domingo, 2 de septiembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, Luis Melero "TRES NO ERAN MULTITUD"

8-CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero

TRES NO ERAN MULTITUD

Durante varios meses, apenas tuve tiempo de pensar en mi vida, mi pasado ni lo que había ido dejando atrás, desperdiciándolo. Estaba descubriendo en mí una pétrea capacidad de concentración; me aislaba con facilidad del ambiente “fabril” del enorme estudio de Alcántara Machado, a fin de reflexionar con intensidad en los anuncios que trataba de crear, que cada día me los celebraban más. Mis compañeros del estudio recibían los encargos mediante órdenes orales de los directores de arte o del jefe del estudio Jordi Lapuyade, pero a mí me entregaban con frecuencia creciente los briefings, sobres que contenían toda la documentación de referencia, sobre que únicamente solían recibir los directores de arte, asignados por el departamento de tráfico.

Ya el día del desfile de la reina de Inglaterra ante la fachada de la agencia, había intuido que mi cotización estaba escalando posiciones, porque me habían acomodado entre empleados relevantes en el despacho presidencial. Algo, algún trabajo concreto o un comentario de Lapuyade, lo que me habría parecido muy raro, había hecho que la altas instancias se fijasen en mí. Tanto el achinado Rubén como los demás compañeros del estudio, parecían haberse resignado a la idea de que yo iba a sobrepasarles pronto, porque ya no me dedicaban los agrios reproches del principio, como si temieran que pudiera tomarme revancha.

Sin mediar mi voluntad ni realizar esfuerzos especiales, al menos conscientemente, fui ganando prestigio y recibiendo encargos cada día más comprometidos profesionalmente. Story boards que debía casi inventar, campañas gráficas completas partiendo sólo de titulares proporcionados por los redactores, logotipos, hasta tiras de humor donde disimuladamente entraba la marca Volkswagen, que en Brasil era como la Seat en España. Creé un personaje para tales tiras (que se hacían pasar por verdaderas humoradas de los periódicos) que se llamaba el “Caidinho”. Cuando hubo que producir los artes finales, Volkswagen ordenó que los hiciera el mismo dibujante que los había diseñado, por lo que según los acuerdos sindicales de los publicitarios brasileños, los más avanzados del mundo, tuve que hacerlos como “freelance”, porque como diseñador me estaba prohibido realizar artes finales dentro de la agencia.

Durante los diez meses siguientes, esas tiras de humor que yo dibujaba libremente, partiendo de guiones muy imprecisos, me hicieron ganar más del doble de mi sueldo. Sin darme cuenta, mi cuenta corriente se puso a crecer de un modo desmesurado.

Jordi Lapuyade me trataba de modo casi deferente y me invitaba con frecuencia a reuniones creativas a las que sólo asistían directores de arte y él mismo, el jefe de estudio. Cuando me atrevía a decir algo, todos me escuchaban y yo creía que su silencio era solamente una manifestación de buena educación, y no debido a verdadero interés por lo que yo dijese. En ocasiones, al darme cuenta de que todos en torno a la gran mesa me miraban y valoraban mis palabras, comenzaba a titubear a causa de un residual sentido de poquedad. Pero este molesto sentimiento fue atenuándose con el paso del tiempo.

Comenzaba a tomar consciencia de una diferencia esencial entre las costumbres americanas en general y las europeas, o las españolas en particular. Allí se concedía muchísima importancia al talento, sin concurrencia de otras cuestiones, como recomendaciones o llamadas de “amigos”. En España, el talento era un verdadero obstáculo para medrar en cualquier actividad, por los celos que causaba a las mentes mediocres de la mayoría de las personas “instaladas”. Sólo mi primer empleo en España lo había conseguido por mis capacidades, pues había competido con ciento cuarenta y nueve muchachos en una convocatoria, mediante un anuncio en La Vanguardia, de Oeste Publicidad, la decana de la publicidad española. Tuve otros dos empleos efímeros en la publicidad de España, pero en ambos casos primaron recomendaciones, que en los países americanos nunca hubieran sido necesarias. Nadie acostumbraba a hacer o pedir tales intervenciones.

Siempre a lo largo de mi corta vida, había intentado planificarlo todo, para dejar poco espacio a la casualidad o los imprevistos. Por esta razón, mi salida imprevista e intempestiva de España me había causado tanto desconcierto. Pero durante los meses de mi ascenso profesional en la agencia brasileña estaba confiando a ciegas en la benevolencia de mi ser natural y la propia Naturaleza, a la que sólo le pedía una tregua del desconsuelo que siempre me había acompañado en mi vida antes de Buenos Aires. Tenía que hacer arduos esfuerzos por no dejar hundirse en el olvido la gloria y el éxtasis de mi experiencia bonaerense. Meses después de la “aventura” del viaje entre Argentina y Brasil, Pepe había alcanzado el estatus de espina que, a causa de la permanencia del dolor, acaba por ser casi olvidada. No es que olvidara a Pepe, de modo alguno, pero ya no me dolía tanto recordarlo.

Hacía varias semanas que los compañeros del estudio hablaban mucho del carnaval. Tanto, que no me fijaba en que ya apenas me hacían preguntas ni reproches sobre mi evidente promoción profesional, que sólo para mí no era del todo obvia. Resultaba llamativa la anticipación y el tiempo que dedicaban a hablar de carnaval; hasta Edison Barreto, el primero que me había tratado como amigo, hablaba constantemente con mis primeros “enemigos”, incluido aquel antipático Rubén, para poder conversar de carnaval, del cual yo no sabía nada.

Al mes de comenzar a trabajar en Alcántara Machado, Edison Barreto me había dicho un viernes por la tarde:

-Luis, ¿te gustaría salir mañana, conmigo y con mi novia, a recorrer un poco São Paulo?

Me vinieron a la cabeza un montón de dichos españoles sobre ir de non con una pareja. Durante mi adolescencia en Málaga, uno de mis mejores amigos se llamaba Chencho y era hijo de un moro marroquí y una murciana. Como todos los jóvenes musulmanes, era claramente bisexual a causa de las restricciones del Islam contra el sexo prematrimonial con mujeres, de modo que a diario, mediante gestos o claramente con palabras, Chencho me invitaba a compartir la cama con él. Como siempre lo rechazaba, mediante invocaciones a la “perennidad” de nuestra amistad me forzaba a salir con él y una chica llamada Pilar, que estaba enamorada de él sin ser correspondida. En tales ocasiones, les acompañaba a medias, ruborizado, situándome unos pasos tras ellos cuando íbamos por la calle.

Objeté a Edison:

-¿Salir con vosotros dos? ¿Contigo y con tu novia, en medio de los dos?

-¿Qué tiene de extraño?

-¿Qué quieres decir? -intervino otro compañero con el que empezaba a intimar, un barbudo suizo llamado Max Shetti.

Callé un momento. Las costumbres brasileñas se me estaban revelando muy distintas de las españolas, mucho más que las bonaerenses, que en esencia eran un reflejo aproximado de las malagueñas. ¿Salir con una pareja? Hasta ese momento, creía que Edison se interesaba sentimentalmente por mí, porque me tocaba mucho. Pero empezaba a darme cuenta de que los brasileños poseían una sensualidad exagerada, muy a flor de piel y muy desprejuiciada, sin disimulos y sin punto de comparación con ningún país europeo. Sensualidad fácilmente derivada hacia apasionamientos que no discriminaban a hombres y mujeres, al parecer. Muchas mujeres argentinas decían que sus hombres eran todos bisexuales; ¿qué opinarían las brasileñas al respecto?

-Algún día –insistió Max-, también te invitaré a salir con Desiree, mi novia, y yo. Lo pasaremos de escándalo, ya verás.

-¿Qué has visto ya de São Paulo? –me preguntó Edison. Esperaba mi respuesta con verdadero interés.

Hice un inventario bastante pormenorizado, porque había visto muy poco en realidad.

-¿Has oído hablar del ofidiario?

-Muy bien, Edison –volvió a intervenir Max-. Según su personalidad e intereses, a Luis le entusiasmará.

-No –respopndí a Edison-, ¿qué es?

-El instituto ofídico de São Paulo es el mayor y mejor del mundo. Y el más prestigioso. Elaboran antídotos para los venenos de todas las serpientes del mundo y vienen con frecuencia científicos estadounidenses, ingleses, alemanes y suizos a copiar los métodos y las fórmulas.

Acababa de entender. Edison me proponía ver serpientes. En Málaga, no nos gustaban y las llamábamos bichas. Recordaba con espanto una excursión con el colegio; nos llevaron a un barrio del noroeste de Málaga llamado Campanillas, donde pervivían grandes extensiones de campo virgen. Yo llevaba alpargatas con suela de esparto. Durante el descanso para la siesta, me senté a leer a la sombra de un algarrobo. Como solía, absorto en la lectura perdí del todo el contacto con la realidad, hasta que noté algo sobre mi pie izquierdo. Al mirar, vi con terror que una culebra estaba pasando por encima del pie y sentía su tacto frío a través de la tela de la alpargata. Paralizado por el miedo, no me atreví a moverme para no provocar a la bicha. Pasó lentamente, en lo que me parecieron larguísimos minutos, y cuando abandonó mi pie eché a correr sin resuello, hasta donde esperaba el autobús, sin atender las llamadas de los maestros.

Edison y Max se pusieron a hablar casi al unísono sobre las maravillas del Instituto Ofídico, tan rápido que no podía seguirles del todo. Llegó la hora de salida sin que yo me hubiera pronunciado, pero a la mañana siguiente Edison se presentó con su novia en la pensión donde yo vivía.

La novia de Edison era una chica guapísima, casi mulata, curvilínea, sensual y de voz profunda, con toda la exuberancia que dictaba el prejuicio sobre las brasileñas, que me trató con una deferencia que me pasmó. En seguida tomó mi brazo y, poco después, me pasó la mano por la cintura mientras caminábamos, lo que agravó mi desconcierto. Si no estuviéramos en Brasil, habría podido creer que se me estaba insinuando en las propias narices de su novio. Pero no. Los dos derrocharon cordialidad y caricias durante toda la mañana. También Edison me cogía de la cintura; en ocasiones, tras intercambiar un beso con su novia, le decía:

-Dale también un beso a Luis.

El desconcierto acabó por despejarse y, pasado un par de horas, me sentí entusiasmado con los dos. Y amparado por su cariño más que exhibido. Menos mal, porque cuando llegamos a la entrada del instituto ofídico, me invadió tal desazón, que pensé decirles que no iba a entrar. Por suerte, no lo hice, porque meses más tarde descubrí lo muy a pecho que se toman los brasileños los desaires. Pero se me instaló en las entrañas un miedo atávico que me nublaba el raciocinio; recordé el suspense de la escena de la gran serpiente en la película “Conan”.
Pensar en el tiempo que habíamos tardado en llegar y el costo de las entradas, me hizo recordar que habían realizado un esfuerzo considerable en mi honor. Pero negar el sentimiento no lo hizo desaparecer. Mientras nos adentrábamos en el recinto, noté sudor frío, escalofríos en la espalda y alguna vacilación de las piernas. Entré un poco detrás de ellos y, al pronto, el lugar parecía un parque cualquiera, con palmeras como las que abundaban en Santos y, en general, con la vegetación achaparrada del Mato Grosso. Sólo el sonido lejano de crótalos de las serpientes de cascabel obligaba a darse cuenta de dónde estaba uno.

Aparte de muchos terrarios de cristal y jaulas muy tupidas, había grandes pozas circulares con paredes muy lisas, donde sesteaban multitudes de enormes serpientes. Me producía desasosiego asomarme a cada una de ella, atendiendo las amables y pormenorizadas explicaciones de la pareja a dúo. Llegamos a un punto donde había una especie de médico, con bata blanca, haciendo demostraciones; cogía una serpiente coral muy cerca de la cabeza y la obligaba a hincar los colmillos en la tela que tapaba unos vasitos pequeños; de tal modo, vaciaban todo el veneno. A continuación, el médico ofrecía la serpiente para que alguno de los presentes la cogiera, porque según él ya no era peligrosa. A pesar de mi desasosiego, durante la mañana yo había pasado del recelo a un estado de euforia por el trato que me prodigaban los dos, de manera que sin atender mis miedos atávicos, dije en seguida:

-Yo, yo.

El médico me enseñó por señas cómo cogerla y la puso en mi mano. Tomé consciencia del disparate que había cometido cuando vi la lengua bífida que parecía querer lamer mi muñeca. Sin avisarme, la novia de Edison disparó su cámara fotográfica.

El lunes siguiente, Edison me trajo una copia de esa foto. Yo aparecía con el brazo extendido hacia fuera tanto como me era posible, casi desencajado del hombro; tenía los labios apretados en un rictus indescriptible. Comparándome con el resto de personas que aparecían en la foto, se notaba la lividez de mi cara.

Edison lo había advertido y debió de comentarlo con su novia, porque los siguientes dos o tres días me prodigó abrazos y besos sin venir a cuento. Sin embargo, al aproximarse la gran fiesta multicolor de disfraces, casi había dejado de hablar conmigo y, en cambio, conversaba constantemente con Rubén y otros compañeros. Aunque la razón me decía que era lógica tal actitud por mi ignorancia carnavalesca, sentí cierta desazón porque creí estar a punto de perder un amigo. El primero de Brasil.

Max y Edison no paraban de dialogar sobre “escolas de samba” y “fantasías” en lo que parecían argumentos para que yo los escuchase. En sus palabras, el carnaval era la cosa más linda del mundo y su música, lo más fantástico. Hablaban de disfraces entrando en detalles como si fueran mujeres; es decir, el tipo de comentarios que en España hubieran sido mal interpretados en bocas de hombres: “Llevaba los muslos tan apretados que parecía llevar el pene desnudo”; “Iba como una reina”; “Al garoto se le señalaba el culo tan apretado que parecía una garota”. Etc.

El lunes anterior al carnaval llamé a Wilson, aquel profesor de español carioca que había conocido en el autobús que me trajo desde Buenos Aires.

-Sí, el carnaval más importante de Brasil es el de Río –respondió mi pregunta-, pero yo creo que el más atractivo es el de Bahía.

-Pero Bahía está demasiado lejos.

-Recuerda que venir a Río te costaría una noche de viaje en autobús.

-De todos modos, si a pesar de todo viajara, ¿podría dormir en tu apartamento, aunque fuese en una alfombra?

-Hum… yo… -noté que Wilson titubeaba haciendo cálculos mentales durante un rato; finalmente, continuó: -Bien, Luis, vente, pero van a ser lo menos dieciocho amigos en mi apartamento.

Los periódicos y noticiarios de televisión hablaban todos los días de los millones de turistas que esperaba recibir Río.

-Bueno, no importa, Wilson. Ya me las arreglaré.

-¿Y dejar pasar la oportunidad de conocer el Carnaval de Río? No, garoto, tú ven, que ya lo solucionaré. Solamente, avísame de tu llegada un día antes. ¿Cuándo crees que podrás venir?

-Yo tengo que trabajar el viernes hasta última hora.

-Eso significa que te perderás la primera noche; en ese caso, llegarías a Río el sábado de madrugada. Ni pensar en que yo pueda ir a la rodoviaria, a recibirte. Anota mi dirección. Para que el taxista no te tome por un turista ignorante, recuerda que mi apartamento está en Copacabana, recién ultrapasado el Túnel Novo. Tendréis que pasar por el Aterro da Gloria y Botafogo. Aprende estos nombres, para que el taxista crea que no puede estafarte. Es mejor que ya lo consideremos definitivo. Te espero el sábado. No llames a mi puerta antes de las 9 de la mañana.

Toda la semana me dominó un estado de expectación nuevo para mí. Una clase de intuición desconocida me hizo creer que toda mi vida futura estaría determinada por ese fin de semana en Río de Janeiro. Se trataba no de un pálpito ni una premonición, sino de algo más indefinido; un color del ánimo, un agarrotamiento eufórico del cuello con el corazón momentáneamente paralizado, un manto de armiño echado sobre mis hombros por una gloria ni siquiera presentida conscientemente. Un duende, un hada, una diosa antigua esperaba mi visita en Rio y yo recibiría su luz…

Pero sería tarea muy ardua disfrutar el carnaval y conocer la ciudad, al menos panorámicamente, disponiendo sólo de dos días y una noche, porque debía llegar de nuevo a la agencia el lunes a primera hora. Río de Janeiro, según las postales, era una ciudad entre el mar y la montaña, como Málaga, pero asomada a una bahía mucho mayor que la malagueña. La bahía de Guanabara parecía en los mapas un mar interior bastante grande, y la mayor parte de su extensión la abrazaba Rio. Si se trataba de condicionar el resto de toda mi vida, parecía inverosímil.

Por otro lado, ¿qué podía resultar de esa breve estancia en Río de Janeiro? Por mucha gente que conociera a través de Wilson, a nadie podría tratarlo más de unas horas, sin trascendencia ninguna.