miércoles, 12 de diciembre de 2012

11-EL DESCONCIERTO DE UMBANDA




CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

11-El desconcierto de Umbanda

Me vi obligado a alternar con Xico muy a mi pesar. Fue tan insistente en sus esfuerzos por que lo aceptara a mi lado, que me obligó a sospechar toda clase de hipótesis: quería aprovecharse de mí por alguna razón malvada, trataba de que yo me metiera en asuntos sucios, tenía a la vista cualquier negocio ilegal para el que necesitaba alguien como yo,  pretendía meterme en un asunto peligroso…

Esta última idea prevaleció sobre las demás, sobre todo el día que me llevó a su casa y me presentó a su madre. Las “mães de santo” que había visto fotografiadas solían ser señoras gordas y mayoritariamente africanas o mulatas. La madre de Xico era una mujer que cuidaba su excelente aspecto, elegante, de tipo completamente europeo y evidente clase burguesa. Me sonrió con mucha dulzura sin tenderme la mano. Dijo:

-Bueno, ya era hora, ¿no te parece?

No supe qué responder. Evidentemente, me reprochaba haber retrasado el deseo de Xico de que fuese a conocerla.

-¿Debo tratarla de alguna manera especial? –No me decidía a llamarla “señora” o por su nombre.

-Inés será suficiente. ¿Cuál es tu apellido, Luis?

Ya estaba. Me repateaba las tripas la costumbre sudamericana de preguntar los nombres completos y los orígenes familiares a los recién conocidos, pretendiendo encuadrarlos socialmente para decidir a qué atenerse. Había desarrollado la costumbre de confundir a la gente, si el caso se producía en una fiesta o comida, recurriendo a la estratagema de sugerir procedencias sociales muy diferentes y antagónicas, de manera que los preguntones, sobre todo mujeres, se desconcertasen al conversar sobre mí e intercambiar datos. Ahora, contemplaba los ojos de Inés sin decidir si usar o no una estratagema. Sería inútil, porque ya había descrito a Xico mi situación y origen durante el viaje desde Río. Los ojos de Inés eran inquietantes. Aureolados de oscuro, examinaban como si pudieran desnudar.

-Mi apellido es Melero. No es muy común pero tampoco lo distingue ninguna exquisita alcurnia.

-Te equivocas, querido. No es un apellido común y tú tampoco lo eres.

Me senté porque me temblaban las piernas un poco y detestaba que se me notase. Me consternó que Xico se sentara en el apoyabrazos del sillón, rozándome con una actitud muy posesiva. Forcé un poco la postura para evitar que me echarse el brazo por los hombros, como parecía proponerse. Su madre demostraba haber meditado sobre mí y tomado decisiones. Este pensamiento me enojó, porque noté que estaba siendo sometido a examen y figuraba en un proyecto para el que no me habían consultado.

-Disculpe, Inés. No soy demasiado vulgar, pero tampoco destaco nada de nada. Soy un dibujante publicitario del montón y tampoco tengo preparación para ir mucho más allá.

-No desesperes. Todo llegará.

Giré un poco la cabeza, tanto para eludir los ojos de Inés como para descubrir la expresión embelesada de Xico al mirarme. Mi alarma crecía por instantes.

-Quienes te acompañan –añadió Inés- están muy orgullosos de ti. –me miraba como si hubiera algo voluminoso a mi alrededor-. Ni siquiera has llegado todavía a los pies de las fantásticas montañas que van a elevarte. Xico, querido, me alegra que por fin hayas aprendido.

-Gracias, madre. Como ya te he dicho, Luis es ahora mi principal objetivo.

Habían hablado de mí. Me habían desmenuzado y tomado decisiones que me concernían. Me sentí indignado, de manera que me alcé sin disimular mi enfado y abandoné el salón para buscar la salida de la casa sin demora. Oí que Inés detenía a Xico, que parecía empezar a correr detrás de mí.

-No te alarmes, querido. Volverá.

São Paulo es una ciudad de un urbanismo no sólo gigantesco, sino fantásticamente desordenado. Había llegado en el coche de Xico y no tenía ni la menor idea de cómo regresar al centro, donde vivía. Me maldije a mí mismo, porque iba a tener que pagar un taxi y daba la impresión de que me encontraba en un sitio apartado. Antes que nada, debía dar con una avenida por donde circulasen taxis, que por supuesto serían volkswagens.

No conseguí decidirme; todas las calles de la urbanización me parecían iguales, ninguna aparentaba conducir hacia una zona con mayor movimiento. Volví sobre mis pasos, a ver si Xico o su madre, o una criada, podían orientarme. En cuanto abrí la verja, y aunque la luz del porche estaba apagada, distinguí tras la penumbra a Xico, parado ante la entrada de su casa con los brazos en jarras. Estuve a punto de volver a marcharme, pero no sabía hacia dónde.

-¿Sabes que vas a ser el amigo más importante de mi vida, no? –preguntó Xico con tono muy gutural.

-¿Cómo se te ocurre decir una cosa así, Xico? No te he dado ningún motivo para que tengas esa idea.

-Me has dado todos los motivos, Luis. Mi madre te adora.

Me detuve. Inés era muy atractiva, pero debía de tener algo más de cuarenta años. Vestía exquisitamente y se hacía maquillar por una profesional o ella había aprendido a hacerlo de un modo formidable.

-¿Quieres decir… que le gusto a tu madre?

Xico tardó unos segundos en responder, mientras me escrutaba con un gesto que podía ser calificado de divertido, sobre todo por el brillo de sus ojos, ya que su boca se fruncía fingiendo desagrado.

-¿Sugieres que mi madre quiere acostarse contigo?

No respondí. Era incapaz de formarme una idea de lo que había ido a hacer allí.

-¿Qué te hace tener tan pobre opinión de ti mismo, Luis?

Me desagradaba la facultad de ver dentro de mí que Xico había exhibido desde el comienzo; estuve a punto de reconocer que esperaba tener algún día dinero suficiente como para someterme a un psicoanálisis. En vez de hacerlo, dije:

-Xico, no consigo comprenderte. Ignoro lo que quieres de mí, no pareces homosexual ni un pervertido, ni un traficante de drogas. No consigo entender por qué te intereso tanto.

-Pues yo te ayudaré a entenderlo. Y no tendrás que consultar a un psicoanalista.

Me estrujé las sienes para recordar si, desde que lo conociera, había aludido yo en algún momento a ese proyecto, del que no le hablaba a nadie. En vez de desconcierto o sorpresa, volví a sentir aquella clase de tensión que me estrujaba las clavículas, todo el dorso y las corvas. Xico sonreía con lo que parecía displicencia, y me enojé.

-Xico, no quiero volver a verte. Eres demasiado presuntuoso para mí, una clase de personaje que jamás he soportado. Guapo, rico y engreído. No te falta nada para ser lo suficientemente frívolo como para que yo no quiera saber nada de ti, y mucho menos ser tu amigo.

Salí del jardín tan rápidamente como pude, porque lo había insultado en su propio “reino”, y si era tal como yo lo había retratado, lo normal hubiera sido que saliera en defensa de su honor y me machacara a golpes, porque era mucho más fuerte que yo. Pero aunque no volví la cabeza, noté que permanecía parado y olía de lejos a desconsuelo. Me arrepentí de inmediato, reconociendo que mis complejos se habían anticipado a mi propia voluntad. Pero no me arrepentí lo suficiente como para regresar. Caminando en línea recta, tardé mucho rato en dar con una calle por donde pasaban taxis. Cuando me acosté, di vueltas en la cama durante horas, estaba muy enojado. Y hacía calor. Con el ánimo alterado, me resultaba imposible dormir. Salí de la cama y me senté en el único sillón de la modesta habitación, vestido sólo con un calzoncillo; esperaba sentir aflojar el calor de modo que me apeteciera volver al lecho. ¿Qué clase de autosuficiencia había inspirado a Xico la idea de que podía manipularme? ¿Por qué había tenido que elegirme para lo que fuera? 

Tras mi jornada de trabajo de la mañana siguiente, me afané lo bastante y con la suficiente intensidad como para no recordar demasiado a Xico ni la extraña escena de su jardín. Edison Barreto me hablaba sin parar de su novia, con la que había reñido la noche anterior, y Max Shety no paraba de comentar la representación de “Cementerio de automóviles”, de Arrabal, que había visto la tarde de ayer. Edison tenía la costumbre de sobarse la entrepierna cuando hablada de su novia, lo que parecía un gesto involuntario; Max no hablaba jamás de Desiree, su novia, probablemente porque ella lo esperaba siempre a la salida del trabajo, tanto a mediodía como por la tarde. Sin embargo, cuando faltaba poco para la salida de mediodía, me preguntó:

-¿Qué ha sido del amigo que vino a verte el otro día con un regalo en las manos? Desiree me pregunta todos los días por él, y me habría puesto muy celoso, porque habla siempre de su físico, si no fuera porque comenta que la madre de tu amigo es muy importante en São Paulo. Es una especie de obispa de Umbanda.

A partir de ese momento, ya no fui capaz de apartar a Xico de mi cabeza hasta el momento de bajar a la calle, por lo que no me extrañó nada topar con su coche frente a la entrada. Había un bulto en el estrecho y muy incómodo asiento de atrás. Como no podría eludirlo ni quise dedicarle ningún insulto en presencia de Max, me despedí de este mientras me encaminaba hacia el coche.

-Disculpa, Max. Me había olvidado de que prometí a Xico comer con él.

-¿Devolviste anoche? –me preguntó Xico.

-¿Qué significa tu pregunta?

-Es que anoche te fuiste con aspecto de sufrir indigestión.

-Por favor, Xico. ¿Podrías decirme lo que quieres de mí?

-A ti. Entiende que no quiero aprovecharme de ti ni te preparo ningún mal. Simplemente, te quiero a mi lado o… mejor dicho, quiero estar a tu lado.

-¿Por qué, Xico? No me necesitas. Resulta evidente que tienes un enorme éxito social. Tendrás toda clase de amigos, muy numerosos, y sin duda estarás más que servido en el aspecto sexual, sean mujeres u hombres lo que prefieras.

-Todo lo que dices es verdad. No necesito decir que quisiera tener un millón de amigos, como Roberto Carlos, porque realmente los tengo. Y no follo más porque me faltarían energías. Todo es muy satisfactorio. Mi vida es maravillosa, no me falta de nada; mi madre y toda mi familia me dan todo lo que necesito y mucho más… si es que se me pudiera antojar algo más. Tengo a todos y lo tengo todo. Pero eres tú lo que importa.

Si no estuviera tan asustado, me habría emocionado, porque el tono de Xico era intenso y había vuelto los ojos hacia mí, a pesar del tráfico, como si me suplicase algo. Agaché la cabeza, ruborizado tan intensamente, que me daba vergüenza que se me notara. Me di cuenta en ese momento de que Xico se había vestido de un modo diferente de lo habitual, una camisa verde a cuadros, de obrero, y un pantalón vaquero corriente. ¿Qué significado debía conceder a ese hecho?

-He pasado mala noche, Luis.

-No me digas que ha sido por mi culpa.

-Pues sí. He pasado mala noche por la forma en que te fuiste. Mi madre tuvo que prepararme una tisana para ayudarme a descansar.

-¿Cómo descubrió tu madre lo que te ocurría? ¿Ve a través de la pared?

-Algo así. Ella sabe siempre lo que ocurre.

Preferí no lanzar ninguna ironía más. Llevaba demasiadas horas siendo descortés, lo que no era habitual en mí. Nunca me había quedado más tiempo del indispensable en cualquier situación que me causara desagrado. Tampoco me había quedado jamás en ningún lugar el tiempo suficiente para disuadirme del desagrado. Pero todavía no había conseguido alejarme de Xico ni de su aura. Traté de encontrar algo amable que decirle, pero no se me ocurrió nada.

-¿Que te apetece comer?

-Cualquier cosa, pero no pasta ni nada que sea muy pesado.

-¿Quieres que vayamos a mi casa?

-De ningún modo; tardaríamos demasiado tiempo y tengo que volver al trabajo a las dos y media.

-¿Tienes que volver, no podrías llamar por teléfono con algún pretexto?

Volví la cabeza hacia Xico. Allí estaba de nuevo el presuntuoso niño guapo y rico que todo lo tenía.

-Necesito ese empleo Xico. Tengo suerte de que me permitan trabajar, no teniendo aún permiso de trabajo.

-¿No lo tienes?

Me mordí los labios. De nuevo sentía una incomodidad extrema y enormes ganas de perderlo de vista. Estacionó el coche en un edificio de aparcamientos que yo no conocía, pero cuando salimos a la calle comprobé que no estábamos muy lejos de la Avenida Paulista, donde trabajaba. Me precedió a un restaurante no muy lujoso, pero muchísimo más caro de lo que yo podía permitirme. Pidió por los dos; yo callaba porque, mientras caminábamos desde el aparcamiento, había decidido concederle toda la iniciativa, salvo que ultrapasáramos la hora en que debía volver a la agencia.

-Déjame anotar todos tus datos –dijo Xico mientras cogía una carta del restaurante y sacaba un bolígrafo del bolsillo.

No disponía de argumento ninguno para impedirle que tratase de ayudarme con ese desagradable asunto del permiso de trabajo, si es que podía ayudarme en realidad. Habría sido extremadamente descortés, y bastante estúpido, prohibirle ayudarme.

-Hay un general en la iglesia de Umbanda de mi madre; seguro que sabrá qué hacer con tu problema.

Callé, bajando un poco la cabeza. ¿Estaba aceptando una especie de soborno? No era una pregunta práctica, sino una solemne tontería. Yo necesitaba esa ayuda, y tenía motivos sobrados para aceptarla. Para no mostrarme ansioso, ni dejarle sentirse magnánimo, rebusqué en mi imaginación toda clase de temas de conversación sin decidirme por ninguno.

-Mi madre cree que eres un exiliado político…

La frase me convulsionó. Sobre todo, sentí miedo.

-¿Qué te he dicho que pudiera haberte hecho llegar a esa conclusión?

-Nada, Luis, ella lo comentó varias veces la semana pasada. Es que yo le dije que tú no quieres tener relación con los españoles.

-Ya te expliqué por qué, Xico. Me han aconsejado que hable portugués solamente hasta que lo domine del todo, lo que resultaría difícil si hablase español con frecuencia.

-Ah, sí; es verdad. Fue Wilson quien te lo aconsejó, ¿no?

-En efecto.

-¿Te gusta ese carpacho de carne?

-¿Esto es carne? No me había dado cuenta. Sí, está muy bueno.

-Tienes que venir a pasar un fin de semana en nuestra casa de la isla de Guarujá; tenemos una cocinera maravillosa. Allí podríamos estar todo el tiempo desnudos en la playa.

Volvía a sentir prevención. Traté de dominar el desagrado de mi expresión.

-He traído un regalo para ti…

-¿Te refieres al paquete que hay en el asiento trasero del coche?

-Sí. No me he atrevido a dártelo antes, porque intuyo que puedes enfadarte. Es ropa que mi madre ha comprado para ti.

Estuve a punto de levantarme y correr fuera del restaurante. No sé qué vi en los ojos de Xico que me contuvo, pero sentía algo que, en Málaga, llamaban “tener agua de Levante” cuando sentíamos marejadilla en el estómago; yo sentía más que marejada, un violento temporal con un maremoto de fuerza seis. Debía de haber fuego en mis ojos, porque Xico se apresuró a decir:

-Son una camisa y un pantalón blancos, para que vengas mañana a la ceremonia de nuestra iglesia de Umbanda.

Xico vino a buscarme a las seis a la puerta de la agencia, aunque la ceremonia comenzaba a las siete y el trayecto, al atardecer, iba a tomarnos más de una hora. Como no quise exhibirme en el estudio de esa guisa, llevé la ropa en una bolsa de plástico y la vestí apresuradamente en los aseos en el momento de salir. Xico puso en marcha el coche a las seis y diez.

-No te asustes si corro, Luis. Voy a tomar todos los atajos que recuerdo, porque mi madre no comenzará hasta que no lleguemos.

En efecto, todo estaba en silencio cuando nos aproximamos al galpón donde tendría lugar el rito. Sin embargo, había tanta gente que tuvimos que ir abriéndonos paso hasta el centro del amplio espacio. Todos vestían de blanco, pero recordé que yo calzaba unos zapatos veraniegos de color beis mientras que todos los presentes llevaban una especie de alpargatas blancas o permanecían descalzos.

La madre de Xico parecía otra. Era delgada, esa carísima forma de estar delgados cuando se ha pasado de los cuarenta, pero ahora parecía voluminosa como las mães de santo de los documentales. Vestía una bata blanca de amplio escote y enormes volantes alrededor, junto a una infinidad de collares de semillas oscuras. Cuando nos vio aproximarnos, hizo una señal y todo se puso en marcha. Sonaron tambores y timbales atronadores y todos comenzaron a bailar, mientras Inés pronunciaba desde su asiento una ininteligible salmodia en algo que parecía una lengua antigua africana. Estaba sentada ante un altar gigantesco, lleno de imágenes, la mayoría católicas, varios san Jorges, Sagrados Corazones y vírgenes Milagrosas, aunque ellos las llamaban a su manera, una infinidad de velas y flores de todas clases y colores.

Según me había explicado chico durante el viaje, todos los presente recibían a un espíritu para purgar los pecados que ellos no hubieran tenido tiempo de hacerse perdonar en vida. Cado uno representaba la afición, los defectos o las personalidades de los espíritus que recibían. Así, muchos cojeaban o manqueaban, se desplazaban con los ojos cerrados como si fuesen ciegos, bebían alcohol profusamente o fumaban unos cigarros enormes. Me resultó muy desconcertante ver a Xico tomar una botella y ponerse a beber a gañote. Se había desentendido aparentemente de mí, pero algo me hacía presentir que no me quitaba ojo, como Inés, que sin dejar de dar aquellos extraños bocinazos con los ojos cerrados, movía la cabeza en la dirección que yo me movía.

Todo cuando ocurría en la pista fue acelerándose. El ritmo de los tambores se volvió más y más rápido, mientras que los danzarines-feligreses saltaban cada vez con mayor violencia. La ropa que vestían estaba confeccionada con una especie de batista que el sudor iba volviendo cada vez más transparente. Noté que Xico se me aproximaba, bailando y recitando una salmodia. Su ropa se había vuelto transparente del todo, por lo que resultaba notable que no usaba calzoncillo. Se echó a pico un largo sorbo de la botella, se me acercó, me tomó del cuello enérgicamente con la izquierda y me besó en los labios, traspasándome el copioso buche de alcohol. Sentí que iba a ahogarme y sólo por algún temor ignorado a quienes nos rodeaban, no escupí el licor. Se trataba de “cana branca”, una especie de ron crudo muy fuerte, cuyo sabor era completamente desagradable. Di un traspiés, incomodado por el amargo sabor y por el efecto que presentía que tendría esa bebida en mí, aunque a Xico no parecía afectarle.

-¿Sabes lo que hay en tus ojos, Luis? –me preguntó en un tono que no parecía su voz.

Negué con la cabeza. Nadie había dicho nunca nada particular de mis ojos, que sólo recordaba haber oído elogiar en mi niñez.

-Eres un médium, Luis, aunque no lo sepas. Tendré que adorarte toda la vida.