CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
16- Olga
Xico y su madre se habían obcecado en São Paulo con la convicción de que Luis
era médium, y ahora se veía de repente obligado a revivir ese desatino a todas
horas, aunque le pareciera una insensatez. Evocaba los ruegos y lisonjas de
Xico, porque Olga le hacía recorrer a diario rincones de sí mismo que ni sabía
que existiesen.
Al principio, fue sólo como cuando dos personas entonan al mismo tiempo
una canción, por casualidad. Experimentaban coincidencias de esta clase con
frecuencia creciente. Cantaban repentinamente a la vez, decían una palabra al
unísono, se encontraban en sitios y horas desacostumbradas como si se hubieran
citado… Según pasaban los días y semanas, la sintonía parecía agudizarse; y llegó
a un punto en que no tuvieron más remedio que hacerse preguntas.
Olga era gallega, de Vigo, pero su nombre y su apariencia confundían a la
gente. Pese a que los gallegos se declaran de origen celta, no abunda en
Galicia la gente rubia, aunque sí las pieles exageradamente blancas. Olga era
esbelta, de estatura algo superior a la media, con pelo de color panocha y ojos
verde claro. Muchos la creían eslava o,
más concretamente, rusa. No era demasiado guapa, aunque no cabían dudas
de su atractiva armonía. Ni de la energía y poder que irradiaba.
-Eres una especie de pararrayos, Luis –dijo Olga una tarde-. Cada vez que
tengo una idea, en pocos segundos tú la asimilas y me hablas de ella.
Luis la examinó un momento, para convencerse de que no bromeaba. Ella
parecía convencida y confiada.
-¿Crees en la parapsicología, Olga?
-Hasta ahora, no. Pero nos están pasando cosas, Luis. ¿Cómo las llamarías
tú?
Luis sentía una desagradable opresión en el ánimo cada vez que se
permitía hacerse esa clase de preguntas. El desconcierto le impedía entonces cavilar
con tino.
-Me cuesta mucho formarme imágenes mentales sobre estas cuestiones,
porque llegan a darme miedo. En Brasil, un amigo y su madre, que eran de
Umbanda, se empeñaron en afirmar que yo soy médium.
-¿Qué es Umbanda?
-Una religión animista de origen africano, muy extendida en Brasil. Una
mezcla extraña de creencias primitivas confundidas con doctrinas católicas,
cuya imaginería utiliza dándole nombres distintos. Creo que la Umbanda tiene mucho
que ver con la santería cubana y el vudú antillano; al menos, asignan a sus
dioses prácticamente los mismos nombres. Yo no me fie nunca de las verdaderas
intenciones de la madre y el hijo, pero aquellas dos personas hicieron
esfuerzos exagerados porque yo participara de sus ritos.
-¿Llegaste a creer que eras médium de verdad?
-¡Qué va! Pero no creerías las cosas que ellos llegaron a hacer ni las
influencias que movilizaron para tratar de convencerme. Yo siempre temí que se
tratase de encerronas para practicar sexo conmigo; un temor basado en unos hechos
que entonces me parecían significativos, sobre todo por parte del hijo, que era
un veinteañero muy guapo, seductor, rico y triunfador social, que a pesar de
tales condiciones se mostró durante meses ansioso de conseguir mi... tal vez
amor o... no sé. Aunque ahora sospecho que el propósito era al revés, que
trataban de atraerme a sus convicciones con sexo. Y que les importaba de verdad
contar con mis supuestas facultades.
-¿Y nunca consideraste ceder en lo del sexo?
Luis frunció los labios. Le inquietaba el miedo a que Olga le pidiera
sexo en el momento más inesperado. Un miedo que lo paralizaba a medias casi
todas las tardes, pese a que pasaba la mayor parte del día anhelando que llegase
la hora de la cita con ella, que a veces ni siquiera la habían acordado pero
siempre sabía que se produciría. En Brasil, había estado a punto de ceder
muchas veces, sobre todo aquella noche en Umbanda, cuando Xico y Rico hurgaban
por su cuerpo mientras él penetraba a la bella Vilma. Recordaba la escena como
si la hubiera soñado, a pesar de cual era capaz de distinguir el apasionamiento
sincero pero algo ingenuo y miope de Xico, que competía con la demoniaca sabiduría
de Rico, capaz de encontrar en un cuerpo humano resortes insospechados de
excitación. También durante aquel rito de Umbanda había vencido buena parte de sus
miedos, y reconocía que los tres hubieran podido hacer con él lo que quisieran,
fuese lo que fuese, si se lo hubieran pedido. Pero no lo hicieron. Solamente
actuaron. En silencio. Como en un cuento de misterio. En vez de responder la
pregunta de Olga, Luis preguntó a su vez:
-¿Te parece que deberíamos hacer algo para confirmar todo esto?
-Creo que sí, Luis. Se me ocurre una idea. Tú y yo solemos despertar
alrededor de las 7. Esta noche, pon el despertador para que suene cerca de las
7, pero algunos minutos antes o después. Piensa en mí, mandándome despertar. En
seguida, me llamas por teléfono, y me indicas el minuto concreto del mandato.
Si coincidiese más de dos o tres días, es que somos telépatas o algo así y
habríamos alcanzado una clase científica de convicción. ¿Estás de acuerdo?
Lo probaron todos los días de la semana siguiente, sin que la hora
indicada por ambos coincidiera jamás. Luis la llamaba, ella le daba las gracias
y, al comparar los datos, confirmaban el fracaso. Una tarde, mientras esperaban
la hora del ensayo en el teatro de la Hermandad Gallega, Olga propuso:
-He leído que hay telépatas activos y pasivos. O sea, que algunos son más
potentes para emitir mensajes y otros, para recibirlos. A lo mejor es que tú
eres buen receptor pero no emisor. Deberíamos probar al revés. Seré yo quien te
llame. ¿Te parece?
A la mañana siguiente, Luis estaba convocado a las ocho y cuarto por la
dirección de la agencia para una reunión “brainstorm”. Tras desconectar el
despertador, se fue a dormir con mucha prevención, temiendo llegar tarde a la
reunión. Pero lo que ocurrió marcó profundamente la totalidad de su relación
con Olga. Al despertar, dio un salto y se miró a sí mismo con desconcierto, de
pie en medio de la habitación; eran las 7 y tres minutos. Al instante, sonó el
teléfono; Olga confirmó la hora: 7 y tres minutos. Ocurrió lo mismo los
siguientes ocho o diez días, fomentando el asombro de los dos. Luis saltaba de
la cama como movido por potentísimos resortes, y no despertaba del todo hasta
que no se encontraba de pie, tambaleante y desconcertado. Estaba claro que él era
el receptor y que la potencia emisora de Olga era formidable.
Llegó a parecer evidente que estaban en sintonía mediante mecanismos
cerebrales que no conocían ni encontraban explicación en lugar alguno, por mucho
que leyeron y preguntaron; y hasta fueron a consultar a un famoso
psicoanalista. Con el tiempo intentaron nuevos métodos de comunicación, mientras
las evidencias despejaban del todo sus dudas.
-He leído que la comunicación se produce mejor cuando uno de los dos no
está despierto del todo –arguyó Olga-. Recuerda que te despierto sólo cuando
estás en lo que podríamos llamar “duermevela”.
Olga era la encargada de una agencia de viajes de tamaño medio. Luis
solía viajar a España una vez por año, y aprovechaba el cruce del Atlántico
para visitar varios países de Europa cada vez;
de lo que ya habían conversado a fin de que ella eligiera una ruta para
la siguiente ocasión. Pero un importante cliente de la agencia hizo una
propuesta insólita e inesperada; necesitaba que uno de los creativos (eran tres
quienes atendían a este cliente, “La Vivienda, Entidad de Ahorro y Préstamo”) viajase
por varios países de América y Europa, visitando oficinas de ahorro y préstamo,
para reprtoducir los métodos físicos de mejor comunicación directa con los
clientes. De los tres creativos, la dirección de la agencia consideró que Luis,
por su biografía, era el más indicado para la misión. Le propusieron viajar a
Argentina, Brasil, seis estados de EE.UU., Francia, Italia y España. No le
ponían límite alguno en cuanto a costos, pero él indicó que contratasen los
desplazamientos y los hoteles con la agencia de Olga. Esta preparó
meticulosamente la ruta, cuyo precio resultó mucho menor de lo que la
publicitaria había calculado.
Empezó por Brasil, donde le recibió en el aeropuerto la presidenta de la asociación
bancaria, cuyo chófer lo trató en el desplazamiento hasta el hotel como si él
fuera un ministro. La encopetada señora portaba un regalo: un paquete con seis
kilos de café de diferentes procedencias regionales y variadas presentaciones.
En el momento de coger la decoradísima bolsa, Luis se preguntó a quién
regalársela, porque no podía continuar un viaje que iba a durar treinta y dos
días llevando tal lastre.
La visita a Brasil incluía dos días en São Paulo y otros dos en Río, que
Luis aprovechó para hartarse de feijoada y vitaminas, un batido a base de
papaya y leche. Llamó a Xico, que le habló con vehemencia:
-¿En qué hotel estás? Llamo a Rico, cogemos el helicóptero y estamos ahí
dentro de un par de horas.
-No puede ser, Xico. No creo que me alcance el tiempo para todas las
oficinas bancarias que tengo que visitar en dos días.
-¿Será igual en Rio?
-Bueno, Río no es tan complicado como São Paulo y allí el programa me
parece un poco menos intenso.
-Entonces, dime el hotel donde vas a pernoctar en Río. Iré en avión
pasado mañana y no me digas que no.
Luis no opuso contra alguna. Ya tenía a quien regalar la bolsa de café.
Al instante siguiente, sintió una opresión profunda en las sienes, de modo que
tuvo que correr al baño para mojarse la cabeza. Debía llamar a Olga.
-Has tardado un poco –dijo ella-; llevo casi una hora pidiéndote
mentalmente que me llames.
-¿Ocurre algo malo?
-No, qué va. Mis jefes están maravillados porque estemos haciendo este
negocio con tu agencia; no paran de decirme que averigüe cómo te está yendo.
-Pues muy bien. Hoy me han regalado seis kilos de café, que voy a tener
que regalar también, imagina.
-Llámame en cuanto llegues a Buenos Aires; tienes que ver a alguien.
-¿Quién?
-Ya te contaré.
Cuando Xico lo abrazó en el hall de un gran hotel de Copacabana, Luis
descubrió cuánto había cambiado su pecho en menos de un año. No sintió
prevención por el codicioso abrazo de Xico, ni se sorprendió en evidencia al
constatar las miradas que los envolvían. Respondió el abrazo con sinceridad.
Pero se había transformado en muchos sentidos. Su miedo se había aminorado y
algo nuevo estaba creciendo en su ánimo. ¿Sería a causa de Olga?
Xico pareció notar el cambio. Retrocedió un paso para examinar
detalladamente a Luis, y no pidió lo que este recelaba que le pidiese.
-Tengo rito esta noche, Luis. No puedo quedarme aquí. ¿Volverás pronto a
Brasil?
Era un adiós definitivo. Nunca lo volvería a ver.
La persona que Olga le mandó al hotel en Buenos Aires era una prima suya,
Inés, mujer de mediana edad, bella, casada, que llegó acompañada de su hijo
adolescente. No supo por qué, pero a Luis le recordaron de inmediato a Xico y
su madre. Merendaron morosamente, hablando de banalidades, mientras Luis
permanecía alerta tratando de descubrir por qué Olga les había puesto en
contacto. El joven se mostraba ausente, sin parar de mirar de reojo a su madre,
como si esperase algo.
-¿Nunca te había hablado Olga de mí? -preguntó Inés.
Luis vaciló un instante, preguntándose si debía mentir por cortesía. La
realidad era que Olga no le había dicho nada sobre esa mujer nunca, ni en
Caracas ni la noche anterior, cuando marcó telefónicamente el encuentro.
-¿Sabes lo que son las meigas?
Luis no estaba seguro, pero notó que el alerta volvía a su ánimo. Observó
que el chico miraba a su madre con expresión extraña
-No del todo…
-Meigas son las sílfides celtas. Sobrevivimos algunas en Galicia y nos
llaman brujas.
Luis bajó la mirada hacia su regazo, para eludir las de sus
interlocutores. Estaba ocurriendo algo curioso en la mente del muchacho, según
los visos de su mirada,
.
-Olga también es bruja, pero ella no quiere admitirlo –aseguró Inés-. Sin
embargo, me ha pedido que investigue si tu espíritu se encuentra en nuestra
misma sintonía. Agarra las manos de mi hijo.
Luis notó que el chico sudaba copiosamente. Inés había sacado del bolso
un mazo de cartas muy voluminoso, equivalente a dos o tres juegos completos, y
lo barajaba con mucha concentración.
-Corta –ordenó Inés a su hijo.
-Espadas… -murmuró Inés.
Era un nueve de espadas; Luis lo halló sorprendente, pues creía que la
numeración llegaba sólo al siete, pasando a la sota a continuación.
-Elige uno de los dos montones –indicó Inés- y vuelve a cortar, ahora tú,
porque los fluidos que transmites a mi hijo se han borrado.
Ahora apareció un seis de espadas. La expresión de Inés resultaba
inescrutable, pero su hijo tenía terror en la mirada.
-Hum… No viajes esta noche, Luis.
-No es esta noche cuando tengo programado el viaje, sino pasado mañana.
-Ah –exclamó Inés-. Entonces tengo que hacerte un trabajo hoy sin falta,
en tu cuarto. No salgas esta tarde y espera que volvamos a las siete y media.
Había muchos programas de cotilleo en la televisión, presentados por
mujeres muy llamativas, que parecían famosas. Telefoneó dos veces a Olga, para
intentar que le explicase lo que hubiera pedido a Inés, pero no soltó prenda.
Durmió un par de horas de siesta, y cuando llegó la hora que Inés había
propuesto, volvió a sentirse en guardia.
Inés vestía muy diferente. Por la mañana, tenía el aspecto esperable en
una señora porteña casada de mediana edad. Esa tarde se presentó bajo una
túnica que parecía un poncho andino recrecido por los faldones.
-Desnúdate –ordenó Inés a su hijo en cuanto Luis les franqueó la entrada
a la habitación-. Y tú también, Luis. Y métete en la boca un par de hojas de
estas, pero no te las tragues; mastícalas suavemente.
-¿Qué es?
-Coca. Pero natural, tal como nos la da la madre Tierra. No te preocupes,
sólo sentirás algo de adormecimiento en la boca.
Luis notó que el chico masticaba también. Su expresión parecía serena.
Inés puso en el suelo alfombrado una especie de palmatoria de barro, insertó en
ella una vela de color caramelo y la encendió.
-Vamos a sentarnos alrededor de la luz -indico Inés.
Luis volvía a sentirse dominado por el mismo alerta que había sufrido en
São Paulo, en presencia de Xico y su madre. El hijo de Inés era más joven que
Xico, y, en oposición a la excepcionalidad de este, resultaba anodino, pero aun
así era inquietante. Presentía que el muchacho estaba asustado y se esforzaba
por disimularlo.
Luis no vio llegar lo que le pasó a continuación, aunque debía haberlo
intuido en los ojos enfebrecidos del muchacho.