miércoles, 26 de diciembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA. 12- ¿Imposible salir del Brasil?


CUENTOS DE MI  BIOGRAFÍA.

12- ¿Imposible salir del Brasil?

Luis odiaba sentirse mareado a causa del alcohol, que no metabolizaba bien, y todos los encuentros con Xico en Umbanda habían acabado en eso, en un insoportable desequilibrio con vomitonas de ebrio. Xico no se mareaba, o fingía no marearse, tras beber botellas enteras del desagradable ron blanco; decía que esa facultad se debía a que quien bebía en realidad era el espíritu que tomaba posesión de él. Las pocas veces que Luis transigió con asistir al rito de Umbanda, Xico había repetido el beso con la boca llena de licor, que traspasaba sin advertencia a la boca de Luis; este sentía el impulso de escupir pero lo tragaba a causa de un indefinido terror a cuanto le rodeaba. E invariablemente, se mareaba. Mejor dicho, se emborrachaba con una intensidad muy desagradable. Temía a los supuestos poseídos sudorosos y vestidos de blanco que  bailaban sin cesar en círculo, en la dirección contraria de las agujas del reloj,  y siempre Luis se encontraba en el centro del baile giratorio, porque Xico lo había ido situando disimuladamente en ese lugar. “En algún momento llegará a tu mente tu poder de médium, y entonces nos deslumbrarás a todos”, le decía. Luis no creía que tal cosa pudiera pasar, por lo que el resto del tiempo que duraba el rito lo experimentaba como una especie de pesadilla escalofriante.

Durante meses, Xico fue una obsesión amenazadora, mientras la única idea que martilleaba las sienes de Luis era cómo arreglárselas para salir de Brasil. El bello joven y sus padres disfrutaban un nivel económico al que Luis no podía aspirar, aunque comenzaba a ganar algo más a causa de que un directivo de Voskwagen exigía a la agencia que él –personalmente- realizara cierta caricatura como “arte final”, pero en su condición de “bocetista” los sindicatos no permitían que hiciera artes finales, de manera que los tenía que dibujar de noche, en su casa, como “free lance”; pero a pesar de la inesperada prosperidad, resultaba muy pobre comparado con el bienestar y la altura social de la familia de Xico. Y la salida de Brasil constituía todavía una ilusión más que un proyecto. Los trabajos de “free lance” no aumentaban la cuenta bancaria como para que pudiera marcarse fecha para el abandono del país.

Xico era una sombra omnipresente, una especie de centinela empeñado en acercamientos que Luis eludía de modo impertinente, a veces, inclusive extravagante, porque Xico se había convertido voluntariamente en una mosca cojonera, ingrata por su insistencia. Lo veía ocasionalmente, al salir del trabajo, desde la penumbra del vestíbulo del edificio, y corría en cualquier dirección que le permitiera eludirlo. No quería escucharle hablar de su convicción de que era un  médium, que le parecía una de las cosas más improbables que nunca le habían dicho. Las personas del rito de Umbanda, que pretendían recibir los espíritus de muertos del purgatorio, le parecían farsantes cuando podía reflexionar sin estar dominado por el miedo que sentía junto a ellos.

Xico era un farsante, cuyo empeño por conquistarle no comprendía. A primera vista, solía dar la impresión de ser sólo un joven de familia acomodada, frívolo, vanidoso y engreído, dispuesto a coger cuanto estuviera a su alcance; que era casi todo cuanto veía, porque quienes le conocían sólo superficialmente le adoraban además de desearlo. Su madre era una farsante, seguramente convencida de que beneficiaría a su iglesia la integración de alguien como Luis, no conseguía suponer por qué. Los dos eran farsantes que disimulaban con mística lo que probablemente sólo era deseo sexual. Estaba convencido de que Xico deseaba que él se le entregara rendido, voluntariamente, no a causa de su insistencia. Seguía sin comprender cómo alguien como él, con tantos atributos, podía desearlo. Era tan hermoso, tan dotado, que estaba convencido de que le haría sentir intimidado si transigía. Nunca conseguía imaginar que alguien tan extremadamente bello pudiera ansiar un encuentro sexual con él. No podía ser, escapaba a todas las referencias de su vida.

Recibía mensajes constantes de Xico, muy intensos y apasionados, cuartillas escritas con afán, muy extensas, que nunca respondía. Lo único que importaba era encontrar el medio de salir de Brasil. Xico era una luz refulgente al final de un largo túnel de imposibilidades encontradas durante toda su vida, una luz demasiado cegadora cuyo brillo no podía soportar. La insistencia de Xico, su constante espera ante la puerta del edificio, produjo habladurías en la agencia de publicidad. Uno de los directivos, pertenecía a la iglesia de la madre de Xico y, al pedir información a su secretaria, descubrió la aversión, los esquinazos y las jugadas de escape de Luis. En respuesta a sus preguntas, Xico le había convencido de que Luis era médium, un médium que la iglesia de su madre necesitaba.

-Luis –le dijo su jefe más inmediato una mañana-. Te llama Rico da Fox a su despacho. Ve en seguida, no vaya a enojarse.

Rico da Fox, era muy importante en la agencia pero Luis no sabía exactamente por qué. Tal vez fuera un “director de cuentas” de mucho éxito o, quizá, podía hasta ser accionista. Debía de tener menos de cuarenta años, cultivaba su cuerpo en sesiones constantes de gimnasio, no era bello sino muy atractivo, hablaba susurrante y sugerente, con voz de actor cautivador, y vestía como un modelo publicitario de veinte años. Luis ignoraba si estaría casado.

-Tu apellido es Melero, ¿verdad? ¿Alguien te ha dicho que tienes origen sefardita?

-¡Qué dice usted! ¡Qué va!

-Sí, tu antepasado más antiguo es un judío de la Alcarria, del siglo XV. Está documentado. ¿Nunca te lo ha dicho tu padre?

Demoró unos instantes en responder, mientras examinaba la expresión de Rico en busca de un atisbo de broma o algún detalle que justificase el interrogatorio. Ya en Argentina, donde trabajó en tres agencias cuyos propietarios eran judíos, alguien había aludido también a esa posibilidad, lo que le pareció estrambótico. Rico no sólo sobresaldría entre la mediocridad, sino que era verdaderamente excepcional; sin ser realmente bello, era uno de los hombres más atractivos que Luis había visto nunca. Tenía una forma particular de usar sus armas de seducción, como si no se diera cuenta de que las poseía y como si no fuera consciente de están empleándolas. Se miraba a sí mismo con displicencia y cierta periodicidad, como para comprobar que todo continuaba en su sitio; las manos extremadamente viriles, la brevedad de una cintura donde sobraba demasiada tela de la camisa, el abultamiento evidente de los genitales que no parecía pudoroso de exhibir, el abultamiento de unos muslos evidentemente cultivados en el gimnasio, el brillo de los zapatos que siempre parecían acabar de salir de la tienda, el tono de una magnífica voz que trataba de hacerse arrebatadoramente confidencial al acercar los labios a sus sienes y oídos, susurrando como si quisiera arrebatarle el alma.

Luis llegó a la conclusión de que el importante directivo estaba seduciéndolo con el fin de atraparlo, aunque todavía se sentía incapaz de comprender por qué. Resistirse y negarse sería una manera de poner fin a la modesta prosperidad que los “free lances” de Volkwagen le proporcionaban o tal vez perder el empleo. ¿Pero qué podía resultar de rendirse? En su imaginación, aparecía el sometimiento esclavizador a todo cuanto había eludido los últimos años: el riesgo de aposentarse fuera de España, la posibilidad de volverse alcohólico, como le parecían muchos umbandistas, la aceptación del apartamiento definitivo de unas raíces que nunca había dejado del todo ahondar en ningún sitio. Nada de eso formaba parte de sus planes; quería volver, aunque nunca se preguntaba por qué deseaba tan vehementemente regresar a donde le habían hecho tan desgraciado.

Nunca había sido feliz en España. Torturado todos los años de su niñez, despreciado y perseguido durante la adolescencia, acusado siempre de actos que nunca había cometido. No tenía ningún sentido que le hubieran difamado y calumniado tanto. En el barrio, en la escuela y su propia familia, empezando por su propia madre. Sólo Jorge, aquel policía de Barcelona, le había hecho sentir valioso; siempre se sintió muy especial a su lado. Forzaba su memoria en busca de algún detalle que le revelase que también Jorge lo había deseado, sin llegar a darse cuenta nunca.

Permanecía sentado mientras el Rico paseaba de pie a su alrededor, como un gallo que expusiera sus mejores galas de apareamiento. Sonreía levemente sin dejar de examinarlo con la mirada, como si buscase algo en su físico o su postura. Tal vez –se dijo Luis-, procuraba encontrar un detalle que justificase el apasionado interés de Xico; miraba descaradamente su entrepierna, como calibrando el volumen, y también lanzaba miradas esquinadas hacia el culo, los muslos y el cogote. 

-Mi padre no me dijo nunca nada de eso –respondió Luis sobre su improbable judaísmo- y además, habló conmigo en muy pocas ocasiones.

Sólo recordaba de su padre con claridad las veces que lo había lanzado contra la pared como si quisiera romperlo, sus patadas en los riñones infantiles, los puñetazos contra un rostro casi del mismo tamaño que los puños…

-¿Te maltrataba?

Luis bajó los ojos. Sintió que se ruborizaba.

-Ya veo –musitó Rico agachándose en cuclillas junta a su asiento, y depositando la mano en su cuello de una manera íntima, cálida y húmeda-. Lo siento, chico, Debió ser terrible. ¿Te maltrataba por ser distinto, sin darse cuenta de tu verdad? De todos modos, ese sufrimiento es el que ha desarrollado todavía más tus facultades. La vida  y el sufrimiento te han hecho especial. Ahora no debes rehuir a los espíritus que te invocan.

Luis permitió que el presentimiento se convirtiera el convencimiento. Rico estaba hablándole por encargo de la familia de Xico. Su perplejidad no tenía medida. Nadie podía gastar tanta pólvora en cazarlo. Decidió que hablaría lo indispensable durante lo que durase la reunión y no asentiría a ningún consejo ni propuesta de Rico. Pero este le pasó el pesado y robusto brazo por la cintura, acercó la boca a su oreja y murmuró:

-Ansiaría que vinieras a la próxima ceremonia de Inés. Te lo prometo, me harías muy, muy feliz. ¿Querrás complacerme?

Luis calló sin asentir. Tras unos minutos, Rico volvió a ponerse de pie, pasó tras el escritorio y se sentó, mientras le decía:

-Vuelve al trabajo, Luis, y piensa en lo que te he dicho.

Faltaban cinco días para el rito, cinco días de zozobra e indecisión que parecieron insoportables. Temía que Rico tomase represalias contra él. Podía quedarse sin los encargos “free lance” de Volkswagen o, mucho peor, perder el empleo, puesto que  desviarse de la familia de Xico había impedido que el amigo militar actuase en su favor. Continuaba siendo un trabajador extranjero indocumentado, demasiado vulnerable ante alguien como Rico. Por ello, indagó discretamente sobre la personalidad y el trabajo de éste. Algunos creían que podía ser homosexual, pero eran mayoría quienes afirmaban que era un conquistador incansable de las mujeres más bellas de São Paulo. Soltero, poseía un enorme apartamento “penthouse” en uno de los edificios más altos de la ciudad, en cuya azotea aterrizaba a diario el helicóptero particular que lo llevaba a la agencia. Le vinieron a la mente palabras que rehusó de inmediato: mafia, narcotráfico, corrupción política…  

Durante esos cinco días, eludió la posibilidad de cruzarse con Rico. Miraba a izquierda y derecha antes de doblar una esquina, escuchaba a las secretarias para averiguar dónde había reuniones ejecutivas, trataba de ilustrarse por los comentarios de las secretarias, aunque sin preguntarles. Ensayaba sus movimientos por los pasillos de la agencia, para estudiar el modo de no aproximarse siquiera a las zonas donde Rico pudiera estar.

Pero la tarde del día que iba a celebrarse el rito, la secretaria de Rico le trajo un sobre que depositó en silencio sobre su tablero. La muchacha, bella como una modelo de televisión, lo miró como si quisiera averiguar qué podía ser él que a ella se le hubiera pasado por alto. Luis tamborileó varios minutos para contener su curiosidad.

“Caro Luis.
Al fin de la tarde no bajes a la calle. Sube a la azotea, porque voy a llevarte en mi helicóptero a la iglesia de Inés. No te preocupes por la ropa. He dispuesto para ti uno de mis trajes de Umbanda; es de seda japonesa, por lo que te ruego que te des un baño profundo antes de la hora de salida. No te pongas ropa interior. Perfúmate, porque voy a darte una sorpresa”.

Estaba atrapado. La necesidad de salir de Brasil ya era urgente, debía producirse cuanto antes Se topaba frente a dos fuerzas que podían aplastarlo como un chicle usado. Xico y su familia, y Rico. Le parecía incomprensible que una persona como Rico creyera en Umbanda, antes de conocerlo no sabía que ese rito tuviera predicamento más que entre las clases marginales. Por lo que había leído hacía más de un año, se trataba de una religión traída por los esclavos africanos de los siglos XVIII y XIX; un descendiente de judíos italianos, guapo y rico, no encajaba en la idea que uno podía hacerse sobre los umbandistas. Rico no podía dejar indiferente a nadie, y seguramente había legiones de gente, hasta en la propia agencia, dispuesta a no ser indiferentes y acatar cuanto Rico dispusiera, porque lo suyo no era sólo seducción erótica, sino exhibición ostentosa de poder; poder que se presentía más que constatarlo en alguna decisión, como una gigantesca e invisible cola de pavo real adornada con monedas de oro.

Luis no tenía escapatoria, porque sus ahorros no cubrían todavía ni el precio de un pasaje a cualquier parte, y mucho menos para el tiempo de resistencia que imponía emigrar a un nuevo país. Cuando llegara a otro país, siempre tendría que peregrinar uno o dos meses en busca de trabajo, lo que exigía disponer de ahorros. Rehusar la “invitación” de Rico podía representar su expulsión de la agencia.

Pidió permiso para bañarse en uno de los baños de su planta, permiso que demoró más de media hora en llegarle. Podía hacerlo, pero tenía que limpiar escrupulosamente al terminar, ya que los limpiadores trabajaban sólo las mañanas.

Tenía el pelo mojado cuando salió del ascensor en el piso cincuenta y dos. Rico estaba a pocos pasos del ascensor, conversando con una mujer vestida como para matar. Traje largo de satén blanco, escotado por detrás casi hasta la cintura, pechos descubiertos al cincuenta por ciento, perfume derramado a diez metros a la redonda… Sabía que había sido una de las modelos mejor pagadas de Brasil, aunque ya no ejercía. No sabía más de ella, salvo que no podía haber muchas mujeres en el mundo que superasen su belleza ni las líneas de su figura. Rico le sonrió diciéndole por señas que se acercase.

-¿Conoces a Vilma?

-He leído mucho sobre usted. Mucho gusto.

-Oh, eres un cariñito. Rico me ha contado bastante sobre ti, pero eres muy superior a lo que me ha contado –hablaba pastosamente, sacando la lengua, sin parar de mirarle de arriba abajo.

Luis se ruborizó. Rico comentó:

-¿No es la pura imagen de Iemanjá?

Luis asintió, mientras observaba lo mucho que abultaban los pezones tras la resplandeciente tela. A continuación, Rico dijo con tono imperativo.

-Vamos, es la hora.

En vez de sentarse Vilma en medio de los dos, Rico agarró el brazo de Luis para que se sentara a su lado. Acercó la boca a su oído para musitarle:

-¿Te gusta la sorpresa?

Luis enrojeció. Vilma era un cebo; ¿qué estaba urdiendo Rico? Cuando llegaron al templo, ocurrió como la primera vez que Luis fue. No habían iniciado la ceremonia pero los timbales comenzaron a sonar en cuanto entraron. Como siempre, poco a poco e insensiblemente lo condujeron al centro de la pista; el traje de Rico se volvió transparente en seguida, el de Xico tardó un poco más, pero la falda abierta de Vilma revelaba completamente en cinco minutos el tanga de color ciclamen, pero no el corpiño, que parecía estar confeccionado por dentro con una tela más gruesa. Esperaba que en cualquier momento los pezones fueran visibles del todo, pero no ocurría. Rico no paraba de rozarle, empujarle o murmurarle alguna que otra palabra en italiano, que Luis continuaba comprendiendo bien. Ella, sencillamente acercaba la mano a su pecho y la bajaba poco a poco hacia la entrepierna, mientras le miraba con interés a los ojos. Antes de que Xico le besara, como otras veces, con un buche de ron, lo hizo Rico y, a continuación, Vilma. Bajo el enorme galpón, una grada semicircular ceñía el rito, dejando tras de sí rincones atestados de gente a oscuras. Al llegar el momento cuando Xico lo besó con ron, Luis sintió que su estómago no podía resistirlo.

-Perdonadme –dijo y corrió hacia el exterior, pues no sabía dónde estaba el baño. Aunque sentía la vejiga a punto de reventar, sólo pudo orinar un poco. Ni vomitar ni defecar, por lo que no se libró de la pesadez, y volvió a la pista sintiendo descomposición. Vilma lo envolvió entre sus perfumados brazos.

-Voce e bonito demais –murmuró mientras lo forzaba a restregarse contra ella.

Sin dejar de abrazarlo y acariciarlo por todas partes, fue llevándolo a pasitos hacia el fondo, hacia las zonas oscuras y atestadas de gente. Detrás de él, Rico fingía seguir el ritmo de los tambores mientras lo obligaba a desplazarse marcando el compás. Tras Vilma, Luis advirtió que también Xico participaba de la acción abrazando la cintura de la muchacha y acariciándole suavemente el pene. Juntos los cuatros, debían parecer una especie rara de insecto gigante.

Sin darse apenas cuenta, estaban en la oscuridad plena, donde además de los atronadores tambores se escuchaban gemidos contenidos. Las manos de Xico habían conseguido que el pene de Luis alcanzara la erección; notó otras manos que debían de ser las de Vilma, puesto que sintió una uña a punto de arañarlo. Con el tanga a medio muslo, ssintió que la penetraba empujado por varias manos.

Los rumores alrededor, de personas que componían una apretada multitud más numerosa que en la pista del rito, resultaban más estimulantes del deseo que sus propios reflejos táctiles. Llegó el orgasmo como una catarata, como un Iguazú que recorría su nuca, espalda y piernas. Rico trataba de forzar la resistencia de su mano para que tocara su pene, al tiempo que Xico y Vilma acariciaban el suyo sin dar importancia a los humores que había derramado.

Meses más tarde, se adormiló en el avión y gozó un orgasmo mientras revivía en sueños aquella sesión de Umbanda; abandonó el empleo dos días más tarde y había pasado el resto del tiempo trabajando en la filial de una importante agencia neoyorkina. La misma filial le había facilitado la visa estadounidense para trabajar un año en su central de Nueva York.