TERCIO DE SUEÑOS
Don Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía
todas las roscas que le daba la gana! A su lado, lo de Jesulín parecía cosa de
niños de colegio de curas, por mucho que el Cañita se lo propusiera como
ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el paraíso que conquistaría si
se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar Candela tenía diecisiete añitos
cabales, floridos en el porte sandunguero de quien se siente arropado e
impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde a la cabeza, capaces
munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos novillos que habían
sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los muchos más que habían
escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama le acusaba de cobarde
por perder el resuello en los ruedos
huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de luces les cegaba y sólo
conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría, algún día, proyectar
sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su vida en la butaca de
un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín resultaba brumoso por
muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era capaz de imaginarse a
sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de millones y emulando a
Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los toros. En cambio, lo
de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba jugarse la vida para
que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin más pretensión que el
placer. Sin pejigueras.
Esa tarde, Manolo el Cañita había llegado
a Cártama con una de sus frecuentes rarezas:
-Escucha, niño, necesitas una mijilla de
pulimento, porque la última vez que te entrevistaron por la radio, en vez de un
mataó de novillos parecías un asesino del idioma. Mira, he comprao dos entrás
pa "Don Juan Tenorio", que lo dan esta noche en el Cervantes. A ver
si te fijas en cómo habla la gente.
Y, sin permitirle protestar, le había
empujado dentro del Clío echando a correr hacia Málaga, porque sólo faltaban
noventa minutos para la función y a esa hora el tráfico tenía mandanga.
Aunque ir a un teatro le parecía propio
de maricones, ahora se alegraba de no haber podido escaparse del Cañita, cosa
que intentó cuando esperaban entre el mogollón de gente que había a la puerta
del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado le sujetaba el brazo como quien
se protege en un burladero de un morlaco de quinientos kilos resabiado. No era
capaz de captar lo que había de diferente entre como hablaban los actores del
escenario y su modo de expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso,
pero sentíase fascinado por el protagonista, al que le daba igual follarse a
una duquesa que a una mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo
a putones que a novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido
por cornudos metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor
comenzara a jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada
imaginándose a sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos
de cientos de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando
con valentía el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero
no eran ni la mitad de fieros que los toros.
A su lado, el Cañita notó que Omarito se
rebullía en el asiento y, de reojo, percibió en el pantalón el relieve del
pitón corniveleto que ya conocía de largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse
la taleguilla. Manolo Rodríguez el Cañita, sexagenario con unos duros
ahorrados, que no tenía empacho en "invertir" apoderando a Omar
Candela, llevaba ya tres o cuatro meses al borde del arrepentimiento por haber
creído en un muchacho que, aunque poseía las condiciones de un estilista,
estaba demostrando ser un gallina que, tal como iban las cosas, no iba a escuchar
en las plazas más que carcajadas y pitos. Para más inri, cargaba en las
entretelas el miedo a que la inversión se pudiera malograr con las calenturas
del niño, que a veces no eran calenturas sino volcanes en erupción, erupción
que, según la experiencia, iba a producirse en seguida con la consiguiente
descarga de lava, porque Omarito no paraba de jadear por lo bajini y movía
acompasadamente las caderas como debería hacer pero no hacía en la plaza, en
una tanda de naturales rematados con el pase de pecho que todavía no había sido
capaz de dibujar en siete meses de carrera, carrera en el sentido literal, ya
que, perseguido por los toros, el aspirante a matador daba la impresión de
estar preparándose para batir el récord mundial de los cien metros lisos. Dentro
de unos minutos, tendría que aguantar las mojigangas del niño, que se
resistiría a ponerse de pie para que nadie descubriera la mancha, y él, a sus
años, obligado a hacerle de biombo pasillo adelante. Apretó los labios con algo
de ira, preguntándose quién le mandaba meterse en esos berenjenales, con lo
tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando de la pensión y las rentas, antes de
"descubrir" a Omar aquel aciago día en una capea donde sólo había
esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don Manuel, éste don Juan sí que comía
buenos jamones -comentó el novillero cuando se dirigían en busca del coche, con
los folletos de mano de la función sujetos de modo que ocultaran la humedad del
pantalón.
-Pues ya sabes lo que tienes que hacer.
Arrimarte.
-¿A las tías?
-¡A los toros! Si quieres mojar tanto
como don Juan, lo que tienes es que tomarte el toreo a pecho, que me tienes de
un harto... Llevo la tira de días pensando que debería dejarte en la cortijá
donde te conocí capeando malamente, y que vuelvas a apencar con el azaón. Mira,
Omarito, tienes un estilo con el capote que me recuerda a Ordóñez de joven y,
cuando el bicho no anda cerca, compones con la muleta figuritas la mar de
postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas abajo cuando lo ves llegar.
Arrímate una mijilla, joé, y en dos años confirmarías la alternativa en Las
Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí que podrías meterla en caliente tó lo
que te salga del forro.
-¿Y ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué quieres decir?
-Que si me adelanta usted unos duros pa
ir a un puticlub.
-¿Adelantarte? ¿Tú sabes lo que me debes
ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me cobran por dejarte torear?
-¡Es que me dan unos meneos!
El Cañita observó a su pupilo. Llamaba
"meneos" a los nervios y eran los síntomas de lo que iba a ocurrir la
próxima semana si no le ponía remedio. Volvería a estar en trance hormonal y de
nuevo iba a pasar unos cuantos días sin conseguir concentrarse en la placita
cortijera donde lo obligaba a entrenar con el toro de mimbre, recibiendo las
falsas cornadas en cadena y enrojeciendo y tirando los trastes cada vez que
alguno de los presentes comentara con sorna lo del abultamiento infatigable del
pantalón. Cuando le entraban los temblores en una novillada, con el traje de
luces luciendo tienda de campaña porque alguna serrana, sentada en la barrera,
le dedicaba un piropo, siempre tenía que mandarlo a esconderse para aliviarse,
porque, si no, perdía la cabeza y no sólo no se acercaba al toro, sino que
dejaba de saber dónde estaba por grande y negro que fuera. En tales ocasiones,
y en un tiempo sorprendentemente corto, Omarito volvía al burladero limpiándose
la mano en el capote de paseo, a pesar de lo mucho que le advertía de que el
capote acabaría pareciendo el manto de un nazareno con la cera de catorce
semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no había callejón ni recovecos
donde decirle que se escondiera, así que a econtrar una solución.
-¿No te he dicho una y mil veces que
tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te puede pasar con una puta.
-Siempre llevo dos condones en la
cartera. ¡A ver!
-Los condones no te protegen de las
ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y un montón de cosas más.
-¡Don Manuel, por favor...! -suplicó
Omar.
Todavía se hizo de rogar un poco, pero al
final transigió:
-Está bien, pero iré contigo y te diré
con la que puedes apalabrar una corrida de orejas y rabo.
Condujo el coche hasta la vera del puerto
y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas donde sabía, por sus propias
necesidades, que había tres o cuatro barras americanas. Optó por una que habían
abierto no hacía mucho y que, por lo tanto, debía de tener un elenco poco
sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que de repente parecía tan asustado
como si un morlaco cinqueño corriera a su encuentro.
-¿Me vas a decir, ahora, que estás
acojonao?
-Yo... don Manuel...
El Cañita sonrió con sorna, observando el
rubor que ascendía en oleadas por las mejillas de Omar.
-Así que es verdad lo que me chismeó tu
primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con razón...! Mira, visto lo visto,
esto no va a ser un adelanto, sino un regalo. ¿Ves aquélla, la que tiene pinta
de inglesa, la rubita?
-¡Está jamón!
-¡A ti te parecería jamón hasta la mojama
de pintarroja! Creo que esa muchacha está sana, pero de todos modos enfúndate
el condón hasta los huevos y no la besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella
que se quede hora y media contigo, ¿vale?
Omar asintió, todavía con la cara
encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba sus jadeos de anticipación.
Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse hacia el reservado empujado por
la chica de alterne que iba a darle la alternativa. Ojalá que eso mejorara su
disposición para la otra alternativa, la que de veras importaba, porque si
Omarito no cambiaba de manera significativa, iba a tener que hacer de tripas
corazón y reconocer de una vez por todas que se había equivocado. Omar no
constituía una rareza, porque todos los que se enfrentaban a un toro tenían
miedo; el secreto era solaparlo con resolución, cosa de la que el muchacho
parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es hijo tuyo? -le preguntó la camarera,
para huir del aburrimiento, puesto que todavía no habia sonado la medianoche,
hora a la que acudían los fugitivos de las sacrosantas alcobas del tedio.
-No -respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya! ¿Qué es, boxeador?
-¿Lo dices por lo fuerte que es? Mejor
sería que pensara en dedicarse a dar hostias, porque, por como van las cosas,
tiene menos porvenir con los toros que la baca de un coche.
La camarera sonrió.
-O sea, que no tiene cojones...
-Si te refieres a los de carne, está bien
despachao; pero si hablas de los metafóricos...
-Sin embargo, tiene una pinta...
Sí, se dijo el Cañita; lo de la pinta no
se podía negar. Sería una pena tener que abandonarlo a su suerte de hortelano,
porque desde Ordóñez y Paquirri no había visto nunca a nadie con mejor planta
torera. Se preguntó si, a la hora de la verdad, no le paralizaría el miedo
también al encontrarse a solas con la prostituta.
Tras encerrarse en el cuarto, la muchacha
sintió algo de temor. El joven, casi un niño, guapo como un figurín, parecía
trastornado. Notaba el temblor de sus hombros y manos, el aleteo de su nariz,
sus jadeos y el brillo febril de sus ojos. Una de dos; o se trataba de un loco
a punto de darle un ataque epiléptico o era un debutante. Se decidió por esta
última posibilidad, confiando que el abuelo que la había contratado le habría
advertido si tenía que vérselas con una cosa rara. Tras bajarse la minifalda
elástica y los pantys, todavía con una ligera inquietud que la obligaba a
permanecer en guardia, se acercó al muchacho y fue a desabrocharle la camisa,
pero cuando le puso la mano en el pecho, él soltó un bufido, se le doblaron las
piernas, jadeó entre juramentos y se le pusieron los ojos en blanco.
-Joder, niño, ¿eres Johnie el rápido?
-preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a quitarse el slip enfangado.
-No, soy Omar, el lechero. Túmbate ahí...
¡a ver!
-Pues si tú eres lechero, yo soy la vaca
que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo Nancy...
vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente, sus temblores y
convulsiones eran los de un debutante, el chico no era peligroso. Recuperado el
dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose ensayada, en imitación de
una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el bolso; la pierna izquierda
flexionada de modo que resaltase la curva de la cadera, que sabía que podía
presumir de ella; el hombro derecho alzado y la mano izquierda tras la nuca,
con el brazo doblado; era la pose que mejor resaltaba los pechos, todavía
turgentes pero un poco demasiado voluminosos como para que permanecieran
erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el volumen de la sedosa vulva
emergía incitador. Vio que, tras un sorprendentemente corto desfallecimiento,
el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye -bromeó la muchacha-, se ve que
todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya herramienta!
-¡A ver! ¿Quieres que te apriete el
tornillo?
-Pon la directa. Demuestra lo que sabes
hacer con la palanca de cambio.
Omar Candela saltó hacia ella y, tras
obligarle la rubia a enfundarse el preservativo, en el momento que comenzaba a
invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño, pareces una traca valenciana!
-Pero todavía me quedan cohetes -se jactó
Omar.
Mas no hay petulancia que pueda violentar
la Naturaleza. Nancy miró con preocupación el reloj, habían pasado veintitrés
minutos y, a pesar de que el padre o abuelo del muchacho la había contratado
para hora y media, había entrado en la habitación convencida de poder saciar al
chico del todo en media hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita
de un cliente muy generoso que la madrugada anterior le había prometido volver
esta noche al bar. Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin
posibilidad de reanimación, aunque no paraba de acariciarle el interior de los
muslos, el pecho y el escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros
mometos, Nancy contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la
suavidad casi femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el
vigor de una masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses,
sería arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y
abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a
aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún
desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y,
por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate -pidió.
Omar obedeció. Se alzó sobre la cama para
quedar de rodillas, con los muslos algo abiertos a fin de mantener el
equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se llamaría en realidad, era una
hembra casi como las de las revistas que usaba para encerrarse en el baño.
Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no le molestaba, sino todo lo
contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se flexionó para acercar la cabeza
a su ombligo, los pechos parecían enormes y los pezones daban la impresión de
estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos, duros como bellotas. Sentía
ganas de morderlos, pero ella no le permitió intentarlo. Nancy estaba
recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el ombligo hasta las ingles,
dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo que parecía haber muerto,
comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-, visto tan de cerca, esto no
es una palanca de cambio, sino un tubo de escape". Retrajo el prepucio
para facilitar la caricia, endureció y aguzó la lengua para recorrerle el canal
del bálano y trató de penetrar la uretra, mientras aferraba con la mano derecha
toda la bolsa escrotal y acariciaba con la izquierda el prominente monte del
perineo. Para entonces, la sangre volvía a fluir a borbotones, flujo que se
aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como que saboreaba un polo de
vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de su boca, al soltarlo los
labios, dio un brinco y batió de manera audible contra el vientre de Omar.
-¿Podrás aguantar un poco ahora?
-preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy a punto -respondió Omar.
-Resiste -pidió ella y le dio una palmada
en el glande para contener y retrasar el estallido-. Ven aquí y no te muevas.
Déjame hacer a mí.
Abandonado, Omar se tendió sobre ella,
que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó una sacudida, pero Nancy
lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura, alzando la pelvis hacia
él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola, una estocada por la que
podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior de la rubia, una
textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía que descargar, no
podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la cintura por detrás, y
de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio, despacio -murmuró Nancy-, sin
violencia. No golpees con las caderas, múevete sólo un poco a un lado y otro.
Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un poco más fuerte... ¡Ahora!
¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar sintió que el cuerpo de Nancy perdía
momentáneamente fuerza, laxo, como si estuviera a punto de desmayarse, mientras
veía con claridad cómo temblaba su pecho con la piel erizada. Entonces escuchó
el grito, o los gritos. Igual que si hubiera enloquecido, la muchacha, sin
parar de gritar, gemir y gritar de nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas,
espasmos que le hicieron mover las caderas y golpearle impacientemente con la
vulva que encerraba su miembro.
En tal momento, tuvo la cuarta
eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era la primera vez que lo hacía
en sus diecisiete años. Era como si una potente bomba de succión absorbiera sus
fluídos, como si algo poderosísimo tratara de vaciar todo su interior y
volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su voluntad, su garganta emitió
un ronco rugido que se acompasó con los gritos que ella continuaba dando.
Tras lo que parecía haber durado horas y
horas por su intensidad, el chico se abandonó, relajado. Esto sí era placer.
Jamás volvería a encerrarse en el baño con una revista ni lo otro en la mano.
Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando iniciaban en el coche el regreso a
Cártama:
-Ya no volveré a pajearme en mi vida.
Esto sí que...
-Bueno, chiquillo, espero que la
experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en un hombre de una vez. Hoy
te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que yo también tenga una
alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en Alcázar de San Juan, te
arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo de don Juan Tenorio? No creo. Bueno,
a lo mejor... Zorrilla se basó en otro drama teatral más antiguo, "El
burlador de Sevilla", escrito en el siglo XVI por un cura que se llamaba
Tirso de Molina, que creo que se inspiró en una leyenda que contaban en la
corte, un tío capaz de llevarse a la cama a media humanidad, basada en un
personje real, un tal Villamediana, que daba a entender que se había acostao
con la reina.
-¿Puede ser que un tío folle de verdad
tanto como él?
-No sé qué decirte, niño. De toas
maneras, hay quien dice que un hombre que cambia tanto de mujer, es porque no
es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que pudiera ser un poquillo
mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un tío como ese, maricón? ¡ A ver! No
me lo creo.
-No lo crees porque tienes diecisiete
años y te empalmas con una mirada. Lo grave sería que a los treinta siguieras
igual, follando cá noche con una diferente.
-O con dos.
-¡Niño!
-Yo no sé lo que pensaré a los treinta,
pero ahora lo que quiero es repetir lo de esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú, encuentra tu sitio en los ruedos,
échale cojones, y vas a ver que tienes más oportunidades que Jesulín.
-Lo que yo quiero es imitar a ese don
Juan. ¡A ver!
-Pues a ver si te arrimas.
Burladero
Volvían de Alcázar de San Juan con mucha pena
y ninguna gloria. La pena de los pitos y los seis avisos, reforzada por el
dolor del puntazo que el bicho le había endiñado en la cadera, y la gloria de
cuatro meses de anhelos, preparativos y esperas, junto con otros siete meses de
novilladas donde no cobraba, desvanecida por el atronador vendaval de los
abucheos y la lluvia de almohadillas.
Embrujado por el sueño ansioso de emular
a su dios, que ya no era Jesulín sino don Juan, toda su pasión eran las
mujeres. Como el dolor agudo de la cadera y las magulladuras de su orgullo no
le nublaban la vista, en cuando se acomodó en el departamento del tren, Omar se
enamoró con la misma fuerza que se enamoraba dos o tres veces por semana desde
lo de la Nancy. La adolescente sentada frente a él, al lado de quien no podía
ser más que una tía soltera, brillaba como una ondina del Pisuerga, con su
melena castaño claro de colegiala y un nosequé en la mirada que puso a hervir
la sangre del novillero.
-Conténte, niño -le dijo al oído el
Cañita.
-Es que ya ve usted cómo está la niña,
don Manuel.
-Sí, Omarito, que sí, que no soy miope.
Pero tú, al toro, que es lo tuyo, porque ya ves la cara de la sargenta.
La sargenta era la supuesta tía
solterona, que lo era en efecto. Soltera por propia voluntad, ya que había
descubierto las ventajas de su estado antes de pillarse los dedos de la
frustración con un casamiento vallisoletano destinado a consagrar el dicho de
"la mujer en casa y con la pata quebrada". Había disfrutado la vida
con inteligencia y sin complejos y ello le había dotado de un humor en estado
de gracia permanente, que escondía tras la dureza de su expresión de
funcionaria del grado veintisiete.
-A ese chico está a punto de darle un
patatús por ti, Marisa -susurró al oído de su sobrina.
-¡Pues qué bien! -exclamó ésta con
desdén.
-No está nada mal.
-¡Es un crío!
-Y tú... ¿qué eres?
Emprendieron la travesía de La Mancha,
dibujándose en las ventanillas el paisaje plano circunstancialmente verde de
viñedos y aulagas, que cuando llegase el verano se convertiría en el océano de
cuero descrito por Neruda. En cualquier tiempo, era un ondulado y grandioso mar
mesetario que metía en los sentidos remenbranzas quijotescas. Cuando el tren
hubo alcanzado la velocidad de crucero, Manolo el Cañita observó el hervor de
la dura carne adolescente de su pupilo, llegando a la conclusión de que Omarito
tenía que desahogarse o le iba a costar el asunto otra semana de pataletas y
caras largas, y más duros de los que le habían costado durante el invierno las
repeticiones de la "noche con la Nancy", como la denominaba el
novillero. De modo que urdió:
-Mira, niño; hazte el simpático con la
chiquilla, que yo distraeré a la sargenta. A ver si puedo llevármela al vagón
restaurante pa entretenerla con la
conversación... y tú, ya sabes, al toro...
Entre tanto, viéndolos venir, la tía
mumuró a su sobrina:
-El viejo va a tratar de engatusarme para
que te deje sola con el chico.
-¡Ni hablar! Yo no me quedaría a solas
con él ni amarrada. ¿No ves sus ojos y el aleteo de su nariz? Es un psicópata.
-No es peligroso, te lo aseguro. Se trata
de locura hormonal transitoria, pero todavía es locura infantil y no tiene
experiencia de forzar el arrebato. Míralo, está tan perdido, que bastaría un
empujoncito para que se echara a llorar, pero el abuelo está maquinando la
manera de que os quedéis solos. Escúchame con atención...
Empleó varios minutos en detallar el
plan.
El Cañita, dotado de una verborrea fácil,
entabló conversación con las dos, dando al novillero todas las ocasiones de
meter baza que podía, aunque la facilidad de palabra no fuese la principal
virtud del futuro matador por mucho que deseara emular a don Juan. Resaltó el
apoderado con dramatismo el revolcón que Omar había sufrido y exageró hasta lo
inverosímil los dolores que padecía. Tras casi una hora de charla, dijo:
-Que me parece a mí que me tomaría un
cafecito. Como el niño no puede ni moverse, tendría que ir yo a traerle su vaso
de leche calentita. ¿Puedo invitarla?
Lógicamente, la invitación iba dirigida
sólo a la tía. Con inesperada prontitud, ésta respondió que sí y salieron los
dos mayores rumbo al coche restaurante. A solas con Marisa, Omar perdió la
escasa elocuencia que le quedaba, puesto que no sabía qué decir a una mujer con
la que no hubiera por medio un trato monetario, y menos si era una muchacha
"decente". Aventajada alumna de su tía, la chica inició la
conversación:
-¿Es verdad que te duele tanto?
-Bueno...
-Pobrecito. ¡Qué pena! ¿Has tomado algún
calmante?
-Bueno... las pastillas no me molan. Lo
único que me aliviaría es un buen masaje. Si tú...
-¿Qué?
-Es que me duele mucho, de verdad.
Marisa sonrió con beatitud. ¿Cómo podían
ser los chicos tan transparentes? Este andaluz, el primero con quien tenía
oportunidad de hablar, antes, incluso, de las anheladas vaciones de Semana
Santa en Málaga, era bastante atractivo, muy sensual, pero su tía tenía razón:
a pesar de que era un verdadero tarugo, parecía un tarugo arrastrado sin
voluntad por la corriente de un río. El chico le gustaba físicamente, pero
intuía que no sería capaz de mantener una conversación de más de dos minutos.
¡Qué aburrimiento! Recordó el plan.
-Tú quieres que te dé un masaje...
-Si tú...
-Sí, hombre, ¿por qué no? El año pasado
estuve de voluntaria en la Cruz Roja y algo aprendí. ¿Dónde quieres que te lo
dé?
-Aquí, en el costado y la cadera.
-Bájate los pantalones.
-¿Seguro?
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo, yo? ¡A ver!
Dicho y hecho. Omar Candela, con la
sangre haciéndole honor al apellido, comenzó a aflojarse el cinturón. Aseguran
los muy viajados que el vaivén del tren es un afrodisíaco extraordinario, así
que como llevaba más de una hora mecido por el vaivén, Omarito iba más
preparado para la faena que cuando hizo el paseíllo en Alcázar de San Juan, lo
que dificultaba el acto de bajarse el pantalón. Habían pasado cuatro meses desde
la "noche de la Nancy" y ya sabía retardar todo lo que era
conveniente retardar, pero lo que no tenía remedio era la alzada instántanea de
la bandera cuando tenía enfrente a quien rendirle honores.
-Venga, chico -alentó Marisa-. ¿O es que
te da vergüenza?
-¿Vergüenza, yo? ¡A ver!
El novillero encogió las piernas, empujó
las nalgas hacia atrás y trató de no sentirse en evidencia embozando todo lo
posible la rebeldía metálica de su órgano, mientras deslizaba hasta el suelo el
ajustado vaquero. Al quedar en calzoncillos ante la muchacha, sabía por el
ardor que tenía rojas las mejillas.
-Échate boca abajo -ordenó Marisa, muy en
su papel de terapeuta.
Omar acató la orden, tendiéndose a lo
largo del asiento. Se sentía muy indefenso, sometido por completo a la voluntad
de la muchacha. Calculó lo que iba a hacer: en cuanto se le pasara el sofoco,
una vez que consiguiera recobrarse, cuando la chica estuviera tocándolo daría
media vuelta, exhibiría el esplendor de su joya y devolvería masaje por masaje,
que bueno era él, a ver. Aunque soñaba arrebatado por la inminencia del
comienzo de su carrera de donjuán capaz de conquistar a una mujer que no le
pidiera dinero, lo que acabaría con el insatisfactorio rosario de polvos
mercantilistas del invierno pasado, estaba dispuesto a tratar a Marisa con una
gentileza semejante a la de don Juan, que aún no sabía como se ejercía. En todo
caso, la vallisoletana iba a asombrarse de lo que era capaz un digno émulo de
Tenorio.
-Oye, así no valdría de nada el masaje
-dijo Marisa, todavía de pie y sin haberle tocado aún-. Sería mejor que te
quitaras los zapatos y que te bajaras también el calzoncillo.
-¿Tú crees? -preguntó Omar, sin acabar de
tenerlas todas consigo-. ¿Y si pasara alguien por el corredor?
-No te preocupes, hombre, ya he echado
las cortinas. No tengas miedo.
-¿Miedo, yo? ¡ A ver!.
Sin abandonar la posición boca abajo, Omar se
aflojó los cordones de los tenis, quitóse los calcetines preguntándose con
angustia si no olerían mal y se bajó el calzoncillo hasta las pantorrillas.
Mientras, Marisa trasteaba en el bolso de su tía. Una vez que el cuerpo del
muchacho se le ofreció en su completa desnudez, ella acarició su cintura
levemente, apenas con las uñas de la mano izquierda, lo justo para que Omar se
abandonara al placer y no advirtiera lo que estaba haciendo con la derecha.
Cuando hubo terminado, y con el pantalón vaquero sujeto bajo la axila
izquierda, Marisa aferró con decisión el calzoncillo situado en las pantorillas
y acabó de bajarlos, apoderándose de él. Con pantalón y calzoncillo en sus
manos, descorrió la cortina, abrió la puerta a tope y salió al pasillo. Como
Omarito era incapaz de enderezarse para mostrarse desnudo, y mucho menos en su
estado, permaneció exhibiendo los cuartos traseros hasta que, quince minutos después,
oyó las carcajadas del Cañita y la tía solterona.
-¿De veras quieres que te follen?
-preguntó el apoderado ahogado por las risas.
-¿Qué dice usted, don Manuel?
-Eso es lo que está escrito en tu culo
con carmín: "Folladme".
Tras las risas de la pareja, sonaron
también las de Marisa. Manolo el Cañita ayudó a su pupilo, sin cambiar de
postura, a ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cuando pudo sentarse,
mientras se calzaba los tenis, Omar se sentía tan humillado que no era capaz de
mirar a la cara a las dos mujeres. Sabía que tenía las mejillas encendidas y
notaba acuosos los ojos, capaces, los muy puñeteros, de ponerse a soltar
lágrimas. El apoderado comprendió que tenía que acudir en su auxilio, tratando
de hacerle olvidar el incidente.
-¿Van ustedes a Málaga? -preguntó.
-Sí. Pasaremos allí la Semana Santa
-informó la tía.
-Yo soy cofrade de la Zamarrilla. Tienen
que venir a verme en la procesión.
-¿A verlo? -ironizó Marisa-. ¿No llevará
usted un capirote?
-Sí, pero yo las veré a ustedes y llamaré
su atención. Me sobran dos abonos de la tribuna de la Alameda, que les puedo
regalar los días que quieran.
-Hombre, eso nos vendría de perlas
-afirmó la tía-. Y tú -dirigíase a Omar-, ¿no sales de procesión?
-¡Que va! -fue lo único que el novillero
encontró ánimos para decir.
-Debe recuperarse del puntazo y entrenar
un poco -comentó el Cañita-. Tenemos una novillá en Vélez el domingo de
Resurrección. ¿Estarán todavía en Málaga?
-Pudiera ser.
Omar consiguió reunir coraje para mirar a
Marisa, porque sabía que ella tenía los ojos vueltos hacia el paisaje. Vaya con
la niña. Le había hecho pasar un sofocón mayor que el de Alcázar de San Juan,
pero eso no podía quedar así. Menudo era él. El puntazo le dolía de verdad,
pero todavía le dolía más la herida de su orgullo. Marisa era guapa como para
volverse majara por ella; nariz breve pero no respingona, ojos de color
caramelo, melena lisa casi rubia, un talle de pasarela y una boca que decía
"muérdeme". Esa niña que hablaba tan finolis iba a ver.
En cuanto se detuvo el tren y se
despidieron de las dos mujeres, Omar urgió a su apoderado:
-Don Manuel, si no descargo el queso,
esta noche me da un patatús.
-Pues allá vamos. ¿La Nancy?
Omar asintió.
-¡Qué risa! -exclamó Isabel Gámez, una
vez que se acomodó en el taxi al lado de su sobrina.
-Ha sido divertido.
-¿A dónde queréis ustedes ir? -preguntó
el taxista.
-Al hotel Las Vegas -respondió Isabel.
-Al final, el chico me ha dado un poco de
pena -confesó Marisa.
-Sí. Le has deshecho el orgullo para una
temporada.
-¿Tú crees? ¿No le afectará eso cuando
tenga que torear el domingo?
-¿Te preocupa? ¡No me digas que te gusta,
a pesar de todo!
-No, qué va. Sólo me preocupa que tenga
un percance por mi culpa.
-Pero te gusta.
-No -el tono de Marisa era cortante.
-Yo creo que está muy bien. Es guapísimo.
-Pues si vieras...
-Lo he visto -confirmó la tía.
-Pues ya ves.
-No es que yo haya estado con muchos
hombres desnudos, pero alguno que otro, sí. Te digo que lo de ese muchacho no
es normal.
-¿Te refieres a....?
-Sí, pero no sólo a eso. Es difícil que
haya un cuerpo de hombre más sensual.
-Los toreros... ya se sabe.
-Sí, pero los hay patizambos, cargados de
espaldas, con piernas canijas, cuellicortos... Lo que pasa es que el traje de
luces favorece muchísimo y convierte en figurines a los patanes más
desgarbados. Y acuérdate, Marisa, de que a Omar no lo hemos visto con el traje
de luces, sino a pelo. Puedes tener la seguridad de que se sale de lo
corriente.
-Es una lástima que sea tan tarugo.
-Sí. Pero habrá que ver cómo sería si
llegara a triunfar en el toreo. ¿No has escuchado nunca entrevistar a un torero
en la radio? Todos se expresan estupendamente, sea cual sea su acento. Yo creo
que también los entrenan en eso, en desenvoltura. Si este Omarito triunfara,
llegaría a ser un bombón. Creo que no nos conviene perderlo de vista. Iremos a
ver la procesión de la Zamarrilla.