miércoles, 25 de julio de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero PEPE


PEPE

El anuncio de que deseaba mudarme a Brasil más adelante causó revuelos.

Mis parientes se enfadaron. Era una locura sin sentido, puesto que me iba muy bien en Buenos Aires y yo parecía feliz. Los peligros de las grandes ciudades brasileñas eran conocidos en toda Hispanoamérica. ¿Estaba dispuesto a convertirme en drogadicto o delincuente? ¿Iba a exponerme a sufrir una herida de arma blanca en cualquier esquina? ¿Es que quería suicidarme?

También en la agencia de publicidad menudearon los consejos indignados. Todos los compañeros se consideraban amigos míos y, por consiguiente, con obligación de tratar de disuadirme de lo que creían una locura sin sentido ni propósito. Por sus expresiones y gestos, descubrí que yo era un proyecto para varias compañeras, algunas de las que más desdeñosamente me habían tratado. Lo más molesto fue que el posible viaje llegó a oídos de los jefes, y se lo tomaron como una ofensa. El que hasta entonces había sido un trato exquisito se convirtió en hostilidad deliberadamente manifiesta y, al tercer día, fui llamado al despacho presidencial.

Por aquel entonces, la mayoría de las agencias publicitarias de Buenos Aires eran propiedad de judíos. La publicidad es una profesión refugio de genios fracasados o, por lo menos, aspirantes a genios; los dibujantes pretenden colgar una exposición de óleos; los redactores, publicar una novela o canciones, o un drama teatral o convertirse en guionista de cine o televisión. También los que se dedicaban al trato con los clientes suelen ser licenciados en algún arte. Por lo tanto, el fracaso aparente a pesar de unos sueldos muy abultados, la espera inacabable de lo que casi nunca llega y el verse forzados a hacer lo que no se quiere produce descreimiento, escepticismo y cierto nihilismo acompañado de un afán por el lujo y el gozo desmedido, para sustituir la “falta de sentido” de sus vida. Por ello, los muchos judíos que conocí por entonces al frente de publicidades eran todos agnósticos, cuando no declaradamente ateos. Acudí con varios de ellos a asados en Ezeiza, donde casi la mitad de lo que comíamos era cerdo, y nunca vi a ninguno rechazar un plato o protestar. Pero a pesar de todo no dejaban de tener formas de ser muy judías en sus expresiones, reflejos, forma de hablar, sentido del orgullo y amor propio.

Cuando entré en el despacho, los dos socios estaban hablando; evidentemente, de mí. Callaron al oírme llegar y se volvieron a mirarme.

El más joven de los dos, con quien había salido a veces a tomar un café o una copa de vino, y que me había tratado como si fuera mi amigo, me encaró muy contrariado para decirme:

-Te has aprovechado de nosotros, Luis; has consentido que creyésemos que eras el colaborador perfecto y que, por consiguiente, figurases en nuestros planes de ascensos, cuando no éramos para ti más que un peldaño de tu escalera…

-Simón, yo…

-Aquí tienes el sobre. Desde ahora mismo dejamos de contar contigo. Puedes recoger tus cosas y despedirte de tus compañeros.

Desconcertado, diez minutos más tarde me paré en la acera de calle Pueyrredón, preguntándome qué hacer a continuación y adónde ir. La liquidación era algo mayor de lo que me correspondía, pero no completaba ni de lejos el dinero que necesitaba para la mudanza, cuya fecha era todavía imprecisa y algo remota. Tenía que encontrar con urgencia otra fuente de ingresos. Recordé a mi antiguo compañero Fernando Rossi, que se había despedido de la agencia dos meses antes. No fuimos demasiado amigos, pero bromeábamos mucho cantando a veces el coro de la Mazurca de las Sombrillas, de la zarzuela “Luisa Fernanda”, con lo que toda la agencia nos celebraba con entusiasmo. Al contrario que yo, Rossi cantaba realmente bien pues era un barítono lírico muy bueno, que podía haber hecho carrera. Nos divertíamos bastante en tales ocasiones además de divertir a nuestros compañeros. Tal vez podía recurrir a él. Me encaminé a la agencia donde trabajaba ahora.

Rossi salió a la recepción pocos minutos después de preguntar por él. Se asombró cuando le dije que me habían despedido, aunque le oculté el motivo.

-Parecía que ibas a tener un gran futuro con ellos –aseguró.

-¿Crees que serviría hablar con tu jefe?

-Esperá aquí un poco.

Un cuarto de hora más tarde, Rossi salió a recepción acompañado de su jefe. Ambos sonreían.

Por una feliz coincidencia, días antes Rossi había hablado con sus jefes de mí, porque se había producido una vacante en el estudio. Mi amigo barítono tenía de mí mucha mejor opinión de lo que yo sospechaba, y tanto me había recomendado, que le habían comisionado para que me llamase a fin de proponerme el empleo.

-¿Puedes empezar hoy mismo?, me preguntó el jefe, que Rossi me había presentado llamándolo Salomón.

Pocos días más tarde comencé a sentir culpa por silenciar mi proyecto brasileño, por el trato exquisito y muy afectuoso que recibía. Entretanto, tenía que hacer esfuerzos porque mis familiares dejasen de sentirse “abandonados”

Uno de mis parientes era militar, creo que con el rango de capitán o comandante. Su personalidad y expresiones me recordaban demasiado la idiosincrasia de los chusqueros españoles como para tenerle simpatía. Como no ejercía en Buenos Aires, me había librado de fingirme amistoso con él. Pero cada vez que pasaba unos días de permiso en la ciudad me prestaba mucha atención, como si yo representase alguna clase de desafío. Un par de días después de mi cambio de agencia publicitaria, me llamó al trabajo, afectando su voz gran enfado.

-Me dijo mi papá que pensás dejarnos. ¿Te tratamos mal, no te gustamos?

-¡Qué va, Enrique! Vosotros me habéis dado la primera oportunidad de mi vida de considerarme parte de una familia. Habéis sido más cariñosos de lo que nadie lo había sido jamás conmigo. Si me voy, no os olvidaré nunca.

-Dijiste “si me voy”. ¿Es que no es seguro?

-Todavía no es más que un proyecto.

-Entonces tengo que convencerte de que te quedés. Según cuentan mi papá, mis tíos y mis primos, hay varios aspectos de la vida de Buenos Aires que no llegaste a conocer. Esta tarde, iré a esperarte a la puerta de la agencia, cenaremos y te llevaré a conocer lo más importante de Buenos Aires.

Como militar vocacional, Enrique no brillaba por su originalidad ni por su imaginación. Por consiguiente, cenamos en una churrasquería una cantidad extravagante de carne, acompañada por mucho más vino del necesario, que él insistía machaconamente en que yo bebiese. A continuación, se dispuso a enseñarme lo que él consideraba “lo más importante” de Buenos Aires. En una estrecha zona de la ciudad pegada al puerto, las calles descendían una pendiente de varios metros en una sola manzana, hacia lo que llamaban “el bajo”. Esa última “cuadra” de muchas calles céntricas bonaerenses estaba ocupada por clubes de alterne. Chicas todas espectaculares y de trato nada ordinario, que lo enredaban a uno durante horas, consumiendo mucho pero sin consumar lo que hacían creer que estaban dispuestas a proporcionar. En uno de tales locales, Enrique entró como un señor feudal en su castillo de regreso de la cruzada; repartió saludos a camareros, clientes y ficheras mirándome de reojo, como si quisiera comprobar mi asombro por su poderío. Fingí la admiración que él esperaba, lo que actuó como una especie de droga. Tras pedir al camarero y pagar una consumición para mí, se apartó y fue recorriendo mesas y sofás, como un picaflor, besando y achuchando a todas las mujeres sin parar de dedicarme alguna que otra mirada lejana para seguir sintiendo mi fingida admiración. El local era bastante amplio, con una extensa barra cuadrada en el centro, por lo que podía ver mucha aglomeración en el lado opuesto al que yo ocupaba; había numerosos treintañeros de aspecto fornido, conversando a voces entre ellos sin prestar demasiadas atenciones a las mujeres que se les pegaban. Notando mi perplejidad, un camarero se me acercó y me dijo casi susurrando:

-Casi todos esos son marineros de descanso después de grandes travesías, imaginá vos. Gastarán cantidades extravagantes de dinero, pero mientras lo gastan quieren deslumbrar.

Comprendí que se trataba de personas que acababan de librarse de largos y aburridos periodos de soledad; actuaban como niños soltados de repente en una fábrica de chocolate. Exteriorizaban su excitación sin tapujos, ávidos de comprar adulación gracias a sus abultados bolsillos, ahorros forzosos de dos o tres meses sin bajar a puerto. Me fijé en uno que aparentaba menor edad que la mayoría, poco más de veinte años; por su expresión absorta, deduje que estaba solo y no conocía a sus colegas, más veteranos que él. Sin embargo, era el de aspecto más tópico de todos. Tenía un gran tatuaje en el pecho que no podía verse del todo tras su camisa abierta casi hasta la cintura; exhibía gran musculatura, sobre todo en los brazos acodados en el mostrador. Su expresión denotaba indeterminación. Probablemente era novato.

Unos minutos más tarde, habiéndome distraído mirando hacia todos los rincones tratando de comprender el comportamiento absurdo de casi todos los parroquianos, de repente se levantó un vocerío en la barra de enfrente. Vi que varios marineros algo mayores, estaban pegando al muchacho joven que había estado observando. Dos o tres lo sujetaban mientras uno le golpeaba el vientre y los demás jaleaban. En un increíble acto de inconsciencia, corrí hacia aquel rincón a tratar de ayudar al joven. Seguramente me habrían masacrado de no ser porque, al momento, sonó un disparo a mis espaldas que paralizó la trifulca como en un fotograma de una película. Asustado, volví lentamente la cabeza para encontrarme con que Enrique había desenfundado su arma y disparado al aire, a sabiendas de lo que podían hacerme. El joven que estaba siendo apaleado casi se arrodilla ante mi pariente y yo, y a continuación se gastó una cantidad indecente de dinero en obsequiarnos por todo Buenos Aires. Era gallego, se llamaba Carlos, y durante los diez años siguientes me visitó en todas las ciudades a donde yo me iba mudando en Hispanoamérica.

Los bonaerenses, hombres y mujeres, son muy bellos. Del resto de Argentina no estoy seguro, pero en Buenos Aires se ha dado tal mezcla de etnias, que el resultado es una población con fantástica prestancia, cuerpos bellos y facciones armónicas. Aquella temporada, estaban de moda unos vestidos de tela estampada muy ligera, apenas una túnica con un cinturón del mismo tejido; parecían caminar casi desnudas, pues se marcaban los volúmenes muy claramente, no sólo los pechos, sino también el pubis y los glúteos. Me maravillaba pensar en la posibilidad de que una mujer saliera en España a la calle de esa guisa; inimaginable. Pero no sólo resultaban llamativas, sino muy hermosas; en cuanto a los hombres, estaba de moda usar pantalones ligeros y apretados, y colocárselos de manera que marcasen claramente los genitales. Parecían una exposición de esculturas de Miguel Ángel, tanto por su donosura como por su casi desnudez. La única tara, muy generalizada, era que todos tenían problemas de hígado, supongo que por las cantidades de carne que comen y la falta de equilibrio de su alimentación.

Pepe no escapaba a ese supuesto. Era un hombre muy guapo, con más de metro ochenta y cinco de estatura. Pero pesaba unos veinte kilos más de lo adecuado. Tal vez por este problema, descuidaba su ropa, sus expresiones y, sobre todo, su pelo. Se peinaba echando casi todo el pelo a un lado, una masa grasienta que hacía temer acercársele por temor al mal olor que pudiera emanar.

Ninguna de estas cuestiones me pasó por la imaginación la primera vez que lo vi. Fue su actitud al llegar una mañana lo que me sorprendió. Entró con precipitación y como si buscara algo; se paró en el centro del estudio y me miró fijamente, pero con una expresión y actitud general que exteriorizaban miedo o una timidez muy fuera de lugar. Por suerte para él, Rossi acudió en su auxilio.

-Luis, este es Pepe Gurwitz, el socio de Salomón. Se llama Joshua, pero insiste en que lo llamemos Pepe. Pepe, este es el nuevo; se llama Luis y es español, de Málaga.

Como todas las personas gordas, el exceso de peso le hacía parecer más joven de lo que probablemente era, pues le calculé bastante menos de treinta años. Me levanté para darle la mano y le sonreí, pero él desvió la mirada como si mis ojos le quemasen. Me soltó la mano algo abruptamente, como si ardiera, y salió del estudio sin despedirse. Miré a Rossi con desconcierto y él se limitó encogerse de hombros mientras componía una mueca que no entendí.

Las siguientes semanas, me fue dado asistir a varias escenificaciones parecidas de Pepe. Daba la impresión de avergonzarse ante mí de algo que yo no podía imaginar. No comprendía por qué, pero era obvio que yo le intimidaba.

Un día, a la hora del almuerzo, estaba yo comiendo de pie junto al mostrador de una churrasquería muy popular de la Avenida Mayo. Ya me había habituado a comer carne a la manera bonaerense y deglutía un bocadillo exageradamente relleno con un churrasco, cuando se me ocurrió pasear la mirada por el local. Frente al mostrador, tras la barra, había una parrilla gigantesca donde ponían carne cruda sin parar y de donde no paraban de coger churrascos o chorizos ya asados, para servirlos. De pronto, me sobresalté; descubrí que Pepe se encontraba comiendo, también de pie junto al mostrador, a unos cuatro metros de donde yo me encontraba. Había varios parroquianos entre los dos, pero me pareció obvio que debía de haberme visto. Sin embargo, mantuvo rígido el perfil que me mostraba y en ningún momento permitió que sus ojos se encontrasen con los míos. Salí del local con el ánimo un poco chamuscado.

Pocos días después, habiendo terminado la jornada, fui a comprarme unos pantalones tejanos, como parte del equipaje que preparaba para Brasil, a donde ya había decidido la fecha en que ir. Viajaría en autobús por dos razones: era mucho más barato que el avión y el viaje duraba tres días a través de las cuencas del Paraná y el Uruguay. Pobre de mí, creía que sería una oportunidad de conocer mejor los paisajes del norte de Argentina y el sur de Brasil. Había engordado un poco, pasando de extremadamente delgado a “delgado” a secas. Ya no sabía mi talla, por lo que tuve que probarme varios pantalones. Salía del probador cuando me crucé con la mirada de Pepe, que bajó de golpe la cabeza fingiendo examinar unas chaquetas colgadas en fila. Estaba convencido de que me había visto, pero su actitud impidió que lo saludara francamente. Pasé varias veces ante su campo de visión, pero no dio muestras de haberme visto.

En lo sucesivo, durante el par de meses que transcurrieron hasta mi marcha a Brasil, el caso volvió a suceder con frecuencia creciente. Descubría a Pepe cerca de mí en los más variados lugares a donde iba, y un día, al pararme ante un escaparate, observé que venía caminando a unos veinte metros de mí. En cuanto notó que volvía la cabeza, se paró a mirar también un escaparate.
Estos sucesos acabaron produciéndome tensión mucha preocupación. No me atreví a comentarlo con Rossi ni con ningún otro compañero. No cabía dudas de que Pepe me vigilaba, pero ¿por qué? Siempre parecía triste y anhelante, pero nunca se franqueó en tales ocasiones. En la empresa, no me saludaba si no era inevitable al cruzarse conmigo. Siempre eludía mi mirada. Pepe se convirtió en una preocupación verdadera. Una vez que anuncié mi despedida de la empresa, menudearon más tales “encuentros” y pareció cada día más apagado y mustio.

A la hora de disponerme a marchar, descubrí lo querido que era. Distintos grupos de amigos y mis parientes organizaron fiestas para despedirme, de modo que pasé las últimas seis noches cruzando promesas y direcciones con amigos que nunca más iba a ver. La última de las despedidas fue la de mis compañeros de trabajo. Rossi me advirtió que lo preparase todo para tomar el autobús, que saldría a las siete de la mañana, porque no me dejarían marchar a dormir. Así fue. La fiesta, ambulante por todo el centro de Buenos Aires, duró hasta las seis y media de la madrugada. Todos me acompañaron al tomar el autobús, junto al cual me esperaban varios de mis parientes y amigos. Me acomodé y, cuando el vehículo arrancó, corrí hacia el fondo, hacia la luna trasera, para volver a decir adiós con la mano. Me encontré con la mirada de Pepe, que permaneció quieto, mirándome alejarme, con ceniza y dolor en los ojos. Mientras el autobús se alejaba, mi corazón fue estrujándose y me reproché no haber hablado más con ese hombre que tan profundamente parecía lamentar mi marcha.