Ocuparon tres
individuales.
Cuando se quedó a solas, habiendo
recuperado el ánimo, Omar sintió el peso de los doce días de ayuno. Bastó
pensar en ello para que rebrotara la erección, casi dolorosa de tan rígida, que
no había tenido durante los últimos días, al menos en estado de vigilia. La dureza
palpitante y apremiante que emergía del calzoncillo lustrosa y agitada por la
urgencia, le desvelería. ¿Qué podía hacer? No conseguía dormir; era demasiada
excitación, y no sólo sexual. Todo se había solucionado cuando creía que estaba
acabado: Carmen le había prometido, con una sonrisa de comprensión, no hablarle
al padre de la gonorrea, el Cañita volvía a estar de buenas y se mostraba mucho
más confiado que nunca en relación con su porvenir taurino, había tenido el
mayor triunfo de su carrera, tres orejas y un rabo, y de nuevo era un hombre
con lo que tenían que tener los hombres. Dio vueltas y más vueltas sobre la
cama, lanzando patadas a la sábana porque de repente sentía mucho calor. ¡Es
que hacía mucho calor! ¿No estaría la calefacción encendida? Alzó la cabeza
para mirar hacia el radiador y en ese momento se abrió la puerta. No recordaba
haber encendido la luz, pero la habitación se encontraba fuertemente iluminada.
Muy sonriente, entró una mujer con el
índice sobre los labios, indicándole que callase. Tenía los ojos azules, muy
claros, animados por una risa maliciosa y cómplice; el pelo era negro como el
carbón; la boca, con su permanente sonrisa, igual que un pastel de fresas; un
cuello longuíneo y alabastrino como el de una diosa, servía de basa al óvalo
estatuario de su cara. Lo más sorprendente era su ropa: Una especie de túnica
de tisú plateado de seda, larga hasta los pies y cegadora de tan
resplandeciente, muy escotada, dejando apreciar buena parte de los pechos y
dibujando con nitidez los relieves y profundidades del vientre y el arranque de
los muslos, sensuales y provocativos. No usaba zapatos. Bastó un suave
tironcito de algo como un cordón que tenía en el hombro, y el vestido cayó al
suelo, revelando una desnudez carente de ropa interior propia de la estatua más
idealizada. Sin dejar de sonreir de aquella manera, que era como si ambos
participasen en un delito y hubieran sellado un pacto, entró en la cama y se
puso a horcajadas sobre sus caderas. Omar observó que no tenía el slip, pero no recordaba cuándo se lo
había quitado, tan grande era su sopresa y tan intensa su anticipación. La
penetración fue instantánea, muy profunda, y lo que aquella mujer tenía en la
vagina no se parecía a todas las que había conocido hasta entonces. Había dentro
algo como dulce de algodón, cuyos hilos cosquilleaban cada uno de los poros del
pene enhiesto; se trataba de un placer enloquecedor, más allá de todo lo
imaginable, pero contrariamente a su costumbre y a pesar de los doce días de
ayuno, no se produjo el primer estallido, el aperitivo con que empezaban todas
sus relacione sexuales, y consiguió resistir. El placer era absoluto, como si
tuviera consciencia de todas las moléculas del pene por separado y todas ellas
se agitasen en un océano de felicidad.
Ella se movía con extrema lentitud, como
si no pesara y flotase en el aire. Bombeaba, se retorcía, agitaba la vulva para
hacerla chocar una y otra vez contra su pubis, pero lo hacía muy
parsimoniosamente, arriba y abajo, izquierda y derecha, círculo, y sus movimientos
se parecían a los de Greta cuando flotaba en el agua, con la misma cadencia
ondulante a causa del movimiento de las olas, pero más lentos. Parecía que la
brisa fuese la que regía y originaba sus movimientos.
La penetración se prolongó un tiempo increíble;
le parecieron horas y más horas, y cuando el orgasmo alcanzó a Omar, lo hizo
sin violencia, sin sudor, sin ruído, un orgasmo que descendió en seísmos por la
nuca, estremeció sus vértebras y repercutió en sus caderas como el movimiento
telúrico que acompaña el estallido de un volcán. Mientras saltaba el río de
lava, supo que que sus muslos, glúteos y vientre eran tranqueteados por las
convulsiones, pero ni siquiera esto modificó la postura ni el plácido gesto de
la mujer. Acabadas las sacudidas, ella lo contempló con la misma mirada de
comunión, de intimidad solidaria, como si pudiera comprender cómo era cada una
de sus sensaciones y las compartiese. Sacudió un poco más la pelvis y estrujó
la vulva, para extraerle las últimas gotas, y con la misma suavidad, se retiró
de él.
No las había escuchado entrar, ni
siquiera las había visto, pero ahora había otras dos mujeres muy semejantes a
la primera, aunque su ropa no era de tisú de plata sino de gasa transparente
muy vaporosa, la de la izquierda, azul y la de la derecha, celeste. Ésta con el
mismo dorado color de pelo que Marisa y la otra, morena como el azabache de los
alamares del vestido goyesco que el Cañita le señaló una vez en el museo
taurino, prometiéndole que antes de los veinte años vestiría un traje igual en
la corrida goyesca de Ronda. Con idéntica suavidad y con sonrisas como las de
la primera mujer, que ahora no sabía dónde se encontraba, se acercaron a la
cama y se soltaron los vestidos, también mediante el cordoncito del hombro;
tampoco usaban ropa interior. Salvo por el hecho de que sus caras eran
diferentes, sus cuerpos parecían gemelos: Enormes pechos erguidos, como si
tuvieran éter en el interior que los hiciera levitar; caderas redondas, piernas
tersas como el cristal, cinturas breves, hombros y brazos sinuosos. Giraron al
unísono, con acompasamiento de ballet, para que pudiera recrearse en la
contemplación, y avanzaron de nuevo hacia la cama. En vez de situarse encima,
se arrodillaron en el suelo y, una a cada lado, se pusieron a chuparle los
pies. Vio que el pene comenzaba a recuperar la rigidez, todavía morcillón pero
moviéndose visiblemente hacia la plenitud. Cuando las dos mujeres llegaron con
sus labios a las caderas, la erección era de nuevo completa y en unos instantes
llegó a ser aún más vigorosa que la de antes, más férrea; ellas siguieron
avanzando hacia arriba sin tocar ni prestar atención al pene, y ahora, además
de lamer, le daban suaves mordisquitos por el pecho, los costados, las axilas y
el cuello. La de la izquierda le mordió los labios y lo besó de tal manera, que
intuyó que podía absorber todo su interior, mientras la de la derecha le mordía
un pezoncillo y le apretaba el otro delicadamente con la mano. Abandonado al
delirio de tales caricias, no advirtió que la primera había vuelto a subirse a
la cama y de nuevo se produjo la penetración; en vez del dulce de algodón de la
primera vez, lo que sentía ahora se parecía más a pulpa de fruta, cálida pero
exquisitamente blanda y acariciadora. Sentía la presión, pero no opresión.
Sentía placer, pero no apremio. Se movía con la misma lentitud y levedad, pero
cada una de las acometidas de su vulva se extendía en oleadas electrizantes que
le alcanzaban hasta las uñas de los pies y el pelo. Curiosamente, sentía por
separado los tres placeres: El que le proporcionaba la que estaba penetrando,
el del beso y el del mordisco en el pecho. Sintió algo más; una lengua le lamía
el cuello y la nuca, pero no tenía ni idea de en qué momento habría entrado la
cuarta mujer, ni siquiera sabía qué ropa llevaba, el color de su cabellera ni
su aspecto.
El placer alzanzaba todos y cada uno de
los rincones de su cuerpo, los hombros, las yemas de los dedos, la punta de la
nariz, las rodillas, los tobillos y la planta de los pies; un placer tan
definitivo, que no sólo no le urgía alcanzar el orgasmo sino que ansiaba que
pudiera retardarse eternamente.
Comprendió que tal cosa era imposible
cuando empezó a sonar en su cabeza una especia de melodía escuchada en un
prado, lejana, interpretada por un caramillo. La intensidad del sonido fue
aumentando y se convirtió primero en música de violines, a los que después se
sumó un piano y, más tarde, era un enorme órgano de catedral que hacía vibrar
las paredes y, al añadirse las campanas que tocaban a gloria, volvió a
funcionar el surtidor, un géiser tan impetuoso, que tenía, por fuerza, que
haber llegado a lo más profundo de las entrañas femeninas. El semen se mezcló
con la pulpa de fruta, componiendo una masa gelatinosa y cálida que al
deslizarse y caer por toda la longitud del pene era como si lo acariciaran
millones de suavísimas plumas.
Ahora se habían puesto las cuatro de pie,
dos a cada lado de la cama. Sonreían con la misma placidez que la primera tras
el orgasmo anterior, y todas parecían comprender e interpretar sin ningún
género de dudas el alboroto de las moléculas de su sangre. Notó que entraban
más personas y, por un momento, sintió angustia. Tres nuevas mujeres, cubiertas
de túnicas de satén blanco, y dos hombres, éstos completamente desnudos. No
deseaba que hubiera hombres en la habitación, mas ello ignoraron su presencia
en la cama. Se parecían a los actores de las películas de romanos, no tenían
vello en el cuerpo, ninguno, ni en el pecho ni en los brazos, ni en las
piernas, y su pelo colgaba en guedejas amarillas onduladas. Tomaron a dos de
las nuevas mujeres, les arrancaron a jirones las túnicas y las penetraron de
pie, instantáneamente, obligándolas a apoyarse contra la pared. La tercera de
las recién llegadas, se aproximó hasta él, se izó en la cama, le forzó a alzar
los hombros casi hasta quedar sentado y se introdujo en el espacio resultante,
obligándolo a echarse de nuevo, ahora sobre su regazo. Inclinó el torso hacia
su cara, ofreciéndole los pechos para que él los lamiera.
Los dos hombres comprimían con demasiada
violencia sus glúteos, el movimiento de sus caderas era casi brutal, de manera
que las dos mujeres levitaban entre ellos y la pared, elevándose a cada
acometida, pero sin quejarse. Todo ocurría en un silencio extraño. Los pechos
llegaron a presionar sobre su rostro y dejó de ver tanto a las dos parejas como
a las cuatro mujeres que continuaban de pie a ambos lados de la cama. Cegado
por la extraordinariamente cálida masa de carne, ahora ya no era capaz de
entender lo que ocurría. Sentía bocas múltiples sobre el escroto, sobre el
pene, que, increíblemente, estaba aún más rígido que las otras dos veces; sobre
el vientre, entre las piernas, en el ombligo. Parecían cientos de bocas las que
besaban, chupaban y mordían las piernas, los muslos, los brazos, los músculos
dorsales, el pecho. Las lenguas que se agitaban dentro de sus orejas podían
hacerle perder la razón; ambas bocas abandonaron las orejas para lamerle el
cuello y morderle, mientras otra boca lo besaba introduciendo la lengua casi hasta
la garganta. Sentía ahogo sin ahogarse. Sus estertores no eran de sufrimiento,
sino de arrebato intergaláctico. Perdió la noción de lo que estaba arriba y
abajo, ni siquiera sentía la presión de su cuerpo contra la sábana, porque le
parecía estar suspendido en el espacio, y la fuerza que le hacía levitar era la
succión de las bocas, una de las cuales se tragó el pene. La inmersión fue tan
repentina y tan profunda, que sintió los labios de esa boca jugar y aprisionar
el vello púbico.
Sí, de alguna manera, las cinco mujeres
le sostenían en el aire, aunque no fuera capaz de sentir las manos que
sujetaban y alzaban sus miembros, porque su atención estaba completamente
obnubilada por la caricia profusa y múltiple de los labios. Ahora ya sentía las
bocas incluso en los glúteos y en la espalda, sin dejar de sentirlas en la
cara, el cuello, el pecho, el escroto y el pene. Tras los párpados cerrados,
vio una luz que fulguraba lejana y que se iba aproximando muy lentamente. El
resplandor no cegaba, pero la luz era la más intensa que había contemplado
jamás, como si fuese capaz de mirar cara a cara al sol. Sabía que esa luz iba a
acompañar el estallido de semen, que sentía avanzar a través de todas las
terminales nerviosas, y sabía también que el surtidor alcanzaría tal fuerza,
que podía llegar al techo. Pero se retardaba, iba a demorar minutos, tal vez
horas, un tiempo sublime transcurrido el cual se desintegraría su cuerpo,
porque era imposible que nadie pudiera sobrevivir a tanto placer.
Avanzaba la luz y, ahora, sentía
juguetear una lengua en su ano, como hiciera aquel travesti con el cual le
gastó el Cañita la peor broma que recordaba. Simultáneamente, dos bocas
degustaban cada uno de sus testículos y otra succionaba el bálano como si se
tratara de un tornado. Quiso gritar, rogarles que le permitieran llegar al
estallido de la luz, pero tenía la boca ocluída por otra lengua y otras dos
bocas mordíam con fuerza sus tetillas mientras otra más le mordía el ombligo.
"Parad, por favor, o llevadme a la
gloria de una vez"
Entonces, ocurrió. Primero fue un
remolino de estrellas de colores sobre la luz que avanzaba. A continuación,
cada una de las estrellas estalló en puntos pirotécnicos. Siguió la explosión
de una supernova que lo cegó completamente, aunque estuviera con los ojos
cerrados.
En ese instante, comprendió que se
encontraba suspendido en el aire sin la ayuda de las cinco mujeres.
Efectivamente, flotaba, con los pies y la cabeza un poco caídos y las caderas
emergidas, alzadas hacia un punto del infinito donde alguna fuerza sobrenatural
había concentrado todo el placer del universo. El estallido de la supernova
resultó insignificante, comparado con la prodigiosa cascada de semen que flotó
en el vacío y se alzó como si no existiera gravedad.
No se agotaba. Fluí a y fluía, el
surtidor blanco se elevaba hacia alturas incomprensibles y volvía a caer sobre
su vientre con abandono ingrávido. Era tan definitivo el placer, que ahora
rugió. Fue un bramido mucho más intenso que el de un toro, como el de cien
toros, que resonó en ecos pasillo adelante, más allá de la puerta.
Fue su propia voz lo que le hizo
despertar. Repentinamente a oscuras, no comprendió lo que sucedía, pero las
convulsiones que todavían agitaban su vientre le hicieron volver a la realidad.
Pulsó el interruptor de la luz. El semen de doce días de ayuno empegostaba la
sábana, las piernas, las manos y formaba una especie de laguna en su ombligo
que abarcaba buena parte del vientre.
Sin poderlo evitar, soltó una carcajada.
Se escucharon carreras en el pasillo y, a
continuación, sonaron golpes apremiantes en la puerta y la voz del Cañita:
-Niño, abre, ¿qué te pasa?
Omar asomó únicamente la cabeza para
asegurarse de que el apoderado estaba solo, ya que le parecía haber escuchado
las carreras de varias personas en dirección a su habitación.
-¿Qué te ha pasao, por qué has gritao de
esa manera?
-Un sueño namás, don Manuel. Y dése usted
cuenta si no era verdad lo que le había dicho del ayuno de doce días. Mire.
Señaló su vientre y sus mulos bañados de
semen, descolgándose en gotas copiosas que caían sobre la moqueta.
-¡Osú, niño! Tú no eres un hombre, eres
el milagro del maná en el Sinaí.
Natural
A causa de la fatiga del viaje de ida y
vuelta a Madrid, por la alegría del triunfo y comprensivo con las tensiones que
el muchacho había pasado estando disgustados, Manuel Rodríguez permitió a Omar
descansar el lunes siguiente y, como los martes no tenían jamás entrenamiento
ni había otras cosas que hacer, no se volvieron a ver hasta el miércoles.
-Nos han salío otras cinco novillás,
niño. ¡Esto marcha!
-¿Superaré este verano el récord de
Jesulín?
-¡Tú estás loco! Ni este verano, ni
nunca. Es una locura torear tanto. Las cosas hay que hacerlas con tino. Lo que
sí es que, si redondeas en junio dos tardes más como la de Colmenar Viejo,
trataría de organizarte la alternativa pa la feria de Málaga.
-¿Cree usted? -esa posibilidad le
maravillaba y horrorizaba a la vez.
-Sí, niño. Los novillos son poca cosa si
tenemos en cuenta tu fuerza y tu tamaño. Necesitas jugártelas con toros de verdad.
¿No ves que, si no se te mira esa cara de mocoso, tu cuerpo es el de un tiarrón
hecho y derecho? Desde los tendíos no se aprecian las caras, sino las hechuras,
y el grosor de tus piernas, tus hombros y... lo que tú ya sabes, hace creer de
lejos que eres un tío de treinta años. De aquí a ná, la gente va a empezar a
decir que eres mu viejo pa seguir de novillero.
-¡Don Manuel, que todavía no he cumplío
los dieciocho! Me faltan cuatro meses y medio.
-¿Qué le vamos a hacer? Lo que importa es
lo que parece, y tú pareces ya el padre del Juli. Hala, a entrenar, que tienes
que mejorar las chicuelinas y las manoletinas. Arza. Trabaja también un poco
los afarolaos, que bajas la mano mu pronto. Mañana dedicaremos tó el día a las
estocás.
-Yo... quería preguntarle una cosa.
-Larga.
Omar titubeó, carraspeó, cargó el peso
sobre una pierna y, luego, sobre la otra. Finalmente, se decidió:
-Que yo quiera ser como don Juan no
estorba a los toros, ¿verdad?, siempre que no folle dos días antes de las
corrías, ¿no?
-Más o menos.
-Es que ya no tengo ganas de putas, don
Manuel. Preferiría saber que las trajino por las buenas, ¿sabe usted? Que no
sea por dinero.
-¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
-Pues... que si puede usted adelantarme
algo. No se cabree. Reconozco que todavía no ha recuperao usted la inversión,
pero si pudiera... en fin.
El Cañita mantuvo la expresión adusta,
pero estaba sonriendo por dentro. Concedió con benevolencia:
-Veinte mil pesetas a la semana. Ahora y
siempre... hasta que pase un tiempo... Quiero decir que, hasta que no tengas
veintidós o veintitrés años, el dinero se lo daré íntegro a tu padre. ¿Tienes
algo que oponer?
-No, don Manuel; lo que usted diga.
-Pero nunca te acostarás más tarde de las
doce y media de la noche. Mira que tu madre está compinchá conmigo, y te voy a
controlar. Y otra cosa, niño: que no necesitas demostrarte que puedes
conquistarlas sin dinero; ¿es que no está colaíta por ti la muchacha de
Valladolid?
Toreaba el domingo en Lucena y, antes,
tenía que pasar cuarenta y ocho horas de cuarentena. Sólo disponía de las
noches del miércoles y el jueves para el sexo, de manera que no podía dejarlo
para mañana. El apoderado lo llevó en el coche hasta las proximidades del paseo
marítimo, donde le dio un último consejo:
-Mira, Omarito; ten una mijilla de
tiento, que ni toas las mujeres son putas ni se acuestan por las buenas con el
primer semental que se les cruza en el camino. Trata de ser fino, no insistas
cuando veas que no te dicen que sí a la primera de cambio, ten cuidao de que no
se te noten las ansias. A las muchachas decentes hay que cortejarlas, decirles
cosas bonitas y no puedes tocarles las tetas si antes no has notado por mil
detalles que ellas quieren que se las toques. ¿Vas comprendiendo?
-Sí, don Manuel. Pero... ¿y si no me
salen esas palabras bonitas?
-Las mujeres consideran que son bonitos
todos los elogios y lisonjas que puedas inventar: Que es la más guapa que has
visto, que hay que ver cómo sonríe, que sus pestañas son como cañas de
pescar... Pero no vayas a decir "¡vaya par de tetas que tienes!" o
"el olor de tu coño me vuelve loco". ¿Lo coges?
-Creo que sí. Condiós don Manuel... y
muchas gracias.
Guardó diez de las veinte mil pesetas que
le había dado el Cañita en uno de los pliegues ocultos de la cartera y las
otras diez, en el bolsillo del pantalón. El pub
donde había estado con el Cañita y Lola, aquella belleza de Vélez, le parecía
territorio conocido y, por ello, fue el que eligió. Mientras entraba con no
demasiada confianza, se preguntó cómo habría quedado de desfigurado el mirón
del malecón, el que había perdido la nariz de tanto asomarse para satirearles a
Lola y a él. Sonrió.
Unas quince personas ocupaban las mesas y
todas iban en parejas o en grupos, ninguna chica sola, pero intentar atreverse
a entrar en un local donde nunca hubiera estado quedaba descartado. Esperaría.
¿Qué podía pedir en la barra?
-Un Trina de naranja.
¡Digo! ¡Quinientas pesetas un Trina!
Tenía que andar con cuidado para no quedarse parruli en una noche, y estirar el
dinero todo lo que pudiese, por si acaso las cosas rodaban mal y tenía que ir
al puticlub. Sentía hambre, pero si pedía un bocadillo en ese sitio tendría que
solicitar una subvención al gobierno. Engulló afanosamente el platillo de
frutos secos, que supuso que sería gratis.
-Hola, oye, tenemos una discusión mis
amigos y yo. ¿Tú no eres mataó?
La que se lo preguntaba era una muchacha
de cara algo sosa, con sus pecas y sus ojos de catequista, pero lo que abultaba
su camiseta era muy prometedor, un par de cosas como las de Magrit aunque a
tono con su menor altura. Llevaba el pelo muy corto, estilo que no le parecía
atractivo, pero sonreía con dulzura. La había mirado de pasada al entrar, sin
prestarle demasiada atención porque se encontraba sentada con otra muchacha y
un muchacho. Consideró que no era un buen comienzo que conociera su profesión
de antemano, pero tampoco quería mentir.
-Novillero.
-¡Lo sabía! Toreaste en Nerja, ¿no?
-S...sí -sentíase más cortado que nunca
frente a cualquier mujer. Claro, que no se trataba de una mujer experta, como
todas las que había tenido entre sus brazos, sino de una muchacha decente,
alguien a quien, de acuerdo con las indicaciones del Cañita, debía respetar
antes que desear.
-He ganao la apuesta -anunció ella,
triunfal- ¿Quieres sentarte con nosotros?
-Allá voy.
-Perdona, no me acuerdo de cómo te
llamas.
-Omar, ¿y tú?
-Viky -ya habían llegado junto a los
otros dos-. Escuchad, yo tenía razón. Es torero y se llama Omar. Te presento a
Toñy y Juan Carlos.
-Mucho gusto -dijeron los dos al únisono.
-Bueno -dijo Viky-. Ahora, tenéis que
pagar la apuesta.
-Está bien, tía -dijo Juan Carlos-. ¿Qué
queréis tomar?
-Un cubata de Larios -dijo Viky.
-¿Y tú? -preguntó el muchacho a Omar.
-Tengo todavía el refresco por la mitad.
-¿Un refresco? -ironizó Juan Carlos-. ¿Tú
qué eres, un seminarista? Tómate un pelotazo, tío; pago yo.
-Otro día. Mañana tengo que entrenar en
el tentaero.
-¿Así de controlada es la vida de un
novillero? -se interesó Viky.
-¿Controlada? Pues, no sé -en realidad,
Omar no entendía lo que significaba la pregunta-. Lo único que sé es que me
tengo que levantar a las siete pa poder llegar a las ocho y media, andando, al
tentaero, que está a cuatro kilómetros de mi casa, y me gusta estar fresco.
-Yo creía que los toreros estabais tós
podríos de pasta -dijo Juan Carlos- ¡Andando pa el tentadero! ¿No has ganao pa
un coche?
-No lo sé. Pero, igual, no puedo sacar el
carné. Tengo diecisiete años.
-¡Diecisiete! -exclamó Toñy- ¡Venga ya!
-¿Seguro que tienes diecisiete? -se
admiró Viky.
-¡Claro!
-Vaya un caramelito -afirmó Toñy.
Juan Carlos sonrió con picardía. Le hizo
a Viky una señal que Omar no supo interpretar, pero, a continuación, ella se
arrimó en el asiento un poco más, hasta que las piernas de los dos dos quedaron
muy juntas. Omar tuvo un sobresalto; el pene se le había disparado en el
pantalón hasta la rigidez instantánea. No quiso ni mirarse, temiendo que se
dieran cuenta, aunque la escasa iluminación ayudaba a embozar la prominencia.
-¡Qué penita! -bromeó Viky, pasándole los
dedos por la barbilla-... tener que estar como los futbolistas, sin beber ni
trasnochar, tan sacrificao por los toros. ¿Te controlas tanto con todas las
demás cosas?
Omar supuso que podía referirse al sexo,
pero recordó el consejo del Cañita y prefirió ignorar la alusión, no fuera a
meter la pata. Dijo:
-Hay que estar en buena forma. Los toros
son una cosa mu seria.
-Yo creía que tenías lo menos veintidós o
veintitrés años -aseguró Toñy-. Siendo tan joven, estarás casi empezando, ¿no?
-Omar asintió-. Entonces, a lo mejor llegas a ser mu famoso.
-Lo voy a intentar. Me están saliendo
muchas novillás... ¡y pagás! El año pasao, mi apoderado tenía que pagar pa que
me dejaran torear.
Durante la hora siguiente, Omar,
deslumbrado porque aquellas tres personas se interesaran tanto por sus cosas,
les contó todo lo que sabía de su profesión y los avatares de su corta
biografía taurina, omitiedo cualquier referencia a las experiencias sexuales.
Cuando tenían los vasos vacíos y Omar había consumido todos los platillos de
patatas, aceitunas y frutos secos que el camarero les había llevado, dijo Juan
Carlos:
-Nosotros -señaló a Toñy y a él mismo-
pensamos dar una vuelta. ¿Queréis venir?
-¿Tú qué dices? -preguntó Viky-. Como
llevas esa vida de cura...
-¿Es mu lejos? -preguntó Omar.
-No -respondió Juan Carlos-. Vamos a
subir a Gibralfaro, que está ahí mismo. Arriba, hay unas vistas acojonantes.
-Entonces, voy con vosotros.
El monte, coronado por una fortaleza
morisca, se encontraba tan sólo a unos cuatrocientos metros del pub. Durante la escalada por senderos
empedrados entre jardines y pinos, Omar se adelantaba a los tres a cada paso.
Al darse cuenta, contenía las zancadas y trataba de acomodarse al ritmo del grupo, comprendiendo que ellos no
estaban tan bien entrenados como él, pero en seguida volvía a acelerar.
Presentía que en la cima le aguardaba algo más interesante que los panoramas.
Igual que había hecho don Juan Tenorio, ahora subía a un castillo donde dejar a
alguien un recuerdo; si no se equivocaba, Viky ansiaba tanto como él llegar a
la cima y conservar el recuerdo. Reconocía no poseer perspicacia suficiente
para apreciar matices sutiles, pero las alusiones, los gestos y la conducta de
la muchacha no le hacían sentirse culpable por sus intenciones, pues no parecía
una doncella tan recatada como para sufrir al sentirse burlada. Porque este
aspecto de las hazañas de don Juan le causaba desazón; el gachó se vanagloriaba
de haber metido la ruína en un montón de familias. Claro, que se trataba de
otra época; en los tiempos presentes, don Juan lo habría tenido más fácil,
puesto que la idea que tenía la gente de la decencia no era tan estúpida como
la de entonces; lo que, tal vez, habría disminuído el interés de quel tipo
vestido con bombachos, puesto que, por sus palabras, daba la impresión de
follarse a las tías sólo para poder jactarse después de la "memoria
amarga" que dejaba. De todos modos, no deseaba en modo alguno perjudicar a
nadie. A él, que le dieran un par de buenos polvos, y tan a gusto.
-Mira, ¿no te parece cojonudo? -le
preguntó Juan Carlos, señalando el paisaje, para lo cual había dejado sólo un
segundo de besar a Toñy.
Se encontraban en un mirador, cercano a
la fortaleza. Abajo, casi toda la ciudad, las arboledas, las dársenas del
puerto, las playas de La Caleta, La Malagueta y San Andrés, y la plaza de
toros. ¿Cuándo podría torear ahí? La contemplación del paisaje le emocionaba,
pero no sabía cómo calificarlo. ¿Valdría usar la misma palabra que Juan Carlos,
"cojonudo"? El Cañita le había aconsejado que no dijera palabrotas.
-¡Es casi tan bonito como la finca donde
entreno! -fue el único superlativo que se le ocurrió.
Los otros tres se echaron a reír. Se
preguntó dónde estaría la gracia. Viky le agarró la mano y jaló hacia la
milenaria muralla, adelantándose a los otros dos, que se rezagaron. La cima
estaba próxima... y en la cima se aproximaría también la ocasión de dejar
recuerdo de él.
-¿Te gusto? -preguntó Viky.
-Eres mu graciosa.
-¿Sólo eso? -ella pareció decepcionada.
-¡Tienes...! -Omar se contuvo, pero la
mirada se le deslizó hacia las incitadoras prominencias de la camiseta.
Ella notó la mirada, lo que alarmó al
novillero. Pero Viky sonrió.
-¡Osú, tós los tíos pensáis en lo mismo!
-refunfuñó con humor.
-Estás mu bien. Yo...
-¿Quieres besarme?
En vez de responder, lo hizo.
-¡Estás de un buenorro que crujes! -alabó
Viky.
-Tú estás mejor.
-¿De verdad?
-¡Claro!
Y, sintiéndose alentado, la envolvió en
un abrazo. Como no podía ser de otro modo, ella sintió al instante lo que el
pantalón contenía.
-¿Tienes?
-¿El qué?
-Goma.
-¡Claro! A ver.
-Vamos al otro lado del castillo -sugirió
Viky-. Allí hay menos luz.
Siguieron la línea de la muralla,
rodeándola hasta un punto donde los pinos eran más abundantes y frondosos, y el
paisaje vislumbrado a través de las ramas era la zona opuesta al puerto, el
norte de la ciudad. Cuando ella se detuvo, casi recostándose contra la ciclópea
pared de piedra, Omar dudó. ¿Podía bajarle los pantalones vaqueros y hurgar en
sus bragas, o tenía que esperar a que ella comenzara a desnudarse? De repente,
comprendió que el brillo fulgurante de las oportunidades que el toreo le
otorgara durante el último año, al mismo tiempo le había cegado para las
experiencias propias de su edad. No sabía cómo tenía que comportarse con una
muchacha que no fuera una prostituta o una casada insatisfecha. Antes de que
surgiera una novillada cerca de Valladolid y, con ella, la ocasión de intimar
con Marisa, debía recuperar el tiempo perdido. Intuyó que Viky notaba su
indecisión, porque, tras un paréntesis durante el que lo escrutó sonriente,
comenzó a aflojarle el cinturón. Fue la señal de partida. Al instante
siguiente, Omar desabrochó el pantalón femenino y lo bajó hasta medio muslo.
Lo que siguió era completamente diferente
de lo experimentado hasta entonces. La Nancy, Lola, la marquesa de Benaljarafe,
eran incendios poderosos desde el principio, una hoguera ya encendida antes de
abrazarlas. Con Viky no era así. Ella actuaba con la misma timidez que él, poco
a poco, tanteando, sin desbocarse en busca del pene erecto. Curiosamente, esta
actitud tenía un efecto sedativo, pues vio, con sorpresa, que no iba a estallar
en cuanto la penetrara; sabía que aguantaría hasta que ella comenzara a
convulsionarse. Esta constatación le hizo sentir confiado de un modo
desconocido; de repente, se sentía experto, capaz, controlaba con autoridad y
no con abandono lo que habría de suceder, cuya secuencia se le iba revelando en
la mente como los fotogramas de una película.
Besó primero los labios, beso en el que
ella le correspondió de manera gradual; sólo después de unos minutos abrió los
labios para permitirle hurgar dentro con la lengua. A continuación, besó los
ojos y, recordando la recomendación del Cañita, dijo:
-Tienes las pestañas como cañas de
pescar...
Ella sonrió con gran intensidad.
-Gracias -murmuró.
Ahora podía llegar más allá. Bajó la boca
hacia el cuello, mordió con suavidad y siguió hacia la nuca, humedeciéndole la
piel. Notó que ella inspiraba hondo, con un suspiro, y que los pezones
presionados contra su pecho se endurecían. Ahora podía presionar a su vez el
vientre, para que ella se preparase. Recorrió la espalda con las manos, con
calidez pero sin violencia, y las bajó hacia los glúteos, al tiempo que
adelantaba sus caderas. Ella alzó la barbilla, echando la cabeza hacia atrás.
-Te... quiero -dijo con tono ronco.
Esta declaración alarmó a Omar. ¿Podía
ser verdad que le quisiera tan pronto?, ¿iba a hacerle daño no
correspondiéndole? No, debía de ser sólo su modo de decir que estaba pasándolo
bien. Desde la posición en que las mantenía, aferradas a los glúteos, metió las
manos bajo la camiseta y la arrolló hacia arriba. No tenía sostén. Los pechos
se desbocaron generosos contra su pecho al quedar libres. Se quitó
precipitadamente la camisa con objeto de poder abrazarla de nuevo en seguida,
porque ella comenzaba a aflojar las piernas y podía caer. Echó la camisa al
suelo, procurando que cayera extendida sobre la yerba para que no se arrugase;
un reflejo condicionado por un año de experiencia torera. Al rodearla otra vez
con los brazos, Viky murmuró:
-No me hagas daño. Es demasiao...
Comprendió. Tenía que prepararla un poco
más. Bajó la cabeza hacia los pechos y los estuvo lamiendo largos minutos,
mientras acariciaba la vulva con la mano. Recordó el botón aquél, ¿cómo había
dicho Silvia, la marquesa de Benaljarafe, que se llamaba?, ah, sí, clítoris.
Abrió cuidadosamente el pliegue y dio con él. En cuanto comenzó a acariciarlo
con la yema del dedo corazón, Viky salió del abandono. Las manos provistas de
uñas no muy largas, estaban apretándole la espalda y arañándole la piel de un
modo apremiante, mientras las caderas batían contra su mano y su vientre. Había
llegado la hora. Entraba en un terreno conocido. Se embutió el condón con
pericia, con la misma mano que había estado acariciando el clítoris, y acercó
el glande a la entrada de la vagina, sin presionar, esperando a ver lo que ella
hacía. Viky se apretó un poco más y alzó los talones, para enfilar mejor su
ángulo. Omar prosiguió la invasión.
-Despacio -rogó ella-. Es demasiado...
Otra que mencionaba las dimensiones como
si fueran algo de otro mundo. No creía que el tamaño de su pene fuera tan
insólito. Su primo Tomás lo tenía más grande, lo menos tres centímetros más que
el suyo cuando estaba flojo, lo había visto muchas veces mientras se bañaban
desnudos en el río, y los cuatro o cinco vecinos más íntimos disponían de
volúmenes muy parecidos, todos entre la dotación de su primo y la suya. ¿Sería
verdad, como había dicho aquella valenciana, Quimeta, en Nerja, que los hombres
de Cártama eran superdotados? Eso era un estupidez, habría grandes y chicas,
como en todas partes, a pesar de que Viky parecía no estar acostumbrada a esa
dimensión. De cualquier manera, era mejor tener cuidado, no fuera a salir
huyendo monte abajo.
Tal como ella le pedía, fue profundizando
poco a poco. Era muy estrecha, ahí estaba el problema. Le iba a causar daño.
¿Qué podía hacer? Ah, el clítoris. Bajó de nuevo la mano derecha para
acariciarlo. Por los gemidos de Viky, entendió que quería más y, sintiendo que
ya no podría aguantar mucho, empujó hasta el fondo. Ella dio un alarido.
-Perdona, perdona -suplicó Omar.
-Perdona tú -rogó Viky-. ¿Me habrá oído
alguien?
-No creo. No ha sío pa tanto, y hay mucho
bosque. ¿Te la saco?
Por toda respuesta, ella se apretó contra
él con más fuerza y aceleró las embestidas.
-¿Ya? -preguntó Omar.
-Casi.
Un nuevo acelerón de ella. Él no se
atrevía a empujar, por temor a que gritara otra vez. Estaba mirándola a la
cara, a ver si por fin comenzaba, porque ya no podía aguantar más. Vio que se
mordía los labios, seguramente para impedirse a sí misma gritar, y las ventanas
de su nariz aleteaban como golondrinas, las pupilas giraban en los ojos y había
dejado de sostenerse en sus propias piernas. Entonces, le bastó un movimiento
de caderas para sentirlo él. Como era tan estrecho el cobijo, el orgasmo
masculino duró un tiempo increíble, en una sarta de sacudidas que se produjeron
como a cámara lenta. No recordaba otro tan satisfactorio, a excepción de aquel
sueño raro que tuvo en el hotel de Madrid. Ahora, arrebatado, mordió y besó los
labios de Viky ya sin pensamiento, sólo instinto.
-Te... quiero -volvió a decir la
muchacha.
Omar apretó la boca para no decirlo
también. Una cosa era aliviarse y otra muy distinta hacer promesas falsas.
Total, llegar hasta donde había llegado con ella no había sido difícil, así que
no se trataba de una romántica melindrosa como la monjita aquella de don Juan,
doña Inés, pero no alentantaría ilusiones que no podía corresponder.
-¿Ha estado bien? -preguntó ella cuando
vio que él no estaba dispuesto a hacer la misma declaración.
-Fantástico, a ver. ¿Y pa ti?
-Maravilloso. Ahora ya no querrás volver
a verme.
-Sí, si querré. Pero... ya sabes. El
toreo es mu esclavo.
-Te voy a dar mi teléfono.
-Yo no tengo -mintió Omar.
-¿Me llamarás?
-Seguro.
Volvieron en busca de la otra pareja.
Omar presumía que Juan Carlos y Toñy habían tenido tiempo de sobra para hacer
lo mismo, de modo que se dirigió decididamente hacia el mirador donde los
habían visto por última vez y, en efecto, ya estaban esperándolos.
-¿Por qué tienes tanta prisa? -le
preguntó el muchacho cuando bajaron del monte, al notar que Omar miraba
constantemente el reloj.
-Mi autobús sale dentro de veinte
minutos.
-No te preocupes, yo te llevaré; a
Cártama no se tarda ni un cuarto de hora. Vente con nosotros a la discoteca.
Viky le suplicaba con los ojos.
-¿Hasta qué hora? -preguntó.
-¡Quién sabe! La noche es joven.
-Tengo que levantarme a las siete.
-Qúedate un poco más -rogó Viky-. Te
llevaremos cuando quieras.
-Imposible. Cogeré el autobús y mañana te
llamo.
Cuando el vehículo emprendió la marcha,
se ufanó de haber resistido la tentación, ya que presentía que, de disponer de
más tiempo, a lo largo de la noche hubiera podido repetir.