Subo la tercera y última parte de mi novela
LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA
TERCIO DE
GLORIA
-¡Eres un tigre! -alabó el Cañita cuando
a la mañana siguiente, a punto de acabar el entrenamiento, Omar le contó su
aventura con Viky -¿Seguro que no le diste falsas esperanzas a la muchacha?
-Seguro. Quiere que la llame por
teléfono, pero no sé...
-No lo hagas, Omarito. La próxima vez que
salgas de caza, evita ese sitio y no llames a esa niña antes de que pase un
mes... o dos... a no ser que te interese de veras. Si, como me huelo, la vallisoletana
te tiene alborotás las entretelas, sería una guarrá que le des alas a otra.
-Haré lo que usted diga, don Manuel. Pero
hoy es mi última oportunidad antes de la novillá de Lucena y es un rollo eso de
tener que dar tantos rodeos. Me gusta mucho haber sido capaz de trajinarme a
una niña decente, pero hoy querría echar un polvo rápido y adiós muy buenas,
sin tanta monserga. Lo que pasa es que... eso de las prostitutas...
-La belleza aquélla de Vélez -citó el
Cañita-, ¿no te había dado el número de teléfono?
-¿Lola?, sí.
-Y la valenciana de Nerja, que nos
conviene una pechá por la pila de hoteles que tiene el marido. Ya ha pasao más
del mes que te dijo que esperases antes de llamarla. Tengo su número en la
agenda.
-Las llamaré a las cinco, ahora cuando
terminemos. ¿Han estao bien los afarolaos?
-Regular, Omarito. Tienes que ponerles
más alma. Sin embargo, estás cogiéndole el truquillo al estoque, y eso tiene
más valor.
Después de ducharse, Omar pidió permiso
al dueño del cortijo para hablar por teléfono. Alentado por la alusión del
Cañita, llamó primero a Quimeta, aunque le parecía demasiado vieja; debía de
tener por encima de cuarenta años. La valenciana respondió en seguida:
-¿Omar Candela? Llevo tres días esperando
que me llames. Llegué el lunes, y estoy de un aburrimiento... ¿Puedes venir
esta noche?
-¿Ir a Nerja?... no sé. Tendré que
averiguar. ¿Puedo llamarla a usted un poco más tarde?
-¡No me hables de usted, hombre! ¿A qué
hora crees que me llamarás?
-Dentro de poco, una media hora.
-Estaré esperando, impaciente.
El novillero fue a la sala vecina, donde
el Cañita conversaba con el propietario de la finca. Éste se encontraba
manipulando una calculadora de bolsillo; nunca se había preguntado Omar lo que
costaba usar el tentadero en exclusiva tres o cuatro días por semana y, ahora,
de repente, le pareció que debía de ser una barbaridad, una cifra que rebasaba
todos sus parámetros. Sintiendo una ternura que hasta ese momento ignoraba
sentir por la enjuta y encanecida figura de su apoderado, se juró que, bajo
ninguna circunstancia, haría jamás nada que pudiera enojar al Cañita.
-Don Manuel... ¿puedo ir a Nerja esta
noche?
No le pidió que lo llevase, porque lo
consideraba un abuso. En la costa circulaban los autobuses con mucha frecuencia
y casi toda la noche.
-No, Omarito, no puedes. Yo tengo
quehacer y no puedo llevarte ni esperarte, y tú tienes que dormir tus ocho
horas mínimo. Otro día.
Sin protestar, regresó junto al teléfono.
Marcó el número de Lola. Estaba comunicando. Volvió a llamar a Quimeta.
-Mi apoderao no puede llevarme -adujo.
-Ven en tu coche, solo.
-No tengo coche, ni siquiera tengo carné.
No puedo sacarlo todavía.
-¡No tienes ni dieciocho años! -Quimeta
carraspeó-. Creía que andabas bastante por encima de los veinte.
-¡Qué va!
-Lo dejaremos para más adelante, Omar.
¿Cuándo cumples dieciocho?
Halló extraña la pregunta, ¿qué tendría
que ver el dato? Respondió con desánimo, intuyendo que su edad era una pega
insuperable para aquella señora. Intentó de nuevo la llamada a Lola.
-¿Omar, el torero? -la voz de la guapa
veleña sonó sorprendida y alegre.
-Sí. Que yo me preguntaba si usted...
pensaría bajar a Málaga hoy...
-Si vuelves a hablarme de usted, cuelgo
el teléfono -amenazó Lola-. No me había planteao bajar hoy, porque no tengo que
llevar en el coche a mi marido al hospital; lo ha llevado un compañero. Pero...
oye, pues no sería mala idea. Acabo de caer en la cuenta de que a mi marido le
parecerá muy bien que vaya a tomar algo con él, pa disfraerlo en su guardia.
Espérame en la cafetería "Gallo de Indias" a las nueve y media. Es un
local que hay cerca de La Malagueta.
-Allí estaré. A ver.
Rondó la cafetería durante tres cuartos
de hora, porque el Cañita lo dejó a las nueve junto a la puerta y Lola llegó a
las diez menos cuarto. Contento de haber gastado la noche anterior sólo mil
doscientas pesetas de las vente mil que le diera el apoderado, descubrió que le
hacía sentir poderoso tener dinero en el bosillo, de modo que se propuso no
gastar más que lo indispensable, así que permaneció fuera del local hasta que
se le aproximó la señora de Vélez.
-¡Chiquillo, qué puntual! Suponía que
tendría que esperarte.
-Hace mucho rato que llegué.
-Había un poco de caravana pa entrar en
Málaga -se excusó Lola-. Vamos a tomar algo.
Sentados frente a frente, Omar la contempló
con mejor ángulo que el que había tenido en la tasca donde la conociera y en el
malecón del puerto, donde por la escasez de iluminación ni siquiera había
podido recrearse con la visión de sus pechos. Llevaba el pelo suelto, y no el
moño de la primera vez, como si hubiera adivinado sus gustos. Los ojos verdes
eran como para zambullirse en ellos. Y la boca... ¡cómo le urgía besarla!
Por indicación de la mujer, que vio con
cuánta avidez devoraba a puñados los frutos secos con que acompañó el camarero
las cervezas, pidió un plato combinado que incluía un entrecot y patatas y dos
huevos fritos. Observando cómo engullía, Lola dijo:
-Creo que necesitas más.
Omar calculó que se le iba a reducir en
un buen pico el tesoro que guardaba en el bolsillo, porque el local parecía
caro, pero era verdad que necesitaba comer más. Repitió idéntico plato. Cuando
les presentaron la cuenta, fue a sacar el dinero, pero ella lo detuvo:
-Nanay de la China, Omar. Esta noche eres
mi invitao. ¿Tienes lugar?
-No comprendo.
-¿Dispones de un sitio discreto, un
apartamento o algo así?
-Podemos ir a un hotel. A ver.
-¡De manera ninguna! -protestó Lola, como
si tal idea fuese inadmisible-. Soy una mujer casá.
-Entonces, no sé...
-Tendremos que pensar... Oye, antes de
que se nos haga más tarde, y pa que mi marido no vaya a pensar mal, lo mejor
será que vayamos un ratillo al hospital, a saludarlo. Así nos quedamos
tranquilos.
-¿Yo también voy?
-Natural.
Primero, decía que no podía entrar en un
hotel porque era una mujer casada y ahora, quería llevarlo ante el marido. ¡Qué
cosa más rara!
Aguardaron en la cafetería del hospital
al "doctor Peña", el esposo, que había sido llamado desde la
recepción. Apareció veinte minutos más tarde, cuando Omar, embrujado por la
belleza extraordinaria de Lola, ni se acordaba siquiera de que estaban
esperándolo. Era un hombre que no podía el novillero entender que su mujer se
la diera con queso: Muy alto, bastante más del metro ochenta, rubio como un
sueco y una cara de ésas que tanto les gustaba a las gachís, con los ojos
azules y demás.
-Pedro, ¿te acuerdas de Omar Candela?
-señaló Lola.
-¡Tú eres el maestro que vimos torear en
Vélez! -exclamó el hombre vestido con una bata hospitalaria.
-Novillero.
-Lo he encontrao por casualidad en el
Gallo de Indias -mintió ella-. Trato de que me explique cómo es que los toreros
tienen tanto valor.
-Toreaste mu bien -alabó Pedro, con un
entusiasmo que Omar halló incomprensible-. Nos llamaste mucho la atención.
¿Sería un cornudo consentidor?
El médico permaneció conversando con unos
diez minutos, muy simpático y sin parar de ensalzar los pases que había dado
durante la lidia en Vélez. Los recordaba todos. Finalmente, dijo poniéndose de
pie:
-Tengo un parto que está casi a punto.
Debo volver a la planta.
-¿Quieres que nos quedemos por aquí?
-preguntó Lola.
-Sí, esperadme. Iré a dar una ojeá y si
veo que se retrasa, bajaré dentro de un rato a seguir charlando con ustedes.
En cuanto el doctor Peña salió de la
cafetería, dijo Lola:
-Vamos a ver el hospital. ¿Has recorrío
alguna vez un hospital sin salirte de las zonas públicas?
-No.
-Es mu curioso. Ya verás.
Le precedió en un intinerario que comenzó
en un sótano lleno de maquinaria, calderas, sillas de ruedas y camillas
abandonadas en cualquier parte, con aspecto de averiadas. Subieron luego en el
ascensor a una planta, que no se fijó qué piso era; Lola transitaba con soltura
por los pasillos, las salas llenas de instrumentos y los laboratorios,
aparentando conocer muy bien el edificio. No se cruzaron con nadie en todo el
recorrido. Omar miró el reloj con disimulo; se acercaba el límite a partir del
cual le caería una bronca por la mañana; además, sentía sueño y aburrimiento.
Estaba maquinando una disculpa para irse, cuando ella abrió una puerta y le
miró con complicidad. Dentro, en una habitación pequeña, había una cama de a
cuerpo. Sin decir nada, tras entornar la puerta muy cuidadosamente como para no
hacer ruído, y sin echar el pestillo, Lola comezó a desnudarse. Omar dudó. Por
primera vez en su vida, se sentía alerta y no sabía por qué. Bueno, sí; el tal
Pedro podía pillarlos, pero si a ella no le preocupaba esta posibilidad, ¿por
qué habría de inquietarle a él? Se desnudó también, sin dejar de contemplarla.
En el malecón del puerto sólo le había
bajado las bragas; ni siquiera había tenido ocasión de ver la forma de los
muslos. Pues había sido una verdadera pena, porque eran unos muslos
espléndidos, torneados, macizos, igual que el resto del cuerpo. Lola se
encontraba en la frontera exacta a partir de la cual una mujer se consideraría
a sí misma gorda, aunque su cintura era muy fina, pero las caderas eran anchas
y los brazos, redondos, sin trazos de nervios ni venas. Y los pechos... ¡joé!.
No demasiado grandes, pero erguidos, puntiagudos y firmes. Cayó sobre ella en
cuanto se recostó, incitadora. Descubrió con alegría que había dejado de ser
eso que llamaban "eyaculador precoz" y que tanto le hacía reír al
Cañita. Ni el acto de enfundarse el condón ni la penetración le hicieron
explotar como otras veces. Besó largamente la boca y el cuello.
-No me dejes marcas -solicitó ella con un
murmullo.
Ensayó Omar las caricias que comenzaba a
sentir que dominaba. Besó los ojos, murmuró las palabras que el Cañita le
sugería, hurgó en las orejas con la lengua, recorrió la espalda con las manos,
arriba y abajo tratando de no ser brusco, aguantando junto a la suavidad
enloquecedora de la vulva antes de penetrarla. Notó que Lola se estremecía y
gemía. Había pensado manipular el clítoris, pero notó que ya no era necesario.
Emprendió la cabalgada y ella, simultáneamente, se puso a bombear con
fuerza.
-¡Síii! -exclamó con un estallido de
júbilo.
Estimulado por lo que le pareció el
anuncio de su llegada, aceleró. En ese momento, sintió una mano que se apoyaba
firmemente en sus glúteos. Ella le revolvía el pelo con la derecha y sentía la
otra mano aferrada a su espalda, así que la mano apoyada en su culo no era
ninguna de las de Lola. ¿Qué coño pasaba? Giró la cabeza. Pedro, desnudo y
sentado al borde de la cama, sonreía y bizqueaba cayéndosele la baba.
Omar dio un salto para caer de pie.
-¿Qué haces, tío?
-Déjalo participar -rogó Lola-. No va a
hacerte ná, sólo mirar. Los dos estamos alucinaos con el tamaño de tu polla
desde que te vimos torear. Venga, no seas tonto, y ven aquí.
-¿Seguro que sólo va a mirar?
-Bueno, tocar un poquillo tampoco es
malo, ¿no? -dijo él.
-¡Que os folle un tiburón! -exclamó Omar.
Recogió la ropa y, sin ponérsela, echó a
correr pasillo adelante. Antes de optar por una de las dos bifurcaciones que
había al fondo, y mientras intentaba vestirse, Pedro asomó la cabeza y el
hombro por la puerta de la habitación. Estaba ajustándose la bata; gritó:
-Escucha, Omar, estos pasillos son muy
complicaos y te vas a perder. Espera que te ayude a encontrar la salida.
-¿Encontrar la salía? ¡Tú lo que quieres
es encontrar mi entrá! -repuso el novillero y, sin acabar de ponerse el
pantalón, reemprendió la carrera por el pasillo de la izquierda, yendo a topar
con una enfermera, que se echó a reír, mirando con gula sus muslos todavía sin
cubrir:
-¡Otro que escapa del doctor Peña y su
mujer! Ven por aquí.
Lo empujó dentro de una habitación y, sin
ninguna clase de preámbulos, se desnudó.
-¡Qué pollón, vida mía, qué bicharraco!
-repitió sin parar hasta el tercer orgasmo de Omar, cuando ella completaba la
docena.
En "Don Juan Tenorio" nadie
hablaba de penes, no había ninguna alusión a los atributos del protagonista.
Tanto nombrar los suyos comenzaba a mosquearle.
Templar
El Cañita no paró de reír en toda la
mañana.
-Estás teniendo mala pata con las mujeres
casás -dijo-. Primero, lo de Palencia, huyendo por los balcones, y ahora, el
médico queriendo ponerte una inyección. Vas a tener que volverte una mijilla
más selectivo y una pechá más tunante.
-¡A la marquesa, todavía tengo que
ponerle un remache! En cuanto toree cerca de Madrid, ya verá. Oiga, don Manuel,
¿usted cree que tengo la picha demasiao grande?
-Un poco, sí.
-Pero... ¿no seré algo así como un
monstruo de feria?; porque... es que toas las tías que me follo hablan de eso,
y ya me están dando complejos.
-No, Omarito. Tanto como un monstruo de
feria... No es que abunden mucho, pero hay fulanos mejor dotaos que tú, incluso
más. ¿No te acuerdas de aquellas
películas pornográficas que viste en mi casa el día de la travesti? Aunque yo
no me lo puedo creer, dicen que había un actor norteamericano que tenía más de
treinta centímetros, así que no te angusties por esa tontería. Tú eres un tío
normal y corriente. Pero, eso sí, con más arte que ninguno. ¡Que conste!
La afirmación del apoderado no lo
tranquilizó. Era viernes, por lo que el entrenamiento acabaría a la una del
mediodía; cuando se acercaba esta hora, descubrió que no conseguía quitarse de
la cabeza la idea de que pudiera no ser un muchacho como los demás. Le
desagradaba muy profundamente la posibilidad de pasar toda su vida temiendo que
las mujeres que intentaran conquistarlo lo hicieran seducidas sólo por el
tamaño. Tenía que encontrar una respuesta que le tranquilizara. Después de
ducharse, pidió permiso para hablar por teléfono y llamó a su primo:
-¿Tomás? Soy yo, Omar. Oye, que si nos
vamos a tomar un bañito en el río. ¿Tienes la motillo?
-Sí, cojonúo. ¿A qué hora?
-Llegaré a las dos menos cuarto.
-¿Donde íbamos de niños?
-Sí -respondió Omar, pensando que no
hacía tanto tiempo de eso.
-Te espero en la poza de siempre.
Una vez emprendida la marcha con el
coche, pidió al apoderado:
-Don Manuel, ¿no puede usted arrimarme a
la vera del río, por el sotillo? Es que, como hoy no me deja usted que haga
sexo, pues que pensaba yo nadar un poco con mi primo, pa cansarme y dormir más
a gusto, ¿sabe usted?
-Vale, pero ten cuidao, que no te dé una
insolación y no vayáis a caeros con el vespino. Recuerda que toreas el domingo
en Lucena.
-No se preocupe, don Manuel. Yo soy un
tío serio. A ver.
El Cañita sonrió. En efecto, el niño se
estaba convirtiendo en un adulto con mucha rapidez. Semana a semana, se volvía
más responsable, gracias al espionaje que consideraba indispensable, había
descubierto que le quedaban en la cartera quince mil pesetas de las veinte mil
que le había dado el miércoles, y día a día, depuraba su toreo a ojos vistas.
Le enorgullecía saber que él tenía mucho que ver con la evolución.
Llegado a la poza tras atravesar el
sotillo de eucaliptos, Omar sintió decepció. Tomás nadaba cubierto con un
bañador y en la orilla de enfrente, de la que sólo le separaban quince metros,
había un grupo familiar, padre, madre, suegra y tres niños, retozando en la
orilla delante de una sombrilla clavada en la arena y una mesa de camping con la comida dispuesta.
Comprendió que Tomás no estuviera nadando desnudo, como solía. El problema era
que él no tenía bañador y tendría que bañarse en slip, lo cual era como estar en cueros y, por otro lado, tampoco
iba a poder resolver, sin más, el enigma que le había llevado al río. Se quitó
el pantalón y la camisa dentro del agua, y los lanzó hacia la yerba,
sumergiéndose en seguida hasta la cintura.
-Oye, Tomás, tengo un problema. Necesito
que te pongas dura la polla, pa tocártela.
-¡Tú has perdío el sentío! ¿Ahora te has
vuelto maricón?
-¡Joé!, ¿tú qué te has creído? Es que me
están entrando dudas...
-Pues no trates de aclararlas conmigo,
¿sabes?, que a mí no me van esas guarrás. Se ve que lo del bailaor aquél te
impresionó.
-Escúchame una mijilla, joé, que no me
entiendes. Toas las tías me dicen que tengo la polla mu grande, y ya estoy
mosqueao. Primero, yo respondía que no, que la tengo normal, porque me acordaba
de cuando veníamos aquí a bañarnos, y la mía era más chica que la tuya y más o
menos como la de tu hermano, lo mismo que las del Juanito del lagar y el
Rafalillo de los perotes. Pero como toas me lo siguen diciendo, que me estoy
empezando a pensar si no me habrá crecío más y, como me la veo tós los días,
pues que, a lo mejor, pues no me he dao ni cuenta.
-Pero, contigo delante y metío en el agua, yo
no puedo ponérmela dura.
-Mira a la gachí aquélla.
-¿A cuál, a vieja o a la ballena? ¡Tú
estás pirao!
-Piensa en algo.
-Mierda, Omar -se quejó Tomás, que había
comenzado a manipularse mientras miraba hacia la otra orilla con miedo a que
alguien se diera cuenta-. Esto no es como encender la luz, joé.
Omar reflexionó. A lo mejor bastaba con
las descripciones.
-¿Cómo de grande es la tuya cuando te
empalmas? -preguntó.
-Más o menos, así.
Tomás tensó el pulgar y el meñique de la
mano derecha, señalando un palmo.
-¿Esto serán más de veinte centímetros?
-preguntó Omar.
-¡Claro! -exclamó Tomás, que poseía
grandes manazas de labrador.
-Entonces, una gachí de Valencia, que me
la midió y vio que yo tenía veintitrés centímetros, será verdad lo que dijo.
-¿Qué dijo?
-Me contó que tuvo un empleao cartameño
que la tenía caballuna y que también había escuchao hablar a sus amigas de
otros paisanos nuestros que por ahí andaban.
-¿Tú no se la has visto nunca al Antoñito
el del esparto?
-No. Ése no es de nuestra quinta.
-Pues una noche que estábamos en la venta
de Río Grande medio alpistelaos, nos la enseñó a unos cuantos. Mira, Omar, sin
empalmar era lo menos así, como de mi rodilla a mi talón.
-¡Venga ya!
-De verdad. Pero dijo el pobre que nunca
ha podío metérsela a naide, que lo ha intentao con toas las putas y con los
maricones del parque de Málaga, y nanay.
-¿Tú tienes más, o menos, de veintitrés
centímetros, Tomás?
-Creo que más.
-Venga, hombre, empálmate -instó Omar,
alentado por la expectativa de que hubiera alguien mejor dotado que él.
-Empálmate tú también. Si no, me voy a
sentir como si estuviera dando el espectáculo.
-Adelante -alentó Omar, introduciéndose
la mano bajo el slip.
Con sólo recordar la melena suelta de
Lola y aquellos pechos de los que, por la irrupción del degenerado del marido,
se había quedado en ayunas, obtuvo la erección a los dos minutos.
-Ya estoy -anunció.
-Yo creo que no voy a conseguirlo
-confesó Tomás-. Namás que se me pone morcillona. A ver, ponte de espalda a esa
gente y enséñamela, y te diré si es más grande o más chica que la mía.
Omar alzó los talones, para que
emergieran sus caderas del agua, y se exhibió ante Tomás.
-¡La tienes más grande que yo! -se
asombró el primo.
-Lo dices pa asustarme -acusó el
novillero, angustiado.
-¡Que no, Omar! La tuya es más gorda que
la mía.
-¿Y de larga?
-Más o menos igual.
-¿De verdad? -suspiró, aliviado.
-Sí.
Omar rescató de su memoria las muchas
veces que había retozado en ese lugar con su primo y otros amigos. Estaba
seguro de que, entonces, Tomás le ganaba lo menos en tres centímetros. Si,
entretanto, su maduración física había ocasionado que lo superase, sería un
problema.
-No te creo -aseguró.
-Espera un poco -pidió Tomás -Trata de
que no se te baje.
-No hay problema -se jactó Omar.
Con la mano sumergida en el agua, Tomás
permaneció masturbándose mucho rato, unos diez minutos. Finalmente, preguntó:
-¿La tienes todavía dura, Omar?
-Sí.
-Venga, sácatela antes de que se me
afloje, que esto no es un azadón.
Hombro con hombro, alzaron ambos los
talones y se calibraron mutuamente.
-¡Es verdad -exclamó Omar- son del mismo
tamaño! Menos mal que no la tengo más grande que tú, joé.
En ese momento, surgió de entre los
eucaliptos la pareja de la Guardia Civil, justo frente a ellos, a sólo unos
tres metros de distancia. Tomás y Omar bajaron al mismo tiempo los talones y
doblaron las piernas para ocultar sus joyas. El más viejo de los guardias
gritó:
-¡Eh, vosotros, sinvergüenzas, qué carajo
estáis haciendo!
Ambos muchachos se encontraban enmudecidos
por el espanto. Sabían lo que iba a ocurrir a continuación: El hecho sería
divulgado en el pueblo y cada vecino lo interpretaría a su modo, que sería en
todos los casos de la peor manera imaginable. Por parte de Omar, el escándalo
podía representar el final de su carrera taurina. Ocurrió, sin embargo, un
milagro. El mismo que había gritado, preguntó:
-Oye, ¿tú no eres el novillero Omar
Candela?
-S... sí -respondió en un murmullo.
-¿Y resulta que tienes huevos pa
enfrentarte a un toro, pero no pa follarte a una hembra?
-No es lo que parece. Mire usted, se lo
voy a explicar...
-Sí, será mejor que nos lo expliquéis.
Venid acá pacá.
Salieron del agua, todavía con las
prendas en situación de merecer, aunque cubiertas con el bañador y el slip. Omar intuyó que sólo diciendo toda
la verdad podrían salir del apuro:
-Mire usted, señor guardia. Que a mí me
van las gachís una pechá y resulta que toas se quejan de que les hago la pascua
con el tamaño de mi polla. Me lo han dicho tanto, que ya estoy más escamao que un
besugo en navidad. Así que quería comprobar que no soy un monstruo ni ná.
Recordaba cuando de chicos nos bañábamos en cueros y que mi primo la tenía más
grande que yo, por lo que yo no podía ser un bicho raro. Anoche, me follé a dos
gachís, y las dos me dijeron lo mismo, que si el pollón, que si la herramienta,
¡leche! Por eso he liao a mi primo, pa venir aquí a medirnos y comprobar que
tampoco es pa tanto, porque me daba angustia pensar que la mía fuera a estas
alturas más grande que la suya.
-¿Anoche te follaste a dos gachís, de
verdad? -preguntó el guardia joven, deslumbrado.
-¡Claro! A ver.
-¡Qué potra que tenéis los toreros!
Los dos uniformados sonrieron con una
mezcla de envidia e indulgencia. El mayor dijo:
-Bueno, que pase por hoy. Pero como os pille
otra vez y yo me dé cuenta de que me habéis metío la bacalá, os vais a enterar.
Cuando volvían hacia el pueblo en la
motocicleta, dijo Tomás:
-¡De buena nos hemos librao! La Marieva
me hubiera matao a guantazos si llega a armarse el follón. ¡Tienes unas caídas!
-¿Cuando os casáis?
-¡Tú estás majareta! ¿Casarme, con
diecinueve años? Además, eso de casarse ha pasao de moda.
-Pues yo... me lo estoy pensando, Tomás.
-¿Casarte, tú? ¡Si eres más chico que yo!
-Pero es que la vida de un torero es mu
jodía, primo.
-¿Y ya has pensao con quién?
-No sé. Hay una vallisoletana que me hace
sentir cosas mu raras... De pronto, me dan muchas ganas de vengarme por una
broma que me gastó, y luegoe... me da un nosequé... De tós modos, antes de
casarme quiero superar a don Juan Tenorio.
-Y ése, ¿quién es?
-Uno del teatro, que se comía más roscos
que los niños en Reyes.
De frente
por detrás
En Cártama, a la puerta de la casa, entre
macetas de geranios, alpidistras, cóleos, helechos, dompedros, calas y
claveles, la madre de Tomás le dijo a Omar:
-Hace dos días que una niña de Málaga
tiene revolucionao al pueblo, preguntándole a tó el mundo por ti.
-¿Una niña de Málaga, cómo es?
Era viernes, todavía disponía de casi
cuarenta y ocho horas hasta la novillada del domingo en Lucena. A lo mejor
podía darse un revolcón.
-No lo sé, niño, yo no la he visto. ¿Por
qué no preguntas en la taberna de la esquina?
-Ven conmigo, Tomás. ¿Tiene gasolina la
motillo?
-De sobra.
-Es que a lo mejor tenemos que ir a
Málaga.
-No me líes, primo, que mi novia me va a
dar un palizón.
En la taberna le describieron a la que
había estado indagando:
-Es delgadita y rubia -informó el
tabernero.
-No, hombre, tan delgadita no es
-contradijo un parroquiano-. Tiene un buen par de melones y un culo... ¡canela
fina!
-Pero no era rubita -se opuso otro-, sino
morena, con trenzas.
-¡Qué va, Perico! -atajó un tercero-.
Trenzas no tenía, era una cola de caballo y el pelo, era castaño. Tenía los
ojos azules.
-¡Ojos azules! -exclamó el tabernero-.
¡Si los tenías más negros que tu alma!
-Yo te voy a dar a ti negrura -amenazó el
aludido-. ¡Los cojones sí que los tengo negros! Pero, mira, Omarito, la niña
tiraba más bien a rubita, con una cola de caballo, ¡por éstas!
-No era cola de caballo -insistió
Perico-, sino trenzas.
-¡Qué va! -exclamó un jubilado que estaba
jugando al dominó, sin interrumpir la partida-. Tenía el pelo corto, como un
tío.
-Y tú, ¿cómo pudiste fijarte -ironizó uno
de sus oponentes-, si no levantas la vista de las fichas ni pa saludar a un
entierro? Yo digo que tenía el pelo más bien tirando a rojizo, con una media
melena.
Omar consideró que no iba a sacar nada en
claro.
-Vamos a preguntarle al guardia
municipal, primo -le dijo a Tomás.
Llegaron en la moto a la plaza del
ayuntamiento, llena a esa hora de vecinos que cruzaban presurosos hacia sus
casas, a comer después de los aperitivos en las tabernas.
-Tenía una buena delantera -informó el
uniformado-. Llevaba el pelo muy corto, oscuro.
Omar retrató en su mente, al instante, a
Viky. Buscó en la cartera su número de teléfono y la llamó:
-¿Viky? Soy yo, Omar.
-Hola, qué bien que me llames.
-¿Has estado por Cártama, preguntando por
mí?
-Yo... ¡qué va!
Omar notó que mentía. Le había flaqueado
la voz.
-¿Quieres que nos veamos esta tarde?
-Tendría que ser tempranito, Omar. A las
cuatro y media. Por la noche tengo un bautizo. Es familia y no puedo
escaquearme.
-A las cuatro y media, de acuerdo.
¿Dónde?
-Los jardines de Picasso, ¿los conoces?
-Vale.
Tras colgar el auricular, Omar preguntó a
Tomás:
-Bueno, ¿qué, primo, me llevas a Málaga o
no?
-¿Y cuándo comemos?
Eran las tres y veinticinco. También Omar
estaba hambriento. Comieron sin sentarse lo que la madre de Tomás les sirvió y,
sin acabar de masticar, se lanzaron en la moto a la carretera. Llegaron al
jardín indicado a las cinco menos veinte. Se trataba de un espacio reducido,
cubierto completamente por enormes ficus, que en vez de un solo tronco, tenían
ocho o diez cada uno, formando un laberinto intrincado de columnas que, en
conjunto, parecían pequeñas capillas góticas de hasta quince o veinte metros de
perímetro, sujetando copas tan inmensas y frondosas que casi podían cubrir y
ensombrecer un campo de fútbol; debajo, la atmósfera brumosa que no alcanzaba
el sol tenía visos de selva tropical. Viky se encontraba ante un monumento de
hierro forjado, acompañada de otras siete muchachas que parecieron golondrinas
alborotadas al verlo llegar, lo que desalentó a Omar.
-¡Omar! -llamó Viky-. Estas amigas quieren
conocerte.
Hechas las presentaciones, durante las
que el novillero permaneció algo ceñudo, Tomás entabló conversación con una de
ellas. Viky se llevó a Omar hacia uno de los troncos múltiples de los ficus. Se
situaron en el lado opuesto al que ocupaba el grupo, donde no podían verles.
-No he parao de pensar en ti -confesó la
muchacha.
-Lo mismo que yo -mintió Omar, diciéndose
que no era del todo mentira, puesto que él también había pensado mucho en sí
mismo y en su carrera taurina.
-Quería... pedirte un favor -declaró Viky
con cautela.
-Tú dirás.
-No te vayas a mosquear.
-Yo no me mosqueo nunca.
-Es que he hablao mucho de ti con mis
amigas.
-¿Por qué?
-Bueno, tú sabes.
-No comprendo.
-Piensa un poco.
Omar comprendió.
-¡Qué vergüenza, joé!
-Pero... si ya nadie se espanta.
-Joé, Viky, ¿te has puesto a hablarles a
las demás niñas de mi picha?
-Pero no te molestes, Omar. ¿No sabes de
sobra que eres un fenómeno?
-Quiero ser un fenómeno del toreo, no de
feria. ¿Cuál es el favor?
-Yo...
-Venga, larga, no te cortes.
-A ti no te cuesta ningún trabajo
ponerte... ya sabes... a punto. Yo quería que cuando estés... en forma, pues
que dejes que ellas te la vean.
-¡Tú has perdío el sentío! ¡Venga ya!
-Todas han traído regalos pa dártelos
después de vértela.
-¿Sabes lo que te digo? ¡Que te puedes ir
a la misma mierda, joé!
Omar corrió hacia donde se encontraba
Tomás, muy animado y excitado con su conquista. No tenía ni idea del compló ni
de que estaban entreteniéndolo para que no estorbara su plan.
-¡Vámonos, primo!
-¿Qué pasa? -preguntó Tomás sin
desdibujar su sonrisa embobada.
-¡Venga, Tomás, arrea!
Sin mirar atrás, Omar corrió hacia donde
habían dejado la moto.
-¿A qué viene esto, Omar?
-¿Tú sabes lo que querían esas tías?
¡Verme la polla!
-¿Y por eso tanta historia? Yo se la
enseñaría mu a gusto. Es más, voy a enseñársela.
-Haz lo que te parezca. Yo no entro en el
jardín ni que me maten.
Diez minutos más tarde, Tomás volvió con
expresión beatífica.
-¡Coño, primo, muchas gracias por el
favor! Me han hecho una paja entre dos y toas me han dao su teléfono.
Omar estaba demasiado enfadado para reír.
Necesitaba librarse del malhumor y compensarse por la expectativa frustrada.
-Vamos al Larios, a dar una vuelta y
tomar algo -pidió a su primo.
Recorrieron un centro comercial situado a
pocos centenares de metros, un lugar lleno de pasillos y revueltas, que
presentaba mucha animación.
-¿Qué quieres tomar, primo?
-Un whisky.
-¿A estas horas? -se asombró Omar
-¿Por qué no? A uno no le caen las
invitaciones a la hora que quiere, sino a la buena de Dios. ¡Hay que
aprovecharlas!
Omar sonrió. Ordenó al camarero el
whisky y un Trina de naranja.
-¿Tú no me acompañas, primo? -se quejó
Tomás.
-No me hace mucha gracia el alpiste y, de
cualquier modo, el Cañita no quiere que beba. Los toreros tenemos que cuidarnos
mucho.
Omar no tenía apenas ganas de hablar. Sentíase
muy molesto por la broma de Viky; y humillado. Comprendía que Tomás le hubiera
hincado el diente a la oportunidad, pero de todas maneras era una marranada.
-Mira, primo -señaló Tomás-. Aquella niña
te está comiendo con los ojos.
Era muy joven y, sin embargo,
tremendamente exuberante. Guapísima, pero maquillada y vestida casi como una
prostituta, con una minifalda elástica bajo la que asomaban piernas
fantásticas. Su melena era de las que entusiasmaban a Omar, pues le cubría
media espalda.
-Tiene que ser un putilla -comentó.
-Pero, en ese plan -observó Tomás-, no
creo que te quiera cobrar.
En efecto, lo miraba demasiado fijamente
como para tener intención de hacerse la interesante con objeto de poder fijar
el precio. La segunda o tercera vez que Omar cruzó la mirada con la suya, ella
le hizo una señal con los ojos, un tipo de indicación que comenzaba a
interpretar con tino. Ella quería que fuese en la dirección hacia donde se
movían sus pupilas.
-Espera un ratillo, primo -pidió a
Tomás-. Este negocio lo cierro yo en diez minutos.
Se desplazó unos metros hacia donde ella
le indicó y giró la cabeza atrás. La joven llamó al camarero, pagó su
consumición, se puso de pie y acudió en la dirección donde Omar la esperaba,
contoneándose de manera espectacular, entre miradas que se volvían a su paso y
silbidos. Llegada a su altura, le sonrió con una dentadura resplandeciente,
pero no dijo nada. De nuevo le indicó con los ojos. Omar descubrió que en esa
nueva dirección se encontraban los aseos y hacia allí fue. Llegado a la puerta
de caballeros, volvió la cabeza hacia ella, que señaló la puerta de señoras.
Omar se plantó un instante. ¿No habría un escándalo si entraba en el servicio
de mujeres? Pero ella, llegada a su altura, agarró su brazo, halando de él
hacia dentro. Continuó sin abrir la boca en el interior, mientras lo conducía a
tirones hacia uno de los compartimentos, donde se encerraron los dos. Ella echó
el pestillo y se dio a la tarea sin pérdida de tiempo. La trempera de Omar era
ya insoportable, pero ella no parecía menos ansiosa que él; le hizo alzarse de
pie sobre el inodoro, le bajó los pantalones y se puso a tomar con ansia una
ración de polo de vainilla. Las profusas gotas de vainilla las sorbió con
verdadera gula. Continuaba sin decir nada. Viendo que la erección apenas se
aflojaba un poco, reanudó los tocamientos, que lograron su efecto a los cuatro
minutos.
-Deja que te la meta.
-Tengo novio -dijo ella en un susurro.
-Traigo condones.
-No se trata de eso -seguía musitando-.
Es que mi novio es de una familia muy buena, ya sabes. Quiere que yo llegue
virgen al matrimonio.
Omar sonrió.
-¡Menudo carca! Pero voy a reventar, joé;
deja que te la restriegue un poco y me corra. Bájate las bragas.
-¿Sabes lo que vamos a hacer?
-¿El qué?
-Te dejaré que me la metas en el culo.
Omar meditó. Nunca había probado ese
fruto. Bueno, ya era hora de descubrir otros sabores de la fruta prohibida.
-¿Cómo hacemos? -preguntó.
-Siéntate -ordenó ella.
Acomodado sobre el inodoro, Omar adelantó
un poco las caderas, para presentar el arma en todo su esplendor, y se enfundó
el preservativo. Ella se volvió de espaldas a él, se bajó lo justo las bragas
por detrás únicamente, sólo lo indispensable para descubrirse los glúteos,
tanteó atrás con la mano izquierda y atrapó el pene, que situó a la entrada del
esfínter. Omar notó que, manteniendo el pene en esa posición con la presión de
los glúteos, se llevaba la mano hacia el frente y volvía después a ponerla en
torno al pene, cubierta de saliva, con la que lo engrasó. Unos segundos después,
presionó y el falo recorrió el cañón como una bala, pues con extraordinaria
rapidez sintió que había llegado al fondo. Se trataba de un alojamiento tan
apretado y caliente, que resultaba inesperadamente placentero, pero esa
estrechez sirvió para retardar el orgasmo. Ella se movía con destreza,
bombeando el émbolo acelerada y reiteradamente. Su perfume era muy fragante,
como de flores caras. Omar decidió ayudarla un poco; tomó su cintura, para
añadir más fuerza al bombeo. Tardó más de lo que nunca había tardado, catorce
minutos, pero fue un orgasmo tan prolongado e intenso, que dio por bien
empleada la espera.
Cuando recuperó el aliento, dijo Omar:
-No te has corrío, ¿Quieres que te
acaricie el clítoris?
-No hace falta, de verdad. Me encanta que
hayas disfrutado.
-¡Uf! Ha sío la leche.
-¿Nos vamos?
-¿No me vas a dejar que te eche otro?
-Me espera mi novio a las seis, y son
menos cinco. Otro día, cuando quieras.
Omar volvió donde su primo lo esperaba.
La muchacha se encaminó en otra dirección. Tomás lo recibió con la risa muy
amplia.
-¿Qué tal ha estao, primo?
-Me ha sacao hasta la primera papilla.
¡Qué polvo!
-Así que te ha gustao...
-Una pechá.
Tomás no pudo contener la carcajada, lo
que amoscó a Omar.
-¿A qué vienen tantas risas, primo?
-¿Sabes con quién has follao?
-No me ha dicho su nombre.
-Me lo ha contao el camarero, Omar -la
risa recrudeció-. ¡Acabas de follarte a un travesti!
Omar se dio una palmada en la frente,
indignado.
Ovación
En Lucena cortó sólo una oreja a su
segundo novillo, pero en Albacete la armó: Dos orejas y dos y rabo, ni
recordaba cuántas vueltas al ruedo bajo una copiosa lluvia de flores, salida a
hombros por la puerta grande y primera plana en el periódico.
No pudieron volver a casa. A mediodía del
día siguiente, cuado ya estaban cargando las maletas en el coche a la puerta
del hotel, avisó un botones al Cañita de que lo llamaban por teléfono. Éste
ordenó a Omar que se quedase junto al vehículo por si acudía la grúa municipal,
y entró deprisa a responder la llamada. Volvió a los diez minutos, exultante.
Sorprendentemente, y en contra de su costumbre, mientras se aproximaba al coche
estaba conectando el móvil a la red. Dijo:
-A partir de ahora, no tengo más remedio
que mantener este cacharro encendío, con el dineral que cuesta y el fastidio
que es, por lo que surja, que surgirá. ¡Esto marcha, niño! Quieren que hagas
una sustitución el jueves en Aranjuez, por el Guajiro de Bogotá, que tuvo ayer
una corná en Pamplona. Será mejor que nos quedemos esta semana en Madrid,
porque el sábado toreas también en Guadalajara y el domingo, en Salamanca.
Habrá que buscar dónde capear estos días... ¡menudo lío!... A ver si consigo
hablar con los de la Escuela Taurina de Madrid.
-¿Ya he llegao, don Manuel? -había
ansiedad en los ojos de Omar.
-Por lo menos, puedes cantar como nuestro
paisano Antonio Molina aquéllo de "Yo quiero ser mataó... y lo tengo que
ser por estilo y valor".
-Entonces -la ansiedad se trocaba en
júbilo-, ¿no podría usted llamar a las vallisoletanas y decirles que vamos a
estar cerca?
-¡Claro que sí, hombre! El jueves es
fiesta. A lo mejor Isabel tiene puente el viernes y se decide a echar una
canita al aire con nosotros.
-Dígale usted que... a ver... pues que le
diga a la sobrina...
-Eso está hecho, hombre.
A mitad del viaje a Madrid, Omar recordó
a Silvia, la marquesa de Benaljarafe. En Palencia, cuando le brindó el toro,
ella había escrito en el recadito que le metió en la montera que sólo podía
telefonearla en días laborables de cuatro a siete. Hoy, lunes, era laborable,
y, como faltaban tres días para la novillada de Aranjuez, el Cañita no se
opondría a que la metiera en caliente, porque, además, luego tendría que
convertirse en cura hasta el lunes, ya que las otras dos novilladas serían el
sábado y el domingo, la primera vez que torearía tres veces la misma semana.
Telefonearía al llegar al hotel, que sería sobre las cinco de la tarde.
-Esa vallisoletana no se te va del
pensamiento, ¿eh? -dijo con una sonrisa el Cañita, mientras conducía con la
mirada fija en la carretera, observando que apenas hablaba.
-Pero no se vaya usted a creer... Es que
con la cabroná que me hizo en el tren, pues eso, que yo...
-¿Sólo se trata de eso, seguro?
Omar apretó los labios. Rescató las
experiencias de su memoria en busca de una respuesta. Todas las mujeres, como a
don Juan Tenorio, le habían dejado algún recuerdo... ¿guardarían ellas también
"memoria de mí"?: Magrit con sus alaridos desaforados, la Nancy con
su ternura y su apasionamiento que le hacía olvidar lo mercantil, Quimeta y
Pilar con su bienhumorada broma con la regla milimetrada en la mano, la
gonorrea que le habían contagiado Greta o Kristy en Ibiza, la marquesa con la
escapada por los balcones, Lola con sus vicios matrimoniales... y Viky, con su
grito como si pidiera que alguien bajara el puente de la muralla. Pero huella
de verdad... sólo Marisa, a quien ni siquiera se había atrevido a mirar
fijamente a la cara y, a pesar de ello, la retrataba cerrando los ojos como si
la tuviera delante, con su melena castaño claro, su preciosa nariz, sus ojos de
color caramelo, la bellísima boca que, al sonreír, lucía una dentadura de
anuncio, la cintura como un junco y su aura mágica de ondina encantada del
Pisuerga.
Encontraron mucho tráfico al entrar en
Madrid por la carretera de Valencia. Omar miraba el reloj con nerviosismo.
-¿A qué viene tanta bulla? -preguntó el
Cañita, notándolo.
-¿Queda mu lejos el hotel?
-¿Por qué lo preguntas?
-Quería llamar a la marquesa a las cinco,
y son menos diez.
-Tardaremos poco, no te preocupes.
Omar miró distraídamente el paisaje; la
gran autopista bordeada por vías de servicio, el páramo casi desértico que, sin
transición, se volvía verde de césped en torno a grandes edificios de
ladrillos, los coches que circulaban penosamente en paralelo. En el asiento
posterior del que avanzaba a su misma altura, viajaba una mujer joven que, a
pesar de estar al lado de un sujeto que debía de ser su novio o su marido, lo
miró con interés e insistencia. ¿Tenía monos en la cara, o qué?
Hizo algo que le desconcertó: La mujer,
que tendría unos veintiséis o veintiocho años, y que era muy guapa y elegante,
levantó la mano derecha hasta la altura de sus ojos, en un ángulo tal que su
acompañante no podía ver lo que hacía, y movió la palma como si diera un pase
torero. Omar interpretó que ella sabía quién era y lo había visto torear. La
mano, que continuaba junto a los ojos, apuntó el índice hacia atrás y el ojo
derecho se cerró en un guiño. Permaneció varios minutos mirándole, mientras
señalaba atrás y le guiñaba con reiteración. Omar no conseguía comprender el
mensaje, pero, unos metros más adelante, el coche donde iba la mujer adelantó
al Clío del Cañita y, entonces, observó la trasera tratando desesperadamente de
encontrar algo que le aclarase el gesto. Aparte del número de matrícula, que no
podía ser relevante, sólo observó un escudo pintado junto al cierre del capó
trasero, un escudo de forma clásica rematado por encima con una corona.
-¿Qué escudo es ése, don Manuel?
-Será el de la marca... -afirmó el
Cañita-. ¡No, qué va! Ese coche es un mercedes. El escudo es... me parece que
la corona es ducal
-Creo que la gachí que va sentá detrás me
estaba mandando un mensaje por señas. Señalaba hacia su espalda, y lo único
raro que el coche tiene en la cola es ese escudo. ¿Significará algo?
-Quédate con la copla de los detalles del
escudo. Cuando lleguemos al hotel, voy a llamar a un amigo, un paisano nuestro
que trabajaba en la televisión y que sabe mucho de títulos nobiliarios, a ver
si por casualidad descubrimos qué podrá ser.
Acomodados por fin en el hotel, Omar
trazó desmañadamente los elementos del escudo que había memorizado, entregó el
papel a su apoderado y, al comprobar que eran las cinco y veinticinco, llamó a
la marquesa de Benaljarafe. Temió que no quisiera ponerse al teléfono mientras
se identificaba a la criada que le atendió. Tras largos minutos de espera, el
corazón le dio brinco al oír:
-¿Omar? ¡Qué alegría escucharte! ¿De
dónde llamas?
-Estamos en Madrid, porque toreamos el
jueves en Aranjuez. Ayer corté cuatro orejas en Albacete y...
-Lo he visto en el periódico; me alegró
mucho leer que estuviste tan afortunado; dice el cronista que tu toreo es
fantástico. Enhorabuena. Veré si puedo ir el jueves a Aranjuez.
-Oiga, que yo pensaba... si podría verla
a usted.
-Tendría que ser hoy mismo. Mi marido
está en París, pero vuelve mañana temprano. Sólo dispondríamos de esta noche...
hasta la madrugada. Estarías obligado a irte antes de amanecer, a pesar de
aquello que me dijiste en Palencia de que querías que pasáramos juntos una
noche.
¿Amanecer? El Cañita le prohibía
acostarse despues de medianoche. Se vería obligado a contentar a las dos
partes.
-Lo que usted diga.
-Oye, Omar, ¿no te parece incongruente
que me llames de usted después de aquéllo? Además, nadie se trata de usted y yo
sólo tengo treinta y un años.
-Usted perdone... digo, perdóname. ¿Voy a
tu casa?
-Anota la dirección -aguardó hasta que él
le dijo que tenía papel y bolígrafo, y se la dictó-. El servicio se va a las
nueve -prosiguió-; lo siento, no es conveniente que te reciba antes. ¿Puedes
llegar sobre... las nueve y media? Cenaremos un plato frío. Sé puntual.
Cuando el Cañita vio como se había
vestido, un traje ligero de hilo crudo de color beis que había comprado el
sábado para acechar la ocasión de deslumbrar a Marisa, le advirtió:
-Mira, Omar, porque estamos en Madrid, te
voy a dejar que vuelvas a la una y media, pero ni un minuto más. ¿Entendido?
-Seguro, don Manuel.
-No vayas a confiarte, porque me quedaré
de guardia hasta que llegues. Como esta capital es grandísima y te puedes
perder, llévate el número del móvil; lo dejaré encendío hasta que vuelvas.
¿Tienes suficiente dinero?
-¿Cuánto costará un ramo de flores de
ésos que hemos visto en la tiendecilla que hay en la recepción?
-Unas ocho mil o... quizá más. ¿Cuánto tienes?
-Veintidós mil.
-Toma diez mil más. Mañana, cuando ya no
tengas más compromisos con tantos gastos, te daré las otras diez de esta
semana. Estabas ahorrando y te gastaste el sábado la mayor parte en esta ropa
pija.
-¿No me pega el traje?
-¿Sabes una cosa? Si yo tuviera una
nieta, te la entregaría cruda.
Cabestro
Le impresionó la fachada del edificio
ante el que paró el taxi, igual que todos los de la manzana; construcciones con
columnas de granito, ventanas y balcones llenos de adornos de piedra y hierro
forjado y cariátides en la balustrada de la segunda planta. El portal que
Silvia le franqueó con el pulsador del portero automático presentaba una gran
escalinata con afombra roja en el centro y barandas de bronce, al final de la
cual había una doble puerta de cristal, con marcos de madera tallada, que daba
paso al vestíbulo de donde partían la escalera y el ascensor. Éste parecía una
pieza de museo, con tantas florituras de madera, cristales con dibujos
esmerilados y espejos. El descansillo del segundo piso estaba ricamente
alfombrado y sólo había una puerta, cuyo timbre pulsó. Examinó el hueco de la
escalera, un óvalo muy grande por el que los escalones tapizados de rojo
descendían entre balaustradas de bronce pulido; jamás había visto casas así,
salvo en las películas. Se abrió la puerta y Silvia sonrió alegre y
esplendorosamente al entregarle el ramo de flores.
-Gracias, ¡qué gentil! -aspiró el perfume
de las flores con un gesto muy delicado-. Desde Palencia, te has puesto más...
fuerte.
-Pues usted... tú... no puedes estar más
guapa, porque sería imposible.
-¡Luego dicen que los toreros no tenéis
sensibilidad! No perdamos tiempo, vamos a comer.
Le precedió a través de un vestíbulo y un
pequeño salón, separado de otro mucho mayor por un arco apoyado en dos columnas
de mármol, hasta el comedor, en un extremo de cuya enorme mesa aparecía
dispuesta ya la cena para dos. Todo estaba lleno de muebles antiguos muy
hermosos y pesados, con muchas alfombras, lámparas, espejos, figuras y cuadros.
Omar hallaba sorprendente que pudiera existir un palacio así metido dentro de
un edificio de pisos. La comida era la mar de rara, como si fueran dos
pinturas, pero cuando se llevó a la boca el primer bocado le supo a gloria.
Ella comía melindrosamente, distraída, como si pensara en lo que estaba por
venir. Todos sus movimientos parecían los de las reinas del cine; la postura de
las manos, el hecho de que mantuviera muy erguida la cabeza y no la bajase en
dirección al tenedor, los hombros echados hacia atrás y la mirada fija en él,
desinteresada de lo que comía. Era una diosa y el novillero anheló postrarse
ante ella. Le maravillaba anticipar lo que habría de suceder, porque
consideraba un privilegio estar a punto de poseerla, un honor prodigioso del
que no tendría más remedio que hablar al Cañita y a su primo Tomás y que le
aupaba en sus fantasías a la categoría de don Juan Tenorio.
-Me maravilla el apetito con que comes
-observó Silvia.
El muchacho se alarmó. No quería que
pareciera que no había comido en su vida, pero la realidad era que sentía un
apetito voraz a todas horas.
-Está buenísimo. ¿Lo has guisao tú?
-¡Oh, no! -ella sonrió, como si la idea
fuese delirante-. Hice que lo preparase el servicio antes de irse. Siento
decepcionarte, no sé cocinar.
-Ni falta que te hace -piropeó el
novillero-. Sólo con que estés viva, mereces que el mundo se ponga de rodillas
delante de ti.
Ella sonrió, sumamente halagada. No sólo
había madurado el joven notablemente en unos pocos meses, se comportaba también
de modo menos montaraz.
-Omar, te recuerdo que no disponemos de
toda la noche -dijo la anfitriona mientras recogía el servicio de la mesa, se
dirigía hacia la cocina con él tras sus pasos y comenzaba a lavar los platos,
para lo cual se puso guantes de goma-. Me temo que tendrás que marcharte antes
de amanecer, sobre las cuatro. Mi marido no llegará hasta las once de la
mañana, pero el servicio viene a las ocho y, antes, quiero revisarlo todo, para
que no queden señales de que esta noche he tenido compañía. Lo comprendes,
¿verdad?
-Lo que tú digas.
-Tienes la voz más pastosa, más masculina
que cuando te conocí. Estás llegando a adulto muy deprisa.
-Me machaco una pechá en el tentaero.
-Se nota -Silvia consultó con expresión
preocupada el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca-. Ya son las
diez y cuarto... ¿te apetece un jacuzzi?
-¿Eso qué es?
-Ven a verlo.
Tras un recorrido algo laberíntico, le
franqueó la entrada de lo que tenía que ser un cuarto de baño, por la
gigantesca bañera ovalada, pero Omar creyó que aquéllo debía ser otra cosa, un
decorado para una película o un montaje para una exposición. Había grandes
espejos en todas las paredes, multiplicando el espacio hacia el infinito en las
cuatro direcciones; macetones de palmeras separaban la bañera de la zona donde,
sobre un gran tablero de mármol, estaban instalados los dos lavabos; numerosas
plantas colgaban del techo en tres de las esquinas y en el hueco ocupado por la
bañera, y por todas partes había esculturas de piedra blanca, botellas de
cristal de muchos colores, pebeteros y cajitas de porcelana, y las toallas
pendían de afiligrados aldabones dorados. Silvia abrió la manija de un grifo
que parecía una escultra más, brotando un copioso chorro, cuya temperatura
graduó. Mientras iba llenándose muy aprisa lo que parecía una pequeña piscina
ovalada, se desnudó y lo incitó a hacerlo él también. La bañera quedó casi
llena en un tiempo sorprendentemete corto y ella pulsó un botón de la pared. El
agua se puso a burbujear.
-Esto es un jacuzzi -informó la dama-. Te vendrá muy bien para descansar de la
corrida de ayer.
Se introdujo en el agua y lo invitó a
sumársele. Al volverse Omar de cara para entrar en la bañera, el falo rígido,
lustroso y pegado al reguero de vello del vientre, osciló.
-Supongo que lo tuyo no será priapismo
-comentó ella, burlona.
-¿Qué significa "priapismo"?
-No me hagas caso. Es una broma, porque,
por lo ocurrido en el hotel de Palencia, sé que no lo sufres, pero no he visto
jamás a nadie cuya excitación funcione tan aprisa.
-¿Esto? -señaló Omar el pene enhiesto,
con picardía-. Es que tú eres tan guapa... que se la levantarías a un muerto.
-¡Ojalá fuera así! -exclamó Silvia con
amargura.
Omar creyó entender lo que la exclamación
significaba. Recordaba a aquel hombre, joven todavía, con quien la había visto
la primera vez en el ascensor del hotel palentino, un sujeto que, aunque no
podía tener ni cuarenta años, parecía blando y desfondado como una vieja.
-Esto es cojonudo -alabó Omar, mientras
chapoteaba.
-Vente a mi lado -pidió ella.
Obedeció. Se aproximó impulsándose con
las manos, sin salir del agua.
-Es como el hierro -dijo Silvia, que le
aferró el pene con fuerza, notando Omar, como en Palencia, que su lenguaje
dejaba de ser tan distinguido y se volvía algo más procaz al abordar las
cuestiones sexuales.
-¿Te gustaría oxidarlo un poco? -preguntó
el novillero.
-Siéntate en el borde de la bañera, que
me he quedado con hambre y quiero hartarme de salchichón -pidió Silvia.
Engulló el falo. Sus pechos flotaban en
la espuma alborotada, el olor era delicioso, las piernas del joven estaban
sumergidas hasta la rodilla en el agua tibia y burbujeante, un conjunto de
sensaciones muy placenteras, por lo que la tensión de sus testículos estalló
inmediatamante.
-¡Qué rapidez! -exclamó la marquesa,
mientras chorreaba abundante semen por las comisuras de sus labios, con
decepción por la prontitud, aunque no tanta como había exhibido en Palencia.
-Ya sabes que esto es namás que la
primera ola -bromeó el novillero-. El temporal está por llegar.
-Pues vamos a la cama antes de que haya
un naufragio.
Ella lo secó. La contemplación de la piel
femenina mojada como flores despertadas al sol tras una noche de relente y el
roce de sus manos mientras lo enjugaban, produjeron el retorno de la sangre a
las cavernosidades del pene. Hinchado en su mayor parte, aunque todavía sin
erguir, Silvia lo tomó en su mano para contemplarlo con arrobo.
-Es completamente recta, sin la menor
desviación ni curvaturas de ésas que tanto afean otras pollas; escultural,
maciza y enérgica como las representaciones fálicas que esculpían los
pompeyanos. He visto muchas figuras de falos en los museos, porque las culturas
antiguas adoraban a los penes como si fueran dioses, y no creo que haya en todo
el mundo una polla más bonita que ésta, Omar, ni más golosa. Las venas son
prominentes y vigorosas, pero no tan oscuras ni enredadas como para resultar
repulsivas; forman un entramado armónico que invita a mordisquear como si fuera
un delicioso barquillo de canela. La guía que lo recorre por abajo es fuerte,
gorda y dura como el cañón de un fusil, capaz de disparos certeros y de alcance
inverosímil. El canal del glande es profundo y nítido, limpio y muy incitador.
El prepucio es suave y cálido, igual que un manto de terciopelo. ¡Y qué bonita
es la cabeza, sonrosada y brillante como un capullo de rosa bañado de rocío! Y
en cuanto al tamaño, por poco no superas al caballo de Espartero. Tendría que
reproducirla un escultor...
-¡No sigas manoseando, que me voy a
correr otra vez! -suplicó Omar, retirando el pene de su mano-. Vamos a la cama,
y vas a ver polla en technicolor y tres dimensiones.
La penetró antes de caer en la cama,
aferrando y alzando sus piernas para que le abarcaran las caderas.
Entrelazados, cayeron sobre el ancho colchón cubierto de sábanas de seda. En
cuanto quedó aprisionada entre la suave tela y el cuerpo masculino, ella gimió
con los ojos en blanco.
-¿Te hago daño? -preguntó él, parando un
instante.
-Sigue... sigue...
-¿Quieres que te toque el botoncillo?
-¿El clítoris? Sí, ¡Sí!
-¿Te gusta?
-Más que nada en el mundo.
-¿Bombeo más fuerte?
-¡Métemela... que me atraviese hasta la
boca!
-Ahí va -anunció Omar al dar el empujón
que acabó de hundir hasta la base el pene en la vagina, sin retirar el dedo que
acariciaba el clítoris.
Ella tuvo una sacudida.
-¿Duele?
-¡Noooo! Sigue... sigue...
-¿Ya?
-¡Sí! Aprieta, aprieta... ¡Ahhh!
Silvia fue presa de convulsiones. Tres
meses atrás, Omar se habría detenido, alarmado, creyendo que le había dado un
ataque. Ahora ya no le pillaba de sorpresa. Empujó enérgicamente cuatro o cinco
veces más y llegó también su orgasmo, uno de los mejores que había tenido
jamás, porque se acompañaba del conocimiento exacto de lo que estaba
sucediendo.
Sin deshacer la penetración, ella
continuó convulsionándose durante tres o cuatro minutos, lo que motivó el
recrudecimiento de la erección de Omar, que reanudó la cabalgada.
-¡Quita! -pidió Silvia-. Vas a hacerme
daño.
Igual que en Palencia, parecía saciarse
pronto. Por ello, intuyó el novillero que no disfrutaba el sexo con la debida
frecuencia, pero él necesitaba más.
-Por favor, Omar. Permíteme descansar un
poco.
Se retiró de ella a regañadientes,
quedando boca arriba con el pene brillante de tan rígido, lustroso, engrasado y
palpitante de anticipación. Ella puso el codo sobre la almohada y la cabeza apoyada
en el puño, se giró un poco hacia él y abrazó el falo con la mano izquierda.
-Tendría que mandar hacer un molde para
quedarme una reproducción de tu polla. Es preciosa. Si no fuera porque...
La interrumpió el ruído de una puerta al
cerrarse.
-¡Mi marido, y nada más que son las once
y media! Ha viajado en el último vuelo de la noche en lugar del primero de la
mañana. Por favor, recoge toda tu ropa y escóndete en el vestidor. Es esa
puerta. Métete detrás de los trajes de fiesta.
Omar hizo lo que le indicaba, contento,
al menos, por no tener que arriesgarse como un funambulista de balcón en
balcón. Tras cerrar con cuidado la puerta del vestidor y sin encender la luz
por si se veía por la rendija de abajo, encontró a tientas el lugar señalado
por Silvia; apartó los largos vestidos, detrás de los cuales había cimeros muy
altos de cajas redondas, como de sombreros. Dio con un hueco entre los cimeros,
y allí se colocó. Con cuidado, fue poniéndose la ropa. ¿Y ahora, qué? ¿Cuándo
podría salir de ese lugar? El Cañita iba a ponerse muy, muy nervioso.
-Hola, querida -oyó con claridad que saludaba
el marqués.
-¿Cómo ha ido la partida?
-Excelente. Por la mañana, iba perdiendo,
pero esta tarde lo he recuperado todo y he ganado catorce mil dólares. Por eso
me he retirado antes, para no arriesgarme a que cambiara mi suerte. Tendrías
que haber visto la ira de lord Ferdinand, mucho peor que en aquella partida de
Saint Thomas, ¿recuerdas?, cuando el director de cine italiano le ganó veinte
mil dólares. Me amenazó con retarme en duelo por retirarme antes del final. ¿Te
alegra que haya venido sin esperar a mañana?
-Desde luego.
-La buena suerte me ha puesto cachondo.
¿Te apetece?
-Si te apetece a ti... celebrémoslo.
Omar escuchó durante unos quince minutos
el crujido del somier y algunas palabras que, como eran pronunciadas tan bajo,
no entendió. Pasado ese tiempo, sí volvió a entender con claridad el diálogo:
-No te preocupes, querido -dijo Silvia.
-Tiene que funcionar, Silvia. Estoy muy
cachondo.
-No te esfuerces tanto; dicen que es
peor.
-Pero yo quiero poseerte sin falta esta
noche.
-¿Quieres que haga... otra cosa?
-¡Cochinadas, no! -exclamó el marqués-.
Nosotros somos personas de orden. Y, además, ¿quién te ha hablado a ti de esas
indecencias?
-Ya sabes... las amigas lo mencionan con
frecuencia.
-¡No quiero que tengas esa clase de
amigas!
-Sí, Alberto. Lo que tú digas.
-Voy a descansar un poco, a ver si así...
Ya vestido, Omar se deslizó por la pared
para quedar sentado en el suelo. Le venció el sueño.
Divisa
Tras marcharse Omar, el Cañita cogió el
dibujo con los torpes trazos que reproducían el escudo pintado en el coche y
llamó por teléfono a su amigo Gerardo Macías, gran entendido en heráldica. Tras
los saludos, se lo describió.
-Es el escudo de la casa ducal de Encinas-Alborán
-dijo Macías-. ¿Cómo era la mujer?
-Yo iba conduciendo, Gerardo, y no pude
fijarme muy bien. Sé que era joven, menos de treinta años y, según me dijo el
niño, muy guapa, con el pelo medio rubio.
-¡La duquesa!
-¿Duquesa, tan joven?
-Los duques murieron en un accidente de
avión hace dos años, ¿no te acuerdas? Ella era la única hija. Es un pájaro de
cuidado. El último número de la revista "Semana" trae un reportaje en
exclusiva sobre ella.
-¿Hay donde comprarlo a estas horas?
-Sí. Por ahí cerca, a dos manzanas del
hotel, encontrarás un negocio que se llama "Vips". Pregunta a los
empleados en recepción. Tienes tiempo, cierran muy tarde.
Bajó en busca de la revista. La abrió
todavía sin salir del local. Comprendió inmediatamente por qué a Omarito le
había llamado la atención: Era una joven del mismo tipo que Marisa, la muchacha
vallisoletana. Volvió a la habitación, colocó un sofá pegado a la cama de Omar,
para, si se quedaba dormido, despertar cuando el novillero llegase. Dio una
nueva ojeada a las fotos y leyó el reportaje. Era lógico que le hubiera hecho
señas al niño aun estando al lado del que, según lo que leía, debía de ser su
nuevo marido, el tercero, porque la duquesa tenía una biografía sorprendente de
aventuras amorosas aliñadas con escándalos. La prensa la había relacionado con
una cantidad increíble de celebridades, la había perseguido y obtenido
comprometedoras fotos suyas, acompañada por vigorosos deportistas y artistas,
en el Pacífico Sur y en el Caribe. Se había divorciado dos veces y, ahora, el
redactor de la revista se preguntaba cuánto iba a durar el tercer matrimonio.
Tenía tan sólo veintisiete años.
El Cañita sonrió, retrepádose en el sofá.
Si el gesto que le había hecho a Omarito significaba lo que suponía, que se
fijara en el escudo para descubrir quién era y que tratara de localizarla, el
asunto podía ser muy interesante. Últimamente, algunos toreros, como Javier
Conde y Jesulín, salían mucho en las revistas del corazón y eso tenía por
fuerza que favorecer sus carreras, porque los verdaderos aficionados no bastan
para llenar las plazas y es necesario atraer al público en general. Caviló un
buen rato, mirando la película de la televisión sin conseguir abstraerse en
ella. El azar le ponía una oportunidad excelente en las manos y no iba a
desaprovecharla. Ayudaría al niño, por mediación de Gerardo Macías, a entrar en
contacto con la duquesa y encontraría el modo de que la prensa del corazón se
hiciera eco del encuentro. Omar Candela estaba preparado, insensiblemente había
dejado de correr delante de los toros, progresaba todas las semanas en la
efectividad de sus estocadas y ponía las banderillas como nadie; había llegado
la hora de convertirlo en una figura.
Miró el reloj, iban a dar las dos y le
había ordenado que regresara a la una y media. Volvía a no hacerle caso, a
pesar de lo bien que se había comportado las últimas semanas. "Claro
-pensó mientras apretaba los labios en un rictus-, ya va para figura. En cuanto
tenga dos tardes más como la de Albacete, quién sabe si no va a darme la patá
en el culo". Tal era el riesgo de todo apoderado que ponía los cinco
sentidos y su hacienda al servicio de un joven, insuficientemente formado, al
que sacaba de pozo y del anonimato para llevarlo a la gloria: Que tales jóvenes
no tenían madurez ni grandeza personal suficiente para valorar el esfuerzo, los
desvelos, los sufrimientos ni los gastos y, a las primeras de cambio, se
liberaban del que, por la conveniencia de su carrera, lo sometía a la
disciplina que era el único medio de alcanzar el ansiado triunfo. El día menos
pensado, Omarito iba a sentirse lo bastante poderoso para no encontrarse cómodo
con la disciplina, convertiría el respeto en rencor y le buscaría las
cosquillas para que se produjese un enfado y poder así, sin mala conciencia,
expulsarlo de su lado. Bueno, ese riesgo existía, estaba seguro de que era más
que probable, pero, de todos modos, él iba a ayudarle a brillar. No sólo por el
propio Omar, sino porque se trataba de un reto personal, la necesidad de
confirmar que la intución que tuviera en aquella capea donde lo conoció quedaba
demostrada por los hechos.
Suerte de
matar
El sueño de Omar Candela seguía una
mecánica invariable. Se dormía como si lo desconectaran de un enchufe de
energía y, en cuanto lo hacía, comenzaba a soñar con sexo, con don Juan
Tenorio, con don Juan Tenorio y con sexo.
Como la sesión con Silvia no había
llegado hasta donde debía llegar, o sea, una jugada mínima de un trío, ella
surgió en el sueño, desnuda, por supuesto, contoneándose y agitando los pechos
entre las palmas de sus manos. Omar trempó de inmediato y todo él era pene, un
cilindro inmenso capaz de recibir placer por todos los ángulos y en todos los
recovecos. La penetró, bombeó codiciosamente y, en una de las embestidas,
perdió el precario equilibrio que mantenía, sentado en el suelo y dormido con
la espalda apoyada en la pared. Al ladearse, tumbó el cimero de cajas de
sombreros junto al que se encontraba encajado su hombro derecho, cajas que
cayeron con estrépito, que fue acompañado por su exclamación:
-¡Joé!
En el mismo instante, se sintió
horrorizado, porque, en seguida, oyó los rápidos pasos descalzos del marqués
sobre la alfombra, un cajón que era registrado, la puerta del vestidor que se
abría y el interruptor de la luz que se accionaba. Se apartaron los vestidos
que lo cubrían, bajo los que asomaban sus piernas extendidas en el suelo, y
dijo el marqués:
-¡Perdición!
Le estaba apuntando con un revólver que
le pareció una mariconada, una cosa brillante con incrustaciones de nácar, a
pesar de lo cual no resultaba nada inofensivo. Omar supo que corría grave
peligro.
-¡Mala mujer! -masculló el marqués con la
cara vuelta hacia el dormitorio-. Vístete ahora mismo, desgraciada.
Sentado en el suelo sin moverse, con el
cañón del arma a diez centímetros de la cara y, a su pesar, temblando
ligeramente, Omar oyó los rumores que producía Silvia mientras se vestía.
-¡Date prisa, acaba de una vez -urgió el
marqués- o mato aquí mismo a este delincuente y nos pudriremos en la cárcel los
dos!
Silvia acabó de calzarse los zapatos y se
oyeron sus pasos acercarse.
-Alberto, deja que te explique.
-¿Explicarme, el qué? Ja, ja. ¿Es que
éste es tu ángel de la guarda? ¡Mala pécora, diabólica pelandusca, te vas a
quemar en el infierno! Ese vestido, no. Ponte éste, que se note que eres una
mujer pública en el nivel más bajo de la degradación.
El marqués dio un tirón de un traje de
noche de gasa negra bordado con lentejuelas y cuentas de cristal, que Silvia,
tras despojarse del atuendo sencillo con que había recibido dos horas antes al
novillero, se enfundó allí mismo, parsimoniosa como si quisiera dar tiempo a
que ocurriera un milagro improbable. Una vez terminada de vestir, el marqués,
que todavía estaba en calzoncillos, bajo cuyas perneras asomaban unos miembros
blanquecinos como palillos de dientes, los encerró a los dos con llave en el
vestidor. En el espejo situado frente a él, Omar notó que tenía la cara blanca
como el papel, la misma lividez que debía de padecer cuando, antaño, huía
aterrorizado de los toros. Silvia estaba llorando, pero sin aspavientos ni
gemidos, con sólo los ojos humedecidos, bella como una Dolorosa de Mena.
-¿Qué puedo hacer yo, Silvia?
-Nada -respondió ella, muy bajo, mientras
giraba el índice apoyado sobre su sien-. Mi marido no rige demasiado bien,
¿sabes? Estamos en un peligro terrible si no se me ocurre cómo salir del
atolladero.
-¿Qué podría hacer yo?
-No tomes iniciativas. Déjame hacer a mí.
-¿Este sitio no tiene otra salida?
Ella negó con la cabeza y expresión de
concentración extrema. Volvió a ser accionada la llave. Ya vestido, el marqués
abrió la puerta.
-¡Salid, miserables! -dijo, apuntándoles
a los dos.
Ahora portaba un revólver en cada mano.
-¿Qué vas a hacer, Alberto? -murmuró
Silvia y a Omar le sorprendió la serenidad de su tono contenido.
-Lavar la afrenta con vuestra propia
sangre -la pose forzadamente altanera del marqués le recordaba a Omar a un
actor que hacía tiempo viera por televisión, interpretando a un personaje
estrambótico que le parecía que se llamaba don Mendo-. Pero tendrás que pagar
por anticipado, y con escarnio, la humillación pública que yo padeceré el resto
de mi vida.
Encañonados por la espalda, fueron
conducidos a través de la abigarrada decoración de las habitaciones, el
pasillo, los dos salones y el vestíbulo, mientras Omar calculaba si podría
coger una de las figuras de bronce, un candelabro o una lámpara y golpear al
marqués antes de que éste tuviera tiempo de apretar el gatillo del arma cuyo
cañón sentía apoyado en su omoplato izquierdo. No tendría posibilidad; había escuchado
cómo cargaba ambas armas antes de encañonarles. Bajaron en el ascensor hasta el
portal; a través del espejo lleno de adornos esmerilados, el novillero observó
que el rostro del marido de Silvia padecía un conjunto de tics: la ceja derecha
se movía arriba y abajo como si fuera la de un muñeco de ventrílocuo, las
aletas de la nariz se dilataban como las de un asmático y el labio inferior se
descolgaba en palpitaciones por la comisura izquierda, de donde brotaba un
hilillo de baba. En vez de salir a la calle, el marqués les empujó hacia el
interior del edificio. Por una puerta lateral, salieron a una especie de patio,
donde había cinco coches estacionados.
-Toma -le lanzó la llave a Silvia-,
conduce tú y no hagas nada raro, porque sigo encañonando a tu amante.
Mandó a Omar que abriera las dos puertas
de la derecha y lo obligó a acomodarse en el asiento del copiloto mientras que
él, sin dejar de apuntarles nuevamente a los dos, se sentó en el posterior.
-¿Dónde vamos? -preguntó ella.
-Ya veremos. Tú, conduce hasta que se me
ocurra algo.
Omar no tenía buen ojo para reconocer las
marcas de coches, sólo constató que se trataba de un vehículo muy grande y muy
lujoso, aunque un poco antiguo, de cuyo equipamiento no tenía ni idea. Tanteó
por si encontraba el resorte que tumbara el asiento hacia atrás, a ver si
haciéndolo violentamente encontraba el modo de sorprender al marqués, pero no
halló palanca ninguna que estuviera a su alcance sin encorvarse ni mover los
hombros. Sentíase tan alerta como cuando intentaba en el ruedo calibrar las
condiciones e intenciones del toro según las enseñanzas del Cañita, pero del
cornúpeta sentado detrás sólo podía deducir las intenciones, no las condiciones
que no consistieran en sucapacidad de apretar ambos gatillos en cuanto le diera
la gana. El coche manejado por Silvia traspuso la puerta del patio, que se
abrió por sí misma sin entender el novillero cómo lo había hecho, y enfiló
calle abajo. Ella preguntó:
-¿Hacia dónde conduzco?
-Hacia el centro. Ya veremos. Déjame
pensar, que estoy muy confuso, caray. No todos los días descubre uno que es
víctima de la más depravada de las felonías.
-Alberto... si me hubieras dado el
divorcio cuando te lo pedí...
-¡De ningún modo! -la interrumpió el
marqués con vehemencia-. El divorcio es una monstruosa perversión
judeocomunista. ¡Jamás tendrás el divorcio!, ¿me oyes?
El novillero sentía el acero apoyado en
su cogote. Tenía que haber un modo de librarse, encontrar la ocasión de
reaccionar, pero, para ello, debía sentirse seguro de que a ella no iba a
ocurrirle nada.
El coche hizo, al revés, el mismo
recorrido que realizara tres horas antes el taxi que le llevó ante la puerta de
Silvia. La plaza con la estatua a caballo, el ancho paseo de árboles, otra
plaza con fuentes luminosas y pedruscos y, más abajo, aquel monumento que era
el único que conocía por su nombre: La Cibeles, pasado el cual Silvia volvió a
preguntar:
-¿Sigo por el paseo del Prado?
-Sí, malaga mujer; conduce hasta el
final, sube la calle Atocha y entra en el aparcamiento de la plaza de
Benavente.
Al llegar a la plaza, Silvia giró a la
derecha y paró un instante antes de emprender el descenso de la rampa, lo que a
Omar le pareció que hacía para darle tiempo a comunicar por señas la situación
a un peatón y pedir ayuda, pero ninguno estaba lo bastante cerca. Omar no se
atrevía ni a torcer levemente el cuello, poque sabía que ese gesto sería una
provocación para el desquiciado que le amenazaba. Una vez estacionado el coche
en el segundo piso del subterráneo, el marqués salió de un salto y encañonó a
Omar por la ventanilla.
-Salid y no os hagáis los tunantes. Voy a
guardar las pistolas y vosotros caminaréis delante de mí. Pero al primero de
los dos que intente correr o volverse hacia mí, le disparo.
Les indicó una calle en cuesta; Omar se
admiró de que los viandante no advirtieran lo insólito del grupo que formaban,
hombro con hombro con Silvia y el marqués pegado a las espaldas de ambos para
que las armas no resultasen visibles. Cruzaron una plaza con árboles;
atravesaron un par de calles estrechas y, por fin, dijo el marqués:
-Vamos a entrar aquí.
Se trataba de una taberna muy bulliciosa.
Sobre el rumor del gentío, se oía música flamenca. El marqués se pegó aún más a
las espaldas de ambos, cogió un pellizco de la ropa de cada uno y los empujó
por una escalera que descendía hacia una cava, que también estaba abarrotada.
-Vaya, está aquí la mayor parte de mis
amigos -dijo el marqués-. ¡Estupendo! No tenéis escapatoria.
Distraído por un instante de la tensión
causada por el helor del acero apoyado en su espina dorsal, Omar examinó la
extraña mezcolanza del gentío. Había varias personas vestidas de un modo
aristocrático, pero la mayoría eran artistas gitanos y muchos tenían guitarras
en las manos o apoyadas al lado de sus asientos. Algunas de las personas
elegantes saludaron con alegría a la pareja, entre aspavientos, y muchos de los
gitanos inclinaron la cabeza y llamaron al marido de Silvia por el título,
deseándole que se divirtiera.
-Oidme, pecadores -dijo el marqués cerca
de los oídos de ambos-. Nos vamos a sentar en aquel rincón, pero no olvidéis en
ningún momento que puedo sacar uno o los dos revólveres en un segundo. Y no me
importa nada, que estoy muy loco... ¡diantres!
El novillero reconoció a unos de sus
ídolos, el cantaor Enrique Morente, lo que le produjo una sensación extraña de
sorpresa, porque creía imposible acercarse a esa clase de personajes, como si
vivieran en un compartimento de la gloria. Cerca de él, cantaba una muchacha
joven, que entonaba bien unos abandolaos, aunque muy pocos le prestaban
atención.
El marqués encargó al camarero una
botella de champán.
-Prefiero coñac -dijo Silvia.
-Tú beberás lo que yo ordene, pecadora
ignominiosa.
A Omar comenzaba a aburrirle más que
angustiarle la situación, aunque el marqués parecía resuelto a asesinarles a
los dos. Además de hablar como si fuera un libro antiguo, el sujeto estaba para
que lo ataran, pero, por eso mismo, debía tener mucho tacto. Sin convicción,
farfulló:
-Escuche, señor marqués, no es lo que
usted se piensa. Yo entré a robar y, cuando vi aquí a su señora entrar en el
cuarto, po me escondí,
-¡Ahora te has creído que soy lunático!
¿A robar, tú? Sé bien quién eres, Omar Candela, te vi torear en Palencia y te
he visto esta mañana fotografiado en "El País", en la edición de
París. ¡A robar!
Junto con la sorpresa por haber salido
también en un periódico de París, comprendió que no tenía escapatoria con esa
clase de mentiras. Sintió no haber leído más, tal como el Cañita le aconsejaba
a todas horas para aprender a expresarse mejor, ya que la lectura debía de ser
un buen estímulo para desarrollar la imaginación. Maldijo sus limitaciones, que
le hacían sentir inerme ante un sujeto que, aunque evidentemente loco, le
superaba en verborrea. De repente, las palabras le parecían un arma más
poderosa que el estoque, un arma que no había tenido el buen sentido de
aprender a usar. ¿Qué otra cosa podía inventar? La gente miraba mucho hacia
ellos, probablemente admirada por la vestimenta de Silvia, un traje muy
escotado por la espalda y con sólo dos delgados tirantes, como hilos, por
delante, un modelo muy vaporoso y lleno de transparencias bajo el bordado que
ceñía la cintura y las caderas. Se trataba de un atuendo demasiado insólito
para llevarlo en ese local, sobre todo siendo lunes, cuando no se solían
celebrar importantes recepciones que pudieran hacer creer que habían pasado a
escuchar flamenco, aleatoriamente, de vuelta de una de sus fiestas de la alta
sociedad. El famoso guitarrista Pepe Habichuela estaba al lado de Morente.
Cuando comenzó a rasguear la sonanta, el barullo descendió hasta extinguirse y
como por ensalmo, se produjo una especie de rapto general, todos atentos a los
sones prodigiosos. A Omar, que apenas entendía del arte del toque, le
emocionaba el flamenco de manera visceral, pero no era capaz de gozar con la
música perfecta que escuchaba porque sentía un nudo insoportable de rabia en el
pecho y en el estómago. Sentía furor hacia sí mismo, maldecía sus limitaciones,
su incapacidad de maquinar el modo de salir cuanto antes del problema.
Tomó con repugnancia un sorbo de champán,
mientras buscaba con los ojos la mirada de Silvia a ver si le transmitía algún
mensaje, pero ella permaneció mirando en otra dirección. Incómodo, se rebulló
un poco en el taburete y volvió la cabeza hacia el marqués cuando escuchó:
-Permanece quieto como un cadáver, que es
lo que vas a ser enseguida.
Acallados los aplausos con que premiaron
a Habichuela, un joven con el pelo muy
largo cogió una guitarra y llamó a voces a otras tres personas:
-Venid aquí. Vamos a ponerle candela a la
reunión.
Uno de los que se cambiaron de lugar, un
hombre de más de treinta años con el pelo a modo de rastafari, cogió una
especie de cajón y se sentó encima. El segundo, tomó la guitarra de las manos
del que los había llamado y la tercera, una muchacha joven muy guapa, se plantó
de pie frente a ellos. El que los había convocado, comenzó a cantar por
bulerías. Le siguieron los compases de la guitarra y el tamborileo del cajón.
Al instante, la mitad de los ocupantes de la cava arrancaron por palmas, con un
ritmo tan conjuntado que parecían pasarse la vida ensayando. La joven que
estaba de pie comenzó a bailar. Lo hacía de un modo que a Omar le parecía muy
lascivo a pesar de que la expresión femenina era, más bien, festiva; en
contradicción con lo que traslucía su cara, el movimiento pendular de las
caderas y los empujones con la pelvis los encontraba muy excitantes. En un par
de ocasiones, la bailaora tendió las manos con actitud de homenaje y
reconocimiento hacia el marqués, de quien se apreciaba que estaba disfrutando
mucho, aunque sonriera como un borracho a pesar de que tanto Silvia como Omar
sabían que no se encontraba ebrio y que el labio descolgado por la comisura
izquierda y el reguero de baba eran el resultado de la insania natural del
personaje, personaje en un sentido teatral, ya que al novillero no le parecía
un hombre como los demás, sino igual a los que había visto representar
"Don Juan Tenorio".
-Después, vas a bailar tú, pecadora
-murmuró el marqués-. Tendrás que hacerlo moviendo el culo y levantándote más
la falda que ésa, para que todos vean el pedazo de putón sidoso que eres.
-Sabes que no sé bailar, Alberto.
A Omar le sorprendía el tono sereno de
Silvia, que era el mismo que empleaba habitualmente, como si en vez de estar a
punto de morir se encontrara en un té social.
-Pero bailarás o te mato ahora mismo,
pendón venéreo. Eres la deshonra de la casa de Benaljarafe y ya no me importa
nada, repugnante escupitajo del diablo.
Los insultos estaban exasperando a Omar
mucho más que la amenaza. Con un destello de ironía en su ánimo convulsionado
por la necesidad apremiante de encontrar una salida, se decía que el tipo
debería limitarse a embestir con los cuernos. Antes de acabar el baile la
muchacha, una mujer algo mayor salió y casi la empujó para ocupar su lugar. Era
muy graciosa, casi cómica en sus desplantes y evoluciones.
-Después, bailarás tú, pedazo de mierda
de zorra sarnosa.
-Alberto... baja la voz.
-Lo voy a gritar, podrida meretriz, lo
voy a gritar para que sepan la clase de monstruo infecciosoo que he albergado
durante seis años en mis lares.
El novillero tenía los puños apretados,
en tensión. No solía dejarse ganar por
el furor, pero estaba llegando al límite. Pensó en los revólveres, tan
accesibles en los bolsillos internos de la chaqueta, y aflojó las manos.
Salieron dos muchachos jóvenes a bailar,
flanqueando a la mujer. El ritmo de las bulerías se hizo más trepidante y la
voz que sobrenadaba las palmas se convirtió en un agudo casi lírico, un lamento
con visos de voz telúrica. Se retiró la mujer y los dos jóvenes quedaron solos
en medio de la cava, bajo la aureola mágica de aquel sostenido sobrenatural. Se
movían como gimnastas, zapateando al compás sin desentonar ni en un golpe. Omar
supuso que serían artistas que actuaban juntos en los escenarios. Eran
formidables a pesar de su juventud. El sótano vibraba. Alguna clase de duende
se había apoderado de todos ellos, a excepción del marqués, cuya comisura
labial izquierda parecían a punto de rasgarse.
-Ahora, cortesana de Satanás, antes de
que terminen, sal a bailar entre los dos y te quedas como Lady Godiva. Quiero
que te desnudes como la más desgradada de las
strippers de pornoshop de
tragamonedas a cien pesetas la hora; arrodillándote en el suelo y abriéndote de
piernas para que todos contemplen tu caverna purulenta. Entonces, proclamaré la
clase de adúltera demoníaca que eres, aliento fétido del infierno.
-Es imposible, Alberto. Si quieres, me
desnudo, pero no sé bailar. Será menos ridículo desnudarme que moverme como una
estúpida.
-¡Estúpida! Lo que eres es una
pervertida, pústula sifilítica..
Los puños de Omar se tensaban y no era
capaz de aflojarlos.
-Hala, bruja endemoniada, sal ahí, mueve el culo como una meretriz y enséñale al
mundo el coño deshonroso que tienes, envilecido de basura pútrida del averno.
No pudo contener más los puños. Omar
creyó que eran independientes, que no le pertenecían, mientras se alzaban al
unísoo y batían al mismo tiempo contra los pómulos del marqués. Tras comprender
que sí, que lo había hecho él, se puso de pie, cogió al marido de Silvia por
las solapas hasta tenerlo suspendido en vilo, zarandeándolo en el aire. La
música había cesado, todos estaban imóviles, el silencio se había vuelto
mortal. El furor del joven se escapó de su pecho con un despectivo empujón del
cuerpo que mantenía alzado, para tirarlo al suelo. Se lanzó sobre él, se puso a
horcajadas sobre su cintura y proyectó contra la nariz un golpe tras el que se
fue toda la tensión acumulada como en un resorte. En el mismo instante, y sin
llegar a oír la detonación, sintió que algo le quemaba el hombro izquierdo.
El sonido del timbre del teléfono
despertó al Cañita, que observó, con los labios apretados en una mueca, que la
luz diurna entraba a raudales por la ventana; había pasado toda la noche en el
sofá y el niño no había vuelto, dado que la cama estaba sin deshacer. Vaya
mamarracho, menudo inconsciente; cuando tenía que prepararse con seriedad y
rigor para afrontar su primera semana con tres novilladas, volvía a las andadas
de niño caprichoso. El timbre no paraba de sonar y acabó de despertarle del
todo. Alarmado, se frotó los ojos con las manos y alzó el auricular.
-¿Quién es?
-¿Don Manuel Rodríguez?- tras el
asentimento, continuó la voz: -Buenos días, señor. Le llamo de conserjería.
Creo que debería bajar a recepción en seguida.
-¿Qué hora es?
-Las ocho y media de la mañana.
-Bajo inmediatamente.
Se refrescó los ojos con la punta
humedecida de una toalla, se alisó el pelo con las manos mojadas, se recompuso
la ropa, arrugada por haber dormido en el sofá, y bajó presuroso.
-¿Qué pasa?
-Vea -dijo amablemente el conserje,
señalando varios periódicos extendidos sobre el mostrador.
En todas las primeras planas estaba la
foto de Omar, desvanecido, y en un recuadro, más pequeña, la cara del marido de
la marquesa. El titular que leyó en estado de hipnosis, decía: "Famoso
novillero asesinado por un marqués celoso". Por una extraña pirueta del
pensamiento, su mente resaltó más la palabra "famoso" que "asesinado".
Famoso por un día. El éxito de Albacete había obtenido eco en las noticias
taurinas de todos los periódicos del país. Un día... ¡y ya muerto! Se echó a
llorar con desconsuelo; más fuerte que los sinsabores, más importante que la
ruina económica que había rondado su cuenta corriente durante un año, era el
cariño que sentía por Omar, como un hijo, como un maravilloso proyecto de vida
en el que tenía la responsabilidad de colaborar, y ese proyecto se había
truncado al encontrarse el juvenil pecho en la trayectoria de un proyectil
disparado por una mano poderosa que, probablemente, ni siquiera recibiría
castigo. El llanto le atragantaba, sentía el esófago a punto de romperse porque
dudaba que alguna vez hubiera demostrado de veras al chiquillo lo mucho que lo
quería. Ahora, ya no tendría ocasión de demostrárselo. El conserje carraspeó.
-Señor Rodríguez, por favor, lea los
otros titulares.
Los demás periódicos titulaban
"novillero agredido", "novillero herido", "marqués
dispara contra famoso novillero". Sólo uno hablaba de muerte. El Cañita
recorrió con el dedo el texto de uno de ellos, a ver si decía a qué hospital lo
habían llevado. Encontró el nombre, salió disparado hacia la calle, con el
corazón lanzado a galope entre punzadas, y tomó un taxi, a cuyo conductor
explicó en pocas palabras la razón por la que tenía que darse "toda la
prisa del mundo". El taxista dijo:
-¿Usted es el apoderado de Omar Candela?,
pues vamos a romper las calles de Madrid zumbando... ¡porque ese chaval tenía
más huevos que Avidesa! Cuadrados los tenía el angelito, y toreaba como Dios.
-¡Cuidado! -alertó el Cañita, creyendo
que estaban a punto de chocar con otro vehículo.
-No se preocupe usté, joder, que uno es
un profesional. Mire usted, cuando escuché esta madrugada que Omar Candela
estaba muriéndose, tuve que parar el taxi porque las lágrimas me nublaron la
vista. Todos mis amigos aficionados a los toros estaban convecidos de que el
domingo, en Albacete, había surgido un nuevo Manolete. ¡Qué cabronada que hayan
tenido que aparecer en su vida esa mala mujer y ese cornudo de mierda!, con lo
cerca que estaba de la gloria.
El taxista usaba el pasado para referirse
al niño. Los taxistas son las personas mejor informadas del mundo, se dijo el
Cañita; seguramente la radio había dado ya la noticia que era incapaz de creer.
Se recrudeció su llanto. ¡Cuánto pudo haberle dado y no había tenido tiempo!
Demasiado serio y disciplinado había sido el muchacho, sobre todo los últimos
meses, y él no se había apeado de la severidad y rigidez con que trataba de
conducirlo en pos del triunfo. Ahora, se había malogrado para siempre la
oportunidad de que el chico tuviera constancia de su afecto mediante el gesto
de aflojar un poco las riendas, lo que tendría que haber hecho hacía ya varias
semanas, meses tal vez. Pobre Omar, qué poco había disfrutado en realidad de la
vida.
-Éste es el hospital -informó el taxista,
frenando en seco.
El Cañita echó mano al bolsillo, en busca
de la cartera.
-Ni se le ocurra -dijo el taxista,
rotundo-. A mí no me debe usted ni un duro. Ha sido un honor que viaje en mi
taxi quien conoció en vida a ese fenómeno.
Estas palabras produjeron una nueva
catarata de llanto mientras el Cañita subía la escalinata a trompicones, sin
resuello. Entró en el hospital a la carrera; preguntó a gritos la habitación
donde habían encamado a Omar Candela, se lo indicaron y volvió correr pasillo
adelante, tomó el ascensor entre juramentos por la tardanza con que se
desplazaba y corrió de nuevo por otro pasillo; miraba los números de las
habitaciones con los ojos desencajados. Entró dando un violento empujón a la
puerta y encontró la cama vacía, perfectamente ordenada, sin señales de que
nadie la ocupase. ¡Había muerto! Sintió un dolor muy agudo en el pecho, el
hombro, el brazo izquierdo y las muñecas, y se desvaneció en el suelo.
-¿Isabel? -preguntó la madre de Marisa al
auricular.
-Sí, soy yo -respondió la funcionaria a
su hermana, mientras recorría el despacho con la mirada, forzando la
imaginación.
Sabía a qué se debía la llamada, pero no
se le ocurría qué hacer para contrarrestar lo que su sobrina estaría sintiendo.
-Marisa está fuera de sí, Isabel. No
comprendo por qué le ha afectado tanto la noticia y no sé qué hacer. Lleva hora
y media echada en la cama, sin llorar ni decir nada, como cataléptica. Quieta
como un cadáver y con una expresión que me da miedo.
-Tampoco yo sé qué hacer, Caty. Llevo un
buen rato llamando al apoderado del chico, pero no responde al móvil.
-Yo no sabía que mi hija estuviera tan...
interesada por ese muchacho.
-¿No la conoces de sobra? Ella es una de
las personas más reservadas que conozco, como si tuviera la experiencia de una
mujer de cuarenta de años que está de vuelta de todo. Al principio, cuando
conocimos a Omar en el tren, se empeñó en hacerme creer no sólo que no le
gustaba, sino que le parecía insoportable. Luego, cuando lo vimos torear en
Vélez Málaga, observé con cuánto tesón trataba de no exaltarse con las
aclamaciones que tronaban en la plaza ni exteriorizar el menor entusiasmo.
Después vino lo de Palencia, y ahí se puso un poco en evidencia, porque no pudo
evitar que se notara lo mucho que le afectó un comentario sobre las andanzas
galantes del chico; ese día fue cuando me convencí de que le gustaba más de lo
que había sospechado y que trataba no sólo de disimularlo, sino de que no
progresara el sentimiento. Por último, cuando fuimos a verlo en Colmenar Viejo,
estuvo todo el tiempo como una esfinge, a pesar de las zalamerías de la madre
de Omar y de que el novillero no trató en ningún momento de disimular lo mucho
que ella le atraía. Ayer, le pregunté si quería que fuésemos a verlo torear en
Aranjuez y ¿sabes lo que respondió?, que ella no tenía por qué llevar la vela
si yo quería enamorar al apoderado. Tu hija es así, Caty, pero tú y yo sabemos
lo que todas esas actitudes significan en realidad. Marisa trataba de no
ilusionarse con alguien que, de aquí a nada, podría haber resultado
inalcanzable, alguien que de no corresponderle podía hacerle mucho daño. Lo
cierto es que estaba enamorada.
-¿Has confirmado si ha muerto de verdad?
Lo que la radio ha dicho es que "parecía que estaba a punto de
morir".
-Te repito que el apoderado no responde
el teléfono.
-No sé qué hacer para sacar a Marisa del
trance. ¿Crees que debería llamar al médico?
-Espera un poco. Voy a seguir llamando a Manolo...
-¿Quién es Manolo?
-El apoderado de Omar. Si me confirma que
ha muerto, entonces tendremos que darle a Marisa un antidepresivo y procurar
distraerla. No sé qué más decirte.
Carmen dio un grito y se desmayó. Tenía
la berza en el fuego, que siguió hirviendo hasta consumirse el caldo mientras
la radio continuaba sonando. Cuando el guiso carbonizado inundó la casa de humo
y éste comenzó a brotar por las ventanas, acudieron las vecinas de las casas
más cercanas cargando baldes de agua bajo la creencia de que se había producido
un incendio. Encontraron a Carmen despatarrada en el suelo, inconsciente.
-Ve a avisar a su hermana Maruja-ordenó
una de ellas a su hija.
La madre de Tomás irrumpió en la cocina
cinco minutos más tarde. Llegó enjugándose todavía las manos en el delantal.
-¡Carmen! -gritó Maruja, zarandeando a su hermana por los hombros.
Con el rostro contraído por una mueca de
dolor, la madre de Omar no volvía en sí.
-¿Qué ha pasao? -preguntó Maruja a la
vecina que había mandado a buscarla.
-¿No te has enterao?
-¿De qué?
-Tu sobrino, que ha dicho la radio que lo
han matao de un tiro.
Maruja soltó un grito, que hizo que
abriera los ojos Carmen, quien, a continuación, presa de convulsiones y con la
garganta rota por los alaridos, fue alzada en volandas y llevada por cuatro
vecinas hasta un sofá.
-¡Mi niño! -lloró Carmen con desconsuelo
-Ahora que ya había llegao... -lamentó una de las vecinas-, con la que armó
el domingo en Albacete...
Alertado por el clamor que avanzaba a
galope por el pueblo, y que ya había alcanzado las tabernas de la plaza, llegó
Tomás, que se lanzó sobre el pecho de su tía sacudido por el llanto. El joven
no era capaz de pronunciar una palabra de consuelo, porque su propio
desconsuelo le atenazaba el esófago. Omar había sido siempre como un hermano,
el amigo de toda su vida y, últimamente, la expresión cercana de la
materialización de un sueño: que alguien de su propia sangre consiguiera la
gloria. Había estado al alcance su mano y el pobre Omar no había tenido
siquiera tiempo de disfrutar un poquillo el fruto de tantos sacrificios, porque
llevaba más de un año privándose de casi todo, apartado de él y los compañeros
de travesuras y juergas, sin comerse un pimiento y metido poco menos que a
cura. ¿Por qué coño tenía que ser la vida tan cruel? Recordó con ternura la
escena del río, cuando con su preocupación por las medidas corporales su primo
sacó a flote la obsesión de ser un muchacho como cualquiera, cosa que llevaba
un pilón de meses esforzándose por conseguir, ya que jamás había tratado a los
amigos de siempre con altanería a pesar de salir en los periódicos y hablar por
la radio, y a pesar también de que todo el mundo en el pueblo no paraba de
adularle. La vida era muy hijaputa.
-Pero... ¿estáis seguras de que ha muerto
de verdad? -preguntó finalmente Tomás,
haciéndose oír sobre los gemidos y el alboroto.
-Es lo que ha dicho la radio.
-¡Joé! Tós los días da la radio noticias
más falsas que los duros de tres pesetas, noticias que luego van y desmienten
por las buenas -afirmó la madre de Tomás y añadió en dirección a su hermana-:
¿Has llamao al patrón?
-No, todavía no he tenío tiempo. Coge el
número, lo tengo anotao en un papelillo que está al lao del televisor.
Tomás marcó el número varias veces, sin
obtener respuesta.
-Ha venío el alcalde -informó Maruja a su
hermana-. ¿Quieres que entre?
Sin esperar la invitación, el primer edil
de Cártama irrumpió en la sala y se abrazó a Carmen.
-Estábamos la mar de orgullosos de Omar
-informó-. Ahora mismo convoco un pleno extraordinario pa otorgarle una medalla
a título póstumo. Además, buscaremos el mejor sitio del cementerio pa que nadie
pueda dejar de ver su tumba.
El llanto de Carmen se convirtió en un
torrente. Tomás volvió a marcar el
número del móvil del Cañita. No respondió durante la siguiente hora.
Un túnel oscuro, lo más tenebroso que uno
podía imaginar. Hedor insustancial de muerte que no era percibido por el
olfato, sino por toda la piel, como una gelatina helada y etérea. Frío, un frío
mortal que se concretaba en carámbanos en el techo, paredes y suelo del túnel,
como si éste fuera una geoda. Si el túnel era el que le conducía a la otra
vida, Omar tendría que circular pocos pasos por delante, pero ninguna de las
siluetas vagorosas se correspondía con la figura pinturera, hercúlea aunque
elegante, del novillero que había estado a punto de subir a la cima de la
torería. ¿Por qué iba a circular Omar por ese túnel, si habría salido disparado
directamente a la gloria? Esa gloria que se le había negado en vida y que nadie
merecía tanto como él. Las piernas le pesaban como dos marmolillos, el esfuerzo
de alzarlas para avanzar representaba echar cada vez el que le parecía el
último resuello. ¿Por qué no veía todavía la luz que, según había leído tantas
veces, debía ver al final del túnel? ¿Le conducía al infierno, un infierno que
merecía por haber negado al muchacho tantas cosas que podía haberle dado? Sí,
tenía que ser eso; el túnel por donde circulaba la última gota de su energía no
podía llevarle a la gloria, y por esa razón era imposible que tuviera una
última oportunidad de contemplar al muchacho que había querido más que a un
hijo, sin habérselo demostrado jamás. Merecía el castigo.
Algo extraño estaba sucediendo. Parecía
que, en vez de avanzar, retrocedía por el túnel, aunque la oscuridad sólida
hiciera imposible vislumbrar puntos de referencias. No se desplazaba hacia
adelante, sino hacia atrás, y algo, muy débil, sonaba a lo lejos. Un zumbido,
como una advertencia o una amenaza. El
Cañita despertó embutido entre sábanas, en la cama de la misma habitación que
ocupara poco antes Omar Candela. Había un médico y una enfermera de pie a un
lado y otro de la cama.
-Ya vuelve en sí -escuchó que decían.
El timbre del teléfono que lo había
despertado paró abruptamente.
-¿Qué me ha pasao? -preguntó.
-Un pequeño fallo cardíaco. No se
preocupe. Se pondrá bien -aseguró el médico-, pero tendrá que tomarse las cosas
con algo más de tranquilidad. Tiene usted la tensión bastante descompensada.
-¿Un infarto?
-Le ha faltado poco. Ahora, ¿cómo se
siente?
-Bien. ¿Cómo voy a haber tenido un
infarto? Déjese de bromas.
-Quien no debe bromear con su salud es
usted. Necesita evitar el menor disgusto y vigilar su alimentación.
-¿Tengo que quedarme mucho rato en el
hospital?
-¿Rato? Debe permanecer dos o tres días,
para que realicemos todas las pruebas y análisis. Voy a administrarle un
ansiolítico y trate de calmarse.
-Pero... ¿cómo coño me voy a calmar?
Cuanto más me diga que me calme, más me sacará usted de mis casillas. ¿Quién me
ha quitao los pantalones? Señorita, por favor, démelos.
La enfermera permaneció inmóvil y cruzó
la mirada con el médico. Éste asintió.
-Vístase si quiere, pero será bajo su
responsabilidad. Tendrá que firmar este papel.
Estaba ojeando el alta voluntaria, donde
se afirmaba que el hospital y los médicos que le atendían quedaban exentos de
responsabilidades, cuando el móvil volvió a sonar.
-¿Quiere responder el teléfono? -preguntó
la enfermera.
-Sí, démelo.
Manolo Rodríguez pulsó el botón de
aceptación de la llamada.
-¿Don Manuel?
-¡Omar!
-¿Dónde se ha metío usted? Estaba
acojonao.
-¡Niño! ¿Estás bien?
-Sí, ¿ya se ha enterao usted?
-¿Dónde estás?
-En el hotel. Me he mosqueao al no
encontrarlo aquí.
-¿No te ha dicho el conserje que había
venido al hospital?
-¿Está usted en el hospital? El conserje
no me ha dicho ná. Habrán cambiao el turno a las nueve, y será otro el que me
ha dao la llave.
-¡Coño, Omar! ¡Qué disgusto que he
pasado! Los periódicos dicen que habías muerto.
-Po soy un muerto con mucha salud. Son
unos exageraos, don Manuel. Si ese majareta estaba más ciego que Pepe Leches...
Namás que tengo una mijilla quemao el hombro, un rocecillo de ná.
-Entonces, ¿por qué has llegado tan tarde
al hotel?
-¡Joé, don Manuel! Después de curarme el
médico, los policías me han estao fastidiando media mañana haciéndome preguntas
y más preguntas, que cuánto tiempo llevaba poniéndole los cuernos al marqués,
que si la marquesa me daba dinero... ¡Qué jartura! Lo llamé al hotel una pila
de veces esta madrugá, pero usted no respondió.
El teléfono no había conseguido
despertarlo dormido en el sofá; tan rendido estaba con el trajín de tanta
conducción y el montón de preparativos de los últimos tres días.
-Bueno, don Manuel, ¿viene usted pacá o
qué?
-Estoy en el hospital.
-¿Qué quiere usted decir, que está
encamao?
-Ná, niño, no es más que un pequeño...
¿Cómo ha dicho usted?
-Fallo cardiaco -respondió el médico.
-¿Qué hospital? -preguntó Omar ahogado
por la urgencia.
Había escuchado el diagnóstico del
médico. En cuando el Cañita le dio el nombre, el novillero echó a correr con
zancadas desaforadas.
Cuando llegó al centro hospitalario tres
cuartos de hora más tarde, encontró al Cañita vestido, con aspecto normal,
repeinado, con buena cara y expresión optimista, sentado en el borde de la
cama, que no estaba deshecha, como si hiciera ya mucho rato que se había
levantado y hubieran venido los auxiliares del hospital a arreglarla. Hablaba
por teléfono, mientras escribía con un bolígrafo en una libreta pequeña con el
membrete del hospital. Le sonrió radiantemente cuando Omar empujó la puerta.
-... sí, el catorce de julio, en
Valencia. Mu bien. ¡Seguro!
-¿Qué tiene usted, don Manuel? -preguntó
Omar cuando cortó la comunicación.
Al apoderado le enterneció la alarma que
había en los ojos de su pupilo.
-Una tontá, niño, que los médicos son
unos alarmistas. Ya tendría que haberme ido hace rato, pero como me dijiste que
venías, aquí estoy, esperándote pa salir a celebrarlo.
-¿Celebrar, el qué?
-Que el teléfono no para. Estás arriba,
niño, eso es lo que pasa en España cuando un marqués trata de matarlo a uno.
Como estás en primera plana de todos los periódicos, y como hiciste lo que
hiciste en Albacete, los empresarios piensan que vas a llenar las plazas hasta
la bandera. Nos estan saliendo novillás a chorros.
-¿Pero usted está bien, seguro?
Omar había colocado el brazo sobre los
hombros del Cañita como si quisiera sostenerlo y transmitirle su vigor juvenil.
-Sí, niño, no seas tan pesao, joé, que
eres más pegajoso que la arropía. Venga, vámonos, que nos vamos a encasquetar una
mariscá como pa dejar el Cantábrico vacío.
A hombros
-Al final, ¿de dónde sacaste huevos pa
enfrentarte con un fulano que sabías de más que llevaba dos pistolas encima?
-preguntó el apoderado, meditando si echarse al coleto otra cigala, porque el
médico le había dicho que aumentaba el colesterol.
El novillero terminó de triturar la
cabeza de gamba que estaba chupando con fruición antes de responder:
-Me encorajinó, don Manuel; le estaba
diciendo a la marquesa unas porquerías tan asquerosas...
-Vaya, ahora resulta que eres un
caballero. Po mira lo que tu caballerosidad pudo traernos, que murieras
acribillao y yo, con un síncope.
-No me dé usted más sustos así, don
Manuel, que me entró una cosa...
-Come, niño.
-Ya estoy harto, don Manuel -dijo el
novillero, apartando con negligencia inapetente la enorme bandeja de mariscos,
la segunda que consumía, donde sólo había ya grandes montones de cáscaras de
cigalas, gambas, bogavantes, mejillones, navajas, percebes, ostras y nécoras, y
únicamente quedaba una almeja en su concha, y ello porque no se había dado
cuenta-. Mire usted, como el cornúo ése me fastidió la faena y me dejó con la
miel en los labios, que pensaba yo si no podría echar otro polvillo esta noche.
-No, Omarito, no puedes. Ahora faltan
cuarenta y ocho horas justas pa la novillá de Aranjuez.
Omar compuso una expresión refunfuñada.
Comenzaba a dominar los trucos para trajinarse al apoderado.
-No pongas esa cara, Omarito, que no me
la pegas. Ya sabes lo que hemos hablado hace una pechá de tiempo: dos días de
sequía vaginal. No hagas ná que pueda meternos el malbajío, ahora que tó va tan
bien. Si siguen las cosas así, podrías tomar la alternativa esta misma temporá,
en la feria de Málaga. Y además, que Isabel va a venir con su sobrina a verte
torear en Aranjuez y pasarán las dos el viernes y el sábado con nosotros.
-¡No!
-¡Que sí, niño!
El Cañita sonrió con picardía. El
proyecto de transgredir esa noche el acuerdo y el rito se le había quitado a
Omar de la cabeza.
-A Marisa le dio un telele cuando escuchó
por la radio que la habías diñao; me lo ha contao por teléfono Isabel y... ya
sabes tú lo que eso significa; esa chiquilla está por tós tus huesos. ¡Ah, se
me olvidaba!; también a tu madre, la pobre, ha estado a punto de darle un
síncope; por lo visto, lo que dijo la radio armó tal rebuína en Cártama, que
hasta se movilizó el ayuntamiento, y el alcalde quería buscar sitio pa tu
sepultura. Fue tu primo Tomás el que me lo contó esta mañana, antes de que
llegaras al hospital; si lo hubieras oído, no lo creerías; el chaval se puso a
llorar de alegría cuando le dije que
estabas bien.
-Tengo que llamar a mi madre.
-No te preocupes. Ya la he tranquilizao
yo, porque Tomás me estaba llamando desde tu casa y le pedí que me pasara con
ella. Tienes una madre que no te la mereces y debes darle todas las alegrías
que puedas. Así, que ahora, a concentrarte en lo que tienes que pensar, o sea,
la novillá del jueves en Aranjuez, donde deberías conseguir salir a hombros. Y
además, que te tengo preparao un dulce pa el lunes.
-¡El qué! -urgió Omar con impaciencia
infantil.
-¿Te acuerdas del coche aquél, cuando
entrábamos ayer en Madrid? -el joven asintió-. Pues ya he localizao a la gachí
y creo que tienes tós los números de la rifa. Es una duquesa que, por lo que me
ha contao mi amigo y por lo que he leído, seguro que te la conquistas, y cuando
lo consigas pienso organizar la de no te menees.
-¿Con qué?
-Mira, Omarito, ya has les has hecho
favores a una pila de mujeres mucho mayores que tú por las buenas. Ahora,
tienes la oportunidad de sacar algo a cambio.
-No comprendo.
-Lo que ha pasao hoy con haber salido en
los papeles, que no paran de llamarnos, puede quedarse chico si alguien os hace
una foto a ti y a la duquesa amartelados, y la publican las revistas.
-¿Aposta, don Manuel?
-Sería un bombazo para tu carrera.
-Eso no es decente, don Manuel, sería la
misma clase de cabronás que les hacía don Juan Tenorio a las gachís que se
trajinaba. No quiero hacerlo. Una cosa es llevármelas a la cama y otra,
hacerles la puñeta.
El Cañita frunció los labios, examinando
al muchacho con perplejidad. Tenía escrúpulos, caramba, quién hubiera podido
imaginarlo. Un montón de meses soñando con superar las conquistas de don Juan,
y ahora resultaba que no quería cometer las mismas fechorías que él, lo cual
carecía de sentido porque lo uno era indispenble para lo otro; no era posible
burlar a tantas mujeres si se las respetaba. ¿Cuántas sorpresas iba a darle
todavía Omar en la carrera desenfrenada que había emprendido hacia su
maduración definitiva? Bien, estaba fenomenal que tuviera escrúpulos, lo cual
demostraba que el chiquillo tenía humanidad y categoría, pero con esa jugarreta
no le haría mal nadie, ni siquiera a la duquesa, cuya honorabilidad era ella
misma la primera en tirar por los suelos; ya convencería a Omar. Ahora, tenía
que conseguir de nuevo distraer su pensamiento.
-Necesitas ropa. Vámonos de compras.
-¿No capeo hoy?
-No tenemos dónde, Omarito, por más que
he preguntao, no he encontrao a nadie que pueda prestarnos un tentaero y, por
otro lao, veníamos con equipaje pa un viaje de dos días, y van a ser diez en
total. Recuerda que tenemos compromisos sociales el viernes y el sábado, y que
ahora, en cualquier momento, donde menos lo esperes, puede venir un periodista
a hacerte preguntas y tienes que presentar el aspecto de un torero famoso.
-¿El mismo aspecto que tenía Jesulín
cuando lo sacaron en cueros en la cama del hospital?
El Cañita sonrió. No sólo tenía
escrúpulos, sino que empezaba a ser capaz de ironizar, refinando con sutileza
su gracejo natural
Una hora más tarde, sentado en un sofá de
la última boutique donde entraron
tras descartar el muchacho otras muchas, el Cañita miró apreciativamente a
Omar, que se contemplaba en un espejo enfundado en un pantalón de hilo blanco y
una camisa azul de seda. Parecía que lo hubieran transplantado de un club de
yates de millonarios y no sólo por la ropa. Su bronceado campero podía pasar
por el de los pijos que paseaban con los hombros alzados por Puerto Banús, su
rostro saludablemente campesino estaba exento de vulgaridad, poseía una buena
dentadura, exuberante y blanca, como quien va al dentista todos los años aunque
él no había estado ante un dentista en toda su vida; su forma física podía
corresponder a un deportista universitario. ¿Era el mismo Omar Candela que
conociera quince meses antes en una capea, aquel hortelano tímido que se
comportaba como un patán?
-¿Está bien esto, don Manuel?
-Fuera de serie, Omarito. Cómprate esas
dos prendas.
-¿Usted no se compra ná?
-Yo puedo pasar con lo que traje.
-Pues entonces, yo también puedo pasar
con lo que traje.
-¡Niño!.
-¡Joé, don Manuel! ¿Es que yo soy una
chiquilla, pa andar de trapitos? Si necesitamos ropa por alargar el viaje, la
necesitamos los dos.
-Está bien, no te sulfures. ¿Qué sugieres
que me compre?
-¿Un pantalón y una camisa iguales que
éstos? -dijo Omar con una sonrisa pícara.
-A mí me quedarían como el viejo caduco
que soy.
-¡Qué va, don Manuel! Venga. Cómpreselos
iguales y les damos la impresión a las vallisoletanas.
Clarines de
gloria
-Has estado formidable, genial -dijo
Marisa con un tono que no se parecía nada al que usara en el tren, cuando
viajaban de Alcázar de San Juan a Málaga.
Las dos vallisoletanas lo estaban
tratando con mucha consideración y delicadeza, y habían acordado acompañar a
apoderado y pupilo hasta el domingo por la mañana, cuando ellas emprenderían el
retorno a Valladolid después de verlo torear el sábado en Guadalajara. Tres
días juntos, paseando al lado de una muchacha decente como cualquier
adolescente. La sargenta no paraba de hablar con el Cañita, resultando evidente
para el novillero que la cosa iba para largo. El viejo se mostraba radiante y,
a veces, hasta se ponían a cuchichear los dos como jóvenes y como si tuvieran
una pechá de secretos que comunicarse.
-¡Extraordinario! -alabó Isabel, en apoyo
de la opinión de su sobrina.
-No lo elogiéis ustedes tanto, que se le
va a subir el pavo al niño -atajó el Cañita.
Cenaban, después de la novillada, de la
que había vuelto a salir a hombros, en un restaurante llamado "Casa Pablo",
en Aranjuez, donde el novillero estaba siendo abordado a cada momento por los
comensales que lo reconocían y se acercaban a felicitarle. Una oreja y dos
orejas, y dos vueltas al ruedo en los dos novillos. Y las mujeres no le habían
tirado bragas, como hicieran en esa misma plaza en honor de Jesulín, sino
montones de flores. Mañana destacarían los periódicos otra vez el triunfo y
volverían a llamar por teléfono más empresarios taurinos, para ofrecerle nuevas
novilladas, y ya hubo quien solicitó el día anterior fechas para septiembre.
¿No podría tomar la alternativa en Málaga, en agosto?
Omar la emprendió con su tercer cuenco de
fresas con nata, un cuenco que parecía un plato grande de sopa.
-¿Siempre comes de esa manera? -preguntó
Marisa.
-¿Te parece mal?
-No se puede comer tanto. Te pondrás
fondón.
-¿No quieres que me ponga fondón?
¿Quieres decir que piensas estar a mi lao cuando me engorde el culo?
-¡Niño, no seas ordinario! -amonestó el
Cañita.
Pero Omar sonrió, convencido de que su
barrunto era correcto, mientras apoyaba la mano sobre el borde de la mesa,
pegada a la de Marisa. Ella no retiró la suya.
A la mañana siguiente, se encontraba a
solas con ella en una barca, remando con escasa habilidad en el lago del parque
de El Retiro. El sol caía sobre la cara de la muchacha de través,
proporcionándole un aura sobrenatural al brillar en el pelo castaño claro, de
modo que el resultado era como aquellas fotos llenas de magia que les hacían a
las actrices. Junto a Marisa, tenía oídos para el trino de los pájaros y ojos
para la belleza de los árboles. Por primera vez, frente a una mujer que no le
inspiraba el impulso de saltar sobre ella al instante, porque sentía que podía
esperar, que tenía que recorrer un largo y ceremonioso camino antes de
poseerla. Ni siquiera tenía inflamada del todo la bragueta. La verdad era que
don Juan Tenorio había sido un completo gilipollas, perderse algo tan
extraordinario como dejarse llenar el corazón de eso que estaba sintiendo.
Escuchó el silbato del encargado del
embarcadero, que les indicaba que había terminado la hora de alquiler.
-¿Tenemos que volver, por fuerza? -dijo
Marisa, con decepción.
-Don Manuel ha dicho que sólo una hora,
porque hay mucho que hacer; pero volveremos aquí mañana, si quieres.
-¿Quieres tú?
-¿A ti qué te parece?
-Pero tendrás que estar preparándote para
la corrida de la tarde.
-Verás cómo don Manuel nos deja que
vengamos.
Remó con el mismo pésimo estilo hacia el
embarcadero. El Cañita e Isabel les hacían señas desde la balaustrada del
paseo.
-Están diciendo algo -señaló Marisa.
-¡Osú!, ¿por qué darán tantos brincos?
-¿Qué significa esa palabra que los
andaluces usáis tanto, "osú"?
-Dice don Manuel que es nuestra forma de
pronunciar "Jesús". ¿No te gusta como hablo?
-Me encanta. Los dos están alborotadísimos
-Marisa volvía a señalar a la pareja mayor-¿Habrá algún problema?
-Ya llegamos.
El encargado adelantó la vara con el
garfio para atraer la barca hasta la orilla. Marisa y Omar saltaron a tierra y
se apresuraron en dirección al paseo. Cuando llegaron donde Isabel y el Cañita
les esperaban, éste examinó el peinado y la ropa del joven.
-Remétete la camisa un poco dentro del
pantalón, niño, y péinate. Ten el peine.
-¿Qué pasa, don Manuel? -preguntó Omar
mientras hacía lo que el apoderado le había indicado.
-Te va a entrevistar la televisión.
-¿Aquí? ¡Joé!
-No seas guarro, niño. Un respeto, que
hay señoras delante.
Isabel sonrió.
-No tiene importancia, Manolo. Deja que
sea espontáneo.
¿Ahora lo llamaba ya "Manolo" y
le tuteaba? -se preguntó Omar para sí. A ver si el viejo iba a firmar los
papeles antes que él.
-Vamos -urgió el Cañita- están allí,
¿ves?, son aquellos que colocan los paraguas. Te están esperando.
Los cámaras y periodistas habían
improvisado el set junto a la
balaustrada del lago, más o menos a la mitad del paseo, enfocando hacia el agua
y el monumento a Alfonso XII. Había una multitud de mirones alrededor.
-Siéntate ahí, en la barandilla -indicó
el que parecía ser el jefe, mientras un auxiliar le colocaba un micrófono de
solapa y le encajaba el receptor en la cintura, por detrás.
-¿No puede estar ella conmigo? -preguntó
Omar señalando a Marisa, porque sabía que la proximidad de la muchacha le haría
recobrar seguridad. Sentíase muy nervioso. Una cosa era arrimarse a un toro y
otra muy distinta ponerse delante de una cámara de televisión.
-Es muy buena idea -asintió el director-.
Colócate a su lado -le dijo a Marisa, que dudó.
-Anda, sí -la animó Isabel-, siéntate con
él, pero alísate el pelo y deja que te ponga un poco de pintalabios.
La tía retocó ella misma el aspecto de su
sobrina. Sin embargo, Marisa continuaba resistiéndose.
-¡Por favor! -suplicó Omar.
Parecía tan asustado, que la muchacha
olvidó su propio temor y se situó junto a él, sentada en el banco de piedra y
con el codo izquierdo apoyado en el muslo del novillero. También a ella le
colocaron un micro.
-Empezamos -dijo el director.
-Vale -aprobó el cámara sin dejar de
mirar por el visor.
-¿Tienes el primer plano? -preguntó el
director.
-Sí. Es magnífico; el chico da cojonudo y
el contraluz le pone mucho relieve al plano.
-Estupendo. Cuando empiece a responder,
ve abriendo hasta tenerlos a los dos y, luego, un poco más, hasta tomar también
a Fernando; después, vas cerrando conforme hable, para terminar otra vez en un
primer plano de la cara del chico, muy cerrado. Fíjate cómo da; va a arrasar.
Omar, por favor, trata de mirar al objetivo todo lo que puedas, sobre todo al
final; sonríe, no te toques la cara y no gires la cabeza hacia Fernando. Él te
hará las preguntas como si estuviera en off,
trata de no mirarlo. ¡Silencio!
Un hombre acercó un fotómetro a la cara y
a la camisa azul de seda. Miró lo que marcaba, corrigió el difragma de la
cámara y asintió al director. Éste volvió a pedir silencio y gritó:
-¡Grabando!
Omar estaba alelado y sentía violentos
latidos de su corazón, pero inspiró hondo mientras se prometía no quedar en
ridículo delante de la hermosura que apoyaba el codo en su pierna. Oyó el
zumbido de la cámara y la voz del locutor, que decía:
-Esta mañana, sorprendimos en el parque
de El Retiro al novillero que es la sensación del momento, Omar Candela. Ha
tenido la amabilidad de interrumpir el agradable paseo que estaba dando, para
responder las preguntas de "Romance de verano". Omar, muchas gracias
por venir ante nuestras cámaras.
-Muchas gracias a ustedes.
-¿Resultaste herido en el incidente de la
madrugada del martes?
-No. Fue una cosilla sin importancia. Ya
ni me acordaba.
-¿Se recuperan siempre tan pronto los
toreros?
-No sé los demás. Una chalaúra como lo
que me hizo ese... hombre... tampoco es pa morirse, ¿no?
-¿Piensas demandar al marqués de
Benaljarafe?
-¿Demandarlo? Bastante tiene el pobre con
el peso que lleva.
Omar compuso una expresión pícara y
abatió un poco la cabeza, como si algo le pesara en la frente. El locutor contuvo
la carcajada.
-¿Era de verdad tan íntima tu relación
con la marquesa?
-La marquesa y yo sólo somos buenos
amigos... lo normal que hace un torero con una dama que es tan buena aficioná.
-¿Piensas continuar esa amistad?
-Por mi parte, sí. Pa un chiquillo de
pueblo como yo, es un gran honor que una señora de tanta categoría se digne
considerarme amigo suyo.
-¿Cómo se te presenta profesionalmente el
verano, después de un suceso tan desagradable? ¿No crees que pueda afectar a tu
carrera?
-¡Qué va! Mi apoderao dice que ya tenemos
más novillás firmás de las que él quiere que toree. Quiere evitar que la
afición se harte de mí, y él sabe muy bien lo que se dice, ¿comprende usted?
-Creo que sí. ¿Hacen los toreros siempre
lo que dice su apoderado?
-Los demás, no sé. Todavía no conozco a
muchos compañeros. Pero yo, si don Manuel Rodríguez dice que me suba a un
globo, me subo. Lo que él diga, va a misa.
Más allá de la cámara, Omar observó que
el Cañita se enjugaba una lágrima con los dedos y marcaba a continuación un
número en el móvil. Vio que permanecía largo rato hablando, sin parar de
gesticular con las manos.
-¿Y cómo van los asuntos del corazón?
-preguntó el locutor.
-¿El problema de mi apoderao? No tuvo
importancia.
-Me alegro, pero yo te preguntaba por el
tuyo.
-¿Mi corazón? El martes dijo el médico
que lo tengo tan fuerte como un caballo
de carreras.
-Pero... creo, Omar, que estás tratando
de evadirte de mis preguntas. Lo que los amigos del programa quieren saber es
si tu corazón está ocupado por alguien en la actualidad.
Omar demoró unos segundos en responder:
-Mi corazón está más lleno que el
camarote de los Hermanos Marx. Vi la película la otra noche, en vuestro canal.
-Sí, muy divertida. Entonces, ¿podemos
anunciar que estás enamorado?
Omar carraspeó.
-Yo... mire usted... soy un poco penco pa
decir cosas bonitas.
-¿Estás o no enamorado, Omar? ¿Se trata
de esta señorita que te acompaña?
Se escuchó un zumbido más alto de la
cámara, como si el camarógrafo corrigiera el ángulo para enfocar también a
Marisa.
-Yo... -titubeó el novillero.
-Bueno, Omar, ¿te niegas a presentarles a
nuestros televidentes a esta señorita? ¿Quién es, tu romance de verano?
-¿Qué dice usted?, ¡romance de verano...!
Se llama Marisa y será algún día no un romance pasajero, sino la madre de mis
chiquillos.
Marisa volvió la cara hacia él, primero
con expresión de asombro y, a continuación, con una sonrisa esplendorosa.
-¿Tenéis intención de casaros?
La pregunta iba dirigida a ella, que
respondió:
-Los dos tenemos diecisiete años. Déjese
usted de tonterías.
-Pero nos casaremos cuando llegue la hora
-afirmó Omar, rotundo.
-Estoy convencido de que será una boda
sonada -el locutor miró ahora hacia el objetivo-. Omar Candela está armando la
marimorena allí por donde pasa. El último domingo, cortó en Albacete dos orejas
a su primer toro y dos orejas y rabo al segundo. Ayer, en Aranjuez, una oreja
al primero y otras dos al segundo. Mañana torea en Guadalajara. Omar, ¿tienes
intención de armar el taco también allí?
-Por mí no va a quedar.
-Pues que se preparen los alcarreños,
porque será digno de verse. ¿Qué otras corridas de toros tienes a continuación?
-Todavía no son de toros, sino novillás.
El domingo toreo en Salamanca, que es una tierra con mucha tradición taurina y
donde mi apoderao dice que tengo que presentarme con mucha responsabilidad.
-¿Y para cuándo la alternativa? Con
tantos éxitos, tan repetidos y en tan poco tiempo, uno piensa que ese
acontecimiento pudiera estar a la vuelta de la esquina, ¿no te parece?
Omar miró hacia el Cañita. Notó que,
apoyando un papel en la espalda de Isabel, estaba escribiendo algo
precipitadamente. Presintió que era un mensaje para él, para indicarle algo que
debía decir, pero el locutor estaba esperando.
-Yo... no lo sé mu bien. Ser mataó de
toros es una cosa mu seria y se puede decir que yo he empezao como novillero
este año, porque lo del año pasao no cuenta...
El Cañita estaba exhibiendo el papel en
alto, para que lo leyera. Encogió los ojos ojos para enfocar el mensaje, porque
las letras no eran muy grandes y los trazos, poco firmes.
-...pero -continuó Omar-, que me dice mi
apoderao, don Manuel Rodríguez, que voy a tomar la alternativa en agosto, en la
feria de Málaga.
Sin dejar de mirar a la cámara, sintió
que rodaba por su mejilla una lágrima.