LA DESBANDÁ. Mundo donde no existen matices
Antonio Garrido Moraga en SUR
LA España de 1934, en la que gobierna una coalición de centro-derecha, se encuentra en fase claramente revolucionaria después de los sucesos de Asturias y de Cataluña; el espíritu de revancha, la violencia, las ganas de venganza están cada día más presentes en la vida cotidiana. El gobierno de la República se ve superado por los extremos y el mínimo equilibrio imprescindible es una utopía, un deseo que se hace frase en la boca de los políticos pero que no consigue nada en la realidad cruel y espantosa del discurrir de un país condenado al enfrentamiento fratricida.
Un barrio de Málaga, cualquier barrio proletario en el que las familias se hacinan en los corralones; míseras habitaciones con vistas al hambre y la desesperación. El paro es el pan de cada día y las diferencias sociales son tan tremendas que el trágico enfrentamiento se ve venir y no es necesario ser adivino para hacer pronósticos. Los llamados obstáculos tradicionales están ahí: los curas y las monjas, los ricos -chupasangres del que sólo puede dejarse el alma en trabajos de enorme esfuerzo y casi nula remuneración-, una parte importante del ejército y otros grupos; todos ellos deben ser exterminados pero la violencia es ciega y golpea muchas veces sin saber a quién.
Baroja y el llamado tremendismo de posguerra se dan cita en estas páginas de acción trepidante, rapidísima, en la que en clara secuencia de horizontes cinematográficos un muchacho, el Mani, va a tener el más espantoso camino de iniciación a la vida. El Mani y sus hermanos son diferentes al resto de la gente de los corralones, llevan un apellido rimbombante y Paula, la madre, tiene una presencia, un empaque que la distingue. Paula guarda el secreto de sus orígenes, es modista y es una leona para defender a estos hijos que van saliendo cada uno a su manera: un anarquista, un comunista, un beato, un conquistador y el más pequeño que va a aprender las peores lecciones que da la vida.
Junto a este universo de violencia extrema que se puede rastrear desde la madre acuchillada en plena calle, mientras sus pequeños la rodean llorando, hasta la escena final de la tragedia existe el mundo de la solidaridad y del amor. Hay mucho Galdós en este plano que contrasta con el otro de una manera brutal, en ese se encuentra más a Barea. No obstante, con ser contrapuestos, ambos universos de pasiones son extremos y primarios, desatados. La prosa de Melero crea perfectamente un mundo donde no existen los matices. Una pieza clave en todo este mecano es la mancha que nunca desaparece de las tapias del convento y que tanto ha dado que hablar a lo largo de las generaciones. Mani siente mucho miedo y no parará hasta dar con el secreto. La mancha tiene valor simbólico como lo tiene el viejo Chafarino, marinero ciego, que cumple función de oráculo en esta tragedia coral que n o otra cosa es la novela.
Real hasta el extremo
Realismo llevado hasta el extremo como en la escena en la que arrastran a un hombre y le van dando tiros en partes no vitales para que su sufrimiento sea lento, como en las escenas en las que los fascistas atacan a indefensos ciudadanos para crear el clima de terror necesario compensado levemente con la presencia de Imperio Argentina como musa inaccesible de un mundo feliz. Desde 1934 hasta 1937 discurre la larga peripecia que culmina en el bombardeo desde los barcos a los miles que huían por la carretera de la costa. Melero mueve masas como el cine soviético de los mejores tiempos, Melero no hace concesiones porque no puede hacerlas; todo es ácido, todo es ruina y muerte.
Hay un dibujo de Durero en el que aparece un caballero con armadura sobre un brioso corcel; en primer plano, un escudo con una calavera, esa es la imagen, la calavera lo ocupa todo. Estamos ante una novela de tonos expresionistas, una novela que trata la materia histórica, que denuncia a los asesinos que provocaron la desbandá.