Hace años que terminé una novela en la que inventé una sociedad ibera totalmente feminista.
Es una obra muy acabada, que pude haber publicado en 2006, pero en aquel entonces descubrí el fraude que estaban sufriendo mis derechos por parte de Roca Editorial. Era tanto lo que habían dejado de pagarme, que reclamé, algo que no se puede hacer ante una editorial española, aunque le hayan dejado a uno en la miseria.
Funciona una especie de lista negra, de la que destierran a todo escritor que no se deja echar el aliento en el cogote.
DESDE QUE RECLAMÉ EL DINERO QUE HABÍA GANADO Y QUE ME HABÍAN ROBADO, NUNCA CONSEGUÍ CONTACTAR CON EDITORIAL ALGUNA EN LA Q1UE PUDIERA CONFIAR
LA DAMA FINGIDA es una obra muy elaborada, una ficción muy en plan "thriller", donde introduje todo cuanto sabemos de los iberos, que es muy poco. Sabemos más de los egipcios o los pesas que sobrer nuestros antepasados, de los que apenas hemos investigado ni escrito, aunque son abundantísimos los hallazgos arqueológicos.
Con esta obra, reivindicaba una mayor investigación sobre los iberos y, en general, sobre cuanto aconteció en esta península antes de los cartagineses y los romanos.
-tengo unas ocho novelas acabadas, pero tengo 71 años, llevo 14 medicándome por la dIabetes y he sufrido un infarto cerebeloso y otro cardíaco.Voy a diario a la piscina y creo mantener un buen tono, pero esto no puede durar demasiado y quisiera ver publicada, al menos, esta divertida y emocionante novela.
Ofrezco las primeras páginas.
LA DAMA FINGIDA
PARTE I
I
Comenzaba la
primavera y lo percibían mejor los sentidos que el pensamiento de Adín, uno de
los jóvenes varones más destacados de la matriarcal sociedad ilicitana. La
sangre le hervía como un volcán, lo que se manifestaba con impulsos muy desconcertantes
y sueños sensuales deliciosamente placenteros, pero tenía la mente demasiado
ocupada con los malhumores como para disfrutarlos.
Había acudido al
taller en busca de solidaridad y consuelo, por lo que le impacientaba que
Istolacio se mostrara atento a su trabajo y no a lo que le estaba diciendo,
como si no le oyera o creyese que no existía. El artista esculpía un exvoto
para el enterramiento de la dama Sanibelser, muerta e incinerada hacía un mes, y arrancaba a la
piedra las formas creadas en su mente con un golpeteo rítmico del escoplo, el
cincel y el martillo, mostrando mucha concentración y sin apenas dedicarle a él
una mirada. Para desahogar la rabia aunque tan sólo fuese un poco, necesitaba
que Istolacio no se limitase a oírle como quien oyese el viento soplar.
-… y le dije a la
Madre Mayor Nespaiser que no soy un apestoso extranjero de pelo amarillo ni un
salvaje profanador cartaginés raptor de damas. Que soy natural de Ilici y ello
me enorgullece. Aunque me enorgullecería muchísimo más si no tuviera que estar
a todas horas pidiendo permiso hasta para darme pedos.
Istolacio sonrió,
pero permaneció en silencio. Comprendía los enojos y la impaciencia de Adín,
porque él también había pasado por eso antes de lograr que le consintieran
demostrar lo bien que podía esculpir. Pero tal cosa había ocurrido hacía una
eternidad, lo menos tres o cuatro años, y ahora ya era un adulto con muchas
responsabilidades, que había ganado cierto respeto del Gran Consejo de Madres
que gobernaba el reino. Miró de reojo hacia Adín. Su inmadurez le incapacitaba
para disimular el malhumor, pero ya podía pasar por adulto, puesto que era un
muchacho más fornido de lo común, con brazos muy bien torneados y piernas
enérgicas que asomaban del todo bajo la breve túnica. Si las Madres no fuesen
tan estrictas con sus prioridades de trabajo, le gustaría retratar a Adín en
piedra. En realidad, lo mismo que a otras muchas personas de Ilici, pero no se
lo permitían.
Para el Consejo
de Madres, lo primero era siempre lo primero, y lo primero era lo que ellas
decidían que debía estar en primer lugar, sin discusión posible. Y mucho menos,
una discusión con hombres, pues las damas en general y la Madres del Consejo en
particular consideraban una indignidad discutir con cualquiera de ellos, porque
involucrarse en un debate con varones significaría rebajarse.
También Istolacio
tenía motivos de quejas contra el Consejo de Madres, pero hacía tiempo que
había conseguido que nadie se lo notara. El arte del disimulo y la sonrisa
bobalicona eran en Ilici recursos muy útiles en el acervo masculino, lo que
siempre debía acompañarse con el realce de los atractivos viriles hasta la
exageración; aunque hubiera que recurrir a artificios, en lo que algunos se
pasaban pues transitaban con clámides abultadas en la entrepierna como si
hubieran robado una cabra. Así eran las cosas, así habían sido siempre y así
había que aceptarlas. La igualdad de sexos que era, en el fondo, por lo que
Adín suspiraba, era una pretensión imposible; un sueño tan quimérico como parar
el Sol.
Adín volvió la
cabeza hacia el refulgente mar que se presentía más que se veía a lo lejos,
tras los numerosos pinos que coronaban la colina. La Gran Dama Reina, haciendo
uso de una de sus limitadas preogativas directas, había asignado personalmente
al escultor ese lugar tan excepcional, en el extrarradio de Ilici, con objeto
de que las chácharas de las damas jóvenes, que aspiraban a ser retratadas a
pesar de la prohibición, no distrajeran demasiado a Istolacio. Aún quedaban
tres enterramientos de damas del año anterior sin exornar como merecieron en
vida, según la alta consideración en que las había tenido el clan.
La colina era un
lugar demasiado privilegiado para ser destinado en exclusiva a un hombre, que
además no estaba casado con ua noble ni tenía relación familiar con ninguna
dama de postín, pero las Madres habían hecho una excepción por tratarse de un
escultor que, aunque joven, había dado muestras de talento y además, porque
necesitaban con urgencia sus esculturas.
-Con tantos
aspavientos y rabietas, pones cara de loco, Adín –bromeó Istolacio-. Espero que
no sea más que la cara.
-Tú no puedes
comprenderme. Como para ti todo es tan fácil…
-¿De veras lo
crees? ¿Has olvidado los ríos de sudor que tuve que verter hasta conseguir que
me permitieran esculpir?
-Pero es que
ellas me dicen a mí cosas que me sacan de quicio, amigo. El plan de traída de
agua para el riego, del que te hablé la semana pasada, hizo que me llamasen
“tonto pretencioso y alocado, que vive en el delirio de los sueños imposibles”.
Y luego, de modo un poco menos insultante, aunque ya me había insultado de
sobra, va y me dice Neispaser, en el aparte que le pedí, que el Consejo no
puede ni considerar el plan porque es demasiado original y no conocemos ni
hemos oído de ningún pueblo que se le haya ocurrido el desatino de experimentar
algo parecido. ¿Te das cuenta, Istolacio? Tenemos que ser monos de repetición.
¡Nos prohíben hasta el derecho a la originalidad! Nos paraliza la mediocridad.
Istolacio frunció
un poco los labios. Trataba con ello de contener el asentimiento que había
estado a punto de escapársele, puesto que las damas del Consejo le rechazaban
todos los bocetos donde dejaba libre su capacidad creadora, libre de los
rígidos cánones de más de quinientos años de tradición. Concordaba en muchas
furias con Adín, pero no quería alentar las rabietas ni los cómicos mohines de
su joven amigo.
-¿Has hablado con
Irsecel últimamente? –preguntó, porque sabía que la mención de la hermosa
muchacha haría que Adín desechara los demás pensamientos.
-¡A todas horas,
Istolacio! Cuando ella está y cuando no, porque hasta en sueños le hablo. Pero
como es hija de quien es…
Istolacio
asintió. Adín había ido a poner los ojos precisamente en quien menos le
convenía. Acabaría siendo objeto de burlas. Y no sólo por parte de las damas,
sino también de los hombres, porque el peor enemigo de un hombre era en Ilici
cualquier otro hombre.
-Cuanto más te
impacientes con Madre Mayor Nespaiser, más difícil vas a tenerlo con su hija.
Debes elegir.
-¿Elegir,
Istolacio? ¡El qué! ¿Renunciar por amor a todo lo demás? ¿Aceptar ser un muñeco
sin criterio ni inventiva, a cambio de que Irsecel me ame?
-No es
discutiendo con Nespaiser como podrás conquistar a Irsecel. ¿No te das cuenta?
-¿Y qué hago?
–preguntó Adín con un sollozo en la garganta.
-Afilar tu
ingenio, Adín. Recuerda que la paciencia y la docilidad son en Ilici virtudes
indispensables para la supervivencia de los hombres. Tienes que mostrarte
apetecible, domeñado, realzar tus atractivos viriles de modo exageradísimo para
que les pique la curiosidad y hacer circular el bulo de que resistes cinco
acometidas sexuales todos los días. Así, no dudes que prosperarás y encontrarás
pronto una dama que decida protegerte y cuidarte.
-¡O sea, que debo
resignarme a ser un zángano y un objeto sexual toda la vida!
-No
necesariamente…
-No te comprendo.
-Piensa, piensa,
amigo. Y habla con tu abuela sin perder los nervios; ella es más sabia que
nadie y tiene más experiencia que todo Ilici en conjunto. Fíjate en cuántas damas
jóvenes hacen cola ante su casa todos los atardeceres, para oír esas charlas
suyas que son como las lecciones de Platón. No hay una dama joven en Ilici que
considere que pueda alcanzar ninguna meta ni alcanzar una alta alcurnia si no
ha digerido las enseñanzas de tu abuela. Si te apearas de tus rabietas
infantiles y decidieras pedir consejo a Bastugitas, podrías sacar conclusiones
útiles, y actuar en tu provecho en vez de patalear y encorajinarte como lo
haces. Piensa. Eres muy joven. Conseguirás tus metas con el tiempo si afilas tu
ingenio y aprovechas las enseñanzas de tu abuela, ya lo verás.
II
Bastugitas creía
que había vivido más de lo conveniente. Hacía dieciséis años que a la madre de
Adín, su hija Umarbeles, que tenía una hija de diez años ya, se le había
ocurrido la idea peregrina de quedarse embarazada de nuevo, con la mala suerte
de que llegó un varón. Umarbeles murió al nacer Adín y el zángano atolondrado
del padre (un macho tan bien dotado de todo, que hubiera podido ejercer de
prostituto en el lupanar de la playa) desapareció cuando el chico tenía sólo
cinco años, metiéndose en la aventura absurda de viajar a África en un barco de
esos cartagineses salvajes que llevaban más de una generación causando
problemas en los reinos de Iberia. ¡Tontas ideas de hombre! El barco naufragó y
ella, que había sido Madre Mayor la mitad de su vida, y que había vigilado con
suma exquisitez la educación de su nieta Agirnesser, porque esperaba que fuese
algún día su heredera, se encontró rebajada al papel de cuidadora de un niño.
¡De un varón!, como si tuviera la capacidad imposible de entender el
pensamiento abstruso e insondable de los hombres.
Había servido al
reino cerca de veinte años. Tiempo en el que vio pasar por el trono a dos
Grandes Damas Reinas. La actual hubiera sido la tercera de no haber abandonado
voluntariamente el cargo de Madre Mayor antes de que a ella la coronasen, uno
de los hechos más sorprendentes que recordaban las damas encargadas de
registrar las crónicas políticas de la ciudad. Según demostraba la historia y
según, también, los proverbios favoritos de las damas ancianas, nadie que
ostentase el poder lo abandonaba por su voluntad. Todo lo contrario. Se sabía
de madres mayores que habían recurrido a toda clase de engaños y artimañas para
conseguir el nombramiento. Por el poder se mentía siempre y había habido una
vice-Madre Mayor durante la generación anterior, que era llamada “la cabra
loca”, por el penacho de pelo que lucía habitualmente, semejante a un mechón de
chivo loco, y gustaba de mujeres en vez de hombres, cuyas mentiras llegaron a
ser tan clamorosas, que hasta los miserables hombres que no habían conseguido
ser protegidos por ninguna dama se reían de ella. Se decía que “la cabra loca”,
además de mentirosa y fabuladora sin imaginación, mandaba habitualmente
incendiar las casas de damas que destacaban e, inclusive, mandaba matar a
alguna que le pareciera que ambicionaba el poder o amenazase el de la Madre
Mayor a quien servía. En razón de la norma no escrita, obtenía el cargo del
poder efectivo, el de Madre Mayor, una dama cuyo clan fuese en ese momento el
de mayor influencia en el Consejo y en el reino, pero en ocasiones las fuerzas
estaban tan igualadas, que se recurría a tretas que muchas veces superaban lo
lícito y hasta llegaban a caer en monstruosidades, de perversidad inconcebible
para la gente común, aunque en tales casos siempre miraban todas para otro
lado. Porque el poder, sobre todo el poder de pisotear y aniquilar a las
enemigas, revestía a la Madre Mayor recién proclamada de un halo de dignidad e
impunidad que velaba hasta los actos más innobles. Conspirar, asesinar, mentir
y robar eran cosas que todas sabían que las poderosas hacían habitualmente, y
se consideraba natural.
Las murmuradoras
más cotillas contaban de una Madre Mayor de un siglo antes, apodada “la
sandalera” porque su madre tenía una industria de fabricación de sandalias, que
para conseguir el cargo, cuando se aproximaba el momento en que el Consejo
debía adoptar su decisión hizo incendiar el granero colectivo de la ciudad,
dejando por todos lados pistas que hacían sospechar del clan al que pertenecía
la Madre Mayor cesante. A continuación, manipulando el boca a boca, consiguió
exaltar los ánimos para que las damas más poderosas acudieran en manifestación
ante el salón del Consejo de Madres, donde fueron proferidos toda clase de
insultos contra la Madre Mayor saliente y contra su heredera, que se daba por
seguro que iba a resultar elegida.
El incendio y la
manifestación trastocaron las previsiones más clarividentes y, por primera vez
en la historia del reino, fue designada una Madre Mayor que no estaba
respaldada por el clan más influyente; para ello, firmaron una alianza tres
clanes minoritarios, muy antagónicos entre sí, y de ese modo alcanzó el cargo
supremo de gobierno quien de veras había prendido el incendio.
Bastugitas hizo
una mueca, ya que le repugnaba pensar en ese caso, cuya autenticidad había
confirmado gracias a una exhaustiva investigación que ordenó poco después de
ser investida. La sandalera había infringido todas las normas, pero había
sabido mentir muy bien haciendo creer al pueblo que quienes mentían eran sus
oponentes. Que Bastugitas abandonase el cargo sin que nadie la forzara había
originado toda clase de murmuraciones, y algunas comidillas adversas
acompañaron los últimos recorridos que hizo entre su casa y el salón del
Consejo.
Nadie sabía ni a
nadie reveló el motivo. El corazón era en Ilici un órgano acorazado para toda
dama que se preciase. Y ella, después de veinte años de gobierno honrado, justo
y pragmático, había caído en el desvarío de sentir amor ¡por un hombre! Jamás
se había enterado nadie, ni siquiera Beles, su criado mayor, que también era el
principal de sus confidentes. Tristemente, el hombre, cuyo nombre se negaba a
representarse siquiera mentalmente, había muerto tres años más tarde.
Liberada a los
cuarenta y cinco años de las responsabilidades de gobierno del reino, sólo
había disfrutado tres del amor y ahora contaba cerca de sesenta. Demasiado para
una sola vida, y once de esos años perdidos en la educación sin utilidad ni
porvenir de un varón, que últimamente había comenzado a crear muchos problemas.
Adín era excepcional, pero también era excepcionalmente incordio. A todas horas
llegaban a sus oídos rumores sobre las ideas demenciales de su nieto y también
de sus rabietas maleducadas, pero ya estaba demasiado torpe para darle las
palizas que merecía. Adín era un prodigio físico, poseía una belleza poco
frecuente, casi sobrenatural, y ella sabía muy bien a quién se parecía y de
quién había heredado tantos dones. También su cuerpo era un prodigio desusado,
que generaba peligrosas envidias entre los muchachos de su edad, porque todos
reconocían que nadie podría competir con él si decidía seducir a la dama más poderosa
del reino. Porque, además, ella lo había bañado algunas veces de niño y sabía
que habría de llegar el momento en que se le pidieran moldes de su virilidad
para mejor representar los exvotos de las tumbas.
Le habían
aedvertido de sobra y enviado toda clase de señales de advertencia, mediante
personas interpuestas por su buen criado mayor Beles.
¿Iba a verse
obligada a adoptar medidas más drásticas?
III
Bastugitas vio
llegar a su nieto Adín desde la ventana. Pobre tonto. Con el cuerpo fastuoso
que estaba desarrollando, sus movimientos ágiles y sensuales, lo que abultaba
su túnica y la belleza casi femenina de su rostro, podría conseguir de
inmediato el favor hasta de las damas de mayor alcurnia, aunque tuvieran
consortes… si el muchacho no tuviera la enojosa osadía de pensar en cosas que
no estaban a la altura de una mente masculina. Su pretensión de usurpar
iniciativas que no le correspondían a ningún hombre iba a malograr lo que
pudiera, de otro modo, ser una regalada vida de consorte de cualquiera de las
damas más poderosas de Ilici. Debía tratar de corregir a ese díscolo muchacho
antes de que se torciera como el árbol mal plantado que nunca su tronco
endereza.
-Abuela…
Antes de poder
continuar, Adín recibió una fuerte bofetada en los labios.
-¡Insolente! ¿Es
que ya has olvidado las buenas maneras que te enseñé?
Adín tragó
saliva. Se inclinó ante su abuela en profunda reverencia y mantuvo al
enderezarse la cabeza gacha, en silencio, a la espera de que ella le hablase.
Bastugitas lo hizo como si la escena previa no hubiera tenido lugar:
-Adín, hijo de mi
hija Umarbeles, ¿vienes a honrar a la madre de tu madre?
Adín volvió a
inclinarse mientras respondía:
-A la madre de mi
madre y a todas sus antepasadas, honor.
La anciana sonrió
con aprobación. Todavía no se había vuelto del todo un salvaje, aún recordaba
sus lecciones, aunque le hubiera obligado a abandonar la casa al cumplir quince
años. Ignoraba dónde dormía, cuestión que no debía preocuparla puesto que su
aspecto era aceptable. ¿Sería capaz todavía de gobernarlo y dirigirlo de lejos,
por su bien, aunque ya era un adulto?
-Últimamente,
hemos oído cosas muy desagradables de ti –dijo Bastugitas, afectando en su tono
severidad extrema-. ¿Tienes algo que alegar en tu descargo?
-Quien malas palabras
os diga, madre de mi madre, mal os quiere. No es por maldad sino por amor a
Ilici por lo que trato de contribuir con mis ideas. Vos me ensañasteis que el
afán de superación es buena cosa.
Bastugitas
asintió en su pensamiento, pero no permitió que el asentimiento se reflejase en
su cara. En realidad, en el fondo el muchacho tenía razón y ella era culpable
de haberle inspirado ideas inapropiadas para un hombre. Adín había crecido a la
sombra de una dama acostumbrada a cavilar y a tomar grandes decisiones pero ya
jubilada del gobierno y, por ello, proclive a sacralizar las cosas más nimias
de la vida cotidiana. Sin darse cuenta, había educado a su nieto, en muchos
sentidos, como si hubiera de ser una dama de gran alcurnia. Sentía por ello
cierto remordimiento. Aunque fuese un varón y hubiera decepcionado al nacer
todas sus expectativas, era su deber ayudarle a corregirse para adaptarse a la
realidad de los hombres de Ilici.
-Acerca aquella
esterilla y siéntate junto a mis pies, hijo de mi hija.
Adín obedeció.
Bastugitas era el ser más venerable que podía imaginar y no le importaba
sentarse a su pies. Podría, si se lo pidiera, arrodillarse y postrarse ante
ella hasta tocar con su frente el suelo.
-Escucha… Adín.
Cometí el error de enseñarte a pensar más de lo que te conviene, y temo que esa
facultad no puedo extirpártela a estas alturas. Eres un hombre de dieciséis
años ya, y deberías estar a punto de asegurar tu porvenir junto a una dama que
te proteja, vista y alimente. En vez de ello, me dicen que recorres Ilici y sus
campos como un errático y alucinado espíritu maligno, en busca de modos de
incordiar hasta al mismísimo Consejo de Madres. Puesto que piensas, tendremos
que intentar que pienses bien y de acuerdo con tus conveniencias. ¿Estás
conforme?
Adín bajó los
ojos para asentir. Trataba de evitar que su abuela descubriera en su mirada la
hipocresía del sí.
-Lo primero es
buscarte un buen partido, para que tu porvenir se aclare. ¿Ninguna te ha
requerido yacijas? –Adín negó-. ¿Y alguna que te guste?
Adín asintió,
rojo de rubor.
-¿Quién es ella?
-Irsecel, la hija
de Madre Mayor Nespaiser, vuestra sucesora.
-¡Oh, no!
Involuntariamente,
Bastugitas apretó los labios, pero volvió la cabeza hacia el espléndido paisaje
que recortaba el cuadrado de la ventana. No deseaba que su nieto notase su
turbación. Adín había ido a poner los ojos en la Luna. ¿Por qué tenía que ser
todo tan complicado con ese muchacho?
Evocó el
día del relevo de su sucesora al frente del gobierno de Ilici, sólo un peldaño
por debajo del rango de la Gran Dama Reina y con mucho más poder efectivo que
nadie en el reino. Recordaba con claridad la indisimulada sonrisa de triunfo de
Nespaiser, entonces una joven dama insolente que llevaba tres años intrigando
en su contra en todas las reuniones del Consejo de Madres. La había odiado con
incontenibles impulsos asesinos, y estaba segura de que ella lo sabía, e
intuiría aún que llevaba quince años odiándola con igual encono. Aunque fingía
no oírlos y contenía la risa para que nadie pudiese murmurar que animaba las
lenguas de la perfidia, sabía que circulaban por Ilici toda clase de
chascarrillos sobre ambas, en los que Nespaiser era descrita habitualmente como
la Medusa que, en vez de petrificar, podía ser petrificada por la mirada de
Bastugitas. La vieja dama sonrió; en efecto, los grandes rodetes enjoyados del
aparatoso peinado de Nespaiser le habían parecido siempre una evocación exacta
de las serpientes que formaban el pelo de Medusa.
Tenía que pensar
rápido, o podía verse involucrada en un conflicto cuyo alcance no estaba en
estos momentos en condiciones de calcular.
-Escucha, Adín
–dijo, apeándose de los formulismos-. Estás metiéndote en un lío de
consecuencias tremendas y posiblemente muy peligrosas. Puesto que ya no puedo
evitar que pienses, debo, al menos, protegerte de ti mismo. Haremos algo que
será muy criticado en Ilici, pero no hay otra salida. Volverás a dormir aquí
durante esta temporada y me consultarás todos los días, antes de tomar a tontas
y a locas iniciativas tan perjudiciales para ti. Y olvida el plan de riego y
todas esas zarandajas.
IV
Había barrido la plaza ante su
casa. Se había bañado desnudo cuatro veces en el estanque masculino de un
rincón del llano, donde oficialmente ninguna dama iba pero todas espiaban disimuladamente;
para tal ocasión, Bastugitas le exigió que tratara de pensar en sus amores y
las fantasías eróticas más desenfrenadas para que, al quitarse la túnica, todo
resaltase más. Había realizado inifinidad de encomiendas y recados muy
indiscretos que, más bien, le correspondían a Beles, el criado mayor y, para
muchos, el amante más o menos oficial de la ex gran Dama. Había aceptado que
una de las amigas de Bastugitas, impertinente y sobona como una dama sin
consorte e insatisfecha, de cuarenta años, maquillase su rostro con afeites
egipcios, aunque a él no le agradaba ponerse esas máscaras de pintura en la
cara que el noventa por ciento de los hombres lucía. Aunque Bastugitas se
empeñara, él no necesitaba enamorar a ninguna ni provocar los deseos de nadie,
porque su corazón había optado ya hacía una infinidad de tiempo, desde que tuvo
la primera prueba de que su virilidad se había completado. El día que,
durmiendo, manchó generosamente el catre por vez primera, estaba completamente
seguro de que había soñado con Irsecel toda la noche.
De todas las cosas extrañas que le
había exigido hacer su abuela durante la semana que llevaba viviendo de nuevo
en su casa, Adín consideraba que la de hoy era la más rara de todas. Aunque
mencionar a la hija de Nespaiser era uno de los asuntos innumerables que le
había prohibido, acababa de ordenarle hacía pocos instantes que le pidiera
visitarla. Pero debía exigirle acudir a la casa con toda clase de precauciones,
disfraces y disimulos, de manera que nadie pudiera tener la ocurrencia de
correr ante la Madre Mayor a murmurarle que su hija Irsecel visitaba a
Bastugitas.
¿Cómo iba él a atreverse a exigir
nada a Irsecel? Para complacer a su abuela no tenía más salida que intentarlo;
aunque podía incurrir en osadía que tal vez la muchacha interpretase como
ofensa, encontraría el modo de que ella entendiera que debía comportarse con la
discreción que Bastugitas ponía como condición.
Le hizo una señal cuando Irsecel
salía de la academia de canto y oratoria, suplicándole con la mirada que le
siguiera; esa academia era otra barrera que se alzaba un poco más cada día
entre los dos, porque en ella únicamente estudiaban las damas de importancia
suprema, destinadas a ingresar algún día en el Consejo de Madres.
Irsacel compuso una mueca de
extrañeza, pero cayó en seguida en la cuenta de que él debía tener razones muy
poderosas para un acto tan grave de insolencia, que en determinadas
circunstancias podía ser castigado con azotes, públicamente, en la Plaza del
Sol abarrotada de gente.
Adín se puso en marcha sin mirar en
ningún momento hacia atrás. Doblada la primera esquina, se permitió una mirada
de reojo, para comprobar que, en efecto, Irsecel seguía sus pasos. Las pocas
veces que habían hablado siempre lo hacían en la primera revuelta del íber y no
lejos de la orilla, donde el bosque de encinas y zarzas era tan denso que pocos
se atrevían a recorrerlo. Pero Adín lo conocía hasta en los menores detalles,
porque ese territorio era uno de los fundamentales para su proyecto de acometida
de riego. Eran ya siete las veces que había conseguido que Irsecel aceptara
hablarle en ese lugar, a salvo de las miradas fisgonas de las correveidiles,
porque en Ilici eran los murmuradores como arietes capaces de derribar muros de
piedra. Supo que ella había comprendido a dónde se dirigía y por lo tanto ya no
volvió a mirar atrás. En realidad, se apresuró con objeto de ganar la máxima
distancia posible de la muchacha, para que nadie con quien se cruzara pudiera
relacionarlo con ella.
La esperó agachado tras una adelfa
cargada de capullos y flores fucsias a medio abrir. Cuando ella llegó, tuvo que
sobreponerse a su turbación. El corazón se le había desbocado, sudaba con
profusión y tenía la garganta seca. Se estiró la túnica para tratar de
disimular lo que ocurría. De acuerdo con las reglas y los convencionalismos, se
alzó, pero con la cabeza agachada, esperando que ella hablase primero.
-Te saludo, hijo de Umarbeles. ¿Qué
me pides?
La voz de Adín se rompía en
falsetes a causa de la sequedad que le producía en la garganta la cercanía de
Irsecel. Trató de sumergirse en su mirada, a ver si en el fondo del mar de sus
pupilas lograba descubrir un mínimo de correspondencia a lo que él sentía por
ella despierto y dormido, de día y de noche, cerca y lejos. Pero la muchacha
estaba siendo educada con rigor en todas las disciplinas que debía dominar una
gran dama ilicitana, y la primera, el arte del hieratismo. No resultaba de buen
tono que una dama de alcurnia dejase traslucir sus emociones. Por lo tanto,
Adín notó con desolación que no había en el fondo de ese mar un fulgor que
iluminase las sombras de su ánimo.
Con exquisito cuidado, y usando
todos los recursos retóricos que había aprendido de su abuela, le contó el
requerimiento de Bastugitas y la exigencia de embozos y disimulos. Empleó todos
los detalles que consiguió recordar, resaltándolos a fin de conseguir
convencerla, pero no habló de la razón que, con toda lógica, debía de motivar
la petición.
-¿No te ha dicho qué me quiere?
-No, Irsecel. Te suplico perdón por
mi ignorancia y mi descuido, al no preguntárselo como debí hacer. Sólo me ha
dicho que desea hablar contigo.
La muchacha recorrió con los ojos
la figura de su interlocutor de abajo arriba. Involuntariamente, fijó la mirada
en su inflada entrepierna un instante más de lo discreto. Luego, remontó el
torso como si pudiera acariciarlo. Sentía los primeros deseos de su corta vida,
pero nadie iba a notarlo, y mucho menos él, a pesar de que el impulso de
echársele encima era casi incontenible..
-Bien –respondió-. Dile que mañana
me honrará visitar su casa a la hora del sol alto. Tú no puedes estar en la
casa. Todo lo contrario. Debes festejar, cantar y hacerte notar por la Plaza
del Sol y los ardedores, de manera que todas se den cuenta de te encuentras
lejos de mí.
Bastugitas examinó a la joven dama.
Tenía mucha suerte. Con un poco de esfuerzo, podría lograr no parecerse nunca a
la arpía de su madre.
Hubo de reconocer que se trataba de una joven hermosísima, con una
melena castaña dorada por el sol que rebasaba su cintura, ojos del color del
mar, boca trazada con la