¿Permanece
en la Ría de Vigo
el tesoro que financió al capitán Nemo?
Que
Julio Verne lo describiera en el capítulo VIII de la segunda parte de “Veinte mil leguas de
viaje submarino” (o XXXII general), hizo que el tesoro entrara
en la leyenda: “Alrededor del Nautilus, en un radio de media milla, las aguas parecían
impregnadas de luz eléctrica... Hombres de la tripulación, provistos de
escafandras, se ocupaban de desguazar toneles medio podridos, cajas reventadas,
en medio de restos todavía ennegrecidos. De estas cajas, de estos barriles, se
escapaban lingotes de oro y de plata, cascadas de monedas y de joyas”.
Sí
es leyenda que quien comandó la Batalla de Rande fuera, como afirma Verne con
indispensable chauvinismo, un gran héroe. El conde-almirante Chateu-Renault, un
pomposo y emperifollado miembro de la corte del Rey Sol, compartía con el
almirante Manuel Velasco de Tejada el mando de una flota española de 19
galeones y 24 buques de la que los franceses pregonaban que era “la armada más poderosa
del mundo”.
Los
galeones españoles representaban la “Flota de la Plata” de los años 1699, 1700
y 1701, donde regresaban tres años completos de comercio exterior español.
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico volvió a
fluir después de tres años de sequía. Regresaban, por fin, las Flotas de la
Plata de 1699, 1700 y 1701, con el producto de un trienio de comercio exterior
de España, el más grande tesoro que nunca cruzó el mar según los espías
portugueses.
Sinopsis de mi novela
Brumas sobre el oro
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico
volvió a fluir después de tres años de sequía.
Eran
aquellos tiempos difíciles para el imperio español, porque los reinos europeos,
ansiosos de apoderarse de las tierras y riquezas hispanoamericanas, habían
ideado un personaje de perfiles imprecisos y carácter siniestro: el pirata. O
el bucanero. O el filibustero. Máscaras que embozaban con frecuencia a
generales y almirantes de los reyes de Inglaterra, Francia y Holanda.
En
las postrimerías del siglo XVII, eran incontables las islas antillanas
convertidas en bases de los piratas. Y éstos eran tan numerosos y los estragos
causados a los galeones españoles del comercio de Indias llegaron a ser tan
graves, que la Flota de la Plata de 1699 tuvo que refugiarse en La Habana a la
espera del refuerzo que podía representar la de 1700. Reunidas las dos, tampoco
se creyeron lo bastante fuertes como para romper el acoso bucanero. Esperaron
aún la flota de 1701, pero únicamente en el verano de 1702 se atrevieron a
iniciar la travesía gracias a una protección que les pareció providencial.
Mientras
los galeones aguardaban en La Habana tiempos más propicios y las arcas
españolas se vaciaban, tenía lugar un encadenamiento de hechos que
convulsionaron al Reino de España, situándolo en grave riesgo de ser dividido
entre las potencias de Europa: Parecía a punto de derrumbarse el entramado de
intereses de aquella precursora del mercado común europeo que fue la Casa de
Contratación de Sevilla; Carlos II el Hechizado, bajo cuyo reinado partió la
primera de las tres flotas, murió sin descendencia; superadas las graves
intrigas cortesanas originadas porque el último rey español de los Habsburgo no
hubiera engendrado un heredero, el francés duque de Anjou sucedió a Carlos II,
siendo coronado con el nombre de Felipe V. Esta coronación suscitó la ira del
imperio austriaco y la alarma de Holanda e Inglaterra, temerosas de que el
abuelo del nuevo rey, Luis XIV de Francia, pudiera convertirse en emperador de
Europa gracias a la anexión de España y sus extensas posesiones. Así nació la
Gran Alianza, en contra del cambio de dinastía en el trono de Madrid.
Cuando
el joven rey Felipe V fue informado de las catastróficas consecuencias
económicas que ocasionaba la permanencia de tres flotas en La Habana con el
producto de tres años del Comercio de Indias, Luis XIV puso a su disposición la
armada francesa, una de las más poderosas de la época, para la protección de
los galeones en la travesía del Caribe a Cádiz.
Como
ya había comenzado la contienda europea que fue la Guerra de Sucesión española,
abundaban los intentos de invasión de la península por parte de las potencias
de la Gran Alianza, con Inglaterra a la cabeza.
Advertidos
del riesgo que el acoso de la Gran Alianza podía representar para la preciosa
carga que transportaban, los almirantes de las tres Flotas de la Plata
decidieron no enrumbar hacia Cádiz, que era lo que mandaba la ley, y refugiarse
en Vigo, a la espera de circunstancias más favorables.
Un
conjunto de acontecimientos que representa un enigmático avatar de la Guerra de
Sucesión, hizo que el almirante de la armada angloholandesa abandonara el
intento de invadir Andalucía y pusiera sus navíos rumbo a Vigo, resuelto a
apoderarse de la carga, que los espías ingleses y portugueses consideraban el
más fabuloso tesoro que jamás hubiera navegado sobre el mar. La presencia de la
armada de Luis XIV no le desalentó.
La
noche del 23 de octubre de 1702, los vigueses presenciaron una de las mayores
catástrofes sufridas hasta entonces por el poder imperial español. El fuego y
la sangre, y también el oro, inundaron la ría de Vigo. El fuego se extinguió
pronto y la sangre dejó de aullar cuando las familias rotas consiguieron
aliviar su dolor. Pero la inundación de oro cayó por el sumidero de los
misterios insondables, esos misterios que perviven porque sus protagonistas se
conjuran para no desvelarlo. Las brumas del tiempo y un silencio trufado de
vergüenza y necesidad de olvido eclipsaron el brillo de centenares de millones
de doblones de oro y millares de toneladas de plata.
Durante
los tres siglos transcurridos desde entonces, han sido muchos los aventureros
que trataron de encontrar la entrada del sumidero.
Hay
ojos que han visto muestras del oro que traían aquellos galeones. Hay ojos que
han escudriñado las afiligranadas caligrafías de millares de documentos, en busca
del rastro del tesoro, con la pretensión de disolver la bruma que el tiempo
espesa. A unos les impulsaba la avaricia; a otros, la curiosidad. Muchos
sentían la necesidad de desentrañar las causas y los efectos de aquella
tragedia, necesidad que demasiados cronistas se han empeñado en burlar,
estremecidos por el sonrojo y el horror. El sonrojo que causa la impericia
suicida de los gobernantes españoles de la época y el horror de tantas vidas,
haciendas, fortunas y oportunidades malogradas.
Entre
1702 y la actualidad, la bruma sigue reinando en la ría de Vigo.