jueves, 6 de diciembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero.





CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero.

Los 12 cuentos primeros

Caminaba por la calle Navas de Tolosa con la mano en la mejilla, como si así pudiera aliviarme el dolor. Que me quitaran una muela era para mí casi tan doloroso como si me extirpasen un dedo. Había vuelto de Milán a Barcelona con ese único fin, porque no me fiaba de los dentistas italianos, demasiado torpes, gesticuladores y parlanchines como para recordar el refrán: “Habla más que un sacamuelas”.
-Hombre, Luis, es un milagro que te encuentre…
Llevaba unos seis meses sin ver a mi amigo Quadranch, el “gris”, que era como llamábamos entonces a los policías nacionales. Casi nunca habíamos hablado más que para discutir sobre Málaga y Barcelona y sus respectivas Barceloneta y Malagueta, nombres cuya similitud semántica me desconcertaba.
-Vaya, Jorge, me alegro de verte.
-Te he dicho unas tres mil setecientas veces que me llamo Jordi…
-Vale, como tú quieras.
-¿Cuándo has vuelto de Milán?
-Anteayer, para ir al dentista. Me acaban de dejar mellado.
-¡Qué lujos!
-Déjate de bromas. Se trata sólo de miedo. Recién llegado a Milán, tuvieron que sacarme una muela y me hicieron una carnicería…
-¿Adónde vas?
-A ninguna parte. Sólo paseo.
-Voy a cambiarme de ropa. Ven conmigo, que quiero hablar contigo.
Como Jordi Quadranch vivía en calle Viñals, en la casa de al lado de mis tíos donde me hospedaba, desanduve el camino a su lado sin protesta. Tardó sólo unos seis minutos en cambiarse de ropa. Sin el uniforme, parecía casi tan joven como yo, aunque era cinco años mayor.
-Vamos –me dijo como si fuera una orden según su costumbre, actitud que él sabía que me encorajinaba.

Salimos a caminar, él como si cavilara sobre algo importante y yo, con evidente impaciencia en el rostro y mis actitudes. Pero sabía muy bien que sería tiempo perdido tratar de que se explicara antes del momento en que él decidiera hacerlo.
-Estás más gordo.
Era verdad. Antes de viajar a Italia, pesaba cincuenta y ocho kilos. En Milán, recalé en una pensión que era a la vez una trattoría muy popular y estábamos en  invierno, un invierno “paduano”, mucho más frío que el de Málaga o Barcelona. Entre que la dueña me adoptó como un sobrino y el apetito consecuencia del frío y el horario, tan diferente del español,  empecé a comer a todas horas y abundantemente. El ossobuco, los espaguetis y el chocolate me habían  hecho ganar siete kilos.
-Pues tú… se ve que vas mucho al gimnasio –repliqué.
-Tú también deberías ir, tienes buena base… un esqueleto estupendo, pero si sigues aumentando de peso, pronto tendrás barriga.
-No fotis –protesté.
-Tú, cuídate, o ya no podrás fanfarronear más con la ropa que te gusta comprarte antes que nadie.
No era la primera vez que me reprendía veladamente por mis gustos. Contuve el reproche y decidí virar el diálogo.
-¿Cómo está tu hermana?
-Sigue esperándote y por lo tanto no se echa novio.
-No digas tonterías.
-Claro que sí.
-Pero si es hasta mayor que tú.
-Te lleva sólo siete años, y es la más guapa de Barcelona.
Era verdad. Carme era una chica guapísima que, cuando me convertí en su vecino, me parecía inalcanzable. Después, me había causado muchos sinsabores. Hablaba de los charnegos con evidente desdén y como si yo no fuera uno de ellos. Ella me había dado a conocer el separatismo catalán, cuestión de la que en Málaga yo no tenía ni idea. Pero que yo le indicara que debía considerarme despreciable, puesto que yo también era charnego, nunca me sirvió de nada. Porque su evidente encaprichamiento por mí lo exhibía con expresiones muy seguras, como si yo fuera de su propiedad, pese a que jamás exterioricé el menor acuerdo.
-Pero yo soy charnego, recuérdalo- le dije a Jordi.
-A ella, eso no le importa.
-Lo dices como si me perdonara la vida.
-No exageres.
-¿Que no exagere, Jorge? ¿Todos los malagueños, andaluces, murcianos, gallegos y demás son despreciables, pero yo me he redimido?
-Tú eres muy… particular.
-¿Lo ves? Los nacionalistas me infláis las pelotas.
-Yo no soy nacionalista, Luis.
-Dices eso porque eres policía y seguramente os prohibirán ciertas cosas. Pero que eres catalanista… joé, un montón.
-Eso no es lo mismo. Claro que soy catalanista. ¿Tú no eres la exageración máxima del malagueñismo? Pues a mí me gusta mi tierra.
-Te traicionas a diario, Jordi. Dices que eres catalanista nada más, pero te he oído muchas cosas… que bueno…
-¿A qué te refieres?
-Las referencias a los murcianos, ciertas expresiones como “de Valencia ni el arroz” y muchas cosas así. Tu nacionalismo es medular, tan profundo, que no puedes ocultarlo.
Jordi calló y me adelantó unos pasos, como si inconscientemente quisiera librarse de una molestia. Me apresuré para espetarle:
-Los separatistas inventáis tantas tonterías, que ya me habéis quitado el gusto de vivir en Barcelona, donde había proyectado quedarme para siempre. Como decía Jean Paul Sartre, reinventáis la historia. Habláis de España como si fuera cosa ajena, a pesar de que Tarragona fue la capital de la mayor parte de España en tiempos de Roma… Contigo, no, porque me has dado pruebas de sobra de que me quieres; pero con tu hermana y tus amigos, aunque aprendí catalán, siempre me sentí postergado, discriminado. Y no se trata de palabras, sino de actitudes indisimulables.
No fotis, Luis. No tenía ni idea de eso.
-Nunca te lo dije, porque te respeto más de lo que crees. Pero eso es lo que siente un charnego en vuestras reuniones.
-Pero tú… -Jordi vaciló- ¿has dudado alguna vez que puedes contar conmigo?.
-Nunca lo dudé Jordi. Sé que me quieres mucho, por alguna razón que no puedo explicarme, porque tu cariño por un malagueño no encaja con lo que sé de ti.

-¿Qué has estado haciendo en Milán? –me preguntó Jordi bajo la sombra del Hospital de San Pau.
Él conocía de sobra mis proyectos cuando me marché a Milán, así que la pregunta me extrañó.
-¿Qué quieres decir?
-¿Te has hecho notar en contra de España?
Su tono me produjo frío. Aunque Jordi se había comportado conmigo siempre como un igual muy amistoso y más íntimo de lo que condicionaba su nacionalismo, no dejaba de ser un policía “del régimen” y su expresión en ese momento era lóbrega. Hice memoria. Los días que viví en Milán vi muchos anuncios de manifestaciones contra Franco y había pasado junto a algunas, sin llegar nunca a participar de verdad. No conseguí identificar algún recuerdo “sospechoso”.
-¿Cómo iba a hacerme notar? En una excursión a Florencia perdí la mitad de mi dinero, que todavía no había ingresado en un banco. He tenido que hacer cabriolas para seguir adelante con mis proyectos. Soy casi un chaval, sin dinero ni relaciones, ni influencias. ¿Qué podría significar yo políticamente?
-¿Has quemado banderas de España?
Sentí un estremecimiento. De repente, la escena de la plaza del Domo me vino a la mente tan vívida como el día que ocurrió.
Habían inaugurado la Expotur española poco antes. Como muchos atardeceres, di un paseo Corso Garibaldi abajo hasta la Galería Vittorio Emmanuele, hasta acabar en la plaza del Domo, una de las más bellas del mundo.
Pero topé con algo completamente inesperado, una nutrida manifestación antifranquista convocada contra la Expotur (que la noche anterior inaugurara el ministro Fraga). Por la exposición, habían engalanado espectacularmente toda la plaza con banderas españolas, una bajo cada ventana. Los tres lados de la plaza lo ocupan edificios de igual arquitectura, cuyas fachadas almohadilladas son fáciles de escalar. Instantes después de mi llegada, alguien en la manifestación dio la consigna de abatir las banderas, y de repente veinte o treinta muchachos escalaban las fachadas y arrancaban las telas rojo y gualda.
Unos cuantos, fueron apilándolas en el centro de la plaza hasta formar un montón considerable, que alguien roció con un combustible ocasionando una gran hoguera.
Me acerqué como hipnotizado. Tal vez fuera por el humo, o quién sabe si por el orgullo maltrecho, me encontré llorando a chorros.

La pregunta de Jordi me obligó a sentirme como si todavía estuviese en el Domo de Milán, con los ojos llorosos y el alma encogida. No recordaba claramente mis movimientos en la plaza durante la quema, porque había permanecido varios minutos en un trance.
-Hace dos o tres días –prosiguió Jordi-, me apropié de un expediente que no me correspondía, porque aparecía tu nombre y quise averiguar de qué se trataba. Había una lista de españoles en Italia que son “enemigos del régimen”.
Me sentí aplanado, como si fuera a hundirme en el asfalto camino de la Sagrada Familia.
-Lo que sea que haya en ese expediente –repliqué-, es una malinterpretación. ¿Qué me aconsejas que haga, Jordi?
-Hablaban de uno “documentos gráficos” que van a enviar pronto.
No lo podía creer. ¿Me habían tomado fotografías en la plaza del Domo? De cualquier modo, ninguna de esas fotos podía mostrarme haciendo lo que no había hecho.
-¿Qué hago, Jordi?
–¿Vas a volver pronto a Milán?
-Había pensado ir a Málaga cuando se me baje la inflamación.
-Pues ve. Déjame un teléfono a donde te pueda llamar.
-Mi familia no tiene teléfono. Toma éste, que es el de un amigo algo mayor.
El amigo “algo mayor” era en realidad un marica de mediana edad que llevaba muchos años tratando de meterme en su cama.
-Está bien, Luis. Mira, no te hagas notar nada en ninguna parte. Allí pertenecías a la JIC, ¿no?
En efecto, en Málaga había participado desde niño en las reuniones de la juventud independiente católica, que se celebraban en dependencias traseras del obispado. Pese a ello, había a diario una pareja de grises vigilando nuestra salida en la puerta, siempre los mismos, de modo que hacía mucho que los saludábamos con algo de ironía.
-¿Ni siquiera a esos amigos debo ver?
-De ningún modo, Luis. Te hablo de una cosa seria.

Al volver a Málaga, la vivienda de mis padres me pareció más pequeña y sórdida de lo que figuraba en mi recuerdo. No pude aceptar la oferta de mi madre de que me quedara con ellos. Busqué un empleo en una tienda y alquilé en seguida un modesto apartamento del que dispondría sólo dos meses, puesto que lo alquilaban en temporada turística mucho más caro.
Llevaba poco más de dos semanas trabajando cuando una tarde vi con disgusto que mi pretendiente de mediana edad, llamado Amadeo,  entraba decididamente en la tienda y se dirigía presuroso hacia el punto donde yo estaba. Miré al dueño de la tienda, cuyos ojos –alternativamente fijos en mi amigo y en mí- eran un caudal de preguntas; más aun cuando Amadeo se acercó a mí inclinándose sobre el mostrador para hablarme al oído.
-Luis, tienes que huir de Málaga.
-¿Qué estás diciendo?
-Han llamado a mi casa. Es un amigo tuyo de Barcelona, que dice que es policía. Me ha dicho que han mandado del consulado de Milán una foto donde apareces quemando una bandera de España.
-Yo no hice eso.
-Pues en la foto se ve clarísimo.
No podía imaginar qué clase de efecto visual habría producido una imagen mía como si quemase una bandera española, cosa que habían hecho multitudes aquella tarde, pero no yo.
-Tu amigo dice que salgas de España hoy mismo.
No disponía de dinero. Esperaba con impaciencia el final del mes, porque tras pagar el alquiler y la garantía, me había quedado muy escaso de dinero. Estaba comiendo muy precariamente.

Una vez que Amadeo salió de la tienda con las mismas prisas con que había llegado, tuve que disimular mi consternación bajo la mirada inquisitiva del dueño. Yo trataba de reunir valor para pedirle un préstamo que jamás podría devolverle, cuando dijo:
-Luis, tengo que salir. ¿Puedes ocuparte de cerrar la tienda y quedarte un rato para cuadrar las cuentas?
-Sí, claro, vete.
Me dio la llave de una pequeña caja metálica donde guardaba por la noche el producto de las ventas del día. A punto de salir de la tienda, se volvió hacia mí para preguntarme:
-¿Pasa algo malo?
-No te preocupes, es sólo que me han dicho que un amigo de Barcelona ha tenido un accidente.
-Ah, bueno. Anota la hora a la que te vayas, por si tengo que pagarte alguna hora extra.
-No te preocupes por eso. No me llevará ni media hora cerrar las cuentas.
Faltaban sólo unos minutos para la hora del cierre, que esperé con impaciencia. No tomé conscientemente ninguna determinación, fue como si un robot teledirigiera mi voluntad y mi mano.
Sumé las ventas del día y resté el remanente diario para cambio. No cuadró del todo, porque sobraban catorce pesetas. Era algo que ocurría a diario, ya que muchos clientes se iban sin esperar el cambio cuando era insignificante.
Igual que un autómata, cogí un folio y redacté una dolida carta de disculpa para mi jefe, por las treinta mil pesetas que le robaba.
Fui a casa de mis padres, donde, a mi partida hacia Italia, había quedado toda mi ropa de verano. Llené apresuradamente una maleta, tomé un taxi y embarqué en el primer avión hacia Madrid.
Una vez en Barajas, examiné el tablero donde anunciaba las salidas más inminentes. Había un vuelo a Buenos Aires para dentro de dos horas.

Buenos Aires, un nombre premonitorio. Una tabla de salvación en medio de una tempestad.
No objeté nada a mi pensamiento. Como sitio para huir hasta ver qué pasaba con la confusión italiana, era demasiado lejano. Pero era el único sitio donde había parientes lejanos. Primos de mi madre. No sabía su dirección ni ´podía pedírsela a mi madre, no teniendo teléfono. Pero sería fácil dar con él, porque trabajaba en el Banco Español de Río de la Plata.
Huiría, pues, a Buenos Aires.
















RELATOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero

LA EXTRAÑA CIUDAD

Los seis meses que llevaba en Buenos Aires no me habían servido todavía para librarme del todo de mis obsesiones, pero era mucho más feliz de lo que jamás creí poder serlo. Un extraño escenario para el subconsciente de un muchacho asustado. Una ciudad extraña donde todos parecían amarse. Donde la gente preguntaba “¿qué te pasa” si te mostrabas mustio. Donde para invitarte a comer sólo te decían “ven tal día a mi casa”. Donde los llamados “colectivos”, los autobuses, iban atestados y era frecuentísimo que algún hombre me empalase contra el pantalón con su pene erecto, sin que yo pudiera evadirme porque íbamos como anchoas en lata. Donde te miraban sin disimulo, a los ojos, de frente, hubiera lo que hubiese en la mirada, que en ningún caso les avergonzaba. Una ciudad extraña, donde parecía no ser delito ni condenable amar a quien a uno le diese la gana.

Nunca había sentido la menor paz de niño ni de adolescente; mis recuerdos conscientes e inconscientes estaban llenos de miedo; miedo constante, insuperable, perpetuo. Ni en Barcelona ni en Milán había conseguido librarme de tales sentimientos profundos. Miedo a salir a la calle, miedo a volver a mi casa, miedo a querer participar en los juegos callejeros y que me expulsaran, miedo a los ojos grises de mi padre, miedo a las indirectas y bofetadas de mi hermana mayor, miedo a los insultos y las ironías directísimas de su marido gitano, miedo a morirme cada noche a causa de mi asma ignorada sobre el colchón lleno de gusanos que había heredado de mi bisabuela muerta, que antes de morir se meaba en la cama. El miedo era lo único seguro en mi biografía infantil

No poseía recuerdos amables, como los juegos de niños o los cuidados de mi padre; de mi padre sólo recordaba sus puños y sus patadas, y de mis amigos, las burlas y el escarnio; únicamente algo desconcertante me producía una amarga alegría: el beso que me había robado un primo mío algo mayor que yo, que ya de adulto supe que era un pedófilo casado. Mi madre no me permitía jugar con otros niños, aduciendo un soplo en el corazón que nunca me han detectado de mayor, pero sí permitía las palizas sudorosas de mi padre, que con frecuencia ella provocaba. Una de las frases más aterrorizantes de mi niñez era cuando ella me decía: “Verás cuando se lo diga a tu padre”. No importara lo que hubiera hecho, que en ningún caso recuerdo; lo importante era que ella recibiera pruebas de amor de su marido adúltero público, y las palizas despiadadas de mi padre a su único hijo varón eran para ella pruebas de amor.

Ahora, salvo la lucha por conseguir trabajar sin tener permiso de emigrante, mi vida en Buenos Aires era plácida y muy satisfactoria. Era una ciudad extraña, no sólo porque no la conociera; era realmente extraña para mí, en su lenguaje, en sus costumbres y en sus expresiones. La que más gracia me hacía era “la concha de la lora”. Ignoraba el significado de “concha”; pocos días después de llegar, me asaltó por la calle arbolada un ataque primaveral de asma; media hora más tarde, tuve que tirar el pañuelo empapado y entré en una especie de mercería a comprar otro. Para mi sorpresa, la dueña me identificó en seguida como español, aunque mi acento malagueño era muy distinto del castellano. Admirado, le respondí que sí y ella comentó: “Yo nací en San Sebastián, pero me trajeron aquí con tres años”. Y comenté: “Es una ciudad preciosa, edificada a la orilla de una bahía casi circular que se llama la Concha; y se llama la concha porque tiene forma de concha”. Esto último lo ilustré juntando las dos manos para escenificar la forma. La dueña y una clienta me miraron con gesto extraño, pero no me reprocharon nada. Cuando supe el significado, me harté de reír.

El lunfardo no se usaba en los ambientes donde yo me movía y dudo que se usara en alguna parte. Ya entonces se había convertido en objeto de estudio académico; yo todavía no había descubierto conscientemente mi gusto por las palabras, pero un impulso me obligó a asistir a tales conferencias. Aprendí el sentido de muchísimas letras de tango que no entendía y supe que el más lunfardo de todos era “Percanta”. Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida…”

Yo no sabía cuán herida estaba mi alma, pero la sentía cicatrizar. Durante esos seis meses, Buenos Aires, extrañamente, había ido cicatrizando mi alma sin tener que recurrir a los servicios de los incontables psicólogos que se anunciaban por todos lados. La mayoría de costumbres y gestos contribuían a la cicatrización: las tertulias con universitarios donde tanto conseguía brillar sin proponérmelo, cantando copla como espontáneo en ciertos locales de afluencia de españoles, jugando al fútbol en el Bosque de Palermo con los compañeros de la publicitaria, bañándome en la playa de la Costanera, donde uno salía del agua convertido en estatua de arcilla. Una mañana de domingo, estaba recostado en la playita con un grupo de amigas y amigos cuando me fijé en alguien que venía; al parecerme mi amigo Chencho me levanté de prisa y eché a correr hacia él, antes de recordar que no podía ser porque estaba a muchos millares de kilómetros de Málaga.

Era una ciudad tan extraña, que un día caí en la cuenta que tenía más amigos y amigas de los que podía contar a lo largo de toda mi vida.

Tenía amigos que no me despreciaban ni se burlaban de mí. Jugaba al fútbol con ellos. Iba de excursión para remar por el Paraná, donde competía contra muchachos que me parecían hercúleos comparados conmigo, aunque muchos elogiaban mi físico. Acampaba en el Tigre bajo una nube inclemente de mosquitos, de cuyos ataques me defendían ellos, al oírme gritar, corriendo a rociarme con aerosoles de repelente. Como no entendía del todo sus expresiones, creía que nadie me había invitado aún a intercambiar fluidos. Una vez, una chica me dijo que la visitase al día siguiente en calle Ayacucho; por su pronunciación, yo escribí “calle Achacucho”. Participaba en tertulias, algunas con personajes tan interesantes como Julio Cortázar o una joven y muy bella poetisa judía llamada Renata Sussheim.

Un local de la calle Corrientes, denominado “Los inmortales”, me fascinaba. A veces, reunía dinero durante una semana para poder ir a Los Inmortales a almorzar una pizza de cebolla y queso a la piedra. Siempre que iba, alguien entablaba conversación conmigo desde la mesa vecina; de modo que tuve que ir dominando mi recelo y estupor faciales en tales ocasiones. Muchos de mis mejores amigos los había conocido de improviso en ese local.

Inesperadamente para mi acomplejado espíritu, hacer amigos era sumamente fácil en Buenos Aires. Participaba en paseos colectivos por la Boca, salidas nocturnas a las cuevas de tango, paseos gastronómicos por los quioscos de la Costanera… Era tan frecuente mi participación en tales eventos, que ya había dominado del todo el poso de miedo que sentí durante los primeros meses. Ya había conseguido tratarlos como iguales, y dejado de sentir el deseo de esconderme que me había acompañado toda mi vida.

Tan extraña era Buenos Aires, que hasta yo tenía cabida en ella.

Había más de treinta teatros, en uno de los cuales, el Avenida, había asistido a un recital de Carmen Sevilla, respaldada por un “ballet” de chicas argentinas a quienes les habían enseñado a mover los brazos imitando el flamenco,  pero apestaban a coristas de cabaret; con este subterfugio, el empresario se había ahorrado el costo de traer un ballet flamenco de España. Me pareció que la propia Carmen miraba de reojo a su “cuerpo de baile”, sintiéndose en evidencia. En cambio, había asistido también, en el Odeón, a una versión en español de Hello Dolly, protagonizada por Libertad Lamarque. Me entusiasmó. Estos extras estaban económicamente fuera de mi alcance, pero mis “tíos” me preguntaban, cada vez que me veían, “¿te falta algo? Y aunque respondiera que no, me metían un billete en el bolsillo. Esos regalos me proporcionaron acceso a cosas que no podía costear, como ir al Teatro Colón o comer de vez en cuando en La Hacienda.

Las torturas e insultos de mis padres, hermana y cuñado me habían hecho sentir incapaz y feo, pero en Buenos Aires mucha gente opinaba que yo era muy guapo, lo que me desconcertaba sobremanera. Pero la alusión frecuente a mi ignorada apostura comenzaba a hacerme cuestionar la opinión que sobre mí mismo me había insuflado mi familia. Resultaban sorprendentes algunas anécdotas, como la ocurrida con un compañero de trabajo. Éramos varios jóvenes en el estudio de publicidad y, uno de ellos, llamado Gutiérrez, me parecía el chico más guapo que viera nunca; una tarde, otro de los compañeros me invitó a tomar un vino a la salida; en realidad, en cierto sentido me invitó a llevar una vela, porque a los pocos minutos se presentó su novia, que era ya casi su esposa. Tomamos vino, comimos empanadas chilenas y salteñas, y una media hora más tarde, cuando yo comenzaba a buscar un pretexto para dejarlos solos, ella comentó: “Mirá, Tino; siempre consideramos a tu compañero Gutiérrez como una gran belleza, pero al lado de Luis resultaría muy antiguo; Luis es una gran belleza moderna, como de actor de cine”. Me quedé patidifuso y olvidé mi prisa por marcharme; en cambio ella se fue quince minutos más tarde. A su salida, Tino me propuso: “Venite conmigo a casa”. “Vives en Quilmes”, objeté yo. “¿Qué importa? Si se te hace tarde para volver a Martínez, te quedas a dormir en mi casa”. Este tipo de invitaciones, que se daban mucho en el cine de jóvenes de Estados Unidos, a mí nunca me habían sucedido en Málaga.

Vivía en Martínez, lo que ocasionaba muchas confusiones en la agencia de publicidad donde trabajaba, porque se trataba de una de las urbanizaciones más lujosas de la provincia de Buenos Aires, seguramente por albergar la residencia presidencial. Pero mi situación era de “arrimado” junto a la esposa de uno de los primos de mi madre, una siciliana a quien no le gustaba nada mi presencia.

Mi hospedaje había ocurrido de un modo no muy natural, sino bastante forzado.  A mi llegada a Buenos Aires, me quedaban tres mil pesetas en el bolsillo, lo que no iba a bastarme ni para sobrevivir un mes. Tenía imperiosamente que buscar a los parientes de mi madre. Fui al Banco Español de Rio de la Plata a preguntar por el único pariente cuyo nombre recordaba completo; me trataron muy bien porque él había tenido un cargo importante, pero ya se había jubilado. Fui a la dirección que me proporcionaron, dentro de la ciudad de Buenos Aires (o sea, dentro del espacio que delimita la Autopista General Paz, más allá de la cual todo es provincia) Se trataba de varios edificios cercanos a la avenida Santa Fe, muy lujosos. El inquilino actual me informó de que mi pariente le había vendido la propiedad y no conocía la nueva dirección. “Creo que es en la provincia, por Vicente López”. Y allá que fui. Como el apellido era muy poco corriente, confiaba en que no tardaría en dar con él, pero me costó casi un mes encontrarlo.

Fue el 22 de diciembre. Mi pariente me trató de “sobrino” y me presentó a todos sus vecinos y un montón más de gente. Era un hombre muy afable, llamado también Luis, de quien yo había heredado el nombre, tal como intuí por lo que me fue contando con el tiempo. Después de mucha celebración, un par de rondas de mate y visitas inacabables de sus hijos, nueras y nietos, a quienes iba llamando por teléfono, me pareció que era hora de marcharme. “Venite el 25”, me dijo al salir de su casa. Demoré algo durante la vuelta, porque me apeé del tren al apreciar un insólito atardecer por la ventanilla. Ni siquiera retuve el nombre de la estación, pero recuerdo aquel atardecer tras un cielo emborregado como si lo tuviera dentro de mi cabeza.

Yo ocupaba un cuartillo de una mísera pensión situada en calle Carlos Pellegrini, en pleno centro. El día 25, tomé un baño a media mañana y vestí la ropa que me pareció más favorecedora y presentable, incluyendo una chaqueta liviana aunque hacía un calor infernal. Comí unos macarrones muy pasados en un bar cercano y, cuando me pareció que ya podría llegar con cierta dignidad a casa de mi tío Luis, fui a tomar el tren en la estación de San Martin. Cuando llamé a la puerta pasaba de la una. La mujer de mi tío me abrió con un reproche: “¿Cómo has tardado tanto?”. Tras ella, aprecié una multitud de unos treinta parientes cruzados de brazos, que me esperaban para la gran comilona navideña que me habían preparado.

No sabía que un “ven tal día a mi casa” de un porteño significaba “ven a comer”. Me disculpé como pude, pero no le dieron mucha importancia. Se pusieron a comer como salidos de una guerra. Todos habían aportado algo; pejerreyes, pizzas, ensaladas griegas, estofados españoles y asado argentino en cantidades imposibles de chorizos, morcillas, mollejas, chinchulines, asado de tiras y demás.
Comieron durante horas, hasta que llegó un momento en que yo había digerido ya los macarrones y sentí un hambre considerable. Acabé comiendo al mismo ritmo que ellos hasta las cinco y media de la tarde.

Durante la interminable sobremesa, entre mates y copitas de licores varios, me bautizaron como Luisillo, porque Luis tenía un hijo a quien llamaban Luisito. Ese diminutivo de mi nombre produjo un efecto curioso; me sentí más parte de una familia y querido que nunca antes, de modo que acabé contando cuáles eran mis circunstancias verdaderas, que hasta entonces había tratado de disimular. Un hermano de Luis, llamado Manuel, me preguntó “¿Vives de verdad en esa pensión? La conozco, porque está cerca de mi ferretería; es un lugar infecto. El domingo próximo, ven a comer en mi casa; tenemos que hablar”.

Acudí el domingo mucho antes de la hora sugerida, por mi temor a llegar tarde. Me encontré a la esposa de Manuel regando el jardín; me recibió con un gesto algo adusto, de modo que para congraciarme con ella, le pedí que me pasara la manguera, que yo continuaría regando. Durante el almuerzo, pareció que continuaran una discusión interrumpida esa mañana. Mi tío Manuel dijo: “Bueno, estamos de acuerdo en que Luisillo se venga a vivir con nosotros, ¿verdad?; ocupará la habitación de Enrique”. Enrique era su único hijo, que estudiaba en una escuela militar fuera de Buenos Aires.

Así me encontré residiendo en una hermosa casa de una urbanización burguesa, lleno de gente burguesa que me trataba como igual, y junto a una mujer que no ahorraba los gestos de hostilidad. De manera que me habitué a estar en casa el menor tiempo posible. Si carecía de dinero como para ir al centro, visitaba a alguno de los supuestos amigos-vecinos, o caminaba durante horas por esa urbanización y las avenidas General San Martín y Maipú. A veces llegaba hasta Vicente López, donde, además de Luis, vivía otro primo de mi madre llamado Guillermo, homosexual confeso, dedicado a la costura, que siempre me hacía mucha fiesta cuando lo visitaba. En su casa probé por vez primera el dulce de tomate, que ignoraba que pudiera hacerse.

Una de las extrañas costumbres bonaerenses que más me entusiasmaban era la programación de “trasnoche” de los cines, porque así tenía el pretexto para no tomar el tren a Martínez hasta horas de  la madrugada. Se trataba de una costumbre bastante extendida, pues eran muy numerosas las salas que programaban esa sesión, y no sólo los fines de semana.

Una noche de jueves, antes de la medianoche, me preguntaba qué hacer hasta la madrugada. Recorrí varios cines de trasnoche hasta dar con uno cuyo programa doble me interesó: Una película española, “La tía Tula” y otra italiana, “Addio, fratello crudele”. Atendía la taquilla un hombre mayor, que al escuchar mi acento, me miró fijamente y, tras examinarme unos segundos, me dijo: “Espera un poco”. Sumamente extrañado, decidí esperar a ver. Unos minutos más tarde, el taquillero me llamó y me preguntó: “Sabes qué clase de cine es éste”, con acento castellano viejo. Negué con la cabeza. Poco después, salió de la taquilla y me empujó un poco hacia un rincón. “Ven, que voy a abrir para ti el anfiteatro. Tú no puedes entrar solo en el patio de butacas”.

En efecto, abrió para mí un empinado graderío vacío. Ocupé una butaca de la primera fila y cuando me acostumbré a la penumbra, percibí abajo el motivo por el que el hombre me había hecho el favor. Todos abajo eran hombres y muchos se estaban metiendo mano.

A partir de ese día, el dueño vallisoletano del cine, que era dueño de otras seis salas, me trató como parte de su nutrida familia. Durante un asado en Mar del Plata me contó que “En Buenos Aires todos los hombres se comportan de manera
Bisexual. Aunque estén casados o tengan novia, si se presenta la ocasión se acuestan con sus amigos sin ninguna clase de remordimientos”.

Tuve ocasión de comprobarlo con el tiempo. Mi compañero de trabajo Tino me asaltó en diversas ocasiones, hasta delante de su novia. Varios de los nietos de mis tíos me invitaban a salidas en dúo solitario, y fuera en un cine o una cabaña del Tigre, acababan metiéndome mano.

Y así fue de manera habitual, hasta que conocí a Pepe. Pero Pepe es mi mejor y más extraña historia en el extraño Buenos Aires: ya hablaré de él.








































CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero

EL ORÁCULO Y LA ESFINGE

Se dirigía a una fiesta en casa de una chica Hirsh –familia judía riquísima y muy prestigiosa en Buenos Aires-, chica que se había encaprichado de él. Una muchacha de cuerpo espectacular, pero de cara fea como una hiena. En el cruce de la Avenida Santa Fe con una calle, vio en su mente un salón que le abrumó.

Curiosamente, sospechaba que lo que pretendía la feísima muchacha era facilitar las cosas a su hermano gay, cuestión que Luis no habría permitido en absoluto cuando, más adelante, conociera a Pepe. Le flanqueaban al entrar en el salón donde iba a celebrarse la fiesta; era el mismo ambiente lleno de mármoles y ágatas que había visto en su mente. Superó el estupor porque los dos hermanos cruzaron un comentario. El muchacho Hirsh era demasiado parecido a su hermana como para ser guapo, pero era más pasable. De todos modos, jamás le habría permitido pronunciar frases que, más adelante, habría permitido a Pepe con toda naturalidad. La fiesta en la casa Hirsh fue una de las experiencias más asombrosas que Luis recordaba: Fue presentado y estrechó las manos de los principales gobernantes de la ciudad y del país.

La de Pepe fue una historia más surrealista que romántica y más de cuento que de novela. Como las clamorosas opiniones que aseguraban que Luis era una especie de oráculo griego combinado con el chamán de una tribu africana.

Libre de las espantosas obsesiones malagueñas, últimamente todos sus relacionados le estaban ofuscando con la idea de que era una un nigromante tribal, idea inducida por casi todas sus amistades, sobre todo las mujeres. Le decían que “tenía poderes”, porque a veces vaticinaba de pasada, y sin dramatizar,  algún suceso que después tenía lugar. Pero Buenos Aires era una ciudad repleta de psiquiatras, psicólogos, brujas que se anunciaban como tales, adivinos y curanderos. Todo eso era demasiado nuevo, demasiado chocante, cuando en España ni siquiera sabía cuál era su signo del zodíaco, cuestión de la que nadie hablaba aquellos años y a ningún periódico se le habría ocurrido publicar las falsarias predicciones que se publicaban en Argentina, escritas por cualquier aprendiz de redactor.

Pero ocurría algo en su mente que no cuadraba con la racionalidad que su vida nómada le había insuflado. Ciertamente, recordaba sucesos de la niñez para los que no tenía explicación ni nadie había sabido dárselas. También había ciertos casos recientes, como cuando experimentó muy vivamente un “déjà vu” en Milán. Iba por una avenida cuyo nombre había olvidado, y avistó a lo lejos un rascacielos muy curioso. Formaba una especie de torre que se ensanchaba considerablemente en su parte alta; como el ensanchamiento era excesivo como para ser aguantado por la estructura, habían dispuesto varios pilares en ángulo de 45 grados desde la base hasta el suelo del ensanchamiento. Conforme se fue acercando, averiguó que se llamaba Torre Pirelli mientras se preguntaba con mucha inquietud cuándo y dónde había visto antes ese edificio. ¿En Madrid? ¿De pasada en Génova o Turín? Esa estructura era demasiado insólita como para que la hubiera en Málaga o Barcelona.

Sufría alguna clase de alucinación, sin duda. Ahora no recordaba el resto de aquel paseo, porque se movió por Milán como un sonámbulo y no tenía ni idea de cómo había podido llegar al Castello Sforzesco; había salido de la trattoría con intención de visitar la famosa fortaleza, pero ni conocía el camino ni recordaba cómo lo había averiguado después del encandilamiento de la torre Pirelli.

En cierta ocasión, a los nueve años, la escuela donde estudiaba sufrió una inundación bastante copiosa, pero sólo en parte. Como el extenso edificio ocupaba un terreno en declive, se inundaron las aulas situadas en la zona más baja, mientras que muchas otras quedaron secas.  A los niños que estudiaban en éstas los liberaron a mediodía, a fin de que sus aulas fueran ocupadas por los niños de las aulas anegadas.

Había llovido casi toda la mañana, con una insistencia infrecuente en Málaga, dónde podían caer furiosos chaparrones pero breves. Cada vez que le sorprendía a uno la lluvia, sabía que bastaría con refugiarse diez o quince minutos bajo algún abrigo, y pararía de llover. Por ello, era muy raro que la gente saliera a la calle previsoramente con paraguas. Aquella tarde de otoño discurrió bajo un sol intenso como si fuese verano y el atardecer cayó sobre Málaga igual que un barniz de oro y flores escarlata. A la noche, nadie recordaba que muchos barrios se habían anegado por la mañana.

Al día siguiente, Luis sintió una premonición muy acuciante al salir de su casa: vio en su imaginación a un niño malcarado que levantaba la tapa de su pupitre y se llevaba el contenido. Corrió hasta llegar sin aliento a la escuela y, en efecto, descubrió que habían desaparecido un libro, dos libretas y el plumier con todo su contenido. Desconsolado, se lo dijo a la profesora. Tras un breve interrogatorio, la maestra dedujo que Luis no mentía, y le acompañó por las tres aulas cuyos alumnos habían recibido clase en la suya la tarde anterior. En la primera y la segunda no pasó nada, pero al entrar en la tercera, Luis se topó con la chispa en los ojos de un chico, hacia el cual se dirigió sin palabras. Junto a su pupitre, hizo una señal a la profesora, que llegó y levantó la tapa. Entre otras cosas, había una libreta y el plumier de Luis.

Siempre que recordaba esa anécdota sentía un estremecimiento. Su memoria desdibujaba recuerdos de anuncios que había hecho muchas veces a su madre y sus hermanas, anuncios que se cumplían y de los que ellas hablaban con las vecinas, pero había olvidado en qué consistían. Creía que esas cosas les pasaban a todo el mundo, pero ahora le estaban convenciendo de que no era así. Cuestiones sin mucha importancia sobre las que ahora comentaba de antemano, se cumplían; sus amigas se daban cuenta y se lo hacían notar con exageraciones.

Pero ninguna premonición le decía qué iba a ser de su vida a continuación. Le gustaba Buenos Aires, estaba experimentado sensaciones ignoradas, nunca había vivido tantos momentos felices, mas sabía que todo eso iba a ser provisional. No tenía intención de convertirse en un emigrante definitivo; debía volver a España, pero había elegido justo el país desde el que era más caro y difícil volver. ¿Y si iba cubriendo etapas para el regreso, por ejemplo pasando una temporada en Brasil?

Ya no sentía los miedos del pasado, o eso creía. Pero trasladarse por las buenas a un nuevo país cuyo idioma no hablaba parecía un reto terrorífico.

No se atrevía a comentarlo con nadie. Creía que lo disparatado de la idea produciría que sus parientes o sus amigos utilizaran calificativos que pudieran hacerle volver a las obsesiones familiares de las que creía estar curándose. Era necesario construirse una armadura para defenderse del clamor de sus allegados para que proyectase su vida definitivamente en Buenos Aires. La aclamación le halagaba, le hacía feliz, le generaba confianza en sí mismo, le convertía en un buen aspirante para cualquier reto profesional o vital. Pero no era la cuerda que le atara.

Un día, formando parte de una tertulia denominada “El escarabajo de Oro”, dejó de oír y sentir la reunión, como si se hubiera vuelto un pedrusco. De pronto, sintió en sus ojos el dardo de otros ojos; una preciosa muchacha cordobesa (de la Córdoba argentina), le miraba intensamente con sus pupilas verdes de aguamarina. Le pareció que se le había abierto el pecho, y que la muchacha lo inspeccionaba con avidez y sin repugnancia por la carne viva. Este espejismo duró sólo un instante, porque ella se acercó y dijo:

-¿Por qué te querés ir a Brasil?

El estupor le mantuvo callado más de un minuto, convulsionándolo antes de aflorar a su expresión.

-¿Cómo sabes tú eso? Por cierto, me llamo Luis.

-Yo me llamo Olga. No sé cómo lo sé. Lo que sentí es la urgencia de convencerte de no hacer ese viaje.

-¿Por qué?

-No lo sé. Te vi por un instante en una mansión inmensa, con criados vestidos con librea, que daban terror.

-Bueno, Olga. Eso parece una escena cinematográfica, y trabajar en una película no figura en mis proyectos y, además, escapa a mis posibilidades.

-¿Tú crees? Tenés aspecto de artista.

Luis se sonrojó. Miró con atención los ojos de la muchacha, donde había sinceridad inocente. Más adelante, se preguntó durante meses por qué dijo:

-Tal vez debiéramos tomar un refresco un día de estos, para que se te quite esa idea de la cabeza.

-Perfecto. ¿Te va bien mañana? Podemos dar un paseo por la Nueve de Julio y Florida.

Luis se mordió el labio, sin responder. Por lo tanto, la sugerencia de Sonia se convirtió en un compromiso. Como seguía impresionado, preguntó:

-Eso que has sentido antes respecto a mí y el Brasil… ¿lo habías sentido antes?

-Constantemente.

Luis apretó los labios. Bueno, al fin y al cabo, debía recordar que estaba en la ciudad con mayor índice de brujas y psiquiatras del mundo; seguramente había dado con una pirada. Mas ¿por qué había nombrado Brasil? Olga pareció adivinarle el pensamiento:

-No te creés lo de mi presentimiento, ¿no es cierto?

-Bueno, es que…

-Hagamos una cosa, si no te incomoda. ¿A qué hora sueles levantarte?

-A las siete.

-Perfecto. Coincidimos. Hagamos lo siguiente: No preparés el despertador. Yo te llamaré por telepatía. Cuando despertés, mirá el minuto exacto en que lo has hecho. Yo te llamaré por teléfono a la publicidad, y te diré el minuto pasado las siete al que te llamé. Si coincide con la hora que viste, te convencerás.

Luis fingió interesarse por lo que se estaba tratando en la tertulia en esos momentos, para no comprometerse en un asunto tan raro, y su pensamiento comenzó a divagar.

Por lo que pudiera decidir, estaba ahorrando, pero como se ahorraba entonces: guardando dinero en efectivo. Ya tenía unos miles de pesos, conservados entre las páginas de un libro. Todavía no había terminado de cerrar el compromiso con Olga, cuando sintió urgencia de volver a su casa. Compartía piso con una señora viuda, en la avenida Pueyrredón, vía situada a casi veinte manzanas de la avenida 9 de Julio. Contando que se encontraba en una cafetería cerca del edificio Cavanagh, iba a demorar un buen rato en llegar donde vivía. Urgido por el temor a haber perdido una cantidad de dinero que no se podía permitir perder, se despidió intempestivamente de la reunión y se disculpó ante Olga.

Preso de los peores temores, viajó en autobús sin lamentar las apreturas y corrió luego como un galgo. Perder ese dinero le haría retardar su salida de Buenos Aires y tal vez no consiguiera volver a ahorrar cantidades semejantes. No había echado cuentas de cuándo podría viajar a Brasil, pero siguiendo el mismo ritmo ahorrador, había calculado que podría hacerlo dentro de cinco meses. Pero si el dinero, en efecto, había desaparecido, no podía calcular cuánto tiempo más iba a demorar o si se darían las circunstancias para que pudiera seguir ahorrando. Su memoria inconsciente le convencía de que, considerando sus premoniciones pasadas, se había quedado sin esos pesos.

Llegó sin aliento e introdujo nerviosamente la llave en la cerradura, porque su compañera de piso no respondía el timbre; siempre llamaba por temor a encontrarla en situación comprometedora. Corrió a su habitación. Miró con confusión hacia el pequeño estante donde se alineaban menos de veinte libros. No recordaba en cuál guardaba el dinero. Los fue hojeando todos mientras el alma se le iba helando. El dinero no estaba en ninguno.

Comenzó a llorar como un bebé. No conseguía trazar un plan. Sólo pensaba en que tenía que ahorrar de modo sumamente riguroso. Iba a comenzar ahora mismo. Solía bajar a un local cercano, donde tomaba cada noche un vaso de vino y un par de empanadas chilenas; bien, eso había dejado de ser posible. Revisó lo que tenía en la cocina; nada más le quedaba un bote de salsa de tomate, un pedazo de salchichón y una caja de galletas.

Sin conseguir contener el llanto del todo, decidió tomar prestado un huevo y un poco de aceite; cuando llegase su compañera se lo diría. Cortó el salchichón en rodajas, eligió una sartén pequeña que puso al fuego; echó el aceite y medio vaso de salsa de tomate; echó dentro las rodajas de salchichón y cuando todo comenzó a hervir, echó el huevo encima. Iba a ser unos huevos a la flamenca algo extraños y tendría que migarlos con galletas dulces. Pero menos era nada.

Se encontraba arrebañando con una galleta el último resto de tomate, cuando oyó que llegaba su compañera de piso. Escuchó sus pasos en el vestíbulo y, a continuación, notó que se acercaba a la puerta de la cocina.

-Hola, Luis. Cogí un libro mío que te llevaste a tu cuarto, porque lo tengo a medio leer. Al abrirlo, vi que había dinero dentro. Aquí lo tenés. ¿Qué te pasa, lloraste?

Desconcertado por la felicidad que sentía, Luis no atinaba a responder.

-No, no he llorado. Se me metió una mota en un ojo cuando llegaba a casa.

Se acostó convencido de que iba a desvelarse, pero la agorera premonición le había extenuado y se durmió en seguida. A la mañana siguiente, dio un salto de la cama sin acabar de despertarse hasta ponerse de pie; inexplicablemente, se acordó de la propuesta de Olga y miró el reloj. Marcaba las siete y tres minutos.

Se dio un pequeño homenaje tras la defectuosa cena de la noche anterior, y desayunó un bcadillo de churrasco, dos panquecas con dulce de leche y un café. Sólo volvió a pensar en lo de Olga cuando le dijo una compañera que lo llamaban por teléfono. Apenas le dio tiempo a decir “hola”. Oyó que Olga decía:

-Te llamé a las siete y tres. ¿Miraste el reloj?







CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

Luis Melero

PEPE

El anuncio de que deseaba mudarme a Brasil más adelante causó revuelos.

Mis parientes se enfadaron. Era una locura sin sentido, puesto que me iba muy bien en Buenos Aires y yo parecía feliz. Los peligros de las grandes ciudades brasileñas eran conocidos en toda Hispanoamérica. ¿Estaba dispuesto a convertirme en drogadicto o delincuente? ¿Iba a exponerme a sufrir una herida de arma blanca en cualquier esquina? ¿Es que quería suicidarme?

También en la agencia de publicidad menudearon los consejos indignados. Todos los compañeros se consideraban amigos míos y, por consiguiente, con obligación de tratar de disuadirme de lo que creían una locura sin sentido ni propósito. Por sus expresiones y gestos, descubrí que yo era un proyecto para varias compañeras, algunas de las que más desdeñosamente me habían tratado. Lo más molesto fue que el posible viaje llegó a oídos de los jefes, y se lo tomaron como una ofensa. El que hasta entonces había sido un trato exquisito se convirtió en hostilidad deliberadamente manifiesta y, al tercer día, fui llamado al despacho presidencial.

Por aquel entonces, la mayoría de las agencias publicitarias de Buenos Aires eran propiedad de judíos. La publicidad es una profesión refugio de genios fracasados o, por lo menos, aspirantes a genios; los dibujantes pretenden colgar una exposición de óleos; los redactores, publicar una novela o canciones, o un drama teatral o convertirse en guionista de cine o televisión. También los que se dedicaban al trato con los clientes suelen ser licenciados en algún arte. Por lo tanto, el fracaso aparente a pesar de unos sueldos muy abultados, la espera inacabable de lo que casi nunca llega y el verse forzados a hacer lo que no se quiere produce descreimiento, escepticismo y cierto nihilismo acompañado de un afán por el lujo y el gozo desmedido, para sustituir la “falta de sentido” de sus vida. Por ello, los muchos judíos que conocí por entonces al frente de publicidades eran todos agnósticos, cuando no declaradamente ateos. Acudí con varios de ellos a asados en Ezeiza, donde casi la mitad de lo que comíamos era cerdo, y nunca vi a ninguno rechazar un plato o protestar. Pero a pesar de todo no dejaban de tener formas de ser muy judías en sus expresiones, reflejos, forma de hablar, sentido del orgullo y amor propio.

Cuando entré en el despacho, los dos socios estaban hablando; evidentemente, de mí. Callaron al oírme llegar y se volvieron a mirarme.

El más joven de los dos, con quien había salido a veces a tomar un café o una copa de vino, y que me había tratado como si fuera mi amigo, me encaró muy contrariado para decirme:

-Te has aprovechado de nosotros, Luis; has consentido que creyésemos que eras el colaborador perfecto y que, por consiguiente, figurases en nuestros planes de ascensos, cuando no éramos para ti más que un peldaño de tu escalera…

-Simón, yo…

-Aquí tienes el sobre. Desde ahora mismo dejamos de contar contigo. Puedes recoger tus cosas y despedirte de tus compañeros.

Desconcertado, diez minutos más tarde me paré en la acera de calle Pueyrredón, preguntándome qué hacer a continuación y adónde ir. La liquidación era algo mayor de lo que me correspondía, pero no completaba ni de lejos el dinero que necesitaba para la mudanza, cuya fecha era todavía imprecisa y algo remota. Tenía que encontrar con urgencia otra fuente de ingresos. Recordé a mi antiguo compañero Fernando Rossi, que se había despedido de la agencia dos meses antes. No fuimos demasiado amigos, pero bromeábamos mucho cantando a veces el coro de la Mazurca de las Sombrillas, de la zarzuela “Luisa Fernanda”, con lo que toda la agencia nos celebraba con entusiasmo. Al contrario que yo, Rossi cantaba realmente bien pues era un barítono lírico muy bueno, que podía haber hecho carrera. Nos divertíamos bastante en tales ocasiones además de divertir a nuestros compañeros. Tal vez podía recurrir a él. Me encaminé a la agencia donde trabajaba ahora.

Rossi salió a la recepción pocos minutos después de preguntar por él. Se asombró cuando le dije que me habían despedido, aunque le oculté el motivo.

-Parecía que ibas a tener un gran futuro con ellos –aseguró.

-¿Crees que serviría hablar con tu jefe?

-Esperá aquí un poco.

Un cuarto de hora más tarde, Rossi salió a recepción acompañado de su jefe. Ambos sonreían.

Por una feliz coincidencia, días antes Rossi había hablado con sus jefes de mí, porque se había producido una vacante en el estudio. Mi amigo barítono tenía de mí mucha mejor opinión de lo que yo sospechaba, y tanto me había recomendado, que le habían comisionado para que me llamase a fin de proponerme el empleo.

-¿Puedes empezar hoy mismo?, me preguntó el jefe, que Rossi me había presentado llamándolo Salomón.

Pocos días más tarde comencé a sentir culpa por silenciar mi proyecto brasileño, por el trato exquisito y muy afectuoso que recibía. Entretanto, tenía que hacer esfuerzos porque mis familiares dejasen de sentirse “abandonados”

Uno de mis parientes era militar, creo que con el rango de capitán o comandante.  Su personalidad y expresiones me recordaban demasiado la idiosincrasia de los chusqueros españoles como para tenerle simpatía. Como no ejercía en Buenos Aires, me había librado de fingirme amistoso con él. Pero cada vez que pasaba unos días de permiso en la ciudad me prestaba mucha atención, como si yo representase alguna clase de desafío. Un par de días después de mi cambio de agencia publicitaria, me llamó al trabajo, afectando su voz gran enfado.

-Me dijo mi papá que pensás dejarnos. ¿Te tratamos mal, no te gustamos?

-¡Qué va, Enrique! Vosotros me habéis dado la primera oportunidad de mi vida de considerarme parte de una familia. Habéis sido más cariñosos de lo que nadie lo había sido jamás conmigo. Si me voy, no os olvidaré nunca.

-Dijiste “si me voy”. ¿Es que no es seguro?

-Todavía no es más que un proyecto.

-Entonces tengo que convencerte de que te quedés. Según cuentan mi papá, mis tíos y mis primos, hay varios aspectos de la vida de Buenos Aires que no llegaste a conocer. Esta tarde, iré a esperarte a la puerta de la agencia, cenaremos y te  llevaré a conocer lo más importante de Buenos Aires.

Como militar vocacional, Enrique no brillaba por su originalidad ni por su imaginación. Por consiguiente, cenamos en una churrasquería una cantidad extravagante de carne, acompañada por mucho más vino del necesario, que él insistía machaconamente en que yo bebiese. A continuación, se dispuso a enseñarme lo que él consideraba “lo más importante” de Buenos Aires. En una estrecha zona de la ciudad pegada al puerto, las calles descendían una pendiente de varios metros en una sola manzana, hacia lo que llamaban “el bajo”. Esa última “cuadra” de muchas calles céntricas bonaerenses estaba ocupada por clubes de alterne. Chicas todas espectaculares y de trato nada ordinario,  que lo enredaban a uno durante horas, consumiendo mucho pero sin consumar lo que hacían creer que estaban dispuestas a proporcionar. En uno de tales locales, Enrique entró como un señor feudal en su castillo de regreso de la cruzada; repartió saludos a camareros, clientes y ficheras mirándome de reojo, como si quisiera comprobar mi asombro por su poderío. Fingí la admiración que él esperaba, lo que actuó como una especie de droga. Tras pedir al camarero y pagar una consumición para mí, se apartó y fue recorriendo mesas y sofás, como un picaflor, besando y achuchando a todas las mujeres sin parar de dedicarme alguna que otra mirada lejana para seguir sintiendo mi fingida admiración. El local era bastante amplio, con una extensa barra cuadrada en el centro, por lo que podía ver mucha aglomeración en el lado opuesto al que yo ocupaba; había numerosos treintañeros de aspecto fornido, conversando a voces entre ellos sin prestar demasiadas atenciones a las mujeres que se les pegaban. Notando mi perplejidad, un camarero se me acercó y me dijo casi susurrando:

-Casi todos esos son marineros de descanso después de grandes travesías, imaginá vos. Gastarán cantidades extravagantes de dinero, pero mientras lo gastan quieren deslumbrar.

Comprendí que se trataba de personas que acababan de librarse de largos y aburridos periodos de soledad; actuaban como niños soltados de repente en una fábrica de chocolate. Exteriorizaban su excitación sin tapujos, ávidos de comprar adulación gracias a sus abultados bolsillos, ahorros forzosos de dos o tres meses sin bajar a puerto. Me fijé en uno que aparentaba menor edad que la mayoría, poco más de veinte años; por su expresión absorta, deduje que estaba solo y no conocía a sus colegas, más veteranos que él. Sin embargo, era el de aspecto más tópico de todos. Tenía un gran tatuaje en el pecho que no podía verse del todo tras su camisa abierta casi hasta la cintura; exhibía gran musculatura, sobre todo en los brazos acodados en el mostrador. Su expresión denotaba indeterminación. Probablemente era novato.

Unos minutos más tarde, habiéndome distraído mirando hacia todos los rincones tratando de comprender el comportamiento absurdo de casi todos los parroquianos, de repente se levantó un vocerío en la barra de enfrente. Vi que varios marineros algo mayores, estaban pegando al muchacho joven que había estado observando. Dos o tres lo sujetaban mientras uno le golpeaba el vientre y los demás jaleaban. En un increíble acto de inconsciencia, corrí hacia aquel rincón a tratar de ayudar al joven. Seguramente me habrían masacrado de no ser porque, al momento, sonó un disparo a mis espaldas que paralizó la trifulca como en un fotograma de una película. Asustado, volví lentamente la cabeza para encontrarme con que Enrique había desenfundado su arma y disparado al aire, a sabiendas de lo que podían hacerme. El joven que estaba siendo apaleado casi se arrodilla ante mi pariente y yo, y a continuación se gastó una cantidad indecente de dinero en obsequiarnos por todo Buenos Aires. Era gallego, se llamaba Carlos, y durante los diez años siguientes me visitó en todas las ciudades a donde yo me iba mudando en Hispanoamérica.

Los bonaerenses, hombres y mujeres, son muy bellos. Del resto de Argentina no estoy seguro, pero en Buenos Aires se ha dado tal mezcla de etnias, que el resultado es una población con fantástica prestancia, cuerpos bellos y facciones armónicas. Aquella temporada, estaban de moda unos vestidos de tela estampada muy ligera, apenas una túnica con un cinturón del mismo tejido; parecían caminar casi desnudas, pues se marcaban los volúmenes muy claramente, no sólo los pechos, sino también el pubis y los glúteos. Me maravillaba pensar en la posibilidad de que una mujer saliera en España a la calle de esa guisa; inimaginable. Pero no sólo resultaban llamativas, sino muy hermosas; en cuanto a los hombres, estaba de moda usar pantalones ligeros y apretados, y colocárselos de manera que marcasen claramente los genitales. Parecían una exposición de esculturas de Miguel Ángel, tanto por su donosura como por su casi desnudez. La única tara, muy generalizada, era que todos tenían problemas de hígado, supongo que por las cantidades de carne que comen y la falta de equilibrio de su alimentación.

Pepe no escapaba a ese supuesto. Era un hombre muy guapo, con más de metro ochenta y cinco de estatura. Pero pesaba unos veinte kilos más de lo adecuado. Tal vez por este problema, descuidaba su ropa, sus expresiones y, sobre todo, su pelo. Se peinaba echando casi todo el pelo a un lado, una masa grasienta que hacía temer acercársele por temor al mal olor que pudiera emanar.

Ninguna de estas cuestiones me pasó por la imaginación la primera vez que lo vi. Fue su actitud al llegar una mañana lo que me sorprendió. Entró con precipitación y como si buscara algo; se paró en el centro del estudio y me miró fijamente, pero con una expresión y actitud general que exteriorizaban miedo o una timidez muy fuera de lugar. Por suerte para él, Rossi acudió en su auxilio.

-Luis, este es Pepe Gurwitz, el socio de Salomón. Se llama Jossef, pero insiste en que lo llamemos Pepe. Pepe, este es el nuevo; se llama Luis y es español, de Málaga.

Como todas las personas gordas, el exceso de peso le hacía parecer más joven de lo que probablemente era, pues le calculé bastante menos de treinta años. Me levanté para darle la mano y le sonreí, pero él desvió la mirada como si mis ojos le quemasen. Me soltó la mano algo abruptamente, como si ardiera, y salió del estudio sin despedirse. Miré a Rossi con desconcierto y él se limitó encogerse de hombros mientras componía una mueca que no entendí.

Las siguientes semanas, me fue dado asistir a varias escenificaciones parecidas de Pepe. Daba la impresión de avergonzarse ante mí de algo que yo no podía imaginar. No comprendía por qué, pero era obvio que yo le intimidaba.

Un día, a la hora del almuerzo, estaba yo comiendo de pie junto al mostrador de una churrasquería muy popular de la Avenida Mayo. Ya me había habituado a comer carne a la manera bonaerense y deglutía un bocadillo exageradamente relleno con un churrasco, cuando se me ocurrió pasear la mirada por el local. Frente al mostrador, tras la barra, había una parrilla gigantesca donde ponían carne cruda sin parar y de donde no paraban de coger churrascos o chorizos ya asados, para servirlos. De pronto, me sobresalté; descubrí que Pepe se encontraba comiendo, también de pie junto al mostrador, a unos cuatro metros de donde yo me encontraba. Había varios parroquianos entre los dos, pero me pareció obvio que debía de haberme visto. Sin embargo, mantuvo rígido el perfil que me mostraba y en ningún momento permitió que sus ojos se encontrasen con los míos. Salí del local con el ánimo un poco chamuscado.

Pocos días después, habiendo terminado la jornada, fui a comprarme unos pantalones tejanos, como parte del equipaje que preparaba para Brasil, a donde ya había decidido la fecha en que ir. Viajaría en autobús por dos razones: era mucho más barato que el avión y el viaje duraba tres días a través de las cuencas del Paraná y el Uruguay. Pobre de mí, creía que sería una oportunidad de conocer mejor los paisajes del norte de Argentina y el sur de Brasil. Había engordado un poco, pasando de extremadamente delgado a “delgado” a secas. Ya no sabía mi talla, por lo que tuve que probarme varios pantalones. Salía del probador cuando me crucé con la mirada de Pepe, que bajó de golpe la cabeza fingiendo examinar unas chaquetas colgadas en fila. Estaba convencido de que me había visto, pero su actitud impidió que lo saludara francamente. Pasé varias veces ante su campo de visión, pero no dio muestras de haberme visto.

En lo sucesivo, durante el par de meses que transcurrieron hasta mi marcha a Brasil, el caso volvió a suceder con frecuencia creciente. Descubría a Pepe cerca de mí en los más variados lugares a donde iba, y un día, al pararme ante un escaparate, observé que venía caminando a unos veinte metros de mí. En cuanto notó que volvía la cabeza, se paró a mirar también un escaparate.

Estos sucesos acabaron produciéndome tensión  mucha preocupación. No me atreví a comentarlo con Rossi ni con ningún otro compañero. No cabía dudas de que Pepe me vigilaba, pero ¿por qué? Siempre parecía triste y anhelante, pero nunca se franqueó en tales ocasiones. En la empresa, no me saludaba si no era inevitable al cruzarse conmigo. Siempre eludía mi mirada. Pepe se convirtió en una preocupación verdadera. Una vez que anuncié mi despedida de la empresa, menudearon más tales “encuentros” y pareció cada día más apagado y mustio.

A la hora de disponerme a marchar, descubrí lo querido que era. Distintos grupos de amigos y mis parientes organizaron fiestas para despedirme, de modo que pasé las últimas seis noches cruzando promesas y direcciones con amigos que nunca más iba a ver. La última de las despedidas fue la de mis compañeros de trabajo. Rossi me advirtió que lo preparase todo para tomar el autobús, que saldría a las siete de la mañana, porque no me dejarían marchar a dormir. Así fue. La fiesta, ambulante por todo el centro de Buenos Aires, duró hasta las seis y media de la madrugada. Todos me acompañaron al tomar el autobús, junto al cual me esperaban varios de mis parientes y amigos. Me acomodé y, cuando el vehículo arrancó, corrí hacia el fondo, hacia la luna trasera, para volver a decir adiós con la mano. Me encontré con la mirada de Pepe, que permaneció quieto, mirándome alejarme, con ceniza y dolor en los ojos. Mientras el autobús se alejaba, mi corazón fue estrujándose y me reproché no haber hablado más con ese hombre que tan profundamente parecía sentir mi marcha.








































CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero    5

VIAJE POR EL FIN DEL MUNDO

La imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, acompañó a Luis gran parte de su inesperada y sorprendente aventura durante el viaje entre Buenos Aires y São Paulo.

Jamás había creído merecer el amor, porque en su niñez nadie de su familia le había mostrado amor; sólo recordaba hostilidad, reproches incomprensibles, golpes, bofetadas, patadas y sus propios gritos que jamás obtenían auxilio. No conseguía imaginar que alguien pudiera quererle porque sí, sin pedirle cualquier cosa a cambio. Jossef Gurwitz, cuya insistencia en seguirle por Buenos Aires tanto le había inquietado, quizá le quiso de veras. ¿Cómo era ello posible? Se trataba de un hombre bastante adinerado, triunfador en los negocios, muy guapo a pesar del exceso de peso, respetado empresario y padre ya de cinco niños varones. Aquella mirada triste de Pepe, casi encendida de lágrimas, mortificaba sus recuerdos mientras observaba vagamente los paisajes vírgenes y hasta selváticos, y los caminos sin asfaltar, con ríos y arroyos intermitentes que, a veces, el autobús debía cruzar por vados en el propio cauce.

En algún momento, circulando por la margen de un río, el conductor les señalaba un grupo de caimanes o algún felino salvaje en la otra orilla, animal que nunca llegaban a vislumbrar del todo. El campo domesticado y cuadriculado de los alrededores de Málaga era una visión remota, difícil de representar ante el esplendor y el caos vegetal que orlaba el camino, como un extraño y temible bosque encantado. El conjunto de la vegetación era más bien chaparra, sin muchos árboles esbeltos. Solamente de vez en cuando, tras un recodo, aparecía de repente uno de grandes dimensiones, como un gigante vengador que acechara al autobús. Cada vez que cualquier cosa le hacía sentir temor, se producía un fundido en su imaginación hacia la imagen menguante de aquel Pepe lloroso por su marcha. El pecho se le inundaba de nostalgia por lo que había perdido, nostalgia que le impedía temer las penalidades que pudieran esperarlo en São Paulo.

El viaje constituía una aventura en sí mismo. El pinchazo de una rueda, el cruce de un caudaloso y temible río en barcazas de muy frágil apariencia, los animales que cruzaban raudos los caminos frente al autobús y que apenas tenían los pasajeros tiempo de ver cuando el conductor los señalaba, los grandes pájaros que volaban sobre ellos como multitudes sorprendidas. Nada resultaba común para el conocimiento de Luis; y por sus expresiones asombradas, tampoco en el ánimo de sus compañeros de viaje. Y todo resultaba tan primitivo, tan puro… Pasaron días completos sin vislumbrar ningún detalle que le hiciera pensar en contemporaneidad. Ni asfalto, ni gasolineras, ni sembrados, ni MacDonals ni antenas. Nada más que la omnipresente tierra roja estampada de rodadas, los charcos fangosos donde los neumáticos resbalaban, la vegetación silvestre y alguna que otra cabaña como de películas del lejano oeste. Cruzaron varios ríos, tras resbalar descendiendo por pendientes lodosas, en barcazas que no comprendía cómo se mantenían a flote. No se dio cuenta de cuándo atravesaron fronteras, aunque en algún momento oyó al conductor comentar que habían viajado por Argentina, Uruguay y Paraguay, y ya se encontraban en Brasil, transitando por el sur de Río Grande del Sur. Su corazón palpitó un poco más fuerte que de ordinario, produciéndole un crujido de dolor; sintió que ya nunca iba a volver a ver a Pepe, no iba a poder preguntarle por qué se había quedado tan triste.

Cada determinado número de horas, los conductores iban siendo sustituidos. Cada uno se empeñaba en ejercer de “guía turístico” y hablaba de los alisos de río y los palos bobos, que Luis era incapaz de reconocer. Raras veces, entreveía un árbol muy parecido al jacaranda malagueño, que sólo después de muchos años supo que era en realidad un árbol sudamericano. Lo que más le asombraba eran las coloridas cotorras que se levantaban de desbandadas al paso del autobús.

Una lejana y extraña voz en lo más profundo de su pecho le advertía de que nunca merecería algo igual al sentimiento de Pepe. Jamás le había dicho nada ni le había confesado sentir algo por él. Nunca le había mirado de frente, con franqueza. Luis se hubiera mostrado sobrecogido de haberse producido una confesión. Pero el recuerdo de su mirada, en la madrugada del distanciamiento, le decía más que cualquier frase. ¡Tantas conversaciones junto a un vaso de vino que se habían perdido! ¿Por qué había fingido siempre no darse cuenta de la persecución? Ahora le parecía entender las razones de aquellos cautelosos seguimientos. No se le había ocurrido recordar que Pepe era un judío casado, con familia numerosa, preso y deudor de las convenciones más prejuiciosas de la civilización occidental. Debió haber forzado a Pepe a explicarse. Y ahora ya no le quedaba ninguna posibilidad de invitarle a cruzar miradas de inteligencia. Nunca volvería a verlo.

Sólo después de muchos años comprendió Luis las maravillas por donde había transitado. Nadie le habló entonces de las cataratas del Iguazú ni del Gran Pantanal. No los habían cruzado pero sí pasado muy cerca, y únicamente después de mucho tiempo descubrió esos lugares en documentales de televisión donde para su sorpresa, reconocía las masas boscosas. Intuía entonces, sin embargo, que se dejaba prodigios en la carretera, por lo que se propuso viajar a la selva verdadera en cuanto tuviera ocasión.

El paisaje fue dejando de ser tan húmedo. Desaparecieron los grandes ríos y únicamente aparecían estrechos cursos lodosos. De vez en cuando, el autobús era envuelto por nubes oscuras, a veces de polvo y otras de moscas.   

Viajaban ya a través de Rio Grande del Sur, el estado más templado de Brasil, en teoría, pero pasaba mucho calor. Según se dirigían a Porto Alegre, muchas de las casas de madera presentaban en los cobertizos tasajos de carne colgados a secar. Enjambres de moscas ennegrecían la carne. Preguntó a su compañero de asiento para qué colgaban la carne así.

-Es para elaborar nuestro plato más típico, la feijoada.

El estómago de Luis dio un repullo. Jamás iba a probar ese plato. En realidad, presentía que iba a comer muy poco en Brasil.
 
-Eres español, ¿no? –afirmó más que preguntó su compañero.

-Sí –respondió Luis-. ¿Cómo lo has adivinado?

El hombre, de unos treinta y cinco años, hablaba bien español aunque era, evidentemente, brasileño. Le extrañó que hubiera distinguido su acento, español y no porteño.

-Enseño español en Río de Janeiro. Percibo bien los diferentes acentos de tu lengua.

-¡Qué interesante! ¿Será difícil aprender portugués?

-No, qué va. Con que te abstengas de hablar con hispanohablantes los primeros dos o tres meses, bastará para que te des cuenta de las diferencias del portugués, que son mínimas. Son idiomas que cada cual parece un dialecto del otro. Ya verás. Y todos los brasileños cultos se defienden bien en español. Irás aprendiendo portugués hablándolo diariamente, sin darte cuenta. ¿Qué vas a hacer, turismo?

-No. Tendré que trabajar porque quiero quedarme un tiempo.

-¿Qué sabes hacer?

-Publicidad.

-Oh. Muy bueno. Será fácil. Ve a una avenida que se llama Paulista, donde hay tres o cuatro grandes publicitarias. Seguro que alguna de ellas te da empleo. Me llamo Wilson.

Luis estrechó la mano que le ofrecía.

-Yo soy Luis, con ese.

-Ya has notado que aquí escribimos Luiz con zeta, ¿eh? Desafortunadamente, vivo en Río. Pero igual te daré mi dirección, porque supongo que alguna vez irás por allí.

-Sí, desde luego. Cuando llegue el carnaval. Además, tengo familia en Río.

-¿En qué calle?

-Barata Ribeiro.

-¡Qué casualidad! Eso está muy cerca de donde vivo yo, en Copacabana.

-Copacabana, ¿de veras?

-Sí.

-Consideraba que mis parientes serían pobres.

Wilson no respondió. Miraba el paisaje abstraído. Sin perder el hilo, tras unos minutos dijo con voz gutural:

-La riqueza y la pobreza tienen en el Brasil dimensiones muy diferentes de las europeas. Puedes encontrarte favelas de aspecto mugriento en sus fachadas, que están equipadas interiormente con toda clase de electrodomésticos, televisión, aire acondicionado… Las fantasías de carnaval más lujosas y espectaculares de Río bajan de las favelas. Sin embargo, sé de familias de Copacabana que viven muy modestamente, con lo justo, pero aparentando más de lo que tienen. Con el tiempo, te darás cuenta de que la sociedad brasileña es un tanto exquisita, sobre todo la carioca.

Luis no entendió al pronto que una sociedad pudiera ser calificada de “exquisita”. Tardó algún tiempo en aprender que esa palabra significaba “raro”. Miró de reojo a Wilson; era un treintañero apuesto que se expresaba de manera educada. Este pensamiento fue aniquilado nuevamente por el recuerdo de Pepe achicándose mientras el autobús se alejaba. El examen de su vecino le pareció que constituía una especie de adulterio contra Pepe. Fijó su mente en el esfuerzo de contemplar lo que el conductor iba señalando a viva voz, tratando de no escuchar a Wilson.

-Vas a tener un gran éxito social en São Paulo; tienes un tipo físico que vuelve locas a las brasileñas y además eres muy guapo. Por tu manera de hablar, deduzco que eres más culto de lo que corresponde a tu edad. Así que, muchacho, prepárate para la conquista de Brasil. Conviértete en un bandeirante.

Su imaginación se enredó en una inesperada asociación de ideas; El tiempo vivido en Argentina había sido el más feliz de su vida. Durante ese tiempo había tenido amigos sin temerles, había participado de reuniones y festividades familiares, había sido elogiado y celebrado… Nada de eso había tenido jamás en Málaga. Todo lo vivido en su ciudad había sido tan tétrico, que por fuerza la normalidad de su vida en Argentina tenía que parecerle excelsitud. Pero él no lo sabía. Su mente se recreaba en la felicidad de los asados en Ezeiza, los partidos de fútbol en Palermo Chico, los paseos gastronómicos por la Costanera, las fiestas de cumpleaños los 9 de agosto, onomástica que jamás había sido festejada en Málaga. Hasta el rito del mate, que tanto le repugnara al principio, se magnificaba en el recuerdo como un sortilegio.

Su primer mate lo había “sufrido” en la ciudad de La Plata. Una vecina de asiento en el avión lo invitó a visitarla porque “La Plata está muy cerquita de Buenos Aires y es muy hermosa”. Fue a los pocos días, causando una sorpresa a aquella muchacha que, al parecer por su expresión, no esperaba que se cumpliera la visita. Como acostumbraban a hacer los argentinos, la familia lo invitó a comer y, en la sobremesa, se pusieron a cebar el mate. Observó que todos sorbían del mismo pitorro plateado y a cada comensal,  añadían al contenido de la calabacita azúcar y agua hirviente, de una cafetera que llamaban “pava”. El hombre sentado a su lado era un viejo de casi ochenta años, muy desdentado. Luis sintió una repugnancia indisimulable cuando le pasó el mate; negó con la cabeza y se lo pasó al siguiente. Unos meses más tarde, se había aficionado tanto al mate, que sintió remordimientos por aquel primer desaire.

Nunca jugó al fútbol en Málaga. Los vecinos de su edad sí lo hacían, en el lecho de un apestoso torrente llamado Guadalmedina, pero Luis jamás fue invitado. Había muchos jóvenes en Buenos Aires que durante el descanso para el almuerzo y la siesta, jugaban al fútbol en cualquier espacio cercano a su lugar de trabajo. Cuando trabajaba en la calle Pueyrredón, sus compañeros comían poco, todo lo más un par de empanadas, y corrían a pelotear en Palermo Chico. Luis se encontró jugando con toda naturalidad; decían que lo hacía muy bien como defensa.

Tantas cosas había experimentado por primera vez en Buenos Aires, que consideraba que nunca había vivido de verdad en el pasado. Antes de convertirse en un adulto completo, había vivido una niñez, adolescencia y juventud acelerada, comprimidas como un cursillo de verano. Buenos Aires le había obligado a sentirse parte del género humano, del que su familia le había forzado a dimitir. Las tertulias de Los Inmortales brillaban en el recuerdo como un anuncio de neón. Los peregrinajes por las cuevas del tango, con grupos de amigos en los que solía ejercer de líder, constituían su verdadera primera experiencia adolescente. Las salidas del almuerzo junto con sus compañeros de trabajo, representaban la camaradería que no había tenido en las salidas de Málaga, donde siempre sentía miedo ante cualquier confidencia susurrada entre dos contertulios. Se trataba de un miedo paralizante, como una glaciación que le cayera por los hombros, espaldas abajo. Era una mortificación tan imponente, que le obligaba a renunciar a encontrarse con nadie durante meses. Meses durante los que no desaparecía del todo el dolor producido por el peso y el helor del hielo.

El paisaje iba volviéndose algo más domesticado según se dirigían a Porto Alegre. Había sembrados reticulares y granjas. Granjas enormes, como Luis sólo las había visto en las películas.

-Este paisaje te resultará más reconocible –señaló Wilson.

-¿Has estado en España?

-Sí. Y en Italia. Fui a hacer un máster de latín en Florencia y a perfeccionar mi español en Segovia.

-¿Estuviste en Florencia? Verías los jardines del Palacio Pitti.

-¡Qué maravilla! Nunca olvidaré ese paisaje de colinas ajardinadas.

-Yo tampoco lo olvidaré. Yo soy de Málaga, una ciudad que es la más montañosa de España, pero está a la orilla del mar. La ciudad ha sido construida tradicionalmente en una estrecha faja de detritus de la montaña resbalado hacia la playa. Desde que conocí los jardines Pitti, he predicado en Málaga la necesidad de crear parques en las colinas. Concretamente, tenemos una finca llamada Virreina que, llena de árboles y flores, sería como los jardines Pitti. Lo he comentado en artículos escritos gratis para los periódicos locales, pero nadie me ha hecho caso.

-Vaya, Luis. Es la primera vez que hablamos, pero me basta para comprender la enorme vida interior que posees.

-¿Te parece?

La primera vez que notó que Pepe lo acechaba no sintió temor. Sólo curiosidad y, en el fondo, alegría. No vio su cara de frente, pero una parte de su mirada subconsciente le dijo que había girado la cabeza violentamente al mirarlo. Sintió alegría por el encuentro que creyó fortuito. Iba a tener la oportunidad de alternar con uno de sus jefes y, tal vez, podrían tomar juntos un café o algo. Fue acercándome hacia donde él se encontraba, vadeando los numerosos expositores de ropa. Pero conforme Luis se aproximaba, Pepe fue distanciándose hasta perderlo de vista tras una estantería. Luis no fue consciente del todo de que estuviera evitándole; sintió gran curiosidad. El temor nació semanas después, tras descubrirlo cerca en varias ocasiones y escenificar Pepe la misma conducta. No llegó a imaginar qué debía temer, pero el temor nació en su ánimo independiente de sus reflexiones.

Nunca compartió ese temor con ningún compañero, ni siquiera con Rossi. Le daba vergüenza. Creía que la confesión le haría parecer presuntuoso. Debía estar equivocado; tal vez se trataba de casualidades. Aunque Pepe abonaba su extrañeza cada vez que entraba en el estudio; siempre eludía mirarle, aunque Luis estaba seguro de que lo hacía de reojo. Una vez lo vio en una confitería de los bajos de la empresa. Estaba sentado junto a una mesa frente a su mujer y sus tres hijos más pequeños, los que todavía eran muy niños. Se sintió turbado, porque fue evidente que Pepe bajaba la cabeza al mirarlo. No se dio por enterado de su presencia ni intentó presentarle a su familia. Permaneció obstinadamente mirando a su mujer con el cuello rígido, mientras Luis realizaba las compras. Al salir a la calle, Luis volvió la cabeza y notó que Pepe lo estaba mirando a través del escaparate.

-Tenemos que estar llegando a Porto Alegre –comentó Wilson.

En efecto, comenzaban a abundar las construcciones, como prueba de que se encontraban en los aledaños de una ciudad.

-Porto Alegre es nuestra ciudad más europea. Hasta el clima parece europeo.

Luis calló. Por ahora, nada tenía aspecto de europeo. Ni el alto porcentaje de casas de madera ni la vegetación, que parecía intentar expulsar la civilización y recuperar el área para el bosque.

-También la gente es diferente –insistió Wilson-. Ellos son diligentes, como si fueran portugueses o españoles, no son como los cariocas y mucho menos como los bahianos, que pensamos más en la diversión y las borracheras que en ahorrar. Aquí son tan ahorrativos, que hasta llegan a parecer un poco mezquinos.

Luis mantuvo una expresión neutra. Era muy ahorrativo pero no se consideraba mezquino. Ahorraba por necesidad y seguramente tendría que seguir haciéndolo. Dio un giro a la conversación.

-¿Es verdad que los cariocas sois tan liberales?

-Un poco, sí. La política no nos importa mucho, lo que más nos interesa es el carnaval. Y en el sexo, casi todos somos bisexuales.

Luis miró al frente, ruborizado. Ningún español habría hecho una confesión así ante un desconocido.

-Tan bisexuales… que a mí no me importaría tener una aventura contigo. ¿Quieres que me quede una noche en São Paulo, en vez de seguir de inmediato para Rio.

Luis negó con un hilillo de voz. El rubor no desaparecía.

-Bueno –prosiguió Wilson- La verdad es que alguien me espera, impaciente. Sería muy desconsiderado quedarme una noche más fuera.

Cuando llegaron a São Paulo era noche cerrada. Transitaron tanto tiempo por calles y avenidas interminables antes de llegar a la estación “rodoviaria”, que resultaba obvio que se trataba de una ciudad enorme, aunque mucho más desordenada que Buenos Aires.

¿Había terminado su etapa de felicidad juvenil?  











































CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero   6 

ANHANGABAU --- VALLE DEL DIABLO

Subido en mi blog www.luis-melero.blogspot.com.es

Por suerte, había tomado la precaución de buscarme dónde vivir antes del viaje a São Paulo.  La dirección de la pensión me la proporcionó el hermano de mi compañero Raúl, el fotógrafo de la agencia, que residía en São Paulo hacía varios años. Una dirección tan fácil, que la aprendí de memoria mucho antes de salir de Buenos Aires, de modo que se la dejé escrita a los muchos amigos que descubrí tener en aquella mágica ciudad. Una fortuna inesperada. Suponía que al menos dos o tres mantendrían correspondencia conmigo, porque no quería olvidarme de lo maravillosa que había sido mi vida en Buenos Aires.

Menos mal que había tomado esa precaución, porque ya desde la llegada del autobús al laberinto infinito de sus calles descubrí que era la ciudad más caótica que había conocido. Y fea. Me pareció que ya era muy tarde para telefonear al hermano de Raúl y me dispuse a tomar un taxi. No había ningún vehículo y sí una cola de ocho o diez personas tratando de conseguir uno.

-No puedo dejarte ir solo -me dijo Wilson, mi compañero del autobús, del que ya me había despedido minutos antes.

Ante mi expresión perpleja, continuó.

-Eres demasiado ingenuo para coger solo un taxi en São Paulo, a estas horas y sin hablar portugués. Te estafarían de un modo feroz. ¿Tienes algún sitio donde ir?

-Sí, el hermano del fotógrafo de la agencia donde trabajaba me indicó una pensión barata.

-¿Dónde?

-Avenida São João.

-Ah, perfecto. Está junto a Anhangabaú, la plaza más céntrica de São Paulo, por donde yo tendría que pasar por fuerza para ir a mi hotel. Así que vendrás conmigo y el viaje te saldrá gratis.

Tardamos mucho en acercarnos a ese lugar, aunque parecíamos estar siempre en el centro.

-Ya vamos a llegar –dijo Wilson.

-Para la hora que es, hay mucho tráfico –señalé.

-Aquí siempre lo hay. Ya verás de día. Es un sitio con un tráfico infernal. El nombre de Anhangabaú le va muy bien, porque dicen que significa “valle del diablo” en la lengua de los indios que habitaban aquí. Imagina si el tráfico es insufrible, que muchos empresarios se desplazan en helicóptero, por lo que la mayoría de esos rascacielos tienen helipuertos en las azoteas.

El taxi se acercó a la acera junto a una esquina.

-La dirección de tu pensión está a un par de manzanas –dijo Wilson-. ¿Quieres que te acerquemos o podrás ir andando? Es que sería muy complicado dar la vuelta para volver aquí, a fin de seguir hasta mi  hotel.

-Por supuesto que puedo caminar. No te molestes más. Y “muito obrigado”.

Wilson sonrió al ver que al menos ya sabía decir “gracias” La pensión se encontraba casi a la entrada de la avenida de São João, lo suficientemente cerca del hervidero de Anhangabú como para que yo tardara en pegar ojo. Ambulancias, trifulcas de noctámbulos borrachos, patrullas de la policía…, un ruido constante que en mi duermevela llegó a ser monótono, de modo que no supe recordar al día siguiente si había soñado o imaginado. Pero sé que aquella imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, estuvo ante mis ojos la mayor parte de la noche.

La lejana imagen de Pepe se enmarcaba en un pequeño rectángulo colgado de una nube. Evidentemente, había vivido en una nube todo mi tiempo en Buenos Aires; estimulado por mi recién descubierta valía personal, había gastado demasiado esfuerzo en mirarme sin contemplar nada más. Ni siquiera mis propias necesidades de amor. Me complacía tanto la cantidad ingente de amistades, muy superior a las que había tenido toda mi vida en Málaga, Barcelona y Milán, que no eché de menos el placer auténtico, el sexual. Las insinuaciones constantes me parecían claras ahora, en São Paulo, al recordarlas, pero nunca las había tenido en cuenta en la realidad material de mi extraño paraíso porteño.

Había llegado a Buenos Aires sangrando por incontables heridas del alma, que cicatrizaron del todo; ante mi sorpresa, Buenos Aires me había reconstruido, de modo que la opinión sobre mí mismo se elevó hasta la gloria. Una gloria donde sólo tenía ojos para mi propia humanidad reconstituida. Pero el adiós de Pepe me había dejado una herida en el corazón. Él había sido cauto, reservado, tal vez miedoso, porque era padre de familia, gozaba de una posición estupenda en una sociedad más bien formalista, era judío y debía de estar sometido a jueces muy severos. Pero yo había sido un estúpido colosal al no comprender en tantos meses lo que él sentía.

No es que mis entenderas carecieran de referencias. De mi triunfo social en Buenos Aires, buena parte de los entusiastas habían sido hombres, que velada o claramente me habían hecho propuestas inteligibles inclusive para alguien tan obnubilado como yo. A veces, también algunas chicas me habían invitado a un trío con sus novios. Pero aunque había aprendido a respetarme y amarme, persistía un bloque de circunspección, fruto más o menos de mi educación religiosa, que me impedía toda transgresión; ni siquiera imaginarla. En varias ocasiones, algunos de esos hombres y mujeres me habían encandilado como para entregarme a ellos, pero ese bloque, inmaterial pero duro como el mármol, me había frenado siempre. De haber sabido a tiempo lo que Pepe anhelaba, seguro que me habría ofrecido a él sin demasiada vacilación.

O sea, que sin darme cuenta del todo, yo había estado no enamorado, pero sí encandilado por Pepe. El último sueño de esa noche, breve como los demás, me situó ante un Pepe ingrávido, luminoso, etéreo; sonreía sin ocultar su llanto y yo le besaba para consolarlo.

Pero en el instante del beso, me despertaron golpes en la puerta. Como el pestillo no estaba echado, me levante presuroso para no dar tiempo a quien fuera para que entrase. Abrí y era la casera, con quien prácticamente no había cruzado ni una palabra la noche anterior, por lo cansado que llegué tras acarrear a lo largo de dos manzanas la pesada maleta con todas mis posesiones materiales.

-Esta mañana, llegó esta carta para usted –me dijo.

No reconocí la letra, por lo que miré el remite muy extrañado. Era Pepe quien me escribía. Di las gracias y cerré la puerta apresuradamente.

“Caro Luis:

Cuando llegué esta mañana a la agencia después de despedirte, todo me pareció gris y mustio. Y no por la falta de sueño. Las oficinas se habían convertido en una especie de funeraria por la actitud de todo el mundo. Las secretarias, tus compañeros del estudio, la gente de tráfico, los directores y ejecutivos de cuenta. Nadie te nombraba pero daba la impresión de que estabas en la mente de todos.

Sentado en mi despacho, traté de concentrar mi atención en los asuntos pendientes. Ya sabes, las campañas de la marca de ropa y los caramelos. Preguntándome quién podría materializar esas campañas, sólo se me ocurría pensar en vos. Imaginá lo que habría dicho Rossi.

No sentía apetito. Graciela me llamó dos veces para preguntarme si iría a comer a casa, y al final le dije que no. No quería comparecer ante mis hijos con el pensamiento lleno de vos. Ellos, más que Graciela, habrían descubierto de inmediato que algo me pasa, así que preferí seguir añorando el latido de tu mano en la mía a solas. Telefoneé a la churrasquería de la esquina y pedí que me subieran un bife de chorizo, una ensalada y una botella de vino.

La falta de sueño sumada al vino, hizo que me quedase dormido en el sofá. Cuando desperté, ya eran las cuatro y media de la tarde. Tardé mucho en recobrarme. Extrañé despertar en un sitio que no reconocí al pronto. Al enderezarme, la primera imagen que me vino al pensamiento fuiste vos, encerrado en el cristal de la ventanilla del autobús. ¡Cuánto debimos decirnos y no nos dijimos! ¡Qué necio fui al no hablar sinceramente con vos! Lo más grave que habría podido pasarme era que me dijeses que no, pero no lo creo. Mi corazón no me engaña.

Me asomé a la ventana y contemplé largo rato la Casa Rosada.  Aunque la vista es bastante esquinada, daba para darme cuenta de cuánto movimiento había a pesar de lo avanzado de la tarde. Cuando dejé mi despacho ya era casi la hora de salida. Me dirigí al estudio, donde había un silencio letal. Ya no se escuchaba tu voz cantando a dúo con Rossi ni tus monólogos sobre la maravilla que es España. Todo el mundo estaba callado y ensimismado.

Pero mi entrada produjo un efecto curioso. Rossi, Fabricio y Gustavo comenzaron a hablar los tres a la vez. Como no entendí qué decían, pedí silencio y le pregunté a Rossi.

-¿Qué decías?

-Que nos repatea la pija que Luis se haya ido.

Fue como si Rossi abriera la veda. Todo el mundo en la agencia se puso a lamentar casi a la vez que te hayas ido.

¡Cuánto voy a echarte de menos!

Pepe”

Tuve que leer la carta cinco o seis veces hasta digerirla del todo.

¿Había sido una equivocación irme de Buenos Aires? ¿Tan importante era de verdad volver a España?

Siempre había sido sumamente infeliz en Málaga y tampoco Barcelona era para celebrarla.

¿Merecía España mi fidelidad? ¿No debería volver a Buenos Aires para quedarme?





















CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, Luis Melero  7

MACHADO NO ERA UN POETA

La avenida Paulista, donde tenían sus sedes la mayoría de las agencias brasileñas de publicidad, parecía no estar demasiado lejos según el plano de bolsillo. Decidió ir caminando para no meterse en la complicación de encontrar un autobús, a causa del tráfico indescifrable que el mismo plano sugería.

Cruzó Anhangabau y enfiló la avenida Brigadeiro Luis Antonio sin dejar de palpar en su bolsillo la carta de Pepe. Era una calle peatonal a donde se abría la “praça da Sé”, una placita con palmeras delante de la catedral católica; aunque llevaba varios años sin practicar el catolicismo, le gustaba contemplar los templos por dentro.

La catedral “de la Asunción” de São Paulo era un templo grandísimo y exuberante, de estilo neogótico con su toque de efervescencia tropical. Precisamente por su grandilocuencia, no invitaba al recogimiento, pero Luis halló que podría meditar un rato; sentado en un banco, leyó de nuevo la carta de Pepe entre estremecimientos y arrebatado por las dudas. ¿Debería volver de inmediato a Buenos Aires? ¿Encontraría abiertos los brazos de Pepe? ¿No lo miraría todo con un cristal menos favorecedor, una vez decidido a vivir para siempre fuera de España?

Sacudió la cabeza como si así pudiera librarse del fragor de los engranajes de su cerebro. No era ése el ánimo más favorable para intentar forjarse un camino en Brasil.

A partir de la catedral, tuvo que parar varias veces calle arriba para releer la carta como un amante atormentado, apoyando un hombro en las fachadas. Su ánimo se agitaba por la duda de haber cometido o no un disparate abandonando Buenos Aires, donde no sólo había conseguido, por primera vez en su vida, un amplio círculo de amistades, sino que había renunciado a un empleo en el que estaba muy bien considerado. Y ahora se topaba ante la tarea imposible de encontrar trabajo sin hablar portugués.

La Brigadeiro Luis Antonio desembocaba en la avenida Paulista. Por las direcciones que había recolectado en el listín telefónico, la primera agencia que iba a encontrar al doblar la esquina sería “Alcántara Machado Publicidade”. Por tanto, sería la primera donde entraría a preguntar. La avenida, no muy ancha, tenía cierta prestancia, pero a base de altos edificios de estilo estadounidense. Parecía ser muy larga, con un cielo de muy diversas tonalidades hasta el del crepúsculo del amanecer hacia el fondo, brillando entre edificios muy grandes. El de Alcántara Machado era una torre de altura considerable. Sin la menor esperanza, subió a la tercera planta, en la que encontraría la recepción según informaba un panel de la conserjería.

La recepcionista se encontraba justo enfrente del ascensor. Trataba de encontrar alguna palabra en portugués para preguntar por el jefe de personal, cuando le interrumpió un hombre de mediana edad que pasaba en ese momento cerca.

-¿Es usted español? –le preguntó en inglés. Tenía aspecto español, tal vez valenciano o murciano. Algo rechoncho de cuerpo, tenía sin embargo las mejillas hundidas y manos muy alargadas, como de alguien que fuera más delgado.

Tampoco hablaba Luis gran cosa de inglés, pero entendió la pregunta y respondió asintiendo con la cabeza.

-¿Busca empleo? –ante la afirmación gestual, prosiguió- ¿En qué departamento?

-En el estudio –respondió en español.

-Venga conmigo para una prueba –ahora hablaba en portugués.

Asombrado, Luis fue tras él y fueron a parar en una especie de nave fabril. Separadas las mesas por divisiones de madera de mediana altura, había no menos de treinta dibujantes. El hombre lo condujo hasta una mesa desocupada y se la señaló.

-Diseñe un anuncio para píldoras de caramelo.

Casualmente, uno de los últimos trabajos que había emprendido en Buenos Aires, sin completarlo, era una campaña de caramelos. Recordaba fielmente la que, sólo ocho días atrás, le había parecido su mejor idea. La reprodujo en un bosquejo exactamente igual, con el título en español y el texto simulado a base trazos grises. Levantó la cabeza en busca del hombre, que se hallaba al fondo de la sala hablando con otro dibujante. Tardó unos minutos en descubrir la mirada de Luis; en cuanto lo hizo, acudió presuroso.

-¿Qué problema tienes? –había pasado repentinamente al tuteo.

-Ya he terminado –respondió Luis, señalando el boceto.

El hombre compuso un gesto de gran sorpresa, que aumentó tras examinar el anuncio durante varios minutos. Sin más preguntas, le dijo el monto del sueldo que tendría y ordenó de modo terminante:

-Empiezas mañana, a las ocho.

No le ofreció un papel que firmar ni alguna otra cosa. Al ir a tomar el ascensor para salir, la recepcionista le advirtió:

-Tiene usted que subir al quinto piso y preguntar por dona Almerinda.

Asintió sin comentar nada, porque no quería que se notase mucho su ignorancia del portugués. Hizo lo indicado. La tal Almerinda parecía ser la jefe de administración o de personal. Se limitó a tomar sus datos copiándolos del pasaporte y le despidió con un “te vejo amanhã”. Tampoco le ofreció documento alguno. Luis tomó una tarjeta de un expositor que había en la mesa y se despidió con un tímido adiós. En el ascensor, miró la tarjeta contemplándola despacio.
Machado había sido el poeta más importante de su adolescencia, los dos hermanos, pero Antonio preferentemente, porque le entusiasmaban sus proverbios. Había citado mucho uno en particular: “Moneda que está en la mano quizá se deba guardar. La monedita del alma se pierde si no se da”. Ahora iba a trabajar para un Machado que tal vez nunca conocería, dada la dimensión que la agencia aparentaba. En la tarjeta, rezaba: “Alcántara Machado Emprendimentos” en letra pequeña bajo la razón social de la agencia. Así que posiblemente se trataba de un grupo financiero importante. Tenía que esmerarse.

Luis pasó todo el día intentando entender los titulares de los periódicos expuestos en los quioscos y viendo televisión en la pensión, para tratar de que su oído se acostumbrase a los sonidos y no le recriminasen mucho al día siguiente su desconocimiento del idioma.  

Pidió en la pensión que le llamasen a las seis y media de la mañana; así, pudo dedicar mucho rato al baño y a acicalarse todo lo posible. Cuando llegó a la conserjería del gran edificio, sentía un desánimo tal como no recordaba igual de hacía varios años, tal vez desde su charla con su amigo policía de Barcelona, cuando se le comenzó a pintar un futuro peligroso a causa de un malentendido monstruoso.

¿Cómo iba a conseguir que le valorasen profesionalmente, si cada vez que le ordenasen un trabajo tendría que repreguntar una y otra vez hasta convencerse de haber entendido del todo?

Afortunadamente, el hombre con quien había hablado el día anterior resultó ser el jefe del estudio. Al parecer, Luis había tenido la fortuna de llegar en el momento preciso, porque el hombre estaba completamente desbordado de trabajo y buscaba dos dibujantes más. Preguntó su nombre al compañero de la mesa más cercana.

-Edison Barreto –respondió el muchacho.

-Oh, es tu nombre, claro. Gracias, yo me llamo Luis Melero. Pero te preguntaba por el de aquel tipo, el jefe.

-Ah. Se llama Jordi Lapuyade.

Luis dedujo que sería catalán. Pero el tal Jordi no le había hablado en ningún momento en español, aunque era evidente que le entendía muy bien. Además, la tarde anterior le habían dicho en la pensión que no se preocupase tanto por no hablar portugués, “porque aquí, en Brasil, toda la gente culta sabe español muy bien”. Le pareció muy extraño el comportamiento de ese hombre que, sin duda, debía de haberse dado cuenta de su apuro por no conocer el idioma.

Decidió no comunicarse con nadie de habla española, para obligarse a aprender portugués cuanto antes. A los dos meses, se entendía estupendamente y a los tres, muchos comenzaron a tardar en darse cuenta de que era extranjero. Sólo entonces decidió buscar centros de inmigrantes españoles.  

Salvo en el consulado, no encontró ningún sitio que luciera una bandera española. Sólo muchas semanas más tarde, cuando le advirtieron de que debía buscar la bandera republicana, comprendió lo que pasaba. Encontró pronto un centro que pretendía ser el “consulado del gobierno republicano en el exilio”. En realidad, era una legación del partido comunista español radicado en el sur de Francia. Él era un proscrito en la España de Franco, pero le pareció que todas las personas de ese centro hablaban imitando consignas e ignoraban todo sobre la realidad española que él conociera bien hasta pocos años antes.

No le agradó esa gente, y de todos modos le pareció que nadie hablaba allí español verdadero, sino una mezcla bastante indigesta que llamaban “portuñol”. En realidad, prácticamente todos los españoles que vivían en Brasil hablaban la misma jerigonza. Decidió entonces que él llegaría a hablar un portugués aceptable, completamente diferenciado del español. No pasó mucho tiempo antes de que casi todos en la agencia elogiaran su aprendizaje del idioma.

Un día, el tal Jordi le pidió a la hora de la salida que esperase un rato. Extrañado, temió durante casi un cuarto de hora que le fuera a despedir. Cuando lo vio acercarse a su mesa, sintió un pellizco en el corazón.

-Necesito que hagas esta noche un “freelance”

Así llamaban en publicidad a los encargos realizados a deshoras, que pagaban como sobresueldos. Sintió gran alegría, porque hacía tiempo que cavilaba cómo aumentar sus ingresos.

-Tienes que hacerme cuatro “chats”. ¿Crees que podrás? ¿Tienes materiales?
Si necesitas algo, puedes tomarlo de aquí.

-No es necesario. Tengo materiales suficientes.

-Estupendo. ¿Cuánto vas a cobrarme?

-No tengo ni idea. Ponga usted el precio.

-Muy bien. Cuando llegues mañana hablaremos.

Todo el diálogo se había desarrollado en portugués. Jordi hablaba portugués verdadero, no el portuñol de los demás españoles. Su inglés era bastante defectuoso, más que el de Luis.

Luis tuvo que trabajar hasta las dos de la mañana y de modo muy incómodo, en la mesilla plana de su habitación de la pensión. Temió que los cuatro cartelones no fueran muy del agrado de Jordi, preocupación por la que le costó un poco dormir.

A la mañana siguiente, los dispuso sobre su mesa, a la espera de que Jordi acudiera. De inmediato, se acercaron dos de los compañeros. Uno de ellos, de rostro achinado y fuerte musculatura, escudriñó los cuatro trabajos por un rato y dijo al fin:

-Não é precisso que capriche tanto.

Un  compañero le recriminaba que se hubiera esmerado demasiado. El reproche le alegró y le asustó a un tiempo. Le alegró porque supuso que Jordi también iba a encontrar bueno su trabajo y le asustó porque el que había hablado parecía muy enojado. De modo que los elogios de Jordi cuando llegó y el precio que ajustó, que suponía más de un tercio del sueldo mensual, casi no le impresionaron. Cuando Jordi se retiró llevándose los cuatro cartelones, Edison Barreto le dijo:

-Ten cuidado. A la hora de salida, no vayas solo; saldremos los dos juntos.

La advertencia le mantuvo inquieto todo el día, lo que sumado al cansancio de su sueño escaso, produjo el efecto de mantenerle en un desagradable estado de alerta que le hacía doler las entrañas.

Poco después del almuerzo, se acercó Jordi y se sentó junto a la mesa vecina.

-Rubén y todos estos tíos son unos vagos de cullons–le dijo en español.

Rubén era el muchacho de rasgos achinados, pero Luis, acostumbrado a oír a Jordi hablarle en portugués, tardó en entenderle sin darse cuenta al pronto de que había hablado en español.

-Ninguno de estos tíos tienen tus agallas ni las mías –prosiguió Jordi.

Ahora, Luis comprendió que le hablaba en español para que no le entendieran los demás. Era sorprendente lo bien que discriminaba las dos lenguas, y más, que jamás le hubiera hablado antes en español. No comentó nada, a la espera de comprender algún día la conducta de Jordi.

-Pasado mañana, apenas vamos a trabajar porque pasará por la Paulista la reina de Inglaterra, que está visitando el Brasil.

Nunca prodigó Jordi a hablarle en español. Todas las órdenes se las daba en portugués y conforme Luis fue perfeccionando el suyo, se percató de que Jordi lo pronunciaba de un modo muy relamido, lo que generaba algo de antipatía entre los demás dibujantes del estudio, que lo denominaban “la inquisición española”.

Los preparativos para celebrar el paso de la reina Elisabeth por delante del edificio fueron muy meticulosos. Las mujeres fueron aleccionadas para que gritasen muchos “vivas” y loores. Los dibujantes recibieron la orden de representar las banderas de Brasil y el Reino Unido combinándolas, cada uno a su modo, en una cartulina de tamaño de medio pliego. A la hora prevista, todos los empleados de la agencia fueron acomodados en los despachos y salas que disponían de ventanas sobre la avenida Paulista, en cuyos bajos se habían colgado los dibujos dee las banderas.

El jefe supremo de la agencia se llamaba Alex; no era el dueño, sino un cargo usado en publicidad en todo el mundo con la denominación de “presidente”, que sólo preside los aspectos creativos y que suele ser un publicitario de prestigio internacional. El tal Alex era un italiano casi cuarentón, muy alto, esbelto y atractivo, por el que todas las empleadas suspiraban. A Luis le tocó un espacio junto a la ventana de ese “presidente”; una ojeada le reveló que además de él y del jefe, sólo había en ese despacho personas algo relevantes en la agencia, incluido Jordi Lapuyade; fue la primera ocasión en que Luis sospechó que su cotización había alcanzado buen nivel.

La aproximación del cortejo fue anunciada por las sirenas de la policía. No era nutrido; sólo estaba formado por el coche descubierto de la reina, de pie junto al presidente de Brasil, y la numerosa escolta. El público que agolpado en ambas aceras de la calle no mostraba demasiado entusiasmo, por lo que los vítores de las compañeras de Luis sonaban estentóreos. Un buen porcentaje del público estaba más pendiente de las ventanas de Alcántara Machado que del cortejo, donde la reina saludaba cansinamente con el brazo, mientras que el presidente miraba rígidamente al frente como para ocultar a la invitada su decepción.

Avanzaban muy despacio, a fin de que la gente tuviera tiempo de verles y vitorearles, pero el ardid no estaba funcionando, pues la gente parecía más ocupada en inventarse pareados de chistes algo antibritánicos y cantaba versos aislados de coplas de carnaval. Durante una breve pausa del jolgorio, sonó pastosa, fuerte y muy bien modulada la voz de Alex:

-¡God shave the Queen!

Hubo una risotada mayúscula, más dentro del despacho que en la calle, pero también en la calle, ya que en vez del clásico “Dios salve a la reina”, Alex había gritado “Dios afeite a la reina”.























8-CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero  

TRES NO ERAN MULTITUD

Durante varios meses, apenas tuve tiempo de pensar en mi vida, mi pasado ni lo que había ido dejando atrás, desperdiciándolo. Estaba descubriendo en mí una pétrea capacidad de concentración; me aislaba con facilidad del ambiente “fabril” del enorme estudio de Alcántara Machado, a fin de reflexionar con intensidad en los anuncios que trataba de crear, que cada día me los celebraban más. Mis compañeros del estudio recibían los encargos mediante órdenes orales de los directores de arte o del jefe del estudio Jordi Lapuyade, pero a mí me entregaban con frecuencia creciente los briefings, sobres que contenían toda la documentación de referencia, sobre que únicamente solían recibir los directores de arte, asignados por el departamento de tráfico. 

Ya el día del desfile de la reina de Inglaterra ante la fachada de la agencia, había intuido que mi cotización estaba escalando posiciones, porque me habían acomodado entre empleados relevantes en el despacho presidencial. Algo, algún trabajo concreto o un comentario de Lapuyade, lo que me habría parecido muy raro, había hecho que la altas instancias se fijasen en mí. Tanto el achinado Rubén como los demás compañeros del estudio, parecían haberse resignado a la idea de que yo iba a sobrepasarles pronto, porque ya no me dedicaban los agrios reproches del principio, como si temieran que pudiera tomarme revancha.

Sin mediar mi voluntad ni realizar esfuerzos especiales, al menos conscientemente, fui ganando prestigio y recibiendo encargos cada día más comprometidos profesionalmente. Story boards que debía casi inventar, campañas gráficas completas partiendo sólo de titulares proporcionados por los redactores, logotipos, hasta tiras de humor donde disimuladamente entraba la marca Volkswagen, que en Brasil era como la Seat en España. Creé un personaje para tales tiras (que se hacían pasar por verdaderas humoradas de los periódicos) que se llamaba el “Caidinho”. Cuando hubo que producir los artes finales, Volkswagen ordenó que los hiciera el mismo dibujante que los había diseñado, por lo que según los acuerdos sindicales de los publicitarios brasileños, los más avanzados del mundo, tuve que hacerlos como “freelance”, porque como diseñador me estaba prohibido realizar artes finales dentro de la agencia.

Durante los diez meses siguientes, esas tiras de humor que yo dibujaba libremente, partiendo de guiones muy imprecisos, me hicieron ganar más del doble de mi sueldo. Sin darme cuenta, mi cuenta corriente se puso a crecer de un modo desmesurado. 

 Jordi Lapuyade me trataba de modo casi deferente y me invitaba con frecuencia a reuniones creativas a las que sólo asistían directores de arte y él mismo, el jefe de estudio. Cuando me atrevía a decir algo, todos me escuchaban y yo creía que su silencio era solamente una manifestación de buena educación,  y no debido a verdadero interés por lo que yo dijese. En ocasiones, al darme cuenta de que todos en torno a la gran mesa me miraban y valoraban mis palabras, comenzaba a titubear a causa de un residual sentido de poquedad. Pero este molesto sentimiento fue atenuándose con el paso del tiempo.

Comenzaba a tomar consciencia de una diferencia esencial entre las costumbres americanas en general y las europeas, o las españolas en particular. Allí se concedía muchísima importancia al talento, sin concurrencia de otras cuestiones, como recomendaciones o llamadas de “amigos”. En España, el talento era un verdadero obstáculo para medrar en cualquier actividad, por los celos que causaba a las mentes mediocres de la mayoría de las personas “instaladas”. Sólo mi primer empleo en España lo había conseguido por mis capacidades, pues había competido con ciento cuarenta y nueve muchachos en una convocatoria, mediante un anuncio en La Vanguardia, de Oeste Publicidad, la decana de la publicidad española. Tuve otros dos empleos efímeros en la publicidad de España, pero en ambos casos primaron recomendaciones, que en los países americanos nunca hubieran sido necesarias. Nadie acostumbraba a hacer o pedir tales intervenciones.

Siempre a lo largo de mi corta vida, había intentado planificarlo todo, para dejar poco espacio a la casualidad o los imprevistos. Por esta razón, mi salida imprevista e intempestiva de España me había causado tanto desconcierto. Pero durante los meses de mi ascenso profesional en la agencia brasileña estaba confiando a ciegas en la benevolencia de mi ser natural y la propia Naturaleza, a la que sólo le pedía una tregua del desconsuelo que siempre me había acompañado en mi vida antes de Buenos Aires. Tenía que hacer arduos esfuerzos por no dejar hundirse en el olvido la gloria y el éxtasis de mi experiencia bonaerense. Meses después de la “aventura” del viaje entre Argentina y Brasil, Pepe había alcanzado el estatus de espina que, a causa de la permanencia del dolor, acaba por ser casi olvidada. No es que olvidara a Pepe, de modo alguno, pero ya no me dolía tanto recordarlo.

Hacía varias semanas que los compañeros del estudio hablaban mucho del carnaval. Tanto, que no me fijaba en que ya apenas me hacían preguntas ni reproches sobre mi evidente promoción profesional, que sólo para mí no era del todo obvia. Resultaba llamativa la anticipación y el tiempo que dedicaban a hablar de carnaval; hasta Edison Barreto, el primero que me había tratado como amigo, hablaba constantemente con mis primeros “enemigos”, incluido aquel antipático Rubén, para poder conversar de carnaval, del cual yo no sabía nada.

Al mes de comenzar a trabajar en Alcántara Machado, Edison Barreto me había dicho un viernes por la tarde:

-Luis, ¿te gustaría salir mañana, conmigo y con mi novia, a recorrer un poco São Paulo?

Me vinieron a la cabeza un montón de dichos españoles sobre ir de non con una pareja. Durante mi adolescencia en Málaga, uno de mis mejores amigos se llamaba Chencho y era hijo de un moro marroquí y una murciana. Como todos los jóvenes musulmanes, era claramente bisexual a causa de las restricciones del Islam contra el sexo prematrimonial con mujeres, de modo que a diario, mediante gestos o claramente con palabras, Chencho me invitaba a compartir la cama con él. Como siempre lo rechazaba, mediante invocaciones a la “perennidad” de nuestra amistad me forzaba a salir con él y una chica llamada Pilar, que estaba enamorada de él sin ser correspondida. En tales ocasiones, les acompañaba a medias, ruborizado, situándome unos pasos tras ellos cuando íbamos por la calle. 

Objeté a Edison:

-¿Salir con vosotros dos? ¿Contigo y con tu novia, en medio de los dos?

-¿Qué tiene de extraño?

-¿Qué quieres decir? -intervino otro compañero con el que empezaba a intimar, un barbudo suizo llamado Max Shetti.

Callé un momento. Las costumbres brasileñas se me estaban revelando muy distintas de las españolas, mucho más que las bonaerenses, que en esencia eran un reflejo aproximado de las malagueñas. ¿Salir con una pareja? Hasta ese momento, creía que Edison se interesaba sentimentalmente por mí, porque me tocaba mucho. Pero empezaba a darme cuenta de que los brasileños poseían una sensualidad exagerada, muy a flor de piel y muy desprejuiciada, sin disimulos y sin punto de comparación con ningún país europeo. Sensualidad fácilmente derivada hacia apasionamientos que no discriminaban a hombres y mujeres, al parecer. Muchas mujeres argentinas decían que sus hombres eran todos bisexuales; ¿qué opinarían las brasileñas al respecto?

-Algún día –insistió Max-, también te invitaré a salir con Desiree, mi novia, y yo. Lo pasaremos de escándalo, ya verás.

-¿Qué has visto ya de São Paulo? –me preguntó Edison. Esperaba mi respuesta con verdadero interés.

Hice un inventario bastante pormenorizado, porque había visto muy poco en realidad.

-¿Has oído hablar del ofidiario?

-Muy bien, Edison –volvió a intervenir Max-. Según su personalidad e intereses, a Luis le entusiasmará.

-No –respopndí a Edison-, ¿qué es?

-El instituto ofídico de São Paulo es el mayor y mejor del mundo. Y el más prestigioso. Elaboran antídotos para los venenos de todas las serpientes del mundo y vienen con frecuencia científicos estadounidenses, ingleses, alemanes y suizos a copiar los métodos y las fórmulas.

Acababa de entender. Edison me proponía ver serpientes. En Málaga, no nos gustaban y las llamábamos bichas. Recordaba con espanto una excursión con el colegio; nos llevaron a un barrio del noroeste de Málaga llamado Campanillas, donde pervivían grandes extensiones de campo virgen. Yo llevaba alpargatas con suela de esparto. Durante el descanso para la siesta, me senté a leer a la sombra de un algarrobo. Como solía, absorto en la lectura perdí del todo el contacto con la realidad, hasta que noté algo sobre mi pie izquierdo. Al mirar, vi con terror que una culebra estaba pasando por encima del pie y sentía su tacto frío a través de la tela de la alpargata. Paralizado por el miedo, no me atreví a moverme para no provocar a la bicha. Pasó lentamente, en lo que me parecieron larguísimos minutos, y cuando abandonó mi pie eché a correr sin resuello, hasta donde esperaba el autobús, sin atender las llamadas de los maestros.

Edison y Max se pusieron a hablar casi al unísono sobre las maravillas del Instituto Ofídico, tan rápido que no podía seguirles del todo. Llegó la hora de salida sin que yo me hubiera pronunciado, pero a la mañana siguiente Edison se presentó con su novia en la pensión donde yo vivía.  

La novia de Edison era una chica guapísima, casi mulata, curvilínea, sensual y de voz profunda, con toda la exuberancia que dictaba el prejuicio sobre las brasileñas, que me trató con una deferencia que me pasmó. En seguida tomó mi brazo y, poco después, me pasó la mano por la cintura mientras caminábamos, lo que agravó mi desconcierto. Si no estuviéramos en Brasil, habría podido creer que se me estaba insinuando en las propias narices de su novio. Pero no. Los dos derrocharon cordialidad y caricias durante toda la mañana. También Edison me cogía de la cintura; en ocasiones, tras intercambiar un beso con su novia, le decía:

-Dale también un beso a Luis.

El desconcierto acabó por despejarse y, pasado un par de horas, me sentí entusiasmado con los dos. Y amparado por su cariño más que exhibido. Menos mal, porque cuando llegamos a la entrada del instituto ofídico, me invadió tal desazón, que pensé decirles que no iba a entrar. Por suerte, no lo hice, porque meses más tarde descubrí lo muy a pecho que se toman los brasileños los desaires. Pero se me instaló en las entrañas un miedo atávico que me nublaba el raciocinio; recordé el suspense de la escena de la gran serpiente en la película “Conan”.
Pensar en el tiempo que habíamos tardado en llegar y el costo de las entradas, me hizo recordar que habían realizado un esfuerzo considerable en mi honor. Pero negar el sentimiento no lo hizo desaparecer. Mientras nos adentrábamos en el recinto, noté sudor frío, escalofríos en la espalda y alguna vacilación de las piernas. Entré un poco detrás de ellos y, al pronto, el lugar parecía un parque cualquiera, con palmeras como las que abundaban en Santos y, en general, con la vegetación achaparrada del Mato Grosso. Sólo el sonido lejano de crótalos de las serpientes de cascabel obligaba a darse cuenta de dónde estaba uno.

Aparte de muchos terrarios de cristal y jaulas muy tupidas,  había grandes pozas circulares con paredes muy lisas, donde sesteaban multitudes de enormes serpientes. Me producía desasosiego asomarme a cada una de ella, atendiendo las amables y pormenorizadas explicaciones de la pareja a dúo. Llegamos a un punto donde había una especie de médico, con bata blanca, haciendo demostraciones; cogía una serpiente coral muy cerca de la cabeza y la obligaba a hincar los colmillos en la tela que tapaba unos vasitos pequeños; de tal modo, vaciaban todo el veneno. A continuación, el médico ofrecía la serpiente para que alguno de los presentes la cogiera, porque según él ya no era peligrosa. A pesar de mi desasosiego, durante la mañana yo había pasado del recelo a un estado de euforia por el trato que me prodigaban los dos, de manera que sin atender mis miedos atávicos, dije en seguida:

-Yo, yo.

El médico me enseñó por señas cómo cogerla y la puso en mi mano. Tomé consciencia del disparate que había cometido cuando vi la lengua bífida que parecía querer lamer mi muñeca. Sin avisarme, la novia de Edison disparó su cámara fotográfica.

El lunes siguiente, Edison me trajo una copia de esa foto. Yo aparecía con el brazo extendido hacia fuera tanto como me era posible, casi desencajado del hombro; tenía los labios apretados en un rictus indescriptible. Comparándome con el resto de personas que aparecían en la foto, se notaba la lividez de mi cara.

Edison lo había advertido y debió de comentarlo con su novia, porque los siguientes dos o tres días me prodigó abrazos y besos sin venir a cuento. Sin embargo, al aproximarse la gran fiesta multicolor de disfraces, casi había dejado de hablar conmigo y, en cambio, conversaba constantemente con Rubén y otros compañeros. Aunque la razón me decía que era lógica tal actitud por mi ignorancia carnavalesca, sentí cierta desazón porque creí estar a punto de perder un amigo. El primero de Brasil.

Max y Edison no paraban de dialogar sobre “escolas de samba” y “fantasías” en lo que parecían argumentos para que yo los escuchase. En sus palabras, el carnaval era la cosa más linda del mundo y su música, lo más fantástico. Hablaban de disfraces entrando en detalles como si fueran mujeres; es decir, el tipo de comentarios que en España hubieran sido mal interpretados en bocas de hombres: “Llevaba los muslos tan apretados que parecía llevar el pene desnudo”; “Iba como una reina”; “Al garoto se le señalaba el culo tan apretado que parecía una garota”. Etc.

El lunes anterior al carnaval llamé a Wilson, aquel profesor de español carioca que había conocido en el autobús que me trajo desde Buenos Aires.

-Sí, el carnaval más importante de Brasil es el de Río –respondió mi pregunta-, pero yo creo que el más atractivo es el de Bahía.

-Pero Bahía está demasiado lejos.

-Recuerda que venir a Río te costaría una noche de viaje en autobús.

-De todos modos, si a pesar de todo viajara, ¿podría dormir en tu apartamento, aunque fuese en una alfombra?

-Hum… yo… -noté que Wilson titubeaba haciendo cálculos mentales durante un rato; finalmente, continuó: -Bien, Luis, vente, pero van a ser lo menos dieciocho amigos en mi apartamento.

Los periódicos y noticiarios de televisión hablaban todos los días de los millones de turistas que esperaba recibir Río.

-Bueno, no importa, Wilson. Ya me las arreglaré.

-¿Y dejar pasar la oportunidad de conocer el Carnaval de Río? No, garoto, tú ven, que ya lo solucionaré. Solamente, avísame de tu llegada un día antes. ¿Cuándo crees que podrás venir?

-Yo tengo que trabajar el viernes hasta última hora.

-Eso significa que te perderás la primera noche; en ese caso, llegarías a Río el sábado de madrugada. Ni pensar en que yo pueda ir a la rodoviaria, a recibirte. Anota mi dirección. Para que el taxista no te tome por un turista ignorante, recuerda que mi apartamento está en Copacabana, recién ultrapasado el Túnel Novo. Tendréis que pasar por el Aterro da Gloria y Botafogo. Aprende estos nombres, para que el taxista crea que no puede estafarte. Es mejor que ya lo consideremos definitivo. Te espero el sábado. No llames a mi puerta antes de las 9 de la mañana.

Toda la semana me dominó un estado de expectación nuevo para mí. Una clase de intuición desconocida me hizo creer que toda mi vida futura estaría determinada por ese fin de semana en Río de Janeiro. Se trataba no de un pálpito ni una premonición, sino de algo más indefinido; un color del ánimo, un agarrotamiento eufórico del cuello con el corazón momentáneamente paralizado, un manto de armiño echado sobre mis hombros por una gloria ni siquiera presentida conscientemente. Un duende, un hada, una diosa antigua esperaba mi visita en Rio y yo recibiría su luz…

Pero sería tarea muy ardua disfrutar el carnaval y conocer la ciudad, al menos panorámicamente, disponiendo sólo de dos días y una noche, porque debía llegar de nuevo a la agencia el lunes a primera hora. Río de Janeiro, según las postales, era una ciudad entre el mar y la montaña, como Málaga, pero asomada a una bahía mucho mayor que la malagueña. La bahía de Guanabara parecía en los mapas un mar interior bastante grande, y la mayor parte de su extensión la abrazaba Rio. Si se trataba de condicionar el resto de toda mi vida, parecía inverosímil.

Por otro lado, ¿qué podía resultar de esa breve estancia en Río de Janeiro? Por mucha gente que conociera a través de Wilson, a nadie podría tratarlo más de unas horas, sin trascendencia ninguna.













CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 9, Luis Melero

BAILE DAS BONECAS   

El estado de expectación de Luis no se correspondía con lo que anticipaba que podía resultar de una visita a Rio de Janeiro que no llegaría a cuarenta y ocho horas. Llevaba más de una semana sintiendo una clase extraña de tensión que le agarrotaba las clavículas y parte del cuello, como si una mano sobrenatural intentara comunicarse con él obligándolo a sentir la angustia de las preguntas sin respuesta. Con lo que su mente le inspiraría cualquier clase de desvarío.

Por mucho que le dijera la razón que iba a ser un fin de semana algo más agitado de lo común, pero sin más, los intersticios de su cuerpo no paraban de generar alguna hormona que le ponía en tensión extrema, como si escalase la ladera de un volcán sabiendo que está a punto de estallar. Recordaba vagamente que las tradiciones familiares hablaban de algún familiar que había emigrado a Brasil, a Río, pero no recordaba de quién se trataba ni, por tanto, tenía su dirección. No había posibilidad alguna de contactar con alguien que pudiera revelarle cualquier cosa especial o prodigiosa ni tendría tiempo de visitar algo más que el centro de Río y, si acaso, el Corcovado. Mientras que su razón se negaba a esperar, los ahogos y sacudidas del cuello le inspiraban deseos inconcretos e imposibles.

Aunque en la primera conversación telefónica con Wilson había quedado acordado que se presentaría ante su puerta el sábado después de las 9 de la mañana, el profesor carioca le había llamado dos veces a lo largo de la semana, para aconsejarle llevar ropa de baño o con pretextos semejantes, cuando lo que Luis sospechaba era que Wilson trataba de confirmar la visita. Después de cada una de estas llamadas su tensión emocional se había exacerbado hasta el punto de no permitirle dormir. Al despertar, sabía vagamente que había soñado quimeras, pero no le dejaban el menor recuerdo. Daba vueltas en la cama humedecida por el sudor, mientras el duermevela le inspiraba nombres que nunca habían pronunciado en su presencia. Nombres o palabras en un idioma primitivo, tal vez en desuso o, quizá, que nunca había existido.

Los compañeros de la agencia no paraban de hablar del carnaval; las “fantasías” cubiertas de pedrería y oropeles; los desnudos casi integrales, tanto de mujeres como de hombres; los bailes acompasados de millares de personas, mientras desfilaban con una disciplina difícil de entender en un pueblo tan indisciplinado como el brasileño;  las trifulcas y voceríos por tocamientos no consentidos; los enfrentamientos a navajazos con resultado de sangre o cosas peores; la facilidad de las relaciones sexuales y también la participación en grandes grupos orgiásticos; pero prefería no meterse en las conversaciones para no agravar el agarrotamiento de sus miembros.

De tal modo, que aunque antes de emprender el viaje se tomó un somnífero que su colega suizo Max Shety le regaló, no conseguía dormir en el autobús que lo conducía a Río. Tras los primeros kilómetros de avisos y recomendaciones del conductor por la megafonía, las luces se apagaron y todo quedó en silencio. Las respiraciones acompasadas y algunos ronquidos demostraban que casi todos dormían, pero Luis notó que su compañero de asiento, un flaco adolescente mulato, se le arrimaba más de la cuenta, con mucho disimulo; a cada giro del autocar, fingía una inercia que lo obligaba a echársele encima.

Luis se encogió todo lo que pudo en su lado del asiento, con las piernas torcidas hacia el lado contrario de su vecino, porque la pastilla comenzó a hacer efecto. Tras vislumbrar algunos bellos edificios neoclásicos, tan inesperados que creyó soñar, fue durmiéndose muy poco a poco, entre llamaradas de consciencia que, en vez de tranquilizarlo, renovaban la tensión de toda la semana, porque volvían las palabras incomprensibles.

La inmersión en el sueño fue como sumergirse de niño en una ola de las playas de Málaga. Se dejó llevar por el vértigo amoroso e irresistible de la marea, y entre azules y verdes surgió una figura que sólo podía ser un hada o una diosa. Vestía de escamas de nácar, su pelo era de coral y espuma, las manos se transparentaban mientras las agitaba hacia él y su rostro relucía de luna llena. Parecía querer comunicarle algo, una cosa inaplazable, pero  la voz era vencida por el fragor del rebalaje. En los ojos de la diosa asomaron lágrimas de impotencia que el agua revuelta no arrastraba; se movieron los labios de un modo singular; lentamente y como si vocalizara en una escuela de arte dramático y Luis la entendió: Encontraría en Río una pista inesperada, que debía seguir hasta el final, sin miedo ni reservas de ninguna clase.

La inercia de un giro muy pronunciado del autobús le hizo despertar.

Estupefacto, descubrió que le habían desabrochado el cinturón y corrido el pantalón hasta más abajo de las ingles. Trataban de penetrarle. No supo si había despertado del todo, porque le pareció que lo que lo intentaba era algo grande como una caliente berenjena gigantesca, que pellizcó con saña y toda su fuerza aunque sus dedos patinaban por su turgencia. Apenas oyó el grito contenido, porque mientras el ariete se retiraba se precipitó de nuevo en el sueño de inmediato.

Le despertó la megafonía de la estación de autobuses, cuando el autocar daba el último frenazo. El pantalón desajustado y el cinturón suelto revelaron que no había soñado el intento de violación. Volvió la cabeza hacia su vecino, el oscuro adolescente delgado como la mojama de pintarroja. Al notar el giro de cuello de Luis, el mulato volvió la cabeza bruscamente en la dirección contraria y Luis ya no consiguió ni verle la cara mientras iban abandonando el autobús.

Eran las seis y media de la mañana. Le asombró ver desde la ventanilla del taxi muchos grupos de alicaída gente disfrazada, que caminaba acompasadamente aunque no sonara música. Los grupos eran particularmente numerosos en Botafogo, donde las aceras estaban cubiertas de grandes montones de confetis y serpentinas. También vio muchos hombres caídos en el suelo; supuso que serían borrachos echados a dormir en cualquier parte, aunque uno en particular le pareció que derramaba un riachuelo de sangre. Dejó de mirar, porque sintió que su ánimo pasaba de la curiosidad al horror y no quería desalentarse ante la expectativa de su primer carnaval de Río de Janeiro.

Llegó ante el portal de Wilson a las siete y veinticinco de la mañana. ¿Qué hacer durante hora y media? Miró hacia atrás y descubrió que la playa relucía con el amanecer a unos cien metros de distancia. Cruzó una avenida llamada “Nossa Senhora de Copacabana” antes de llegar a la vía que ceñía la famosa playa. Le pareció muy difícil describir la playa de Copacabana con una ingeniosa frase corta. El arco de edificios de altura bastante pareja mediría unos cuantos kilómetros, orlando un arenal dorado, demasiado lleno a esa hora de la madrugada. Celebrantes carnavalistas que no habían encontrado todavía el fin de la noche y continuaban el baile ahora con cierto aire tribal, excursionistas carentes de albergue, turistas de medio pelo dormidos sobre sus mochilas, borrachos derrengados por doquier y algunas parejas haciendo sexo sin inquietarse por la luz que iba abriendo el paisaje con una pátina de oro. Luis se preguntó si esa playa aparecería tan llena durante las horas de sol, aunque notó que había instaladas unas estructuras que parecían porterías de fútbol, lo que indicaba que, de día, habría también partidos con sus veintidós jugadores en cada caso.

Daba igual. No tendría tiempo de echarse a nadar un rato ni tomar sol en aquella arena incitadora. Las treinta y nueve horas que iba a pasar en Río de Janeiro serían insuficientes para ver todo lo que quería ver.

Después de desayunar un batido de papaya y un café con un bollo cubierto de fruta confitada, vio que ya había sonado la hora de ir a casa de Wilson. Para su sorpresa, el profesor de español lo esperaba ante el portal de su casa y le sonrió ampliamente bajo una mirada adormecida.

-Hola, Luis. Benvindo. Te estoy esperando aquí, para que no llames a la puerta, porque hay más de veinte personas durmiendo en las alfombras de mi apartamento y no puedes despertarlas, puesto que nos hemos dormido hará unas dos horas.

-Entonces… -fue a decir Luis.

-No te preocupes –repuso Wilson adivinándole el pensamiento-. La próxima noche no serán tantos, y encontrarás un hueco para ti.

Luis contuvo más comentarios. La escalera se parecía a las de las casas de la clase media de Málaga,  pero eran mucho más anchas. La puerta del apartamento tenía empaque casi de lujo. Wilson la abrió con mucho sigilo; poco más allá del dintel, las cabezas de dos hombres se le mostraron antes que la totalidad de sus cuerpos semidesnudos. Estaban abrazados; un abrazo no casual, sino muy libidinoso y como de sexo interrumpido. Wilson no apartaba un dedo de su boca indicándole silencio. Tuvieron que saltar por encima de muchos cuerpos, algunas de cuyas caras le resultaron familiares a Luis. Deseaba preguntar quiénes eran, pero Wilson reforzó su petición muda de silencio.

El profesor carioca abrió despacio la puerta del que debía de ser su dormitorio. Había dos mujeres y un hombre en la cama, y otros dos hombres dormidos sobre una de las alfombrillas. Wilson indicó seguir hasta el otro lado de la cama, donde quedaba libre la otra alfombrilla, donde se sentó con la espalda apoyada hacia la cama, invitando a Luis a imitarle.

-Ve haciéndote a la idea –susurró Wilson en el oído de Luis- de que después del baile de esta noche tendrás que dormir más o menos así.

-No te preocupes. Si estorbo, iré en busca de una pensión.

-¿Estás “doido”? No encontrarías una habitación libre en cien kilómetros a la redonda de Río. Algunas de estas personas, tienen bastante fama en la tv y ya ves.

-Sí, algunas caras me han parecido conocidas.

-Está Geraldo Vandré.

Luis sintió una convulsión. Una de las caras que le habían resultado familiares, era el famoso cantante, antaño perseguido con enorme saña por los fascistas de Brasil, exiliado constante y la persona que más admiraba en el país. No sólo iba a saludarlo dentro de algunas horas, sino que estaba durmiendo en el suelo del apartamento de su amigo, y quizá durmiera la noche siguiente cerca de él.

-Lo admiro sinceramente –musitó al oído de Wilson- ¿Debería prepararme para alguna sorpresa más?

-Probablemente –murmuró Wilson tras una sonrisa enigmática, al tiempo que hacía ademán de reclinar la cabeza para dormirse.

A Luis no le costó demasiado conciliar el sueño. El mulato con su batata-remolacha y los frenazos y sacudidas del autobús le habían impedido descansar del todo. Ahora, aunque ardía de impaciencia por conocer a los durmientes, cayó en un sueño absorbente, como si se precipitase por un pozo encantado.

Cuando despertó, sentía agujetas por todas partes, principalmente en el cuello. Tenía la cabeza apoyada en la cadera de Wilson, que roncaba de un modo casi musical. Tenía hambre, pero daba la impresión de que todos seguían durmiendo, porque no se escuchaba el menor ruido, aparte de algún ronquido. Se alzó con todo el sigilo que pudo y fue evitando cuerpos hasta encontrar la cocina, donde también había dos muchachas jóvenes dormidas en las sillas del office, con las cabezas apoyadas en los azulejos de la pared. No era una manera cómoda de dormir, por lo que debían de haber sido vencidas por la borrachera. Las dos estaban disfrazadas, con una especie de sarong ajustado a la cintura y un sujetador pequeño y transparente. En el cuello, frondosos collares de estilo hawaiano, que debían de haber sido la precaria cubierta de sus pechos.

La nevera estaba muy llena. Fruta, postres confitados, leche, huevos. Una papaya más grande que un melón grande le llamó la atención. Wilson podía interpretarlo como un audacia intolerable, pero Luis cortó una tajada muy grande, buscó el depósito de la basura, donde con la ayuda de un tenedor fue echando las abundantes semillas negras, y finalmente comió con una cuchara la mayor ración de papaya que hubiera comido nunca. Con mucha fruición, terminaba con la tajada cuando despertó una de las muchachas.

-Oh. Hay papaya.

-Sí –respondió Luis-. Me llamo Luis, ¿quieres que te corte una tajada?

-Sí, por favor. Me llamo Chus. ¿Eres el español del que tanto habla Wilson?

Sorprendido por el comentario, Luis respondió:

-Ignoro lo que te habrá dicho, pero creo que sí, soy ese español.

-Todo lo que ha dicho Wilson de ti es muy bueno.

Luis calló, algo sonrojado, sonrojo que disimuló bajando la cabeza mientras cortaba otra raja grande de papaya. Había quedado reducida a la mitad.

-Oh, es demasiado –dijo Chus-, pero creo que me lo voy a comer todo. Tengo mucho apetito, porque anoche casi no cené. Me fui a la fiesta cuando volví del templo, sin pasar por casa.

La mención de un templo hizo que Luis se pusiera en guardia. Quizá estaba conversando con una evangelista o testigo de Jehová, que tan molestos contertulios solían ser. Examinó a Chus despacio, mientras ella “devoraba” la papaya. Contrariamente a la mayoría de los brasileños, parecía no tener ni un poco de mulata. Resultaba completamente europea, tal vez del norte de Italia o el Tirol
No era bonita en el estricto sentido académico de la palabra, pero sí era muy sensual y atractiva. Hacía tiempo que las mujeres lo dejaban indiferente, pero se encontró contemplando los pechos casi desnudos con algo de pasión. Sintió deseos de tocarlos, deseos que Chus descubrió en sus ojos.

-Tócame si quieres, Luis. Estoy en ayunas desde ayer.

Luis dedujo de qué clase de ayuno hablaba, por lo que obedeció de inmediato. Eran tocamientos muy placenteros, pero no advirtió que su pene se diera cuenta. De pronto, entró un joven algo menor que Luis, y sin decir palabra, hizo un guiño en dirección a sus ojos y también se puso a tocar, los pechos y más abajo, con evidente experiencia. Ahora, Luis tuvo una erección imperiosa, al tiempo que su mente derivaba del estupor al desconcierto. ¿Qué iría a pasar? Toda la vida se había reprimido de un modo cruel, sin dejarse llevar ni en las ocasiones más obvias. Tal vez no había vivido en realidad. El otro chico era un brasileño algo moreno, muy guapo y atlético. Acercó sus labios al oído de Luis para preguntar:

-¿Quieres metérsela por detrás o por delante?

Luis se encogió de hombros.

-Te dejo lo más fácil. A mí me van mucho los culos. Si quieres, también te la meteré a ti.

Luis negó con la cabeza, mientras el otro giraba a Chus, que se dejaba manipular como una muñeca. Impensadamente, Luis sintió que ella le descorría la cremallera y se introducía el pene de modo imperioso. El desconocido buscó desde atrás la boca de ella y forzó a Luis a unirse en un beso triple, mientras éste era sacudido por un relámpago precoz e inoportuno. Los otros dos lo notaron y, al unísono, apartaron a Luis con cierto desdén, y siguieron sus afanes.

Luis tuvo que sentarse para no caer al suelo. No recordaba nada parecido en su pasado; la intensidad del orgasmo superaba a cualquier otro que hubiera vivido. ¿Cómo tendría que abordar el sexo en lo sucesivo?

Los jadeos de los dos le anunciaron que también habían alcanzado el clímax. El chico llevó en volandas a Chus para sentarla y se acercó a Luis.

-Me llamo Xico. ¿Sabes quién es Pitanguy? –Luis asintió-. Pues Chus es la recepcionista de su clínica, así que ya lo sabes, por si quieres hacerte la estética… Pero no te hace falta; eres muy guapo. Espero que nos veamos más, porque me gustas mucho.

-Oh, gracias. Yo soy Luis. No podremos volver a vernos porque vivo en São Paulo.

-Yo también. Toma mi número de teléfono. ¿Hasta cuándo te quedas?

-Sólo esta noche. Tengo que trabajar el lunes en São Paulo, por lo que no tengo más remedio que irme mañana a las 10 de la noche.

-Yo también debo trabajar el lunes, con mi padre. Pensaba viajar mañana después de comer, en mi coche, pero voy solo y es muy aburrido conducir tantos kilómetros sin compañía. ¿Quieres viajar conmigo?

-Tengo ya el billete de vuelta en autobús.

-Tíralo, no importa. Es mucho más cómo viajar en mi escarabajo.

Luis apretó un poco los labios. No sabía qué decir. Xico le atemorizaba y no quería comprometerse a un acompañamiento que a lo mejor le hacía arrepentirse.

Los durmientes fueron despertando. De todos modos, persistía en el apartamento un aire de fiesta momentáneamente interrumpida, y a ello contribuía el fuerte olor a alcohol y vómitos. Algunos se marchaban en cuanto despertaban, probablemente a la playa porque salían en bermudas o, directamente, en tanga. Otros, entraban en el baño y, por no aguardar colas, se duchaban en grupo. La cocina estuvo ocupada con las preparaciones de diferentes comidas la mayor parte de la tarde; Luis reconoció entre quienes se prepararon el almuerzo a dos actrices segundonas de televisión, un cantante medianamente conocido en los cafés cantantes de São Paulo y a un actor de teatro con cierta categoría. Cuando empezaba a anochecer, quedaba poca gente en el apartamento. Sesteaban sólo cinco personas, entre las que se encontraban Xico y Wilson. Este preguntó a Luis:

-¿Tienes disfraz?

-No tengo; ni se me ocurrió la idea…

-Yo puedo dejarle el que me puse anoche –dijo Xico a Wilson.

-Buena idea.

-Me sentiré ridículo –objeto  Luis-. Nunca me he disfrazado. ¿Qué representa el disfraz que dices?

-No representa nada –dijo Xico muy sonriente- Ya lo verás. Nunca te habrás sentido tan sexy.

Luis notó que se sonrojaba. Le había pasado varias veces a lo largo de la tarde, por los piropos de Xico quien, además, recibía zalemas, besos, caricias y alabanzas de varias de las mujeres. Una de ellas hizo alusión a los atributos sexuales del joven paulista, que sólo se cubría con un breve pantaloncito de seda blanco. Era un tipo desconcertante.

Antes de las nueve de la noche, Wilson invitó a los cinco que quedaban en el apartamento, todos hombres:

-Hora de disfrazarse.

Los otros cuatro hombres se desnudaron sin ninguna clase de remilgos. Viendo que Luis no les imitaba, lo miraban de soslayo o francamente a la cara, como reconviniéndole. Xico evitó que Luis se ruborizada demasiado dándole el disfraz que debía ponerse. Luis lo examinó con enorme reparo. Se trataba de un ajustadísimo pantalón de lamé de plata, que dejaba expuesta gran parte de los muslos por delante y los dos glúteos completos. Para el pecho, Xico le entregó una pieza también de lamé, pero profusamente cubierta de bisutería muy colorida, parecida a un collar faraónico.

Sintiéndose completamente en evidencia, Luis salió tras los cuatro hombres, sin hacer ningún comentario porque los otros iban mucho más desnudos que él. El coche fue aparcado poco después de Botafogo, y tuvieron que ir caminando un largo trecho. Luis no se fijó en la decoración del local, sino en el hecho de que era un cine, cuyo patio de butacas había sido desmontado del todo. Era un cine de gran tamaño. Todo el patio de butacas era una enorme pista de baile, atestada de danzarines que bailaban siguiendo un círculo que iba sambando alrededor. Todos entraron casi a presión en el baile, y sólo cuando ya se encontraba danzando abrazado por la cintura, entre Xico y otro de los amigos de Wilson, se dio cuenta de que todos los danzarines eran hombres.

-Sólo hay hombres –gritó al oído de Xico.

-Claro. Este es el baile das bonecas. Danza y goza.

Luis fue incapaz de gozar. No podía rescatarse a sí mismo del alerta permanente, porque no paraban de palparle el pene bajo el ajustado “pantalón” y también los glúteos.

Fueron unas tres horas agotadoras, metido en un carrusel inacabable, que le parecieron una pesadilla.









FINAL ¿ES EL FINAL?


TIEMPO PARA UN INVENTARIO: ¿Conseguiría resucitar el Carnaval de Málaga?

Después de largos años como un nómada por todas las Américas, volví a España convencido de que regresaba para reencontrarme a mí mismo. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome intruso en todas partes; no acababa de sentirme en casa en ningún lugar; no me ocurría como muchos emigrados españoles que había conocido integrados, felices y con descendencia en países de los dos hemisferios. En cierta ocasión, mientras participaba en la campaña publicitaria de un político (que ganó las elecciones, creo que con una frase mía), uno de sus ayudantes me preguntó por qué no me nacionalizaba: “Imagina, podrías llegar a vicepresidente del país”. Repuse: “¿Sólo a vicepresidente, entonces no me nacionalizo, para ser un ciudadano con derechos limitados”.

Cuando volví para quedarme, había pasado tres años intentando reintegrarme a España, realizando por ello muchos viajes, pero tenía que volver a emigrarme porque tampoco reencontraba las raíces perdidas. Concretamente, recuerdo una navidad que, mientras esperaba la cena de Nochebuena, me puse a ver las noticias de la televisión; el tono del locutor y lo que decía me causaron tal impresión, que no cené de Nochebuena con mi familia, salí y me emborraché (cosa que sólo he hecho tres veces en toda mi vida); a primera hora del 25, corrí con mi equipaje al aeropuerto y salí de estampida maldiciendo mi estampa.

Tras varios cruces fallidos del Atlántico, decidí que tenía que quemar mis naves o jamás lo conseguiría, porque era demasiado golosa mi situación americana, demasiado elevada para alguien que no había estudiado ni el bachillerato español.

Poseía un estatus de clase muy acomodada, un reconocimiento profesional “envidiable” y una cuenta en el First National City Bank de Nueva York con un saldo en dólares muy considerable. Atravesaba en aquellos momentos el más alto nivel que podría conseguir nunca en publicidad, me habían elegido varias revistas especializadas como uno de los mejores “layout-men” de América Española y era invitado habitual en fiestas “aristocráticas” de Venezuela, Brasil, Ecuador e, inclusive, del fastuoso Park Avenue de Nueva York. Regresar para la única vida, sencilla y austera, que podría llevar en España resultaba estrambótico a los ojos de mis parientes e incómodo para mi subconsciente. Quemar las naves sería la única manera de obligarme a readaptarme.

Nunca había ambicionado más meta final para mi vida que la profesión de escritor. Consciente de mi falta de preparación académica, durante todo mi tiempo emigrado devoré libros; investigué hechos históricos que me parecían mal explicados; frecuenté bibliotecas; consulté durante muchos años toda clase de enciclopedias gramaticales, buscando empaparme a fondo no sólo de la lengua, sino de sus posibilidades expresivas; procuré (y conseguí) relacionarme con algunos de los novelistas y poetas hispanoamericanos que más admiraba; finalmente, me acerqué humildemente a varios poetas malagueños, que me trataron como a una puñetera mierda. Siempre me ha asombrado la facilitad con que se vuelven despectivamente egocéntricas personas poseedoras de talentos sólo mediocres.

Como el regreso me lo planteé especialmente para tratar de materializar mi carrera de escritor, alquilé un apartamento en la calle Doctor Fleming de Madrid (en un edificio apodado “la teta de Madrid”), y pasé todo un año encerrado escribiendo, sin dejar de frecuentar la Biblioteca Nacional. Creé una novela (que por cierto se me ha perdido; todavía no eran comunes los ordenadores) y procuré afanosamente encontrar una senda que me condujera a alguien que pudiera introducirme con una editorial. Pero un año más tarde, y ansioso de readaptarme a España (lo que cada día me resultaba más difícil) presté oídos a las reconvenciones de mis parientes: “te vas a gastar todos tus ahorros y te verás en la miseria”. Dadas mis experiencias americanas, nunca me pasó por la mente la idea de que tal cosa fuera posible, pero primó mi necesidad angustiosa de readaptarme a unas raíces que no conseguía encontrar.

Establecí en Málaga un negocio de hostelería que denominé “Pepeleshe”. Con ello, mataba dos pájaros de un disparo: Me ponía a trabajar (según mis familiares, enemigos acérrimos de mi pretensión de ser escritor, en “algo útil”) y, además, me procuraba un arma para tratar de revivir el carnaval de Málaga. Lo llevaba intentando desde mediados de los años 70 (desde varias ciudades americanas) escribiendo “cartas al director” que el entonces director de Sur, Sanz Cagigas, (única persona en Málaga que valoró mi capacidad literaria) publicaba en Sur como artículos de colaboración. He perdido muchos de esos artículos, porque pedía a mis familiares que me los enviaran y como ellos los buscaban en “cartas al director”, no se daban cuenta de que habían salido como artículos y ni siquiera conozco las fechas para intentar una búsqueda en hemeroteca. Nadie en unos cinco años había prestado oídos a mi súplica de que se rescatara el carnaval de Málaga. Con el Pepeleshe, supuse que tendría ocasión de fomentar el carnaval.

Abrí dicho local con la idea de que, al no tener experiencia, fracasaría. Pero la publicidad es como montar en bicicleta: no se olvida. Tras varios días de desesperación, mi subconsciente de publicitario me inspiró medios para llevar el local adelante. A los tres o cuatro meses, era el bar-pub más famoso de Málaga. Tenía colas de adolescentes dos o tres horas antes de abrir los domingos. Me vi arrastrado por la propia dinámica del negocio, y perdí por un tiempo la verdadera perspectiva de mí mismo. Entre otras cosas, inventé concursos de flamenco y humor, tertulia poética, recitales, etc. Uno de los certámenes era el “Concurso Pepeleshe de contadores de chistes“, del que se celebraron 7 ediciones.
Tuve mucha suerte, porque no disponía ni de extintores y muchas noches llegaba a entrar la gente literalmente a presión; de tal modo, que el camarero tenía enormes dificultades para servir las copas.

En el segundo concurso de contadores de chistes, quedaron segundo y tercero Manuel Sarria y Juan Rosa Mateos. Había una diferencia de estatura entre ellos de unos 47 cm; al observarlos juntos en el estrado, pensé en el gordo y el flaco, el bueno y el feo y parejas semejantes. Les sugerí unirse para formar un dúo humorístico, lo que llevó meses porque se peleaban mucho y rompían todas las semanas. Uno trabajaba en Los Prados y el otro, en Ciudad Jardín; no puedo calcular la gasolina que gasté en tratar de reconciliarlos. Pero resultaban graciosos y al, final, triunfaron con el nombre que les puse y la parodia que les escribí; Dúo
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.

En plena efervescencia de la fama del Pepeleshe, varios amigos me alertaron de que mis paisanos creían que yo era millonario. Tanto es así, que una periodista vino y me contó que mantenía una relación de trío con otra chica y un prohombre, y sin querer se había quedado embarazada. Me lo contó llorando, afirmando que no era capaz de hablar de su embarazo a su padre. Tras una pausa durante la que pareció reflexionar a fondo, dijo:

-Como se rumorea que tú eres homosexual, podrías casarte conmigo para cubrir las apariencias, sin necesidad de que tengamos sexo ni nada, porque yo estoy enamorada de mi compañera sexual”.

Caí en el enredo, ahora no comprendo por qué; tal vez por compasión ante su desconsuelo. Gasté unos siete millones de pesetas en decorar el piso que ella había comprado, cercano al Pepeleshe. Tuvimos una boda casi fastuosa, aunque el famoso político que era la “tercera” parte del trío se negó a asistir.

La excelentísima señora quiso apropiarse de la participación económica de su padre, como padrino, en el convite que yo había pagado íntegro. Durante un par de semanas, compró en El Corte Inglés vestidos carísimos que me obligaba a pagar. Pocos días más tarde, me dijo que tenía un pufo de casi un millón de pesetas por la hipoteca del piso, y que debía liquidarlo “antes de fin de mes”. Le respondí que yo me había quedado ya sin dinero. Ella repuso: “Qué error, qué error he cometido”.

Un par de semanas después, presentó en el obispado demanda de anulación matrimonial; en su demanda, me acusaba de maltratador y otras barbaridades mucho peores. Para reforzar sus mentiras, se valió del testimonio falso de una compañera suya de trabajo, a la que jamás había visto yo tras la ceremonia. Pero esta mujer inventó cosas terribles contra mí, delitos que “había visto en directo”. Hoy es una famosa y “veraz” comunicadora que “ama a todo el mundo”. Padecí una depresión muy profunda y tuve que volver a América por algún tiempo.

A mi regreso, me afané más que nunca por revivir el carnaval de Málaga, porque creía que estaba a punto de morir (ya hace casi 30 años de eso). Organicé un acto reivindicador, recabando el apoyo de dos conocidas instituciones para lograr que las autoridades me hicieran caso y asistieran. El acto, del que informó el diario SUR a toda página, resultó un éxito. El entonces alcalde prometió: “Apostaremos por el carnaval de Málaga al mismo nivel que por la feria”, promesa que incumplió sonoramente.

Pero mi empeño comenzó a convertirse en obsesión. Tanto insistí, que los pocos carnavalistas de entonces organizaron un acto para tratar de fundar la “asociación de Amigos del Carnaval de Málaga”. El acto tuvo lugar en un antiguo cine llamado “Cayri”. Acordaron organizar la asociación y me eligieron presidente. Presidente de algo que no existía. Tuve que alquilar un local (propiedad del pintor Morenno), realizar la reforma, comprar muebles y complementos, y demás. Tuve muy poca ayuda manual (sólo me ayudó de verdad un señor que ha muerto ya, Manuel Gallego) y ninguna económica. Dispuesto a que el proyecto se hiciera realidad en toda la dimensión necesaria, escribí a la reina doña Sofía pidiendo su patronazgo (que me negó); después le ofrecí la presidencia de honor a la duquesa de
Alba, que la acepto pero advirtiéndome: “yo no tengo dinero”. Al menos, consintió en venir a Málaga para tomar posesión. Yo consideré que un acto casi en homenaje de la duquesa de Alba convocaría a la gran sociedad malagueña, puesto que  consideraba indispensable su aquiescencia para recuperar el carnaval tan brillante de los años 20-30. Pero como mi dinero se había terminado, seguía pagando el alquiler de los Amigos del Carnaval y ningún carnavalista podía colaborar en la financiación de un acto solemne para Alba, Sanz Cagigas me aconsejó que organizara un festival en la Plaza de Toros para recaudar fondos. La diputación aceptó prestarme la Malagueta gratis y algunos artistas, como la Niña de la Puebla, aceptaron actuar. Pero el principal grupo carnavalista consideró más importante para ellos irse de excursión la misma mañana del festival pro carnaval, lo me restó una parte considerable de la ayuda que necesitaba.

La afluencia de público fue insignificante por lo que, parado ante el muro infranqueable levantado ante mí, esa tarde tuve un grave amago de infarto y me vi obligado a dimitir.

Pasado algún tiempo, logré la atención de Roca Editorial, con la que publiqué cuatro novelas. Lamentablemente, esta editorial (y casi todas las catalanas) roba a los autores en español el 67% de los derechos de Propiedad Intelectual, ley que es contraria a la existencia de escritores españoles. He escrito toda mi vida por necesidad vocacional, pero tras escribir afanosamente durante treinta años, al menos creía merecer una vejez honorable y cómoda. Pero Roca editorial se apropió de 125.000 euros míos y Editorial el Cobre, de otros 99.000.

Ahora vivo miserablemente. Me acaban de arreglar los dientes financiado por Cáritas. Almuerzo en un asilo monjil de ancianos. Habito de realquiler con unos caseros impresentables. No consigo comprarme ropa ni zapatos, ni nada. Escribo porque moriría a cada rato si no lo hiciera.

Desgraciadamente, a pesar de haber sacrificado mis ahorros americanos el brillante carnaval de Málaga no ha sido revivido aún. Se celebra un modesto festival que imita los fastos de Cádiz, y poco más.

Han pasado 30 años, mi vida llega a su fin y no veré un brillante Carnaval de Málaga tan fastuoso como el de los años 20.

Por no poder convivir con más de veinte cajas sin abrir en una habitación no demasiado grande, acabo de regalar 450 libros, una importante colección de música clásica y 130 películas DVD.

A diario pienso que necesito morir, pero no tengo huevos para tirarme por la ventana.