miércoles, 15 de junio de 2011

REGRESO A ILICI. Entregas número 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29 Y 30

Aquí publicaré las últimas 11 entregas


REGRESO A ILICI

ENTREGA VIGÉSIMA 15-VI-2011


LXVI
La primera luna del verano estaba a punto de morir y cada día le apenaba más continuar sin noticias de Adín.
Irsecel y sus tres servidores recorrían el litoral, siempre hacia el norte, a lo largo del cual se alternaban las pequeñas aldeas iberas de toda la vida con los pretenciosos pero hermosos asentamientos griegos, más algún posicionamiento cartaginés; éstos, habitualmente en lugares de difícil acceso. Directa o indirectamente, en todos ellos observó que no regían clanes matriarcales sino gobernantes varones, inclusive en los pueblos iberos. Acudieron a su memoria las quejas de Adín contra el matriarcado; en la costa, sus compatriotas, mayoritariamente varones, abrazaban con entusiasmo las corrientes y costumbres llegadas con los extranjeros.
Anibelser se ausentaba siempre que acampaban cerca de un poblado griego y, ocasionalmente, también en los demás casos. Siempre se ponía su velo de tela negra y se marchaba sin dar explicaciones. Tampoco las daba a su regreso, ni su esposo le preguntaba nada.
Había algo que tanto Orison como Sosi daban como sobreentendido sobre Anibelser, pero que Irsecel no lograba ni siquiera comprender a medias. La actitud de la mujer era tan dócil y servicial como la de toda la familia, y de su dedicación y diligencia no podía quejarse. Lo desasosegante eran sus ausencias no explicadas, que unidas a sus miradas y sus rictus ocasiones llegaban a producir escalofríos.
Avistaron un puerto que parecía más activo y próspero que los demás. También se encontraba junto a una laguna litoral, pero en terreno abierto. En el último recodo del camino, que bajaba una suave pendiente hacia el puerto, se toparon con un cobertizo donde numerosos hombres bebían con intenso jolgorio.
Irsecel le dijo a Orison:
-Por sus voces atronadoras y su carácter desenfrenado, estos hombres son marinos, sin duda. Y no parecen extranjeros, sino iberos. Vamos a sentarnos entre ellos; descansaremos y comeremos, pero yo no beberé ni hablaré en ningún momento. De mesa en mesa, finge interesarte por las costumbres culinarias locales pero dedícate a indagar sobre el joven varón cuyas características ya te he descrito mil veces. Si te preguntan quién soy, respóndeles que el hijo del rey de un país lejano y si quieren saber quién eres, di que no sabes describir en nuestra lengua el cargo que ostentas en ese reino.
Oyendo las órdenes de Irsecel, Anibelser se cubrió con el velo negro y casi corrió en dirección a la aldea.
Vadeó todos los charcos y lagunetas y se dirigió a una casa después de examinarlas atentamente a todas. Esa, en concreto, le satisfizo, y llamó. Le abrió una mujer muy vieja que asintió jmirándola muy frente a frente. La puerta se cerró tras las dos y todo siguió en silencio.
La casa no presentaba diferencias con las demás. Muros que más eran amontonamientos desordenados de piedras y techos de bálago y ramas de castaño. Pero tenía dos ventanas, lo que resultaba algo insólito en relación con las demás. Ventanas, cuando las otras casas sólo teníanuna boca de entrada, sin puerta siquiera. Además, había una especie de peroles colgados de tales ventanas, peroles llenos de tierra donde crecían distintas hierbas, de especies algo raras.
Mientras, el jolgorío incitante continuaba en la parte alta del pueblo. No parecía haber más parroquianos que hombres, hombres muy soeces y escandalosos, pero la muchacha entró junto a padre e hija y se sentaron en un lugar algo apartado de la algarabía.
En todas las mesas se consumía pescado y en ninguna los animales que eran la base alimenticia de Ilici. También en todas se bebía con desmesura. La mayoría miraban con descaro a los miembros de la comitiva, tan fastuosamente vestidos que llamaban la atención. Sobre todo, miraban a Irsecel.
Mientras ésta fingía sordera o incapacidad de entender a cuantos se acercaron a hablarle, seguía con los ojos el recorrido de Orison de mesa en mesa. Por ello, notó que junto al cuarto grupo al que preguntó se producía un pequeño revuelo.
Un hombre se alzó de su asiento como impulsado por un resorte. No parecía enojado, más bien intrigado. Moreno de sol y bronco como todos los marinos, tenía sin embargo mayor prestancia y vestía algo más decentemente. Se acercó con prisas e impaciencia a la mesa ocupada por Irsecel, que permaneció tan inmóvil y, aparentemente, tan ajena a cuanto le rodeaba como desde que llegaran.
-Salud, extranjero. ¿Estás buscando al muchacho de Ilici?
Irsecel fingió no haber oído.
-¿Quién eres, señor, y qué quieres de ese joven prodigioso? –insistió el marino.
Orison se acercó apresuradamente.
-Disculpa, amigo. Mi príncipe no conoce tu lengua. Busca a ese joven porque necesita un intérprete para que le acompañe a visitar a todos los reyes de estas tierras, y le han dicho que él cumplirá ese papel a las mil maravillas.
-¡Ya lo creo que lo haría! Es el marinero más sabihondo de todos estos puertos. Pero no aceptará la oferta, porque trabaja para mí y vive felizmente. Y es feliz no por lo que le pago, que es mucho más de lo que gana cualquier marinero, sino porque yo acepté financiar sus inventos. En un año, ha revolucionado el arte de la pesca y está a punto de revolucionar el de la navegación. Pronto llegará a ser un hombre famoso por su saber y vendrán de todos los confines del mar a aprender de él y copiar sus maravillas, sobre todo sus artes de pesca en serie. Jamás abandonará este puerto.
Sin mover ni un solo músculo de la cara, Irsecel tenía ganas de sonreír. No podían caberle dudas; había encontrado a Adín. Ningún otro podía ser el que describía el próspero patrón de barco. Su corazón se aceleró de modo insoportable.
¿Acabaría aquí su aventura?
Porque si Adín se negaba a abandonar el lugar, ella también se quedaría.


















LXVII
-Dice, señor, que tiene el pálpito de haberos visto antes –informó Orison-. Ruega que le perdonéis la insolencia de decíroslo, pero es que se siente profundamente conmovido a causa de que algo de vos le hace recordar a una persona que amó.
Tras superar con mucha dificultad su propia incapacidad de articular palabra, Irsecel lo había advertido sin ninguna duda en los ojos de él, a pesar de que la situación era absurda. Y se hartaría de reír cualquiera que la presenciara sin sentir en su corazón la tempestad que tanto ella como Adín estaban experimentando. Orison hablaba muy lentamente, arrastrando las sílabas una a una como si tradujera las palabras de Adín para los oídos de Irsecel, pero lo hacía en la misma lengua de los iberos que el muchacho había utilizado. Vestida muy pomposamente de príncipe extranjero, ella se encontraba aupada en un sitial pergeñado la noche anterior por sus tres acompañantes, que habían cubierto con ricas telas, producto del robo en casa de Arranes, un tosco banco de pino encaramado encima de un arcón.
En frente Adín, de pie, mirándola con ojos febriles, alucinado, sin esforzarse lo más mínimo por embozar sus emociones. Mucho más bello de lo que lo recordaba, había crecido y, al mismo tiempo, adelgazado. La robusta redondez adolescente se había desgranado en miembros finos y fibrosos. Lucía un delicado bozo castaño sobre el labio y una suave pelusa le ensombrecía el mentón, pero resultaba obvio que nunca llegaría a crecerle la barba recia que agrisaba de modo repugnante el rostro de los cartagineses. Sus hombros temblaban ligeramente y se retorcía las manos, como si tratara de evitar lanzarse a abrazarla. Era la imagen más expresiva del varón espontáneo que no sabía fingir.
La muchacha se dijo que, en buena medida, ambos confirmaban la educación ilicitana que habían recibido; ella, comportándose como una dama dominadora, capaz del mayor de los hieratismos y el más frío autocontrol; él, dejando aflorar sin rubor sus impulsos y sentimientos.
Según la misma educación recibida, debería despreciarlo, pero lo que llenaba su pecho y le producía ahogo era tan formidable, que ya había perdido definitivamente el derecho a ser una dama del Consejo. Nunca llegaría a cumplir el destino que fuera suyo desde la niñez, y la verdad era que no le importaba un comino.
En esos instantes llegó Anibelser, de vuelta de una de sus misteriosas visitas a la misma casucha del puerto del primer día. Al descubrir que había un visitante pareció alarmarse y perioció a punto de salir de nuevo, deprisa; pero permaneció con una expresión que Adín hubiera descrito como hostil si la hubiera mirado, aunque sólo tenía ojos para el rostro del príncipe extranjero. Anibelser mirócon fijeza al extraño que se inclinaba ligeramente ante su señor y se embozó un poco más en el velo de negro, como si pretendiera ocultar su rostro. Sin dejar de observar a Adín, fue hacia un rincón discreto donde, medio oculta para los otros tres, asistió al resto de la escena.
Orison, casi en genuflexión, arrastraba las palabras de aquel modo desternillante cada vez que acercaba el oído a sus labios para que ella le hablase en susurros, y después, repitiendo como el eco las palabras del muchacho.
Irsecel se dijo que si Adín no detectaba el absurdo y no se enfurecía por lo que debería parecerle burla, tenía que ser por la emoción arrebatadora que lo dominaba. De acuerdo con lo que observaba, esa emoción estaba a punto de hacerle perder el sentido, pero bastaría con que el sentimiento fuese, al menos, lo mitad de fuerte que lo era el suyo para que su entendimiento se nublara. Ella había conseguido reprimir el impulso de echarse en sus brazos y no sollozar gracias a la comicidad de las falsas traducciones de Orison. La última frase la había rematado del modo más inverosímil: reeee… corr…. dar…. uuuu… naaaa…. peeeeeer… son… aaaaaaaa… queeee… a…. moóo.
En respuesta, Irsecel negó suavemente con la cabeza.
-No lo has podido ver nunca, joven descarado–dijo Orison a Adín. Ésta es la primera vez en su vida que mi príncipe visita este país.
Por primera vez desde que emprendiera la aventura, Irsecel sentía gran incertidumbre y vacilaciones, que Nespaiser consideraría impropias de su alcurnia. Deseaba tanto retomar la relación de Adín en el punto donde había quedado un año antes, que ansiaba desvelarse sin demora como la muchacha enamorada que era.
Pero los últimos días en Ilici él se había mostrado muy huraño, lo que le inclinaba a posponer la confesión al menos unos momentos, hasta tener las ideas claras. ¿Y si la humillaba con un rechazo después de haber penado tanto en su busca? Por otro lado, si no se identificaba y él rehusaba su oferta de extravagante príncipe extranjero, tendría que permanecer en ese puerto, comprar una casa y esperar los años que hicieran falta hasta poder convencerlo de su amor.
De tener que hacerlo de este modo, era mejor representar ser hombre, para afrontar de la manera más conveniente y menos peligrosa la dura y áspera vida de los puertos, preponderantemente masculina. ¿Podía desvelar a Adín su identidad sin estar segura de sus sentimientos? El recuento de los últimos encuentros del año anterior la hizo sufrir. Quizá había dejado de amarla entonces y ahora añoraba tan sólo el narcisismo adolescente de haberla amado.
-Di a tu príncipe –continuó Adín con voz muy ronca, que parecía emerger directamente de su pecho- que me conmociona tanto lo me hace recordar a otra persona, que tal vez acepte su oferta. Esa persona me hirió de muerte porque me traicionó de la peor de las maneras y debería odiar su recuerdo. Ella me rompió el corazón y me obligó a dejar de creer para siempre en el amor y la amistad. Por lo tanto, lo razonable sería desechar todo aquello que me haga pensar en tan pérfida mujer, pero no puedo evitarlo porque a pesar de su traición, mi corazón llora por ella.
Irsecel cayó en el desconcierto. No comprendía de qué traición hablaba Adín, aunque lo que decía explicaba su conducta de los últimos días en Ilici.
-Entonces, ¿aceptarás la oferta de mi señor? –preguntó Orison.
-Pero no para siempre –respondió Adín con los ojos bajos, como si tratara de evitar que el importante extranjero descubriese que estaban húmedos-. Le serviría una temporada corta, pero imponiendo ciertas condiciones.
Como no había asistido al principio de la negociación, Anibelser no imaginaba para qué necesitaba Irsecel a ese hombre. Tener que aceptar a diario la presencia de Adín iba a resultarle una cvarga difícil. Había en su rostro y en sus ojos una profundidad de conocimiento que le convertían en temible. Él sabría lo que ella era en cuanto la mirase, aunque ahora no pareciera tener ojos más que para el supuesto príncipe extranjero sentado en su trono. Se preguntó cuál sería la estrategia que debía seguir una vez que se hubiera integrado en el equipo. Para ella resultaba fundamental que no pudiera descubrir nada y, por ello, estudiaría la manera de desorientarlo. Tal vez mediante afeites muy exagerados y grandes cantidades de hollín en sus párpados.
En la mente de Irsecel pesaba una conmoción nueva, tan fuerte como todas las demás que llevaban tanto rato encogiéndole el corazón. Adín creía que lo había traicionado, pero su memoria no conseguía recuperar un acontecimiento concreto que pudiera haber originado esa convicción que ella consideraba tan infundada. Había tomado la iniciativa de los últimos encuentros en el íber solamente para ayudarle. No comprendía la acusación, a no ser que él tuviera ojos en todos los rincones de Ilici. Necesitaba tiempo para averiguar la verdad y, entre tanto, todo permanecería con las apariencias presentes. Seguiría siendo para él un príncipe extranjero hasta sonsacarle para que desvelase un cabo del enredo sin darse cuenta. Hizo una señal a Orison, ordenándole acercarse para hablarle al oído.
-¿Cuáles condiciones, joven? –repitió Orison la pregunta de Irsecel.
-Que no sea Ilici uno de los reinos donde haya de servirle de intérprete. Ni la ciudadela de un monstruo llamado Arranes.
Orison notó el leve asentimiento de Irsecel, pero de todos modos llevó a cabo la traducción que no lo era, vocalizando las palabras con la lentitud de un idiota.
-Y dile también que la añoranza de la muchacha que él tanto me recuerda, me rompe el corazón, y que por ello me permita mirarlo sin cesar, porque así, reviviendo su maldad y su perfidia, no correré como un loco en busca de los brazos de la que amé. Y ruega de mi parte a tu señor que no vuelva la cabeza en otra dirección ni evite que sus ojos se crucen con los míos.
Realmente, Irsecel estaba haciendo lo que Adín decía. No podía resistir mirarlo cara a cara sin lanzarse a sus brazos.
















LXVIII
Había reanudado su vida y el trabajo en el taller de manera tan natural, que Istolacio olvidaba en ocasiones que había vivido muy feliz en Malaka y no pensaba quedarse en Ilici. La estancia era provisional, pero no siempre lo tenía presente.
Mediaba el reinado del Sol de la estación cálida. El panorama que se veía desde la ventana era de una hermosura serena y perezosa, muy distinta de los vivos contrastes y el bullicio de Malaka. Inspiró hondo. Le complacía recrearse con los colores y olores de su niñez, pero mantenía la intención de volver cuanto antes al sur, aunque no pensara todo el tiempo en ello.
Sólo había aceptado hablar de la exigencia de Nespaiser tras lograr que ella y las demás madres bajasen el tono imperativo; o sea, cuando la exigencia se convirtió en petición. Entonces, él detalló sus reivindicaciones. La principal, que sólo volvería a trabajar para los enterramientos si le permitían dedicar la mitad de su tiempo y algunos bloques a esculpir las imágenes que bullían en su cabeza.
En un ambiente donde la tensión parecía casi sólida después de oírle, Nespaser le ordenó que saliera a la plaza y esperase ante la puerta del Consejo. Mientras aguardaba, temía que en cualquier momento pudiera salir una de las generalas para expulsarlo al destierro o que llamara a la guardia mandando prenderlo y conducirlo a una mazmorra, a la espera del peor de los castigos. Para un varón que incurriera en el grado de insolencia ante el Consejo al que él había llegado, no había en Ilici más que un castigo imaginable: el degüello.
Cuando escuchó el sí no salía de su asombro. Pese a la resistencia del Gran Consejo de Madres, notable por lo mucho que habían durado las deliberaciones, sus condiciones fueron aceptadas con el único requisito de que los cuatro enterramientos inacabados quedasen completos antes de la llegada del otoño, lo que ahora, con la experiencia y habilidad adquiridas en Malaka, lo consideraba muy fácil.
Así, durante la media luna que llevaba en Ilici había establecido un programa de trabajo muy estricto. Las mañanas eran suyas, y no aceptaba visitas ni interrupciones por ningún motivo. Sólo por la tarde esculpía las imágenes que faltaban en las tumbas, cuando el calor inclinaba al remoloneo y su mente dejaba de pensar con agudeza y fantasía. En tales condiciones podía esculpir de manera mecánica los exvotos y los toscos símbolos de toda la vida.
Ahora, con el aire fresco de la mañana, esculpía febrilmente aplicando todo lo aprendido de Praxíteles y la habilidad acumulada por la práctica después del retorno del maestro a Atenas. Nunca había hecho nada más bello ni tan complicado y difícil. Una esfinge que se negaba a que nadie viese hasta que no estuviera acabada, y tampoco entonces creía conveniente exhibirla. Se trataba de un león alado con cabeza de varón, lo que constituía su principal desafío a las normas y los convencionalismos. Pero no lo hacía como reto, sino porque le parecía que el poder que atribuía el mito a la esfinge lo representaría mejor el poderío físico y las proporciones cuadrangulares de un hombre que la delicadeza de una dama. Para cubrir las apariencias y no ser castigado si alguien encontraba algo irreverente en esa obra, había situado entre las garras de la esfinge, y bajo su mentón, a la diosa griega Deméter, que Praxíteles le había explicado que era una deidad en la que se resumían los antiguos cultos de las diosas madre. Si le sorprendían las cotillas, pensaba decir que había ido esculpiendo sin plan, según brotaban las formas de la piedra. Si le preguntaba inquisitivamente el Consejo informado por los espías, diría que era una representación de Isbel protegida por un centinela titánico.
-La dama Bastugitas desea saber si tienes cuanto precisas –dijo Beles entrando confianzudamente en el taller, de improviso y sin saludar.
Istolacio se apresuró a cubrir la esfinge con un paño y su cuerpo. Inspiró hondo para reprimir la exclamación desabrida que sentía impulso de soltar, y dijo:
-Respóndele que sí, aunque no sea del todo verdad. Y dile también que la Madre Mayor manda preguntar lo mismo dos veces todos los días.
-¿Por qué no es del todo verdad? Mi ama desea saberlo, porque prefiere que todas tus necesidades estén satisfechas antes de venir a visitarte esta tarde, ya que en su conversación contigo sólo desea tratar de lo que debe preguntarte y no del taller ni de tus esculturas. Te ruego, Istolacio, que me lo digas, para que no me premie con demasiados azotes hoy. En cuanto detalles tus exigencias, correré a satisfacerlas con largura antes de que mi ama llegue.
Istolacio sonrió. ¿Cuántos años podía tener Beles? Sin duda, más que Bastugitas. Un viejo reseco y arrugado que debía de llevar media vida sin recibir castigos físicos, pero tal peligro figuraba siempre entre sus excusas. ¿Cuánto sabría, cuánto habría visto, llevando al menos cincuenta años bajo la sombra de Bastugitas?
-No es nada material lo que me falta, Beles. Lo que preciso, además de lo que tengo, no puede dármelo tu ama ni el Gran Consejo de Madres en pleno. Di a la gran dama Bastugitas que aguardaré su visita con ansia.
La esperaba acompañada de un cortejo con mucha pompa. Por ello, cuando la vio llegar no creyó al pronto que fuese ella. Acudía tan sólo con su dama de confianza y Beles. Los criados portaban un cesto cada uno. Ni silla gestatoria ni guardia. Istolacio se emocionó, porque acudía a su taller con la sencillez con que las damas de Ilici visitaban a una amiga.
-Me han dicho que enloqueciste por los higos de Malaka –dijo la vieja dama tras los saludos-. Creo que éstos de mi huerto te gustarán tanto como aquéllos.
-Se me advirtió esta mañana de que no venís a hablar de mi trabajo. ¿De qué, entonces?
-Eras el mejor amigo del hijo de Umarbeles…
-Sí. No podéis imaginar cuánto siento su ausencia. Sufrí mucho cuando lo supe.
-¿No estás engañándome?
-No comprendo vuestra pregunta, gran dama. ¿Por qué habría de engañaros?
-Tras la huida de mi… nieto, corrió por Ilici el bulo de que había ido en tu busca.
-Lamentablemente, no fue así. Creed que me habría satisfecho grandemente su compañía. ¿Teméis por su suerte?
Bastugitas asintió, pero no permitió que su cara trasluciera la tristeza que esa pregunta le había causado. Para sobreponerse, comentó:
-El año que has pasado ausente te ha valido para convertirte en un hombre muy fornido y atractivo. Desde que regresaste, la comidilla general asegura que eres el varón más apetecible de Ilici, aunque en mi opinión ya lo eras antes de marcharte. Ayer me decía la dama Ilurtibis que la mayoría de las damas en edad de tomar consorte suspiran por ti. ¿No deseas ser tomado?
Istolacio tardó unos instantes en responder. Adín habría reaccionado con enojo por la forma de la pregunta, que implicaba el sometimiento y la pasividad que se esperaba de un hombre en Ilici. Él no deseaba ser tomado, sino formar pareja algún día en pie de igualdad.
-No, gran dama. He cumplido veinticinco años. Todavía hay algún tiempo.
-¿No sentirías una emoción… especial por Adín, hijo de mi hija Umarbeles?
Istolacio tardó en percibir la maliciosidad de la pregunta.
-El hijo de vuestra hija era para mí como un hermano, gran dama. Sentía de veras emociones muy especiales por él y por sus maravillosas ideas. Pero temo que ninguna de ellas se parecía a la que, tal vez, os han maliciado.
Bastugitas sonrió. Era tan frecuente y natural la afición por los jóvenes efebos entre los consortes peor tratados por sus damas, que nadie habría encontrado nada malo en que


ENTREGA VIGESIMOPRIMERA 16-VI-2011

Istolacio se hubiera dejado enredar por la belleza casi extra terrenal de Adin, a pesar de lo que afirmaban sus informes sobre las cotidianas visitas nocturnas al taller de la mitad de la aristocracia ilicitana. Sabía que sus características físicas y las dimensiones de sus atributos habían vuelto a convertirse en uno de los temas favoritos de conversación entre las damas más distinguidas en las reuniones sociales.
Dado que estaba sentada de modo que pudiera vigilar la puerta, tal como se acomodaba habitualmente en su salón, descubrió antes que el escultor la llegada de otra visita. Los espías habían sido muy diligentes y Nespaiser se apresuraba a reunirse con ellos para no perder puntada.
-Oh, gran dama Bastugitas -exclamó Nespaiser con cinismo-, ignoraba que hubieseis tenido también la idea de esta visita.
Había dicho “también”, la muy perra. Las damas más insignificantes que conocía Bastugitas y que más despreciaba, sufrían por el temor a ser despellejadas vivas por sus amigas si estaban ausentes en cualquier reunión; por eso, en todos los saraos trataban de ser siempre las últimas en marcharse. Sabía que la obsesión mediocre de impedir que nada escapase a su control, había hecho que Nespaiser corriese hacia el taller como una demente. Tal vez había interrumpido para ello una sesión del Consejo.
-Cuéntame, escultor –dijo la Madre Mayor tras acomodarse muy ceremoniosamente, procurando que su cabeza quedase más alta que la de Bastugitas-; ¿por casualidad no habrás tenido noticias de mi hija Irsecel, por las confidencias de un amigo?
Bastugitas estuvo a punto de soltar una maldición, por la malévola insinuación de la pregunta.
-¡Isbel lo hubiera permitido! –oró Istolacio-. ¿De veras sospecháis, gran dama, que puede haberse reunido con el hijo de Umarbeles?
-¿Por qué otro motivo iba a huir de mí? –preguntó Nespaiser.
Bastugitas pensó que seguramente tendría millares y millares. Pobre damita, tan lista y bella, la mala fortuna que había tenido al asignarle la naturaleza una madre así.
-La intuición me dice que ni huyeron juntos ni lo están ahora –aseguró Istolacio-. Mi impresión es que Adín huyó por motivos muy concretos y circunstanciales, como sin duda vos, Madre Mayor, supondréis, puesto que tenían que ver con las determinaciones del Consejo. Por su parte, Irsecel es la joven dama más inteligente y con personalidad más definida de Ilici, y sabía lo suficiente de Adín para adivinar que no sería posible encontrarlo. En mi opinión, el hijo de Umarbeles puede estar al otro lado del mar, mientras que la dama Irsecel no se habrá alejado de Ilici ni tres jornadas. Os aseguro, grandes damas, que si hubiesen conspirado para huir uno tras otro y encontrarse luego, yo tendría que haberlo sabido de antemano.
-¿Lo jurarías ante Isbel, escultor? –preguntó Nespairser, repentinamente muy seria.
-Sí, gran dama Madre Mayor. Lo juraría… si las damas del clan Siniestra Junta lo consienten.
Bastugitas estuvo a punto de soltar la carcajada. Era proverbial la ferocidad con que ese clan combatía las conductas religiosas que provenían de la tradición y no estaban reglamentadas por la ley. Cada vez que alguien pretendía honrar a Isbel por una promesa familiar o para agradecerle un favor, tenía que pasar el Gran Consejo de Madres varios días deliberando a causa de las objeciones que presentaban en cascada las dos madres de Siniestra Junta. Se dio cuenta de que Nespaiser no compartía su hilaridad.
-Bien –respondió la Madre Mayor al escultor-. Una días de estos…
En ese instante, llegó a la carrera una de las generalas. Se postró a los pies de Madre Mayor Nespaiser antes de decir con voz entrecortada:
-Perdonadme, gran dama. Los vigías han descubierto movimientos muy extraños en el bosque, por el sur.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Bastugitas. En seguida se mordió el labio, porque se había adelantado a Nespaiser. Giró la cabeza, a fin de no cruzar su mirada con la ira asesina que brotó de los ojos de la Madre Mayor.
La generala no volvió el rostro hacia la vieja dama. Sin alzarse aún de su postración, continuó mirando hacia Nespaiser e informó:
-Por el alboroto que se aprecia a lo lejos, da la impresión de que fuese un ejército muy poderoso y que viene a atacarnos.








LXIX
Emergida resplandeciente sobre la calima del amanecer que flotaba sobre la floresta salvaje, aupada sobre amarillentos barrancos verticales, y dominadora orgullosa de los contornos, la ciudadela era mayor y más impresionante que muchos reinos.
Todos los visitantes se lo decían, y ello complacía a Arranes hasta el frenesí. Eran muchas las cosas de las que podía ufanarse, pero la posición en un promontorio entre bosques había sido la más acertada de sus elecciones. Le enorgullecía mucho más por lo adecuado del baluarte y por haberlo descubierto él que por lo que sus constructores habían puesto encima.
Mas el orgullo estaría justificado en cualquier caso, aunque no se mencionara el acierto del emplazamiento.
Tal como había sabido ver Bastugitas con sólo una ojeada años atrás, la fortaleza era inexpugnable. Si se tenía en cuenta que las murallas se habían elevado diez codos desde aquella visita y que habían construido cuatro torreones nuevos, no se podía dudar en la actualidad de que ninguna fortificación conocida se le podía comparar.
Arranes sonrió, jactancioso. Desde la galería de las dependencias privadas, bajo los primeros rayos de sol podía abarcar de una ojeada toda la dimensión y magnificencia del bastión, en cuyo centro emergía altivo el alcázar donde vivía con su esposa y sus hijas como una familia real. Comprobó que los hombres estaban preparados y formados en la explanada más baja, situada junto a la única puerta, tal como ordenara la noche anterior.
Su oronda humanidad se contoneó con optimismo mezclado con el regusto ácido de la venganza inminente, mientras descendía varios centenares de escalones. Llegó a la explanada, ante la formación, afectando gran severidad y arrogancia, aunque su figura no inspiraba tales sentimientos; al contrario, se producían siempre algunas risitas a su paso, pero nadie se habría atrevido a reír abiertamente. Aceptó el informe del general y, a continuación, alzó la voz para pronunciar una arenga:
-Sois los hombres más fieros y mejor pertrechados del país. Ningún ejército de ningún reino ibero puede compararse con vosotros –en este punto, alzó la mirada hacia la galería superior del alcázar y sonrió a sus hijas-. No espero de vosotros nada que yo no haría. Marcharé a vuestro frente, para que el peligro me llegue a mí antes que a nadie. Pero habéis de saber que aquél que me falle, pobre de él y de su familia. No temáis causar mal a gente de vuestro mismo pueblo, porque el mal imperdonable que vamos a vengar lo hicieron ellos, pero aunque merecen la muerte, sólo vamos a darles un escarmiento. No quiero que sea demasiada la sangre que se derrame, mas alguna habéis de verter y no debéis penar por ello. Vuestra recompensa será la honra… y tres monedas de oro para cada uno.
Se produjo un ronco grito de júbilo emitido por trescientas gargantas y, a continuación sonaron vivas a Arranes y, más tarde, aclamaciones festivas a las gracias de toda su familia. El gran señor no advirtió, empero, ironía alguna cuando los soldados alabaron la belleza incomparable y la donosura de sus hijas. Cualquiera que repitiera en público la burla con que se las motejaba en voz baja, “albóndigas”, sería degollado.
Cuando el sol emergió del todo en el horizonte, sonaron las trompetas y se pusieron en movimiento.
Abrieron la marcha los cuatro generales y, detrás de ellos, Arranes, en un caballo enjaezado más para una visita cortesana que para el combate. El grueso del ejército era infantería, porque últimamente escaseaban los caballos en el país a causa de las incursiones cuatreras de los cartagineses. De cualquier modo, los infantes iban tan sobrecargados, que no habrían podido cabalgar; todos portaban falcata, lanza, arco y flechas, junto con las defensas de metal y cuero en brazos y piernas, la pesada protección redonda del pecho y un escudo mucho mayor al brazo, también redondo pero exclusivamente de metal.
Arranes escuchaba el tropel a sus espaldas y jadeaba de anticipación. Había contenido su sed de venganza demasiado tiempo. Los mensajes oficiales que le enviaban de Ilici habían sido siempre igual de falsos y mendaces, porque nadie con un mínimo de cordura podía dar a la desaparición casi simultánea de Adín e Irsecel otra interpretación que la más natural, que se amaban y habían sido ocultados por la todopoderosa Bastugitas, para poder romper el compromiso a que había llegado con su hija, sin arriesgarse a represalias que nadie dudaba que serían terribles.
Pero la culpa no era sólo de Bastugitas. En ese plan tan ofensivo para él, tenía que haber contado con la complicidad de Nespaiser y el Consejo de Madres. Toda la ciudad de Ilici era culpable, como demostraba sobradamente el mutismo general ante los vigilantes que había estado enviándoles, y por lo tanto el embustero y desleal pueblo de Ilici merecía ser castigado por ése y el delito de haber asaltado e incendiado su casa del puerto, que no podía ser obra más que de cualquiera de ellos, para distraer su rencor.
Llegados a una colina desde donde la mirada abarcaba Ilici, la llanura y todos los bosques circundantes, ordenó parar. Le dijo a su edecán:
-Manda descansar hasta la hora del sol declinante. Que sólo beban agua. Envía dos hombres a caballo, con orden de que recorran el perímetro completo de las murallas de Ilici. Que se aseguren de que nada ha cambiado en las defensas ni en el número de centinelas que recorren los adarves, en relación con los últimos informes.
El grueso del ejército remoloneó largo rato. Arranes permitió cierta relajación, porque no podía mandarles atacar agotados tras la penosa marcha de media jornada. No pretendía causar muchas bajas, sólo algunos varones de las murallas, tan poco importantes para las grandes damas. Pero tampoco deseaba que sufriera bajas su ejército, porque un guerrero ibero contra un guerrero ibero era la fórmula más letal que nadie podía imaginar en el mundo, como demostraban fehacientemente las sangrientas guerras civiles en que se habían enfrentado. Conociendo el grado sumo de la fiereza de los ilicitanos, sus hombres tenían que llegar ante las defensas fuertes, frescos y dispuestos a tumbarlas con sus propias manos si fuera necesario.
Mediaba la tarde cuando volvió la avanzadilla.
Uno de los hombres se mostraba muy agitado y, viéndolo gesticular con tantos aspavientos ante uno de los generales, Arranes ordenó que viniera a su presencia.
-¿Qué ocurre?
-Perdonad, señor, por mi atrevimiento, pero creo que no podemos avanzar sobre Ilici.
-¡Qué locura estás diciendo! –aulló más que preguntó Arranes.
-Señor, he visto que avanza otro ejército… casi tan grande y poderoso como el vuestro.
-¡Eso es imposible! –discrepó Arranes, con profundo escepticismo- ¿Qué otro ejército se atrevería a avanzar contra Ilici en estas tierras?
-Por sus armas y pintas, señor, yo diría que son cartagineses. Van medio desnudos, cubren sus cabezas con horrorosos cascos negros, corren como animales enloquecidos y llevan armas hasta en los dientes.
Tras un primer momento de perplejidad, Arranes sonrió levemente mientras reflexionaba:
“Ignoro por qué lo harán ni qué ofensa querrán vengar los cartagineses, pero ellos van a infligir a Ilici el castigo que yo me proponía asestarle. Que hagan ellos el trabajo sucio; así, sacaré sin riesgos mis réditos de los rescoldos de este fuego”.



LXX
Irsecel había conseguido mirarlo ocasionalmente a la cara, pero la férrea disciplina de su educación le estaba fallando, y tenía que desviar los ojos de Adín como si pudieran arder. De hecho, le ardían. Lágrimas furtivas que lograba embozar bajo la aparatosidad de sus ornamentos guerreros y fingiendo altanería para girar constantemente la cabeza en otra dirección.
Había mandado prepararse para viajar al sur con destino a la pequeña hacienda adquirida junto al peñón titánico, donde cavilaría el modo de justificar ante Adín el pretexto por el que lo había contratado. Frente a aquella esplendidez paisajística, maquinaría en qué supuestos reinos iba a necesitarlo. Qué clase de pretextos inventar para mantenerlo a su lado.
Cuanto estaban a punto de emprender viaje, prescindió de Orison como intérprete con el pretexto de los últimos preparativos y mandó llamar a Adín a su presencia. Simuló el acento extranjero que ya empleara durante meses con sus tres compañeros de partida y preguntó muy, muy despacio:
-Esa doncella que te hago recordar, ¿por qué no vas en su busca si tanto la amas? La experiencia me dicta que a veces nos equivocamos al interpretar ciertas apariencias.
Adín tragó saliva y compuso un ademán altanero, que en Ilici Irsecel jamás le habría tolerado.
-Señor, os ruego que me perdonéis por no responderos.
¡Qué hermoso era! Había alzado los hombros como si quisiera dejar claro que no estaba sometido al poder del príncipe extranjero, y al hacerlo su porte era tan digno como el de la más noble de las damas.
-¿Tanto te duele su recuerdo?
Adín cerró los ojos mientras negaba con la cabeza; dio la impresión de estar tragando acíbar. Tras la pausa, respondió:
-No es su recuerdo lo que me duele, sino la traición.
Irsecel estuvo a punto de denunciarse a causa de la sorpresa. Él consideraba que lo había traicionado, lo cual podía ser considerado verdad si se analizaban bajo el prisma de la lealtad todos sus actos de los últimos días juntoa él en Ilici. Pero una traición de la trascedencia que él daba la impresión de considerar, no conseguía recordar ningún acto suyo que pudiera haberlo llevado a esa conclusión. Preguntó:
-¿De qué modo lo hizo? ¿En cuáles circunstancias te traicionó?
Adín meditó un momento, preguntándose cuánta información de su pueblo tendría ese príncipe. Tal vez debía ponerle en antecedentes, pues de otro modo no entendería la explicación.
-Sabed, señor, que en el reino de Ilici, de donde soy natural, no son los hombres quienes gobiernan. En el mío y en casi todos los reinos de mi pueblo, las damas dirigen los asuntos públicos y los religiosos desde que tenemos memoria. Yo provengo del clan familiar más noble y, como mis padres murieron siendo muy pequeño, me ha educado mi abuela, que fue de joven Madre Mayor del Consejo. De manera espontánea y sin darse cuenta, ella me inculcó ambiciones y tendencias que en Ilici se consideran propias de las damas y no de los hombres. Fui educado, en realidad, como si hubiera de ser al madurar una gran dama gobernante. Pero tal cosa es completamente imposible. Mas, para mi desgracia y perdición, la educación recibida se desfogó en una imaginación creadora muy inquieta; no pasa un día sin que se me ocurran ideas nuevas para solucionar los problemas que veo a mi alrededor. Cuando comencé a sentir que Irsecel era la dama de quien deseaba ser… no su consorte, sino su compañero…; cuando mi pecho se llenó de latidos provocados por ella, yo tenía ya una bien ganada fama de insolente, pretencioso y alocado, por lo que me sentí siempre en desventaja. Sin embargo, barruntaba que ella sentía por mí lo mismo que yo por ella. Y creció en mi cabeza la idea peregrina de que si ganaba prestigio gracias a inventos que contribuyesen a la prosperidad y la comodidad del pueblo de Ilici, ella me amaría como hombre y no solamente como un simple consorte procreador. Mas, para mayor desgracia, sabed que la madre de Irsecel es en la actualidad la Madre Mayor del Consejo, y es, por tanto, quien podía autorizar o prohibir que yo pusiera en práctica mi invento.
-¿Esa fue la traición de la que hablas?
-¡Oh, no! Ese día fue cuando comenzó mi tormento. Fui castigado sólo por inventar el modo de llevar a nuestros huertos el agua para el riego, sin necesidad de que los hombres la transportasen. Pero el sudor de lo varones no preocupa mucho a las damas de Ilici. Me humillaron públicamente por mi osadía y me castigaron con un destierro provisional. Durante el tiempo que permanecí exiliado en el bosque, desnudo y sin armas, fue cuando se gestó la traición. Ignoro cómo ocurrió, pero así fue. Tengo… tenía un gran amigo, el único amigo, que es algo mayor que yo; un hombre que atrae mucho a las damas, quienes pugnan por entrar en su lecho, tanto por sus dotes físicas como por su arte. Se llama Istolalcio y es el artista más grande que conozco. Claro, que también es el artista más grande que conocen todos en Ilici y, por supuesto, Isercel. Ella, deslumbrada, debía de amarlo secretamente; mientras fingía interés por mí, estaba utilizándome, en realidad, como medio para intimar con él. Mi tragedia fue que cuando más desconsolado estaba por mis dificultades con el Consejo de Madres, descubrí que Isercel había yacido una tarde con Istolacio, que sin duda no fue la primera ni la única, porque multitud de signos en el recuerdo me hacen suponerlo..
Isercel estuvo a punto de traicionarse con un grito, como estallido del estupor que sentía. Tratando de serenarse y darse tiempo para encajar el relato, dijo:
-Deduzco, por lo que cuentas, que los hombres de tu ciudad no se sienten a gusto con el papel que se les asigna.
-En general, no es así, señor. La mayoría son zánganos conformistas, que despilfarran fuerza e inteligencia en tareas domésticas y en labores propias de animales. Pero los que han recibido cierta educación y han desarrollado la facultad de pensar, querrían disfrutar de mayor igualdad con las damas.
-Entonces, ¿por qué no has tratado de poner en marcha una revolución, agrupando las inquietudes de todos los hombres?
A Adín se le desorbitaron los ojos. Sonrió con amargura.
-Tal cosa, señor, tal vez fuera posible dentro de diez o quince generaciones. En las circunstancias actuales, cualquier intento así sería sofocado en un instante.
Aunque conociera bien el descontento de Adín con su condición de varón y futuro consorte sometido, a Irsecel le chocaba que ese descontento lo compartieran más hombres de Ilici, aunque se tratase una minoría. Nunca había pensado que ello fuese posible.
-No veo la relación entre todo eso y la traición de tu amada.
-Ved, señor, que las damas de Ilici son educadas en la convicción de su absoluta superioridad sobre los hombres, lo que incluye el uso de sus cuerpos como si de un objeto se tratase. Los varones somos poco más que eso, criados, objetos de placer y procreadores. Por consiguiente, es posible que Isercel no se sienta pérfida por haber yacido con Istolacio; seguramente, creerá que era un asunto sin importancia. Pero para mí sí la tiene, porque es indispensable que ella reconozca que soy tan capaz como cualquier dama y que tengo los mismos derechos. Y el principal de todos, el derecho a ser respetado.
Irsecel asintió involuntariamente. Nunca se le había pasado por la imaginación la idea de usar el cuerpo de Istolacio, pero algo había ocurrido para que Adín creyese que así había sido. ¿Qué le convenía hacer ahora? ¿Bastaría su negación de ese suceso para que Adín la creyese? ¿Debería, mejor, encontrar el modo de convencerlo para que no le cupiesen dudas?
-En el fondo –añadió Adín con voz ronca-, siento tanto dolor en el pecho por su recuerdo, que me digo muchas veces que debería transigir con ella. En Ilici es natural que una dama procure placer con cualquier varón que le apetezca aunque haya tomado consorte, sin que éste tenga derecho a quejarse. Tal vez debiera aceptar yo que ése es mi destino, y correr a sus brazos sin rencor ni reproches.
Irsecel estaba a punto de llorar. ¿Tan poderosa era esa indignidad llamada amor? ¿Tanto era él capaz de perdonarle? Decididamente, ella iba a abjurar de la tradición ilicitana, la educación recibida de Nespaiser y cuantos valores había considerado inmutables toda la vida. Amaba a Adín y no se avergonzaba ni se avergonzaría jamás de amar, por mucho que se lo recriminaran Nespaiser y el Consejo, porque el amor de él era lo más grande y generoso que había conocido en toda su vida.
-Tendrías que hablar con ella, Adín. Las palabras son puertas sobre el infinito y luz sobre las tinieblas. Es posible que todo sea mucho más luminoso de lo que tú crees y que ella no te exija que te muestres tan comprensivo ni espere de ti que seas tan manso.
Adín miró al supuesto príncipe extranjero con ojos penetrantes. El parecido de su rostro con el de Irsecel era indudable, pero lo más soprendente es que alguien educado en la preponderancia de los hombres sobre las mujeres pudiera solidarizarse con la dama mentirosa y aleve.
-Decid bien, señor. Debo hablar con ella cuanto antes. Las palabras no sólo esparcen luz sobre las dudas, también son clavos para colgar las ideas, tal como lo demuestran las vuestras. Seguiré el consejo y en cuanto me liberéis, correré en su busca.
-Estás liberado, Adín –dijo Irsecel dejando de lado el acento simulado y hablando de modo natural, mientras se despojaba de los ornamentos principescos.
Contemplar la mezcla de exaltación, estupor, felicidad y llanto que emergió en el rostro de Adín estuvo a punto de hacerla reír, si sus labios no hubieran clausurado los suyos con un beso.
Escondida en un rincón donde no podía ser descubierta, con el manto negro echado sobvre la cabeza, Anibelser había presenciado toda la escena. No le enfadaba que dos hombres se abrazasen y besasen de modo tan apasionado. Lo malo era que la pobre Sosi podía sufrir si se enteraba. Intentó un encantamiento que pudiera desatar el anudamiento entre Irsecel y Adín, pero no funcionó. Entonces, decidió ocultar a Sosi lo que ocurría y procurar urgentemente que encontrase un sustituto para sus ambiciones y sus pasiones.
LXXI
La imagen de Isbel venerada en el tempo de Ilici había ardido junto con todo el rico ajuar de la diosa, mantos, tocados y cabello natural que representaba ser el suyo. Las joyas y los exvotos de marfil, oro y de otros metales, habían sido expoliados. Además de los graves daños y perjuicios, la tragedia se había abatido como un torrente de dolor sobre seis hogares.
Bastugitas movió la cabeza mientras leía el breve informe de Nespiser con una tristeza que no se sentía capaz de soportar a su edad. Seis damas jóvenes habían secuestrado los cartagineses, después de pasearse del modo más soez e insultante por todos los rincones de la ciudad y ofender con sus cuerpos a muchas otras damas, jóvenes y viejas. Once varones habían muerto y muchas techumbres habían ardido.
Y lo más indignante: al abandonar la ciudad, los salvajes africanos habían dejado una tabla llena de signos clavada a la puerta del Gran Consejo de Madres, justificando sus razones, lo que representaba una rareza más, entre tantas otras de cuanto había ocurrido durante el asalto.
Lo habían grabado en varios sistemas de escritura, el púnico, el ibero y el sánscrito, para que nadie pudiera alegar desconocimiento. Decían que tras sufrir asaltos durante un año, por parte de un grupo de salvajes capitaneados por quien habían sabido que era una mujer natural de Ilici, actuaban impulsados por su honor y dignidad. Se vengaban llevándose a seis damas y volverían a vengarse con mucha mayor crueldad, y arrasarían la ciudad si alguien intentaba nuevas agresiones contra ellos.
-Tal vez se refieren a mi hija, gran dama –dijo Nespaiser.
-O tal vez no. Hace tiempo que se habla de esos asaltantes. Que en algún momento se comentara que el jefe era un niño pudiera tener que ver con Irsecel disfrazada, pero también hay que considerar la posibilidad de que el supuesto niño fuese el hijo de mi hija Umarbeles, que todavía es muy joven. Sólo tiene diecisiete años, y para los pastores y la ruda gente del bosque Adín puede parecer delicado y gentil más como un niño que como un hombre, a pesar de su altura.
-¿Y si fueran los dos, gran dama?
-Entonces, todo tendría más sentido.
-No comprendo.

ENTREGA VIGESIMO-SEGUNDA 17-VI-2011


Bastugitas cabeceó con algo de impaciencia, pues ante la situación de emergencia nacional que vivía Ilici, su máxima autoridad política continuaba demostrando sus graves deficiencias personales. Durante la media jornada que llevaban conversando, Nespaiser no había expresado ni una sola idea digna de tenerse en cuenta. Era el símbolo viviente de la política entendida como medio de vida. Nada en su personalidad ni en su carácter reflejaba la imaginación, el idealismo, las reacciones ágiles, la honradez, la integridad ni el coraje propio de un gran gobernante.
Respondió Bastugitas tras suspirar:
-Cobraría sentido porque los asaltos encadenados, en busca de fondos de supervivencia, y la relación consumada entre ellos, que aquí consideraban imposible, serían la justificación de lo prolongado de la ausencia de ambos. Nada de esto sería igual si anduviesen por separado. También tendría más sentido la forma agudísima de actuar el grupo, la disparidad de los rumores sobre quiénes lo forman, los ataques siempre a extranjeros y nunca a iberos y, sobre todo, que jamás atacasen a Beles disfrazado de cartaginés. Yo juraría con la mano en el fuego que Adín es capaz de reconocer a Beles bajo mil disfraces. Debo mandarlo de nuevo en su busca, sin disfrazar.
-Pero eso no nos devolverá a las seis raptadas –arguyó Nespaiser.
-Si Adín e Irsecel han sido capaces de hacer cuanto afirman los cartagineses –se apresuró a oponer Bastugitas-, también conseguirían vencerlos. ¿Qué planes proponen las madres del Consejo?
-Oh, gran dama. Esta mañana ha sido horrible, horroroso, horrísono. Temo que habrá que recurrir pronto al arbitraje de la Gran Dama Reina.
Esa posibilidad era realmente inaudita.
-¿Por qué?
-Las madres del clan Siniestra Junta…
-¿Qué? –la voz de Bastugitas sonó gutural, porque la mención de ese clan siempre le producía urticaria.
-Con muchas vueltas y revueltas, tanto Usarbael como Oricumel creen que no deberíamos usar la fuerza contra los africanos…
-¡Qué! –ahora, la voz de Bastugitas fue un grito rajado.
-Para ser sincera, gran dama, os aseguro que no entendí mucho de su discurso. Usarbael tiene un modo de hablar tan redicho y con tantos nudos de palabras que no vienen a cuento, que siempre tengo dificultad para sacar el grano de tantísima paja. Pero si la he entendido bien, su tesis es que la de los iberos viene siendo tierra de acogida desde hace miles de lunas y que ningún reino tiene derecho a romper esa tradición por intereses particulares. Que los intereses de la humanidad en conjunto están por encima de los de un grupo y que, por consiguiente, hay que aceptar que los cartagineses y todo África intenten vivir entre nosotros, donde el clima y la naturaleza son más amables que en su país. Y por ello, proponen que tratemos de firmar un armisticio, de manera que podemos convivir con ellos y compartirlo todo en conjunto y en armonía.
Bastugitas se alzó como si alguien hubiese encendido fuego bajo su asiento.
-¡Y abrir todas las compuertas en nombre de la caridad, la compasión y la solidaridad, para que nos invadan tropeles de salvajes y borren del mapa nuestro pueblo, nuestras costumbres y nuestra cultura! –la exclamación de la vieja dama era mucho más indignada y dolorida que sarcástica.
-¿Creéis que pasaría eso, gran dama? –murmuró Nespaiser, apocada y muy impresionada por el estallido de ira que había permitido escapar Bastugitas, muy poco dada a exteriorizar tales sentimientos.
-¿Tú no lo crees, estú… -se mordió el labio, porque había estado a punto llamarla “estúpida bola de mierda”. No podía insultar a la Madre Mayor tan gravemente.
-¡Dama Bastugitas! ¿Tratáis de ofenderme?
Bastugitas inspiró muy hondo.
-No, Madre Mayor. Es que tengo carraspera en la garganta y no he podido terminar la frase. Lo que estaba a punto de decir era “¿Tú no lo crees, estupenda gobernante que tan bien conoces la estupidez de esas dos damas?”














LXXII
Mientras acomodaba los objetos en la casa de la laguna frente al peñón, Adín miró de reojo a Irsecel. Vestía un atuendo muy ambiguo, como si tratara de justificar que los tres criados continuaran llamándola “señor”. En vez de una túnica hasta los pies propia de damas, su clámide por las rodillas era masculina aunque un poco larga, lo mismo que las espinilleras y los braceletes. Pero los ornamentos de su cabello y su rostro eran femeninos, sin duda. De otro modo, no resultaría tan hermosa.
La vio esforzándose en ayudar a Sosi para mover una pesada tarima, y se admiró de lo bien que se había adaptado a costumbres menos reglamentadas, displicentes y rígidas que en Ilici. La amaba como si de ella dependiese su último aliento, y sin embargo no conseguía borrar de su imaginación la imagen de aquel anochecer, cuando la vio salir embozada y con expresión culpable del taller de Istolacio.
Inesperadamente, irrumpió con gran agitación Anibelser, a quien Irsecel había mandado a la aldea cercana, junto con Orison, a comprar un cabrito para festejar el primer día en la nueva residencia.
-¿Qué te ocurre? –preguntó Adín, adelantándose para probar si era verdad que Irsecel aceptaba la relación de igualdad. Y ello a pesar de lo mucho que le inquietaba esa mujer a medias fascinante y a medias temible. Sus gestos protectores hacia su hija y determinados ademanes le habían hecho pensar que la muchacha estaba enamorada del príncipe extranjero que Irsecel fingía ser. Por lo tanto, su irrupción en el grupo debía ser visto como una amenaza para las esperanzas tanto de la hija como de la madre. Ésta, llamada Anibelser, debía de ser una de esas hechiceras del bosque de las que hablaban las comidillas, pero en tal caso no habría hecho ningún pacto con espíritus poderosos ni poeería ella misma demasiada hablidad. Conocía el origen de su vinculación a Irsecel; si no había sido capaz de prever el asalto del cartagines a su joven hija, ni solucionarlo una vez que estaba ocurriendo, es que su hechicería sería pura patraña basada en supersticiones y temores de campesinos aun más incultos que ella.
Pero si era así, ¿por qué le inquietaba? Sobre todo, porque en los relatos de las demasiado fáciles victorias de Irsecel en sus asaltos a cartagineses, campeaba siempre la presencia de Anibelser como si estuviera tratando de ejecutar encantamientos que hicieran ganar rápidamente a su “señor”. Ahora, la mirada de Anibelser que evidentemente traía noticias importantes, parecía bullir con una pregunta lanzada al inframundo: “¿Qué sacará a mi “señor” del embrollo?”
-Creo que hablan de nosotros, señor –respondió Anibelser, dirigiéndose a Irsecel-. Hay muchas conversas en el mercado, porque los cartagineses asaltaron Ilici muy cruelmente hace dos días.
Esta vez, Irsecel preguntó primero, con gran angustia:
-¿Hablan de daños y muertos?
-No señor. De lo que todos hablan es de seis muchachas que han secuestrado. Por lo que dicen los chismes, los cartagineses querían vengar de ese modo los asaltos de una partida mandada… por una dama joven de Ilici.
Irsecel se mordió el labio. Siendo así, no había sabido preservar suficientemente su identidad ni sus tres criados habían sido tan discretos como suponía.
Aunque las cosas parecían suceder de un modo diferente cuando Anibelser estaba presente, Adín luchaba contra su fascinación para lanzar exclamaciones. Era insólito lo que sucedía: alrededor de Anibelser, además de su velo negro parecía flotar siempre una nube de cigarras que no eran cigarras; se trataba de una nube oscura, como si estuviera compuesta por un enjambre de moscas, que revoloteaba a su alrededor oscureciendo sus facciones. Además, los sonidos se volvían remolones y todos sentían que no eran capaces de pronunciar las palabras como habitualmente.
-¿Identifican a esa dama, dicen su nombre? –Adín lo preguntó casi con un grito, muy impaciente, para lo que tuvo que vencer su propia parálisis alelada.
-No –respondió Orison al entrar sacudiéndose las manos, después de encerrar el cabrito en el corral (la nube negra de Anibelser se desvaneció al instante, y el tiempo volvio a fluir normalmente)-. Nadie pronuncia nombres, pero por los detalles que dan, la partida de asaltantes no podemos ser más que nosotros. Hablan también de que un fiero y poderoso señor del oeste, llamado Arranes, se alió con los cartagineses para cobrarse venganza de Ilici.
Adín e Isercel palidecieron. El reino de Ilici esta gravemente en peligro.
-Dejad de acomodar los enseres y preparad la comida –ordenó Irsecel-. Tenemos que partir de nuevo, en seguida.
Orisón corrió a obeder, pero su mujer se quedó parada, mirando de modo enigmático a la pareja, mientras la nube negra cobraba nuevamente vida.
Adín concordó. Si el grupo había sido señalado, y todos lo identificaban aunque no supieran quiénes eran sus integrantes, tenían que adoptar con urgencia nuevas identidades y apartarse aprisa de quienes pudieran señalarles.
-Debemos partir –concordó Adín-, pero desfigurando el grupo lo más que podamos.
-¿De qué modo? –preguntó Irsecel.
-Dividiéndonos. Hablan de un grupo de cuatro personas, mandado por una mujer que parece un muchacho, ¿no? –todos asintieron-. Pues tenemos que evitar que lo que les permitamos ver de nosotros les encajen a los espías y a los cotillas. Nos dividiremos. Vosotros, Orisel, Anibelser y Sosi, viajaréis con naturalidad con vuestras personalidades auténticas de padre, madre e hija, sin armas visibles y con un carro muy cargado de cosas diversas, como si fueseis buhoneros. Irsecel y yo seremos dos muchachos jóvenes en busca de aventuras, pero necesitaremos dos caballos.
-Pero tenemos que volver a Ilici, a ayudar… -opuso Irsecel.
-Yo no podría volver allí nunca, Irsecel. Ya he perdido la mansedumbre y he vivido en la costa demasiado tiempo siendo respetado por mis ideas y pudiendo realizar todos mis inventos sin cortapisas, como para retornar a un pasado que no me gusta. Ahora, sería incapaz de someterme de nuevo a aquellas reglas tan absurdas. Pero en todo caso, es imposible que vaya. Si no me condena el Consejo de Madres, sería Bastugitas quien me condenaría quién sabe a qué, lo mismo que te ocurriría a ti. ¿Sabes lo que nos espera si volvemos?
-Sí, pero todo eso ocurriría tan sólo si descubren quiénes somos. Ha pasado alrededor de un año desde nuestra huida, y los dos hemos cambiado. Ideando nuevos disfraces muy bien estudiados, podemos volver con otras identidades y tratar de preparar el rescate de esas seis damas. Yo conozco muy bien el pueblo de los cartagineses y la fragilidad de sus defensas, porque no son más que un hatajo de salvajes, y estoy segura de que podría organizar un asalto con poca gente que nadie vería llegar y que sería muy efectivo.
Adín sonrió.
Disimulaba Irsecel con esos proyectos su prisa por volver a comprobar si su familia había sufrido daños, lo mismo que le ocurría a él. Pero con sus personalidades verdaderas no podían exponerse a cuanto debía de esperarles.
-Irsecel y Adín no pueden volver a Ilici por las buenas –aseguró.
Anibelser, aunque se había convertido en una especie de estatua de caerbón, asintió.
-Yo creo que sí podemos volver, sin ser por ahora quienes somos–repuso Irsecel tras meditar unos instantes-. Pero tenemos que pensar muy bien cómo hacerlo y qué identidades adoptar.
-¿Dónde podemos prepararnos con discreción y sin correr peligro?
Orison, qyue parecía estar escuchando en la sala contigua, entró apresuradamente y se arrodilló ante Irsecel.
-Señor –dijo-, tú salvaste a mi hija y con ella salvaste a mi familia. Te ruego que aceptes mi casa. No hay a menos de media jornada de Ilici un lugar más discreto ni menos visitado, salvo por aquel cartaginés asesino.
-Tienes razón –aceptó Irsecel-. Es un lugar perfecto. Discreto, modesto y apartado de las sendas de paso. Toma el carro, a tu mujer y a tu hija, y coge este oro. Compra por el camino todos los mantos, túnicas y clámides que encuentres, así como cuero y armas. Antes de que el carro te resulte demasiado difícil de arrastrar, compra un asno. Parte ahora mismo. Adín y yo volveremos al norte, a una granja que vi al pasar, donde creo que podemos comprar cuatro caballos. Nos reuniremos los cinco en tu casa dentro de cuatro jornadas.
























PARTE III

LXXIII
La casa del bosque, donde los cinco llevaban reunidos la tarde y noche del día anterior, y toda la mañana, con el Sol alto era como si no existiera. Adín encontraba prodigioso lo que ocurría, que no conseguía comprender; mientras estaban acomodados los cinco en banquetas, oyendo los planes y directrices que tanto él como Irsecel iban describiendo, Adín veía a través del ventanuco transitar gente ante la casa. La mayoría eran simples campesinos que no le inquietaban, pero a media mañana vio pasar un numeroso grupo de cartagineses muy armados, en formación, y echó mano de sus armas y estuvo a punto de apresurarse hacia la puerta, pero Anibelser lo detuvo con el resplandor tenebroso de sus ojos. Los cartagineses pasaron de largo, y no sólo dieron la impresión de desdeñar la casa, sino de que ni siquiera la hubieran visto.
También un momento antes de darse a preparar los carros para la partida, habían pasado cuatro cartagineses formados, que debían de esta patrullando por los alrededores y tal vez todos los caminos del bosque. Tampoco ellos dirigieron ni tan siquiera la mirada hacia la construcción o sus ocupantes.
Adín, Irsecel y la familia aprontaron el viaje y emprendieron el camino, pues, sabiendo que había cartagineses por todas partes pero, increíblemente, sin ser molestados por nadie. Atravesaron con cuidado el bosque y, por fin, salieron a campo abierto en las proximidades de Ilici.
Vista de lejos, la comitiva era fastuosa. Todo era insólito, pues no se parecía a los aparatosos y muy pomposos cortejos con que llegaban a veces ricos mercaderes etruscos ni, mucho menos, a los sencillos séquitos que acompañaban la llegada de ciertos ilustres griegos, pues, entre éstos, predominaba la rica simplicidad, destacando la comodidad y la escasez de sus ropas, mientras que las andas no solían llevar decoración alguna, puesto que prestaban atención preferencial a su portabilidad por la comodidad de los portadores.





LXXIV
El cortejo que, llevando a Adín aupado en una especie de trono, se aproximaba a reino de Ilici, había agrupado y exagerando la pompa más delirante que ambos amantes, cada uno por su lado, habían visto en diferentes comitivas a lo largo de su vida. El resultado era extraordinariamente brillante, pero desconcertante y un punto de estrafalario..
Atravesaron todo el camino sin ser molestados por invasores ni cruzarse con gente armada. Los campesinos y leñadores que pasaban junto a ellos daban muestra de no verlos. Encaramado en lo alto del trono, Adín observaba toda suerte de cosas extraordinarias, a las que ninguno de los que iban a caballo prestaba atención. Pero él se decía que tenía que estar ocurriendo algo anormal; era como si al tiempo que ellos circulaban, una cortina de invisibilidad se desplaza frente a ellos, de modo que nadie pudiera verlos. No sorprendió ningún gesto o ademán especial que realizara Anibelser, pero él estaba convencido de que las cosas inexplicables que presenciaba estaban siendo producidas por ella. Sabía cómo los había encontrado Irsecel a los tres, en el trance terrible de ver a la hija mancillada por un bruto extranjero; al comprobar de lo que Anibelser parecía ser capaz, no se explicaba que en aquel momento hubieran ocurrido los acontecimientos tal como lo narraban. ¿Por qué no había cubierto Anibelser a su hija con ese velo de invisibilidad? ¿Por qué no había convertido la cabaña en indetectable, tal como él había sospechado que ocurría esa misma mañana frente a la vigilancia de los cartagineses?
¿Había provocado Anibelser un encuentro, para el que le era indispensable que su hija se viera en la circunstancia de ser defendida? En ese caso, ¿qué podía pretender? Si todo lo que había ocurrido desde entonces, los asaltos triunfantes de Irsecel, el encuentro entre los dos amantes y su organización de un engaño que podía costarles la vida se debía a un propósito de Anibelser, ¿qué pretendía con ello?
Adín decidió no romperse más la cabeza. Necesitaba ensayar mentalmente su papel de princesa extranjera.






LXXV
El hollín oscurecía las murallas de Ilici en varios recovecos y en un torreón, pero ése era el único rastro de la incursión cartaginesa que podían apreciar a cierta distancia desde el camino. Irsecel refrenó el caballo y alzó la mirada hacia el torreón que guardaba la puerta. En los adarves, comenzaba a producirse la agitación lógica ante la llegada de forasteros.
Por el estado de postración que la ciudad sufría, un cortejo tan suntuoso no podía más que originar expectación, a pesar de que la llegada había sido anunciada por Orison a la generala que dos días antes mandaba la guardia del Consejo. Lo había hecho poco después de cerrar los tratos para la adquisición de la casa, precisamente la que Irsecel le había indicado. Una construcción cuya reparación de la techumbre iba a costar más que la propiedad, a causa del gran número de techos calcinados por los incendios que estaban siendo reparados. Desde que se apagaron los rescoldos, cada vez había que buscar más lejos los cargamentos de ramas de castaño bálago, y cuando éstos arribaban a Ilici, las damas pugnaban por ellos impacientes de ser las primeras en recuperar la dignidad de sus casas, hasta llegar a producirse en la plaza enconadas subastas que parecían trifulcas cuarteleras.
-¿Sigues estando tan segura? –preguntó Adín entre dientes, sin moverse ni alterar la rígida afectación de su postura sobre el carro.
-No te angusties más. Tú, limítate a asentir o negar de manera casi imperceptible, como si fueses de piedra, y no hables jamás cuando haya gente delante, hasta que consigamos aclarar las cosas y consideremos que podemos desvelar nuestras identidades. Y trata de acostumbrarte de una vez a tratarme en masculino y con altanería.
-Pero es que si no me sintiera tan incómodo, me daría la risa.
Irsecel frunció los labios para no reír. Llevaban todo el día con lo mismo. A fin de cuentas, a los varones no los educaban para saber guardar la compostura.
Miró hacia el frente, para comprobar que el matrimonio y la hija representaban adecuadamente sus papeles, puesto que ya sólo les faltaba un centenar de pasos para cruzar la puerta. Marchaba delante Anibelser, aupada a un caballo que no había sido capaz de dominar ni con sus extrañas facultades, que había detectado aunque se cuidaba de comentarlas, a causa de la credulidad de Adín, un tanto sorprendente pese a su genialidad en otras vuestiones. Por la rebeldía de la montura, Anibelser dejaba que sujetase las bridas su esposo, que iba a pie a su lado porque hubiera sido imposible montar. Orison vestía como el lacayo de una dama muy poderosa, con grandes sobremantos, gorros, ioriflamas prendidas de sus hombreras, un cinturón compuesto de cadenas de hierro, cobre y oro que pesaba casi tanto como él y una túnica que arrastraba una cola de casi tres pasos de largo; la indumentaria más deslumbrante que había llevado ni llevaría nadie en su vida.
A continuación, cabalgaba Sosi, engalanada como una aristócrata supuestamente etrusca, revestida de la mayor cantidad de abalorios y tejidos bordados que había conseguido ponerse sin aplastar el caballo ni su propio cuello. Además, se cubría aparatosamente de docenas de velos sobre una armadura que le abrazaba la cabeza, apoyada en sus hombros.
Cubierto de un dosel y recargado con todos los adornos que habían encontrado, el carro llevaba clavado en el centro un sitial muy rimbombante, cubierto también de tejidos bordados y rodeado de ricas esteras. El conjunto refulgía como el oro, aunque no todo él fuese de ese metal. Adín, profusamente maquillado como una hermosa dama, resplandecía en el asiento, por mucho que su disfraz le incomodase y le causara hilaridad, risa estimulada también por su estado de nerviosismo.
Al disfraz de guerrero feroz que había usado durante cerca de un año, Irsecel había ido añadiéndole los últimos dos días una capa, un peto de cobre bruñido adquirido a buen precio, espinilleras labradas y muy lustrosas, hombreras de cuero que le ayudaban a cuadrar y masculinizar su silueta y un casco lleno de figuras decorativas y coronado por un airón de plumas blancas. Completaba el atuendo con una capa carmesí orlada de bordados de oro.
Hizo balance. Estaba segura de que vistos desde las murallas, pocos cortejos llegados a Ilici en los últimos años podían comparárseles por su boato.

ENTREGA VIGESIMOTERCERA 19-VI-2011

LXXVI
Los ilicitanos vieron aproximarse el grupo por la pendiente con la expectación y alivio de quien necesita buenas noticias.
El cortejo traspuso la puerta y se encontraron con dos largas filas de personas orlando el pasadizo intramuros que ascendía hacia la Plaza del Sol. Anibelser, que no tenía que guiar al caballo porque lo hacía su esposo, llevaba las manos libres. Desde el trono, Adín hallo insólito que nadie mirase a esa extraña mujer, a pesar de los signos y ademanes que no paraba de hacer; le daba la impresión de que la madre de Sosi podía lograr que se eclipsara cualquier cosa o ella misma, como parecía ocurrir en esos momentos.
Como los ilicitanos habían acudido estimulados por la curiosidad y no por un mandato del Consejo de Madres, no les aplaudieron ni agitaron ramos de romero, pero tampoco les arrojaron boñigas de cabra, como solían hacer los muchachos con los visitantes extraños cuando no los escoltaba la guardia del Consejo.
Ninguna funcionaria del Salón del Consejo ni los guardias acudieron a recibirles, observó Irsecel con un suspiro de alivio, y también se habían librado de la granizada de boñigas porque no estarían los ánimos para tales burlas. De haberse dado el caso y si recorrieran el último trecho acompañados de funcionarias, no las tendría todas consigo; a pesar de la aparatosidad de la mascarada, alguna de las generalas al mando de su madre podía reconocerla si la miraba desde demasiado cerca.
Pero la llegada del grupo no había predispuesto a nadie para la sospecha ni el recelo, más bien parecían agradecer a los dioses que les brindasen la oportunidad de pensar en cuestiones menos ingratas que sus vicisitudes. Desde el anuncio de Orison no se hablaba en Ilici de otra cosa. La llegada de una princesa extranjera en esos precisos momentos representaba un consuelo que había logrado aliviar las lamentaciones con que se lamían las heridas.
Como era natural, en las tertulias y salones los rumores y las conjeturas habían estado corriendo como el viento. La princesa extranjera acudía en busca de marido. No; la realidad era que necesitaba un ejército y le habían hablado de la ferocidad de los iberos e iberas. De ninguna manera; alguien llegado de Numancia hacía poco había mencionado que a una hermosa princesa etrusca la había exiliado su padre por negarse a casarse con un romano. Tal afirmación era una locura; ningún rey mandaría a su hija tan lejos por más decepcionado que estuviese. La verdad se conocía de sobra en los puertos griegos: las damas atenienses suspiraban por conocer y experimentar la legendaria fogosidad de los iberos, a causa de la indiferencia con que las trataban sus maridos, demasiado dedicados a sus efebos. Adín era una rica viuda ateniense que pretendía dar una alegría a su cuerpo.
A pesar de la disparidad de las hipótesis, todos creyeron confirmada la suya mientras veían pasar el carruaje. El perfil de la dama sentada en el trono era tan noble, que podía ser lo que presumiera de ser y muchísimo más.
También el escultor Istolacio halló que el perfil y la figura longuínea de esa dama algo cuadrada y enérgica, poseían hermosura y nobleza extraordinarias. Aún no le habían hecho el encargo, porque todo el mundo en Ilici continuaba bajo el estupor del ataque cartaginés, y de momento sólo cavilaban sobre las seis secuestradas y si tendrían o no posibilidades de rescatarlas. Pero sabía que iban a ordenárselo en cuanto se serenasen las cosas. La imagen más sagrada de Ilici, la diosa Isbel, había sido consumida por el fuego y necesitaban urgentemente otra.
Esa extraña dama extranjera sería el modelo perfecto, y así pensaba manifestárselo al Consejo cuando lo llamasen para hacerle el encargo.
Al mismo tiempo, en lo alto del carruaje, Adín sintió pavor y un lacerante dolor en el pecho al descubrir de refilón el rostro de su antiguo amigo entre el gentío.
Pavor porque Istolacio era la persona de mirada más incisiva de Ilici y también era quien mejor lo conocía. No tenía ninguna posibilidad de pasar por princesa extranjera ante su escrutinio. Iba a apresurarse a denunciar la impostura y él e Isercel se verían acusados quién sabía de qué terrible delito.
Y conmovía su pecho un dolor ardiente porque el regreso del escultor a Ilici reabría la herida no cicatrizada de los celos. Echó una mirada de reojo a Irsecel. No parecía haberse dado cuenta de la presencia de Istolacio, situado al otro lado de la calleja con el carro por medio.
¿Cómo reaccionaría cuando se enterase de que el escultor vivía de nuevo en la ciudad?

LXXVII
Dadas las circunstancias, y por la trascendencia de lo que iban a tratar, Madre Mayor Nespaiser consideró conveniente que asistiesen a esa sesión del Consejo algunas de las damas más poderosas de la ciudad, Bastugitas entre ellas.
Anticipando que no le gustaría ser convocada y recibida como una más, le habían preparado un sitial especial, muy pomposo, situado en el centro de la grada del público, frente al trono de la Gran Dama Reina. Nespaiser sabía que las otras no se quejarían por ello. Todas daban por sentado que la dama Bastugitas merecía trato preferencial y lo aceptaban.
Pero a todas les daba la impresión de que la vieja dama se aburriese con las deliberaciones, porque afectaba no escucharlas. En su lugar, sujetaba la mano de Ilurtibis y la consolaba por la desgracia de su hija secuestrada, aparentemente desinteresada del resto.
Llevaba largo rato en el uso de la palabra Estorpel, desgranando tediosamente los argumentos, sin el menor sentido semántico, como portavoz del clan de gobierno:
-Que cuelgue sobre nuestras cabezas y la cabecera de nuestro espíritu una amenaza tan terrible y perjudicial como es la posibilidad de que seis de nuestras damas fallezcan y mueran, exige contemplar y mirar todas las alternativas, las disyuntivas, las encrucijadas y los caminos que debiéramos explorar y estudiar y analizar…
La palabra “contemplar” en lugar de considerar, sacaba a Bastugitas de quicio. Las deficiencias del lenguaje de las damas políticas de la generación siguiente a la suya le hacían perder la paciencia, y por ello fingía no escuchar y anhelaba que la sordera fuese efectiva dentro de ese recinto.
-Implementaremos cuanto sea necesario y conveniente- continuó Estorpel-, y vamos a disponer y pondremos todos los medios para optimizar nuestras iniciativas, con el propósito de que esta crisis sea superada y nos recuperemos, y esos terroristas africanos…
Decididamente, la atención de Bastugitas se veía atrapada a su pesar. No era posible una frase menos concreta ni más vaga. Estorpel no hablaba de números ni de actos, ni de iniciativas que fuesen a ponerse en marcha de inmediato, ni enumeraba los medios que serían utilizados. Hablaba de deseos y propósitos con la grandilocuencia vana de una vejiga llena sólo de aire. Pura demagogia de quien debía engañar por no saber hacer otra cosa y carecer hasta de imaginación. Mientras, Tresbalasser, que era la única dama del clan de Bastugitas que aún pertenecía al Consejo, actuaba como si fuese muda. Ella sí tenía ideas estupendas y sabía hablar, pero se mostraba temerosa de hacerlo, porque el clan de Nespaiser, con su mediocre obsesión de perpetuarse en el poder, había conseguido neutralizarla quién sabía con qué.
Finalmente –intervino Usarbael, la jefa del clan Siniestra Junta-, ¿estudiaremos o no estudiaremos el tema de la proposición de esa dama extranjera…? Y no tengo otro remedio que protestar y expresar mi protesta más rotunda por el tema de la racista expresión de “terroristas africanos”, empleada por la dama portavoz de la Madre Mayor, que la acaba de emplear muy malamente empleada. Ese tema es impropio de expresarse una comunidad que pretende presumir con la presunción supuesta de ser una comunidad civilizada y avanzada. Porque son africanos, sí, pero todos los africanos no son terroristas ni tenemos pruebas del tema de que quienes se han llevado a las seis damas lo hicieran por hacernos sentir terror, porque el empleo de las palabras…
Bastugitas se preguntó por qué habría tenido ella la ocurrencia, veinte años antes, de impulsar la prohibición de sacrificar vecinos de Ilici a la diosa. De seguir vigente la vieja costumbre de degollar ante Isbel a las enemigas políticas, que era en el pasado el medio más expeditivo de quitarse a las estúpidas demagogas de enmedio, ella votaría sin dudarlo para que Usabael fuese inmolada.
-Dejando a un lado ese tema tan discutible y que no viene al caso porque no toca –dijo Estorpel-, hay que considerar la primera cuestión que la compañera de Siniestra Junta ha nombrado. ¿Aceptamos el plan de la extranjera? Todas lo conocéis en detalle y…
-Pero… -la voz de Ursabael sonaba con el timbre de la santa indignación- ¿vamos a poner todos nuestros medios de todos y todas nuestras vidas en manos de esa extranjera venida del extrajero, sin saber si…
Bastugitas alzó la mano. Como Nespaiser tenía todo el tiempo la mirada clavada en su rostro por temor a ser desautorizada públicamente por ella, detectó en seguida el gesto y mandó a una funcionaria para escuchar lo que la vieja dama tuviera que decir y transmitirlo a la sala, puesto que no le estaba permitido intervenir de viva voz. Después de recibir el mensaje, la funcionaria fue autorizada a hablar:
-Dice la gran dama Bastugitas que la extranjera no nos ha pedido medios, puesto que su plan, según sus propias palabras, es usar sólo los que son de su propiedad, y tampoco nos ha pedido vidas, ya que los doce varones que nos solicita no los quiere para luchar, sino para cubrir la retaguardia a su grupo.
Usarbael reaccionó con indignación:
-¡Está siendo menoscabada con menoscabo de la digna dignidad de este Consejo, por quien no tiene autoridad ni está autorizada por la legítima legitimación…!
En ese instante, la dama de Siniestra Junta se calló, porque resultaba patente que se había abatido sobre el público el rayo y todos esperaban el trueno.
Bastugitas se alzó en el sitial, realizó una reverencia frente a la Gran Dama Reina y salió del salón con el mentón levantado, sin añadir palabra.
Siguió un silencio muy tenso.
La Gran Dama Reina llamó a Nespaiser a su lado con un gesto y le habló al oído. Usarbael notaba las miradas hostiles de las gradas del público, pero en vez de bajar la cabeza, la alzó con actitud desafiante y un tic que movía su párpado izquierdo como las alas de una golondrina.
Tras asentir a la Gran Dama Reina, Nespaiser dijo:
-Salgan dos generalas a pedir disculpas a la gran dama Bastugitas, rogándole en nombre del Gran Consejo de Madres que regrese –mientras las dos generalas se apresuraban hacia el exterior, añadió: -En las gravísimas circunstancias que Ilici vive, no es conveniente dividir la sociedad, porque todas somos necesarias para la superación de la crisis. Se me encarece que ruegue al Consejo que pidamos disculpas a Bastugitas, y confío en que las seis madres estemos de acuerdo.
Usarbael estuvo a punto de protestar, pero Nespaiser la contuvo con un imperativo gesto de la mano. Todo el pueblo asistente estaba abucheándola.














LXVIII
Cuando Bastugitas regresó a su asiento, dijo la Madre Mayor:
-El Gran Consejo de Madres pide disculpas a la gran dama Bastugitas, y reconoce que la autoridad proviene de todo el pueblo ilicitano, de la que somos depositarias. Con mayor motivo, las antiguas gobernantes poseen autoridad moral innegable. Por lo tanto, la legitimidad de la anterior Madre Mayor no volverá a ser puesta en duda por ninguna madre de este Consejo.
Bastugitas no sonrió ni movió una pestaña. Tenía los ojos cosidos a los de Usarbael, preguntándose de qué manera lograría que fuese expulsada del Consejo sin que nadie pudiera descubrir que su mano movía los hilos.
Siguió la agitada controversia sobre la aprobación o rechazo del plan de rescate propuesto por la princesa extranjera. Un plan que no había sido detallado meticulosamente, puesto que, como no pedía medios, decía reservarse ciertas dosis de posibilidad de reacción frente a imprevistos.
En esencia, la princesa, su general y sus sirvientes aseguraban ser capaces de organizar el peligrosísimo rescate por sí solo, necesitando sólo doce hombres por razones de intendencia. Pero todas en Ilici desconfiaban que se tratase de bravatas, porque conocían de primera mano la eficaz crueldad de los cartagineses.
La ayuda de la princesa extranjera era uno de los asuntos políticos más arduos que jamás hubieran tenido que debatir, porque las madres del Consejo no eran proclives a ceder protagonismo a nadie que no fuesen ellas mismas. Mucho menos, tratándose de alguien tan misteriosa y ajena a los entramados ilicitanos.









LXXIX
La espera les desesperaba, porque temían con razón por los sufrimientos y vejaciones de las seis secuestradas, que podrían evitar si llegaban pronto en su rescate. Dos jornadas seguidas llevaba el Consejo de Madres examinando y discutiendo su plan.
Aunque todo el reino hablaba de ello, nadie se atrevía a establecer opiniones en contra o a favor hasta que el Consejo tomase su decisión.
Mientras, dentro de la casa que Irsecel había comprado comenzaba a cundir la impaciencia, porque el paso del tiempo era muy mal aliado para su impostura.
-Ten presente que están convencidas de que somos extranjeros–dijo Irsecel a Adín-. Por mucho que yo alabe tu inteligencia y tu ingenio, ellas no tienen por qué confiar en el soldado extranjero que creen que soy. Y como no puedo hablarles de mis éxitos en solitario asaltando cartagineses… Ah, y vamos a llamarnos siempre por nuestros nombres supuestos aunque estemos solos, para no confundirnos. Recuerda que tú eres Alinea y yo soy Indortes.
-Pero alguna vez podría quitarme todo esto –se quejó Adín, señalando la incómoda aparatosidad de su atuendo-. Debajo de estos montones de tolas bordadas no sólo siento un calor insoportable, sino un peso que no me permite moverme. Necesito un descanso.
-No puedes, Alinea. Tú sabes tan bien como yo que en Ilici las paredes tienen ojos. En realidad, lo sabes mejor que yo, porque sé muy bien lo muy depurado de tus técnicas de espionaje, por tu viejísima pretensión de organizar un movimiento de liberación masculina. Sé que has espiado las vidas ajenas durante años, para analizar la disponibilidad o renuencia de los varones consortes. Ahora podría haber otro varón que, como tú, se dedique a asomar la cabeza entre el bálago de los techos para escuchar y ver indiscreciones. Junto a los peligros que estamos arrostrando por la posibilidad de que nos reconozcan, sólo nos faltaría que comprobaran tu verdadera personalidad.
-Hay algo en tu plan que no me cuadra, Indortes.
-¿El qué? –preguntó Irsecel.
-No es lo mismo la llegada sigilosa a un embarcadero de sólo dos o tres personas que diecisiete, aunque nos acerquemos por varios puntos diferentes y alejados entre sí. Hay un detalle que citó ayer Orison que me ha hecho pensar mucho.
-¿Cuándo hicimos el recuento de los huertos y corrales que existen alrededor del poblado cartaginés?
-Orison demostró de sobra conocer las cabezas de ganado que posee cada amo en miles de pasos a la redonda del embarcadero…
-¿Y…?
-Sí. Si el Consejo nos autoriza el plan, tendríamos que pedirle también licencia para requisar ganado.
-¿Con qué objeto? –preguntó Irsecel.
-Distracción, Indortes. Tú has pasado un año asaltándolos con la ventaja que proporciona ser cuatro nada más y hacer muy poco ruido. Pero seremos diecisiete en total, lo que sin duda ocasionará chirridos y rumores, aunque no sea más que el de nuestros pasos. Convendría que distraigamos a sus centinelas con un rebaño que aparezca por el lado contrario de donde vamos a atacar.


















LXXX
El sí del Consejo de Madres llegó acompañado de los doce varones que Nespaiser había elegido personalmente. No dejaba de ser paradójico; tanto el Consejo como las damas “de orden”, criticaban de modo muy ácido a cualquier varón que demostrase hacer uso de su libre albedrío, cuestión que podía originar castigos humillantes y hasta exilios. Sin embargo, la elección de Nespaiser había recaído sobre varones que, todos ellos, habían destacada por su rebeldía, su gusto por hacer su santa voluntad, su rebeldía y, desde luego, el uso muy personal y autónomo de su libre albedrío. Acudieron marchando en fila de dos, arropados por la multitud que fue formándose a su paso, según avanzaban hacia la casa de la princesa extranjera.
Dado que ni ésta ni su guardia se habían dignado solicitarle audiencia, la Madre Mayor no estaba dispuesta a rebajarse acudiendo a visitarla. Suponía que la omisión se debería a sus costumbres, que debían de ser muy diferentes a las de Ilici. Por lo tanto, mandó a una de sus generalas con un mensaje grabado en cobre.
Irsecel lo leyó afectando gran dificultad mientras la generala estaba presente.
-Mi madre nos da cuanto le hemos pedido, Alinea –dijo Irsecel una vez que la generala se retiró.
-¿También la autorización para requisar ganado, Indortes? –preguntó Adín.
-Sí, también.
-Entonces, podemos emprender la marcha, porque Orison y yo hemos preparado ya esta madrugada los caballos, antes de que despertases.
-¡Estás loca, Alinea, saliendo sin disfraz a los establos! Han podido descubrirte.
-No te preocupes, Indortes –tranquilizó Adín a Irsecel-. Sólo me quité la túnica bordada y el manto, pero salí sin desmontar el peinado, el tocado ni la mitra, ni el velo. Nadie me ha descubierto ni podría haberlo hecho. Ahora, se nos plantea un inconveniente muy serio: ¿cómo van a creer que me dispongo a combatir en una guerra, con toda esta impedimenta encima?
-He previsto la solución, Alinea, y será mucho menos incómoda que cuanto llevas ahora –afirmó Irsecel, al tiempo que abría un arca.
El casco que extrajo parecía arrebatado a la imagen de algún dios griego durante la representación de un drama en uno de sus teatros legendarios. Daba la impresión de que fuese de oro y cubría casi toda la cara con una especie de barbuquejo compuesto de grandes placas doradas y una visera muy baja. Apenas los ojos, parte de la nariz y la boca resultaban visibles. El airón era una catarata de enormes plumas teñidas de rojo púrpura, que abarcaba desde la frente hasta la nuca para caer sobre la espalda.
Comenzaron los preparativos sin abrir las compuertas del huerto porque escuchaban más allá de la tapia el clamor de las curiosas y curiosos que habían acudido más a fisgonear que a aclamarles.
Tal como Irsecel preveía, la aparición de la princesa extranjera, montada en su caballo con las defensas doradas y el casco emplumado, causó admiración. Abandonaron la ciudad arropados por el clamor que no había acompañado su llegada.

ENTREGA VIGESIMOCUARTA 20-VI-2011








LXXXI
Según la discreción preconizada por el plan y con objeto de que nadie pudiera alertar a los cartagineses, se desplazaron por distintos senderos formando tres pelotones de cuatro y uno de cinco integrado por la princesa Alinea, su edecán Indortes y tres varones ilicitanos.
Orison, Anibelser y Sosi marchaban cada uno al frente de los demás grupos.
Acordaron encontrarse con el sol alto, en el claro del bosque donde Irsecel había salvado a Sosi matando a su violador. Una vez arribados los cuatro grupos y, habiéndose saludado y confirmado las directrices, el grupo principesco se apartó de la ruta para dirigirse al embarcadero de Ilici.
Tal como esperaban y necesitaban, el marinero Indíbil dormitaba dentro de su barca varada en la arena. Se alzó al escuchar el rumor de los cascos de los dos caballos sobre la playa. Los tres varones habían recibido orden de esperar donde no pudieran oír la conversación, junto al bosque, en el punto donde la ladera comenzaba a descender hacia el mar.
-Te dije que volverías a buscarte a ti mismo–dijo Indíbil.
Adín notó con estupor que lo había reconocido, a pesar de cuanto le cubría y del tiempo transcurrido.
-Hace tiempo que me encontré, marinero –respondió con naturalidad imprudente, que le reprochó la expresión contrariada de Irsecel.
-He oído que comenzaba el rescate de las ilicitanas secuestradas, y desde el primer instante que me lo dijeron esta mañana supe que serías tú quien iría al frente. Y tú, bella joven, eres sin duda quien debía acompañar al efebo.
Irsecel se dijo que siempre en Ilici habían corrido más los rumores que los caballos, tal como lo sabía de sobra siendo, como era, la hija de Madre Mayor Nespaiser. Se preguntó qué peligro representaría que el marinero hubiese sido capaz de reconocerles con tanta facilidad. Su problema era que no podían sino seguir adelante, y al marinero le habían reservado un papel relevante en el plan.
-Venimos a contratarte por tres monedas de oro –dijo Irsecel autoritariamente, forzando la voz para que no sonase femenina.
-Por tres monedas de oro, hasta puedes comprarme –respondió Indíbil, sonriente-. ¿Qué necesitas que haga, bella soldado?
-Llenar aquel bote viejo de leña, y remolcarlo cerca del embarcadero de los cartagineses. ¿Crees que podrías hacerlo y llegar allí antes de que el sol muera completamente hoy?
-Puedo hacerlo, pero necesito saber para qué y cómo va a desarrollarse el rescate.
Adín e Irsecel se miraron entre sí, preguntándose si existiría algún riesgo de que Indíbil les traicionase.
-Tienes que esperar nuestra señal, Indíbil –respondió Adín-, a una distancia y en un punto donde los cartagineses no puedan descubrirte. Cuando veas brillar una antorcha en el bosque, más arriba de las cabañas africanas, prenderás fuego a la leña del bote y te alejarás mientras crece la hoguera.
-¿Y pensáis atacar vosotros solos?
-Contamos con más gente –respondió cautelosamente Irsecel-, aparte de aquellos tres soldados que aguardan allí arriba, ¿ves? Además, nos proponemos ayudarnos con el gran rebaño de cabras de la hacienda de Agirnes, que está muy cerca del poblado.
-Ya no –respondió Indíbil, y pareció sinceramente consternado al decirlo.
-¿Agirnes ya no tiene cabras? –la voz de supuesta princesa de Adín sonó llena de alarma.
-No.
-¿Qué ha ocurrido? –preguntó Irsecel.
-Agirnes vendió el rebaño a los griegos y ahora lo que posee es una manada de toros, o más bien uros diría yo, porque son verdaderas bestias asilvestradas que se desmandan todos los días..
Adín caviló un momento. El plan, que parecía tan factible, dependía del desconcierto que causaría el rebaño de más de quinientas cabras, irrumpiendo desbocadas en el poblado. Sin ellas, no podía llevarse a cabo. Irsecel le pidió con un gesto apartarse de Indíbil, a fin de conferenciar.
-¿Qué podemos hacer, Adín? Estoy muy confusa.
Adín se dijo que así, sin arrogancia y menos dominadora de lo habitual, la quería muchísimo más, aunque fuese una traidora que no merecía su amor.
-Debemos revisarlo todo, pero no podemos volver atrás. Algo se nos ocurrirá examinando el terreno.
-Es posible. Pero, en tal caso, no podemos contar con la ayuda de Indíbil.
-¿Tienes más oro?
-¡Mucho más! – se jactó Irsecel, ahora sin desfigurar la voz.
-Ofrécele una moneda más por aguardarnos el tiempo que haga falta, y no en el mar frente a la aldea de los cartagineses –dispuso Alinea-. Deberá amarrar el navío y el bote en el rebalaje de una playa situada más abajo del poblado.
-Sí, hay una, que apenas puede verse desde tierra y sería perfecta -Irsecel recordaba con mucho detalle una orografía que había examinado mucho tiempo-. ¿Y qué haremos nosotros entretanto?
-Espiar la aldea, a ver si tienen todavía a las seis damas donde nos han dicho que están, y para estudiar bien la distribución de las casas y contar el número aproximado de hombres. También miraremos por los alrededores, a ver si tuviéramos la suerte de encontrar otro rebaño.
























LXXXII
Todo había sido imjprovisado y precisión, a pesar de lo muy complicado que parecía el nuevo plan, que había exigido un gran trabajo de preparación no previsto para el primero que habían cavilado.
Los doce soldados estaban demostrando un interés tan sincero en pro del éxito del rescate, que tanto Irsecel como Adín se preguntaron cuántos de ellos serían parientes de las secuestradas. La consanguinidad, que podía ser una ventaja como estímulo, también podía ser una desventaja a la hora de obrar con la frialdad indispensable. Pero ya no había tiempo de entrar en averiguaciones ni cambiar los puestos ni las funciones de cada uno de ellos. No había más que esperar la señal.
Veían la playa como un arco negro lamido por la espuma de las olas negligentes, iluminadas apenas por los últimos ramalazos del crepúsculo. Les impresionaba la precariedad y el desaseo de las barracas, pues más que viviendas para la gente parecían corrales o refugios del bosque. En algunas puertas se recortaba luz de candiles, pero casi todo el movimiento que podían apreciar ocurría alrededor de dos cabañas situadas en el roquedal que cerraba la cala por la izquierda, el punto de apariencia más inaccesible. Se trataba del lugar donde, según los informes, tenían encerradas a las seis damas, quienes, por lo que podían observar, recibían muchas visitas. Demasiadas. Irsecel apretó los labios con rabia y murmuró:
-Me dan escalofríos, Alinea. Todos esos hombres parecen esperar algo junto a donde tienen a las prisioneras y no consigo ver ni una mujer en la aldea.
Por temor a que ella se lanzara sin control contra los grupos de tertulianos que mataban la espera aparentemente entre bromas y jarros de vino, Adín no quiso decirle a Isercel lo que sospechaba que esperaban. En cambio, señaló:
-No vemos a ninguna, Indortes, porque no las hay –respondió Adín, también con un deje amargo-, como tú mismo me has dicho muchas veces, según lo que habías observado en tus asaltos. Los piratas cartagineses no traen a sus mujeres consigo. Por ello se pasan la vida secuestrando a damas jóvenes iberas.
-Atenta, Alinea, porque ahí regresa Orison.
Por ser de todos ellos quien mejor conocía la comarca, el padre de Sosi había sido encargado de comprobar que las talanqueras, improvisadas a base de ramas y sogas, estaban siendo colocadas del modo más adecuado; a continuación debía acechar el momento en que el barco de Indíbil se ponía en marcha para cumplir su parte del plan.
Como Irsecel y Adín habían ordenado el silencio más completo, Orison se limitó a mirarles y asentir con la cabeza.
-Indíbil ha comenzado–murmuró Irsecel-, y ahora se trata de que seamos capaces de elegir el mejor momento. ¿Empezamos con el primer fuego?
-No, Indortes –repuso Adín-.Yo creo que tenemos que resistir el deseo de correr. Y además, me parece que cuando el primer fuego comience a resultar visible desde la playa, ya habrá empezado algunos de los demás. Será preferible que aguantemos hasta que veamos cómo reaccionan esos salvajes.
Mediante las señales mudas previamente acordadas, fueron transmitiéndose la orden y los diecisiete ocuparon los puestos respectivos. Sobrecogidos por la tremenda audacia y el peligro de lo que iban a hacer, aguardaron en silencio que el sol durmiera completamente e Indíbil actuase.
Adín e Isercel intuían que en Ilici debía de cundir la impaciencia y el desánimo y hasta era posible que dudasen de la buena fe de la princesa extranjera y sus sirvientes. Adivinaban que con la demora de dos días habría comenzado a extenderse un amargo manto de pesimismo sobre la ciudad y probablemente creerían que habían fracasado, y hasta podían suponer que habían muerto todos.
Pero habían acordado y decidido no mandar ningún mensaje tranquilizador, porque temían que un mensajero solitario pudiera ser interceptado y, tal vez, torturado hasta desvelar el nuevo plan. Era éste mucho más difícil y trabajoso que el primero, y no estaban seguros de poder llevarlo a cabo. Pero si lo conseguían, el triunfo sería aplastante.
-Cuando lleguemos ahí abajo, deberás controlar tu ira –murmuró Adín al oído de Irsecel-, si comprobamos que las seis damas han sido usadas para las pasiones de los cartagineses, porque es, sin duda, lo que habrá sucedido. Nadie debe sentirse deshonrado por lo que pueda ocurrirle mientras permanece en cautiverio. Nadie, ni mujer ni hombre. Un cautivo en un ser sin voluntad, y por lo tanto su integridad como persona no se menoscaba por lo que sea obligado a hacer. Algún día, vengaremos las ofensas.
-Yo quisiera que pudiésemos vengar las ofensas mientras les salvamos la vida –repuso Irsecel.
-No conviene ser tan ambicioso, señor –murmuró Orison, que sólo muy de tarde en tarde, y excepcionalmente, se atrevía a hablar a Irsecel-. La vida es ahora lo que importa.
-Orison tiene razón, Indortes –dijo Adín-. Salvar la vida de esas seis damas es más de lo que esperan en Ilici que consigamos, cuando tanto nos hemos retrasado. Ni esperan más ni conseguiríamos hacerlo sin correr riesgos que serían insuperables. ¿Han atado los soldados todos los haces, Orison?
-Sí, gran dama Alinea.
-¿Impregnados de aceite?
-Sí, muy embadurnados.
-¿Has comprobado que están todos los hombres en sus puestos?
-Sí, gran dama.
Adín sonrió mientras asentía a su propio recuento.
Según su habitual forma de actuar en casos extremos, Anibelser había desaparecido de la vista de todos. Consciente de que ella haría algo que él no podía prever, no le indicó acción previa alguna. Sólo debía correr hacia las cabañas cuando quedaran exentas de vigilancia, y presidir la fuga de las seis damas.
-Pues debemos empezar a ponernos en movimiento –dispuso Adín-, porque ya sólo quedan en el cielo rastros rojizos del sol.
















LXXXIII
El arco de la playa era más una huella en su memoria que una realidad visible, porque el poblado y sus ocupantes habían sido devorados por las tinieblas.
Irsecel, Adín y los demás llevaban un tercio de la noche esperando en tensión, sudorosos y acogotados, sin atreverse a hablar ni, casi, a moverse. Apretando los párpados, creían ver lo que ya no iluminaba luz alguna, porque conservaban en los ojos los detalles que habían espiado tanto rato, pero por su tardanza comenzaban a recelar que a Indíbil lo hubieran sorprendido y degollado o, acaso, que él hubiese decidido abandonarles y, en el último momento, desaparecer con las dos piezas de oro que le había adelantado Irsecel, en vez de arriesgar su vida, convencido de que todos iban a morir y nadie acudiría a su playa para reprochárselo ni reclamar el oro.
También había ido disminuyendo la algarabía de marineros borrachos y pendencieros en la playa y junto a las cabañas de las prisioneras, e inclusive el chorro de las meadas y los rumores de conversación entre los cartagineses fueron aminorándose hasta extinguirse.
Supusieron que muchos de ellos dormirían ya, porque el silencio llegó a ser tan completo que, en ocasiones, la brisa les traía el murmullo de la espuma que cada ola dejaba en el rebalaje.
-No te agites, Indortes –aconsejó Adín, que había decidido capitanear el asalto de manera muy efectiva, de manera que pretendía observar y resolver todas las contingencia-. Malgastas una energía que vas a necesitar.
-El furor me dará energía cuando llegue el momento- aseguró Irsecel, cuyo espíritu experimentaba sentimientos insólitos porque, aceptando cierta supremacía de Adín o, al menos, su igualdad, se veía obligada a cada paso a una revisión profunda de todas sus opiniones y hasta de su propio pasado.
Las que hasta un año antes le parecían extravagancias de Adín, ahora las consideraba manifestaciones de una personalidad muy excepcional, un talento que escapaba a todas las reglas, las medidas y los supuestos del clan, de Ilici y de cuanto a ella le habían enseñado en la academia de canto y retórica. Los prejuiciosos supuestos bajo los que funcionaba el Consejo de Madres y la aristocracia ilicitana eran ojos voluntariamente cegados para no reconocer la verdad. En medio de su nuevo convencimiento, centelleaba la idea completamente irreverente y algo lacerante de que daba igual ser hombre o mujer, que no había diferencia alguna, que el menosprecio de las damas hacia los varones era tan estúpido e injustificado como si ese mismo desdén lo mostraran los varones con las damas.
Adín llevaba varias semanas deslumbrándola con lo atinado de sus ideas y estrategias y ahora, desde el mediodía, no podía más que desorbitar los ojos ante cada una de las determinaciones que él había adoptado frente a los inconvenientes e imprevistos con que se habían tropezado en tan pocas horas. La capacidad de repentizar cambios para superar los obstáculos y las dificultades le parecía casi sobrenatural. El hermoso joven disfrazado de princesa, cuyo hombro se rozaba con el suyo ahora, era un ser superior. El género no tenía importancia, pero a ella le complacía sobremanera que el de Adín fuese masculino, porque lo amaba conuna intensidad que no hubiera imaginado nunca que sería capaz..
Algo en el aire, puesto que la oscuridad era total, hizo que Adín comprendiera que Irsecel había cambiado. No hacía tanto tiempo que ella respondía con escepticismo y a veces con sarcasmos a algunas de sus opiniones y sugerencias. Eso había dejado de ocurrir y los últimos días el asentimiento de ella era pleno casi a todas horas. Suspiró. Todas esas novedades deberían hacer que la quisiera más aún; pero la sombra de la traición cometida junto con Istolacio seguía interponiéndose entre su corazón y su cabeza.
-No consigo ver nada –comentó Irsecel.
-Apenas se distinguen las cosas –corroboró Adín.
Hacía rato que ese eclipse casi total era absoluto en la zona donde se encontraban las dos cabañas donde encerraban a las secuestradas. Adín intentaba hacía rato deducir dónde podía encontrarse Anibelser, pero le resultaba imposible.
Los dos otearon escrutadoramente hacia abajo, en dirección a la playa y el mar, pero la gente y las cosas materiales de la aldea, y la aldea misma, parecían estar siendo eclipsadas por un encantamiento que avanzara poco a poco. Daba la impresión de que un sortilegio estuviera desmaterializando a los cartagineses, la aldea, las seis damas, los barcos y la playa.
Ahora, todo lo que podían ver residía más en su mente que en sus ojos. Una gama de negros ligeramente azulados, más el tenue reflejo de las estrellas en la estela de espuma dejada por las olas en el rebalaje.
La negrura más opaca estaba ganando terreno, como si hubieran emergido monstruos de las profundidades que estuvieran adueñándose del pequeño puerto.
Por todo ello, el resplandor de la primera llamarada les hirió los ojos como si el sol hubiera regresado de repente. Con un fogonazo que les hizo comprender que en la bodega debía de haber varias ánforas llenas de aceite, vieron que el primer navío ardía y los demás estarían a punto de brillar también, convertidos en hogueras, que ya habría prendido Indíbil por el lado de mar abierto. Según el plan, también habría incendiado los botes que hubiera amarrados de ese lado y, a continuación, escaparía hacia su playa, si no había escapado ya, antes de que algún cartaginés pudiera identificar su navío e, inclusive, antes de que ninguno pudiese descubrir la presencia y fuga de un barco intruso.
Al instante siguiente, se produjo una algarabía de voces y más presintieron que vieron que los cartagineses corrían con desesperación hacia la playa, lanzándose algunos al agua para tratar afanosamente de sofocar los fuegos, lanzando agua hacia arriba con lo que tenían a mano, toneletes, ánforas y jarros. Pero el fuego iba a consumir sus barcos sin remedio y con rapidez sorprendente.
Irsecel dijo:
-Mirad, los que rodeaban las dos cabañas donde tienen a las damas también han corrido hacia la playa.
Ahora sí resultaban visibles, se dijo Adín. Aunque no comprendía lo que estaba sucediendo con su capacidad de visión, sí estaba convencido de que no se trataba de efectos naturales. Aunque no podía confirmarlo, porque no había visto ademanes ni gestos de Anibel, y ni siquiera la veía a ella, daba por cierto que estaba actuando de un modo que no conseguía comprender. Ello representaba un ingrediente de los hechos que le gustaría poder prever, como todo lo demás; pero el resultado era que cuanto ocurría de extraordinario encajaba con sus determinaciones ordinarias de modo perfecto. Si se trataba de que Anibelser estaba actuando y no de alguna laguna de su capacidad de percepción, la actuación de Anibelser complementaba eficazmente sus iniciativas.
Ahora, se daban las circunstancias que para lo principal comenzase.
-Es el momento –murmuró Adín-. Indortes, prepárate para el rescate, junto con Sosi y Anibelser, si la encuentras,, y consigue por lo que más quieras que esas damas no griten ni exclamen loores, ni te muestren agradecimiento. Que salgan tan en silencio y tan aprisa como hemos acordado. Yo estaré protegiendo la vía de escape junto con seis soldados. Orison, corre a dar la señal a los otros seis.
Orison echó a correr y transcurrieron unos minutos en que todo pareció haberse detenido de nuevo. Las llamas del incendio de los buques, movidas por la brisa, era la única nota de movimiento en una escena en suspenso. Presos del estupor, los piratas cartagineses contemplaban el fuego, medio sumergidos en el agua, impotentes, desesperados por su incapacidad de apagarlo.
Entonces empezaron a oír el ruido, que al principio fue una especie de rumor muy remoto, algo que escuchaban tan sólo porque sabían que debían oírlo, pero percibieron que se aproximaba con mayor rapidez de lo que habían calculado. El terror debía de estar funcionando como un estímulo prodigioso. El ruido había comenzado sonando igual que un ligero traqueteo de guijarros movidos por el paso lejano de un tropel de gente, pero progresivamente fue aumentando hasta convertirse en un estruendo semejante al de un terremoto.
Poco a poco, el seísmo no sólo era audible; también sentían retumbar la tierra con la avalancha, y llegó un momento en que todo a su alrededor se agitaba y el ruido llegó a ser ensordecedor cuando vieron pasar las primeras llamaradas como centellas.
El espectáculo que siguió tenía los visos de una escena mitológica contada por un rapsoda griego. No parecía real. Ni él, que la había imaginado y organizado, podía creer que estuviera sucediendo realmente.
Al prender los seis soldados fuego a los haces de paja amarrados en sus astas, los catorce toros habían corrido en tropel entre las talanqueras de ramas y sogas amarradas a los troncos de los árboles, desmandados pendiente abajo igual que un alud avasallador, e irrumpieron como arietes ñegendarios en la playa poblada de chozas, sembrando la noche de gritos de lamento y rendición.
Cautivos los cartagineses entre el fuego de sus barcos y el monstruo que se precipitaba hacia ellos desde el bosque, quedaron petrificados por el terror, la mayoría sumergidos en el mar hasta la cintura.

ENTREGA VIGESIMOQUINTA 21-VI-2011


Presos a su vez de su propio espanto, los toros corrían de un lado a otro sin orden ni concierto, mugiendo como bestias rabiosas y moribundas, e iban tropezando con las chozas y aplastándolas, hasta quedar sólo montones de leña que en seguida se convertían en hogueras por las chispas transportadas en los cuernos de los animales.
Los cartagineses dejaron de gritar y los dos jóvenes notaron que algunos, movidos por su desesperación, nadaban furiosamente mar adentro, donde muchos hallarían la muerte.
Desde su puesto de observación, Adín seguía con la mirada el desplazamiento de Irsecel, Sosi y la madre de ésta, que la muchacha había sabido encontrar. Las seguía porque a pesar de la intensa luz de los incendios no conseguía ver las cabañas de las prisioneras, que parecían eclipsadas tras una palpitante nube de hollín. También las tres mujeres desaparecieron cuando ya se hallaban muy cerca.
Adín dio por cierto que estaba siendo víctima de un peligroso sortilegio, el cual le privaba de visión en un momento tan comprometido como ese, cuando debería poder verlo todo con detalle por si ellas necesitaban su intervención.
Irsecel y las dos mujeres no encontraron ningún obstáculo alguno en su carrera hasta las prisioneras. En seguida, las seis damas salieron al exterior y corrieron en pos de sus tres salvadoras, y no prestaron ninguna atención a los siete hombres que protegían la escapada.
Una vez que consiguió volver a verlas triunfadoras y entusiasmadas, Adín aceptó con emoción la mano que Irsecel le ofreció diciéndole:
-Princesa Alinea, hemos ganado esta batalla. Ahora, corramos.




















LXXXIV
Tal como solía ocurrir siempre en los reinos de la comarca, la noticia del triunfo corrió más que el creciente cortejo formado por Irsecel, Adín, las seis rescatadas y los quince acompañantes.
Varios centenares de pasos antes de llegar a la puerta de Ilici, tuvieron que detenerse un instante, maravillados por la aparatosidad del despliegue. Los adarves estaban abarrotados de gente portando estandartes y oriflamas, y de todas las murallas pendían los ornamentos más lujosos existentes en la ciudad, colgaduras y tapices aportados por los clanes de la aristocracia. Se habían apresurado mucho, se dijo Irsecel, pues la ornamentación lucía más espléndida que en la más solemne de sus celebraciones.
Adín no recordaba nada parecido.
-Indortes, ¿recuerdas algún festejo con tanta pompa?
-La verdad es que no, Alinea –respondió Irsecel, cuya perplejidad le hacía preguntarse por las consecuencias que pudieran derivarse de un despliegue tan ostentoso, en el caso de que sus identidades fuesen finalmente descubiertas. .
Hubo cierta agitación y voces en los adarves, y salió apresuradamente a su encuentro una comitiva. Más que comitiva, se desplazaron como un tropel. Los clanes de las seis rescatadas acudían deprisa, impacientes de abrazarlas e interrogarlas sobre sus vicisitudes, y las encopetadas damas no se acordaron de mostrar agradecimiento ni saludar a los salvadores.
Pero en cuanto todos traspusieron la entrada, estalló el clamor. Aunque comenzaba el otoño, los ilicitanos se las habían arreglado para alfombrar de flores todo el recorrido desde la puerta hasta la Plaza del Sol, una hermosa alfombra multicolor y aromática, a cuyos lados se apretujaban todas con los brazos convertidos en voladeras que seguían lanzándoles flores mientras los vitoreaban.
-¡Viva la princesa Alinea! –gritaban.
Llegados a la plaza, Adín e Irsecel descubrieron con preocupación y algo de pánico que el Consejo de Madres en pleno les aguardaba, de pie ante el salón y destacando, a causa de la aparatosa guardia, sólo un poco de la multitud enardecida. Hasta la mismísima Bastugitas se encontraba de pie en el mismo lugar, con su figura hierática a pesar de sus años. Cerca de ella, Nespaiser, con su figura regordeta, carente de majestad, aguardándoles un poco destacada de las demás madres del Consejo.
-Deberíamos haber previsto que el éxito del rescate ocasionaría ésto –murmuró Adín, gravemente inquieto-. No podemos hablar. Nos reconocerían. Y en tal caso, no viviríamos para ver el atardecer de hoy.
-Tienes razón –concordó Irsecel-; tienen oportunidad de examinarnos todo lo que no le hemos permitido desde que vinimos a la ciudad. Sosi debe representarnos. No hay otra posibilidad.
Adín miró hacia Sosi, la hija tan ricamente exornada, pero los ojos se le desviaron involuntariamente hacia su madre, Anibelser, que había vuelto la cabeza para mirarles a él y a Irsecel y, a continuación, había alzado los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia el Consejo de Madre. De lo que ocurrió a continuación, no se dio cuenta, porque creyó conveniente preguntar a Irsecel:
-¿La crees capaz?
Irsecel asintió primero con la cabeza. Miró a Sosi, que se mostraba en esos momentos exageradamente arrogante frente a las madres del Consejo. Notó el desconcierto y la ira contenida de Nespaiser, que estaba siendo deliberadamente ignorada por la que iba a actuar de mensajera.
-Espero que Sosi haya aprendido lo suficiente para salir del paso –comentó Irsecel mientras obligaba a su caballo a emparejarse con el que montaba la muchacha, detenido frente a Nespaiser, a sólo un paso de ella.
-Tienes que hablar tú –le ordenó Irsecel a Sosi, muy quedo-. Dile a esa mujer que se adelanta un poco con respecto a las demás que la princesa y yo agradecemos el recibimiento, pero que no dominamos suficientemente la lengua como para hablar con nuestras palabras y por ello te lo hemos encomendado a ti. Dile también que no deseamos más homenajes ni honores y que lo único que ansiamos es que esas seis muchachas olviden pronto su pena. Infórmale de que la princesa ordena no ser molestada esta noche ni mañana.
La escena pareció el grabado estático de una cratera.
Las ilicitanas habían dispuesto a varios adolescentes con las galas de los antiguos sacrificios, casi desnudos bajo túnica corta que les descubría casi todo el pecho, y coronados de flores, que se postraron ante ellos portando un jarro de vino en la mano derecha y una torta en la izquierda, los cuales les ofrecieron con la actitud de quienes se postraban ante la diosa Isbel. Irsecel sabía que, según el protocolo, debían apearse de los caballos y aceptar las ofrendas, pero disponían de la excusa de sus costumbres extranjeras. Sin desmontar, mantuvieron las cabezas erguidas, sin apenas mirar de frente a las grandes damas, sobre todo eludieron cruzar sus miradas con la de Nespaiser y Bastugitas, y aguardaron con expresión impasible a que Sosi transmitiese el mensaje.
Más ducha en los menesteres cortesanos que Adín, Irsecel detectó la ira contenida de su madre. Pero notó también la mirada incisiva de Bastugitas a su nieto disfrazado de princesa extranjera.
Definitivamente, existía la voz de la sangre, porque aunque la anciana dama se mordía los labios con expresiones que no conseguía descifrar, en sus ojos había una chispa de felicidad notable.
Pero en vez de reconocer al nieto, Bastugitas había reconocido al abuelo, el filósofo griego Tilefos. Con el corazón encogido y una lágrima pugnando por escapársele se preguntaba si la bella princesa extranjera sería también, como Adín, y por una insólita coincidencia, nieta del hombre que, aunque brevemente, era el que más había amado en toda su vida.
También Irsecel detectó algo completamente imprevisto y la mar de desconcertante, aunque le produjo más ganas de reír que alarma. La mayoría de las damas jóvenes en edad de tomar consorte, la miraban con ojos ansiosos y calculadores de las posibilidades de cada una de ellas de tomar para sí al hermoso aunque pequeño general extranjero. Notó con cuanto interés examinaban los pliegues que formaba la clámide en su entrepierna; seguramente, trataban de deducir si no sería un eunuco, desorientadas por la delicadeza de sus proporciones.












LXXXV
Una inundación de nostalgia había anegado su pecho.
Terminada la ceremonia pública, Bastugitas regresó a su sitial y permanecía ahora con la cabeza vuelta hacia la ventana desde hacía mucho rato, a ver si todavía conseguía entrever de lejos la silueta incomparable de su perfil.
¿Qué relación podía haber entre esa princesa extranjera y el filósofo griego Tilefos, que era, en realidad, el abuelo de Adín, cosa que todos ignoraban en Ilici?
Evocó las calurosas tasrdes enlos brazos de Tilefos. Aquel hombre no se comportaba como los varones de Ilici, nada sumiso y en cambio, arrogante, pero nunca había sentido impulso de abofetearlo porque lo que le apetecía a diario era postrarse ante él y adorarlo, pues si existían el Olimpo y los dioses de los que él hablaba para ilustrar su filosofía de las conductas, él mismo tenía que ser un semidiós. Nunca había contemplado tanta belleza en un solo rostro, fuera mujer u hombre. La belleza de Tilefos era no sólo armonía de unos rasgos perfectos; era también luz interior, la inteligencia indescriptible que se le escapaba por la mirada.
Tanto Adín como la princesa Alinea habían heredado mucha de tal belleza.
Ante el salón del Consejo, se había quedado sin habla, con el corazón desbocado. Tenía un sollozo abortado en la garganta y en los ojos, un vendaval de caricias y placeres nunca superados convertidos en espinas de su nostalgia, un anhelo que a veces era añoranza insoportable a pesar de su edad. La princesa Alinea no podía ser etrusca, como se comentaba, ni ibera de un reino norteño, que era otro de los orígenes que las chismosas de Ilici le atribuían. Aunque jamás la hubiera visto, Alinea era parte viva de su pasado. Era exactamente igual que Tilefos, tan bella como él. En realidad, más hermosa aún, porque en su rostro la angulosidad masculina se había suavizado para convertirla en una especie de diosa del Olimpo.
Había oído de pasada un comentario de Istolacio con el que no podía estar más de acuerdo, y debía ayudar a convertirlo en realidad. En cuanto consiguiera recuperarse del torbellino de emociones que agitaba su pecho, iba a mandar a Nespaiser un mensaje apoyando sutilmente el propósito del escultor.
No había en Ilici ni, seguramente, en el mundo, nadie con mayores méritos.



LXXXVI
Sólo habían pasado dos días desde el rescate cuando Istolacio acudió a su puerta. Se había puesto su mejor vestido y cubierto con cuanto oro poseía, seguramente para dejas sentado desde el principio que él era alguien importante en el reino.
Adín lo vio llegar a través de una rendija de los cortinajes y decidió ocultarse aprisa y aguardar a que Irsecel decidiese salir a su encuentro, con ánimo de espiarles con objeto de descubrir por fin la hipocresía y la traición de los dos.
Pero la muchacha también lo había visto llegar con gran alarma. Corrió al patio y ordenó a Sosi que saliera a recibirlo.
-Solamente, pregúntale qué desea y déjalo hablar. Rehusa toda petición de llamarnos y no le digas si la princesa y yo estamos o no en la casa. No sabes nada y niégate a hablar, pero trata de que él te diga todo lo que venga a decir.
Sosi atinó a cubrirse con el más recargado y brillante de los mantos y salió lenta y majestuosamente al salón, afectando los aires altaneros de una dama desdeñosa. Istolacio bajó la cabeza a modo de saludo y aguardó su pregunta:
-¿Qué deseas? –preguntó Sosi.
-Debo hablar con tu princesa.
-Eso es impasible.
-¿Quién es impasible?
-Que no se puede.
-¡Ah! Quieres decir “imposible”. Pero es indispensable que hable con ella, porque he recibido un encargo de la Madre Mayor. Sabrás que en esta ciudad, por encima de la Madre Mayor sólo está la Gran Dama Reina. O sea, que Nespaiser es la máxima autoridad de gobierno. Madre Mayor Nespaiser me ha ordenado que retrate a la princesa Alinea para una representación de la diosa Isbel.
-¿Una representación de teatro?
-No, ilustre dama. Creo que vuestras costumbres foráneas os desorientan. Se trata de tallar una escultura en madera reproduciendo la cara y la majestad de la princesa, para simbolizar la majestad y la belleza de nuestra madre Isbel.
-Bueno, pues si necesitas tanto esa cultura, tendrás que esperar. Y esa madre, si es muy mayor, que se aguante. Y si es mayor, pero no demasiado vieja, que espere sentada, porque si no podría cansarse, porque la princesa Alinea ha decidido darse un respiro después de tanta proezas, que de tanto proezar está cansada como un burro en la noria, y ha ido con su general a unos baños milagríficos para que el mensaje por todo su cuerpo la libere de sus tensiones. Además, mi señora no quiere tratos con nadie, ni madre ni padre, ni diosa Isbel, y tampoco sé cuándo volverá, porque volver, volverá, pero a ver, porque, como tú comprenderás, lo que no puede ser, es imposible.
-Pues voy a permanecer de guardia en la puerta hasta que tal acontecimiento tenga lugar.
-En esta casa, guardia es lo que sobra. Vete ahora mismo, inmediatamente, en seguida y al instante, si no quieres que te eche aceite ardiendo. Y si aguantaras el aceite hirviendo, te echaría el can Cerbero que lo guardo ahí detrás, porque lo cazó mis señora el año pasado en el Jardín de las Hespérides.

















LXXXVII
-Esto parece un chascarrillo –comentó Adín-. Hace un año, me cubrieron la cabeza de ceniza y casi estuvieron a punto de exiliarme, y creo que hasta hubieran podido emascularme o matarme. Ahora, me quieren como diosa.
Irsecel sonrió.
-Sí, es una situación demasiado estrafalaria. No creo que a la larga puedas negarte, Adín, pues si te cerrases en banda tendríamos que echar a correr y abandonar Ilici. ¿Qué vamos a hacer?
-Tengo la imaginación bloqueada, Irsecel. Si me pongo ante la mirada de cuchillos de Istolacio, descubrirá quién soy en menos de un instante, por muchas joyas y mantos que me pongas encima. Y tampoco creo que tú puedas permanecer mucho rato cerca de él sin que te reconozca. Los ojos de Istolacio son hechiceros, tú lo sabes. Y más, para lo que ama.
-¿Istolacio te ama? –la pregunta de Irsecel carecía de malicia.
De hecho, en los años pasados muchos en Ilici había llegado al convencimiento de que Adín era el efebo del escultor.
Pero Adín ni siquiera sospechó el sentido de la pregunta de Irsecel.
-No creo que yo sea su amigo más amado, precisamente. Por las trazas… y por sus actos, no se puede hablar de… sentimientos cuando abunda la felonía. Pero, en cambio…
-Hablas de un modo confuso. No acabo de comprenderte.
Adín suspiró. De improviso, volvía a sangrarle la herida del amor contrariado, cuando tenía algo tan urgente que resolver.
-Si no podemos negarnos, ¿qué más podemos hacer para imposibilitar que Istolacio llegue a reconocerme?
Irsecel se acercó a Adín, para examinar con mucha atención los rasgos de su rostro, pero la proximidad hizo que el olfato del muchacho se llenase de su aroma y se le erizó el vello de todo el cuerpo, al tiempo que se abultaba la túnica. Ansiaba abrazarla y ella probablemente no se lo recriminaría si lo hiciera, pero las espinas del recuerdo de aquel atardecer ante el taller de Istolacio continuaban siendo igual de lacerantes.
-Creo –dijo Irsecel sin parar de examinarlo con mucha atención- que podemos afinar tus cejas y maquillarte los ojos con negro de humo. Te advierto de que arrancarte los pelillos de las cejas te dolerá, pero con ello parecerías aún más “bella” y creo que desorientaríamos un poco más a Istolacio. También la boca hay que desfigurártela a base de afeites. Podré hacer parecer que tus labios son finos y elegantes como los de una cortesana griega. Y el cutis, habrá que cubrírtelo de esencias y pomadas para que ni se sospeche el bozo de tus mejillas. La cuestión, por otro lado, es que no hables jamás y finjas no entenderle. Eso eliminará tu voz del cuadro mental que él conserve de ti, lo que aumentará las posibilidades de salir con bien. Callarás siempre y fingirás no oírle en ningún momento, como si fueras “sorda”. Será Orison quien hable por ti y quien te transmita sus órdenes hablándote al oído, como cuando nos reencontramos, ¿te acuerdas?
Adín sonrió al evocar la absurda comedia.

















LXXXVIII
El criado mayor Beles acudió presuroso ante Bastugitas, según le había ordenado que hiciera en cuanto se enterase.
La anciana dama observó que las sandalias del criado mayor no habían introducido en el salón ni un grumo de barro, aunque la noche anterior había llovido mucho y gran parte de la plaza era un lodazal. El quitabarros inventado por Adín demostraba su eficacia siempre que llovía y comprobarlo hacía recrudecer su nostalgia por el nieto desparecido. ¿Qué sería de él? Se le retorcía algo en el pecho al pensar lo mal que podía estar pasándolo y los peligros a los que, tal vez, se exponía temerariamente, siguiendo los pasos de aquel atolondrado aventurero que había sido su padre. Ahora, la presencia de esa princesa extranjera cuyo rostro parecía una copia femenina de Tilefos, el filósofo griego de belleza sobrenatural que era el verdadero abuelo de Adín, le obligaba a pensar en su nieto más que nunca.
-Habla, Beles –autorizó Bastugitas a su criado, que se mordía los labios de impaciencia.
-Ya han salido para allá, gran dama.
-¿Quién acompaña a la princesa?
-El general, la dama noble que dicen que es estrusca, aunque habla como nosotros, y el criado mayor Orison. En la casa se ha quedado sola la bruja de velo negro.
-Bien. A la princesa y sus acompañantes les dejaremos el día de hoy. Mañana temprano, lo prepararás todo y en cuando salgan, partiremos nosotros también hacia el taller de Istolacio. Pero ahora, necesito que vayas a hacerte amigo de la mujer del velo negro.
-¿Yo, gran dama?

ENTREGA VIGESIMOSEXTA 24-VI-2011


-Sí, no te asombres. En los países de donde ellos vienen, tratan a los hombres en pie de igualdad y no es necesario que esperen autorización para hablar. Acércate a ella con cualquier pretexto y trata de sonsacarla.
-Ordenadme vos qué decirle, porque a mí no se me ocurre nada.
Bastugitas asintió en silencio. En ocasiones, le impacientaba la pasividad servil de Beles y otros hombres, fuera cual fuese su posición. No eran capaces de actuar con ninguna autonomía en ningún caso, ni para improvisar chismes de mercado.
-Escúchame con atención, Beles. No quiero tener que repetírtelo. Te diriges a la casa de la princesa y llama a voces a la mujer de velo negro. Si, como crees, es verdad que es bruja, ella sabrá que llegas y saldrá a recibirte. En caso de que tengas que llamarla, descarta que tenga ningún poder. En tal caso, cuando acuda dile que necesitas una medida de harina, porque nuestros proveedores se han retrasado. Dile que estás dispuesto a pagar por esa medida, salvo que se fíe de nosotros y decida prestártela. Cuando vuelva del interior de la cocina a darte la harina, dile que yo soy una gran dama pero tengo contigo muy malas pulgas…
-¡Gran dama, jamás hablaría así de vos!
-Te ordeno que lo hagas. Dile que tengo muy malas pulgas y secretos inconfesables, como que me crujen las tripas igual que una fuente termal y que me peo mucho por las noches. Todo eso le dará pie a criticar a sus propios jefes, esa princesa y su general eunuco. Te dirá si la princesa la maltrata, que supongo que sí porque es una dama muy alta y fuerte y, por su altivez, debe de tener mal carácter. Cuando ya te haya hecho confidencias, trata de que te diga su origen y si es de verdad una princesa, porque mi impresión es que pudiera ser una rica cortesana griega. Se trata de un pálpito que no puedo explicarte, pero por ciertas características casi podría jurarlo por la cabeza de Isbel. Menciona Grecia sólo de pasada, porque ella podría olerse algo raro. En todo caso, logra que confíe en ti e, inclusive, trata de enamorarla…
-Pedro todo el mundo dice que es bruja.
-A lo mejor es sólo un oráculo. En los reinos extranjeros es frecuente que sus príncipes lleven en su séquito un oráculo privado, que hace encantamientos sólo para ellos.
-Pero, si me permitid, Gran Dama, esa mujer no hace encantamientos sólo para su princesa. Son muchas y muchos los que aseguran haberla visto accionar con las manos frente a cosas que nadie puede explicar.
-No podemos fiarnos de lo que diga la voz pública de Ilici. Aquí los chismes corren más que conejos y son menos de fiar que un lobo con cabeza de serpiente.
Mientras reculaba para despedirse, Beles vio algo a través de la ventana.
-Parece que la dama Ilurtibis viene a visitaros, gran dama.
-¡Oh, otra vez!
Bastugitas forzó un poco la cabeza para mirar por la ventana. Lamentablemente, Ilurtibis estaba demasiado cerca como para tener tiempo de abandonar el salón y esconderse en las dependencias del fondo de la casa. Inspiró hondo, frunció varias veces los labios, sacudió los hombros y después de todo eso consiguió fingir una sonrisa de bienvenida en el momento que la dama entraba en el salón.
-Oh, gran dama –dijo Ilurtibis-, perdonad que no os haya anunciado mi visita, pero es que el asunto es grave y no puede aguardar. ¿Sabéis que la princesa Alinea va a ser, por fin, el modelo que representará a la diosa Isbel?
-Sí. ¿Cuál es tu urgencia?
-Una extranjera… Tal vez se enoje la diosa.
Bastugitas sonrió.
-Querida mía, si Isbel es una diosa capaz de influir en nuestra vida y en la de todos los reinos, seguramente no tendrá preferencias por el rostro de alguien de ningún reino concreto. Le dará igual de dónde proceda la modelo que, en este caso, posee todos los méritos para representar dignamente a la diosa. No olvides que rescató a tu hija.
-No lo olvido, gran dama. Pero siento que eso no está bien. ¿Hemos de postrarnos ante una imagen cuyo rostro nos evocará el exotismo de esa señora?
-Si te contara quién posó para la imagen de Isbel que los cartagineses quemaron…
Ilurtibis no consiguió disimular el apremio de su voz, al creer que iba a escuchar uno de los chismes que tanto la emocionaban.
-¿Quién, gran dama?
-No puedo decírtelo, Ilurtibis –Bastugitas reprimió la sonrisa que le producía recordar que la Madre Mayor que había ordenado tallar la escultura quemaba, había impuesto como modelo a una esclava persa que había comprado hacía muchos años y de la cual estaba enamorada. .















LXXXIX
Istolacio contempló desde su lecho el perfil esbozado la mañana del día anterior. La madera lucía todavía sin desbastar, pero aun así podía adivinarse que iba a constituir la materialización de todos sus sueños. Por fin estaba tallando un rostro que no era una máscara de expresión congelada, sin alma. Había conseguido reproducir la dignidad dura y enérgica de la princesa, pero la fuerza sobrenatural de eso rostro no embozaba ni desfiguraba su armonía celestial. La faz que se adivinaba en la talla estaba viva, casi fruncía los labios como si sintiera algo de pudor. Era exactamente el gesto que había compuesto muchas veces la princesa Alinea durante la pose, cuando él la miraba fijamente y a muy escasa distancia. Podía adivinarse que sentía nerviosismo por algo, lo que seguramente sería producto del recato natural de quien no estaba acostumbrada a que la mirasen tan fijo ni tan de cerca.
Iba a ser la obra de su vida. Seguramente, terminaría el rostro esa misma mañana. Con el resto de la figura, tendría que transigir con la tradición, ya que iba a ser una imagen que sería vestida con ropas reales verdaderas, llenas de oro y símbolos de clanes prendidos con fíbulas, y cubierta con un peinado auténtico realizado con pelo natural cortado a una muchacha virgen. El tocado de pelo y aparatosos aros de oro proporcionaría a la figura el hieratismo tradicional de todas las damas iberas, pero el bellísimo rostro sería obra suya, obra libérrima que no podía contener mayor humanidad.
Sonrió complacido; se dio media vuelta en el lecho e intentó dormir, para que la llegada de la princesa y su séquito le encontrase completamente descansado, ya que ese día no pararía de trabajar hasta dar por terminada la talla del rostro.
Beles dudó largo rato ante la casa de la princesa Alinea. El día anterior no había conseguido respuesta y parecía que ahora tampoco la iba a conseguir. Pese a cuanto dijera la gran dama Bastugitas, tan sabia ella, estaba seguro de que se equivocaba en este caso. La mujer de velo negro era una bruja malvada, que había adivinado el porqué de su encomienda.
Volvió a llamarla.
-¡Eh, bella dama! Acude a la puerta, que vengo a transmitir un recado para tu princesa.
Anibelser oyó la llamada, como la había oído el día anterior. Pero ese hombre que veía por la rendija del cortinaje era un simple criado, aunque fuese el criado principal de la casa más noble de la ciudad. ¿Le permitiría la princesa hablar con él si estuviera en la casa?
Sospechó que no. Pero, por otro lado, presentía que ese hombre se ajustaba por sus funciones a una parte de sus planes. De todos modos, ¿podía creer que la princesa que era en realidad un muchacho era realmente una princesa?
Si no lo fuera, ella no tendría ningún compromiso de servidumbre.
Y menos en esta ciudad, donde las mujeres eran tan preponderantes.
Encogió los ojos para examinar fijamente a Beles antes de salir a saludarlo. Ese hombre enjuto y pintado como una estatua egipcia guardaba muchos secretos, que ella podría penetrar con cierta facilidad, secretos cuyo conocimiento seguramente iba a facilitar todos sus proyectos.
-¿Por qué gritas tanto, malcriado?
Beles agachó la cabeza, esperando ser autorizado a hablar, pero Anibelser no sabía que él esperaba eso. Ordenó sin embargo:
-Habla de una vez, malnacido.
Beles expuso la cuestión de la harina tal como se la había dictado Bastugitas, pero Anibelser lo miró con ojos incrédulos mientras componía una expresión risueña y bastante irónica.
-¿La dama ya no te satisface sexualmente? –preguntó Anibelser a bocajarro.
Beles enrojeció. Fue a balbucear alguna frase que demostrase su enojo, pero no consiguió componerla.
-Te voy a decir algo, hombre que te pintas como una estatua y te comportas como un perro desheredado. Morirás sin haber tropezado con lo más íntimo de tu dignidad. Ya no te queda tiempo de encontrar tu esencia.
Beles bajó la mirada. Esa campesina de hablar tosco, que a ver de qué profundidades del averno habría ascendido a su bosque, le obligaba a ver cosas que jamás había querido mirar.
De todos modos, Anibelser le dio la harina y una ristra de pescado seco, diciéndole que ambas cosas eran obsequios que no tenía que reponer.
-Pero quiero que vengas esta noche cuando la gran dama te libere de tus funciones. Me llamo Anibelser. Invócame por mi nombre pero no por esta puerta. Cuando la noche haya dormido completamente al Sol, pronuncia mi nombre a media voz junto a aquella ventana. Estaré esperándote. Tendrás que responder todas mis preguntas, porque de otro modo tendrías gravísimos perjuicios.

XC
Llegaron al taller, por segunda vez, temprano y con suma lentitud. Los portadores de las andas tenían orden de avanzar a paso ceremonial, de modo que ni el más ligero movimiento descompusiera los artificios y atavíos de Adín.
Sólo oían el ligero soplo de la brisa y todo en la colina parecía dormir, inclusive el escultor y su servidumbre.
Pero detrás de ellos, en cuanto traspusieron la muralla, la ciudad en pleno se puso a hervir. Emisarios fueron enviados por todos lados y en todas las direcciones. La Gran Dama Reina quería saber cuándo terminaría Istolacio para calcular el plazo aproximado en que dispondrían de una imagen suficientemente digna para entronizarla, porque ordenaría que se organizase la ceremonia en cuanto la imagen fuese vestida y adornada con suficiente dignidad. Bastugitas fue informada de inmediato, lo que le hizo dar órdenes de preparar urgentemente las cosas para partir y ella se dio a engalanarse como una reina. Pero, por supuesto, Nespaiser también fue informada de inmediato, y en su casa se producían movimientos muy parecidos a los que tenían lugar en casa de Bastugitas. Por su parte, la dama Ilurtibis mandó llamar a las damas, que ya estaban preparadas, a las que había podido convencer de reunirse a esa hora.
-No podemos tolerar que una extranjera sea el modelo de adoración de nuestra madre Isbel.
Las damas reunidas callaron. Se trataba de damas de escasa relevancia, cuya carencia de criterio y discernimiento era notable. Solamente les unía con Ilurtibis la afición desmesurada por los chismes.
-Que haya rescatado a nuestras hijas no le da derecho –continuó Ilurtibis-. Se trata de un honor que implica una grave responsabilidad de honorabilidad.
-¿Y quién, según vos, tendría que ser la modelo?
-¿Por qué no yo? –declaró solemnemente Ilurtibis.
Todas las presentes rieron, pero disimularon prontamente el gesto por temor a que Ilurtibis interpretase como burla lo que realmente lo era. .
Entre tanto, los preparativos en el taller de Istolacio habían terminado. Adín, dentro de las galas de la princesa Alinea, tomó asiento en el sitial situado sobre una pena y compuso el gesto tal como el escultor se lo indicó. Verlo tan cerca le producía gran nerviosismo. ¿Era posible que Istolacio no se diera cuenta de que examinaba un rostro que había visto madurar y que había contemplado miles de veces?
Irsecel, a quien le era más fácil disimular quién era gracias a que se cubría a medias el rostro con el airón de plumas, notó sin embargo que Istolacio le miraba con mucha atención la escasa porción de piernas que aparecía desnuda.
Mientras, la Gran Dama Reina trataba de recibir respuesta a una pregunta que había mandado hacer a la Madre Mayor, sobre la conveniencia de ir en persona al taller del escultor. Además de la necesidad de fijar el día de la ceremonia, quería conocer más íntimamente a esa princesa extranjera, porque le había hecho llegar tablillas de cobre en las que le describía una colección muy interesante de proyectos. Era la Madre Mayor Nespaiser quien se ocupaba de tales cosas; ella sólo podría recomendar su estudio, pero para hacerlo necesitaba conocer el grado de implicación personal que la princesa estaba dispuesta a abordar, porque si ella iba a marcharse pronto, lo que seguramente sería para no volver ¿por qué iba a plantear tantas revoluciones como esa princesa de porte majestuoso e ingenio sobrehumano pretendía?
Quería que Ilici construyera un sistema de riego de los huertos a partir del iber, casi calcado del que una vez había querido poner en marcha el hijo de la hija de Bastugitas. Además, proponía Alinea cavar un pozo muy profundo más abajo de la ciudad, adonde verterían unas canaletas para conducir los excrementos y desperdicios hasta el pozo, donde aseguraba que su lixivación sería eliminada por las fuerzas naturales. También, proponía la confección de unas extrañísimas piezas de calzado, con las que aseguraba que los hombres podrían trabajar con menor esfuerzo y las damas circularían con mayor empaque.
Le parecían cosas muy frívolas, que la princesa Alinea se las planteaba a ella porque seguramente consideraría indigno someter sus proyectos a una inferior, aunque fuese la Madre Mayor; eso demostraba una vez más lo diferentes que eran las costumbres de Ilici de las extranjeras, porque la realidad era que Nespaiser, como todas sus antecesoras, no daba ocasión a que las Grandes Damas Reinas tuvieran que sentir ninguna inquietud y, por lo tanto, se ocupaban ellas personalmente de resolver todas las cuestiones de gobierno. Se preguntó por la conveniencia de mandar llamar a Nespaiser para transmitirle los proyectos de la princesa, pero dado que, últimamente, los informes hablaban de incursiones de los cartagineses demasiado cerca de la ciudad y que las generalas informaban de una nutrida red de espionaje a favor de los africanos, ¿sería conveniente `plantear proyectos no urgentes y revestidos de un buen grado de frivolidad?
Todo lo que la princesa Ailene planteaba representaba demasiados cambios en una sociedad poco dada a ellos. A ella le costaba enormes esfuerzos imaginar huertos multiplicados por cien o damas que llevaran los pies cubiertos de ese modo que la princesa proponía, en vez de los simples pedazos de piel anudada con cintas enlos tobillos, que era el calzado habitual en Ilici.
Necesitaba meditar más y, sobre todo, debía consultar con Nespaiser el grado de peligrosidad que pudieran representar las actividades cartaginesas.
A falta de oír un consejo cualificado a favor o en contra de los proyectos de Alinea, decidió no actuar. No iría a la casa del escultor.


















XCI
(Vwer Tres páginas antes, Beles y Anibelser)
Toda la ciudad había sido profusamente engalanada. A causa de la aparatosidad de los exornos, cadenetas, alfombras de flores y colgaduras, nadie reparó en que las generalas habían organizado en los adarves un servicio de vigilancia muy severo.
Nadie hablaba de cartagineses ni del temible Arranes, a pesar de que casi todas las damas habían recibido informes de sus servidumbres que hablaban de sospechosos movimientos extramuros.
Adín llevaba dos días encerrado, sin mostrarse públicamente, porque sentía terror.
-Princesa Alinea –dijo Irsecel-. No deberías esconderte, sopena de que alguien comience a sospechar de nosotros. Cualquiera en tu caso, saltaría de alegría por el honor que te han dispensado, y tú deberías simular júbilo, al menos. Ser modelo para una diosa no es un honor que se brinde a mucha gente.
-Van a descubrirnos, Irsecel.
-No me llames así ni en privado, que aquí las paredes oyen.
-¿Y qué alegaríamos?
-No van a descubrirnos, Alinea. Desde que nos residenciamos en esta casa, ha pasado más de una Luna y nadie ha mostrado trazas de reconocernos. Cada vez me convenzo más de nadie ve más que lo que quiere ver. Aceptado que eres una princesa exótica y yo un general, sólo nos miran con curiosidad a ver qué podrán criticar o copiar, pero nadie nos analiza.
-¿Tú crees razonable que Istolacio no me haya reconocido? Es como si fuera mi hermano mayor y me ha visto crecer.
-Igual de extraño es que no me haya reconocido a mí.
Adín asintió levemente. Estaba claro; Irsecel se extrañaba porque habiendo llegado a tantas intimidades con el escultor, él no fuera capaz de descubrir su verdadera personalidad.
-Bueno… -rectificó Irsecel-. En realidad, que no te haya descubierto a ti es sumamente extraño, puesto que ha mirado como si tuviese que desmenuzar tu rostro. Es lo que te digo yo. Tampoco él ve más que lo que siente que debe ver. Habla constantemente de tu majestad y dignidad, y como tales virtudes se adecuan a la imagen que él considera que debe tener una diosa, sólo busca eso en ti, y descarta cualquier sospecha que pueda dictarle su intuición.
-Tiemblo cada vez que pienso en el día de mañana.
Iban a comenzar la ceremonia de entronización con la nueva salida del Sol.
-Pues no deberías, Alinea. Recuerda que estarás encaramada en lo alto de un trono más alto que el de la propia Gran Dama Reina. Allí arriba, sólo te mirarán esquinadamente, sin atreverse a mirarte los ojos como si fueras realmente la diosa.
-¿Y si me piden que hable?
-No lo harán. En lo alto del sitial donde estarás, serás tan diosa como tu imagen. Y nadie espera que una diosa hable.
De todos modos, Adín apenas pudo dormir esa noche. Orison e Isercel le hicieron levantar para el exorno poco después de la medianoche, a fin de que el amanecer lo encontrase dispuesto.
El problema se planteó cuando llamaron insistentemente a la puerta. Una comisión de damas muy cercanas al Consejo de Madres, acudían a participar en los preparativos.
-¿Qué hacemos? –preguntó Adín, aterrorizado.
-Orison –ordenó Irsecel-. Sal a la puerta y hazlas esperar hasta que yo te avise. No pueden ver desnuda a la princesa. Yo la bañaré y le pondré la túnica básica antes de llamarte.
Durante el tiempo que Adín estuvo sumergido en la pequeña pileta, no pararon de reír. Él se cubría pudorosamente los genitales, parodiando la que hubiera sido su propia actitud en el caso de ser sorprendido desnudo por las visitantes. Habían dicho que venían a colaborar en el exorno, y de hecho todas ellas cargaban grandes envoltorios que seguramente contendrían jodas y abalorios; pero él estaba convencido de que acudían, sobre todo, a cotillear; Irsecel lo confirmó:
-Es la costumbre; siempre que se entroniza una imagen de Isbel, todas aportan lo mejor que tienen para colaborar a la brillantez de la imagen; pero ten la seguridad de que quieren verte “desnuda” y desprovista de las galas principescas. Tratan de encontrarte algún defecto, para tener de que hablar cuando esta noche, después de la ceremonia, se reúnan a contarse la mayor cantidad de chismes posible.
Adín sonrió. Si le permitieran ver esa desnudez, seguro que los chismes serían los más sonoros de la historia de Ilici.
A esa misma hora, y casi engalanado y dispuesto a llevar ceremoniosamente la imagen para su entronización, Istolacio esculpía la piedra afanosa y urgentemente. La talla en madera resultaba tan venerable y bella una vez vestida, que había decido esculpir una copia en piedra para la posteridad. La historia reciente de Ilici demostraba que una imagen de Isbel en madera nunca era para siempre. A lo largo de su corta vida, él había conocido dos imágenes y ésta que debía portar a la Plaza del Sol iba a ser la tercera. Solía ser lo primero que incendiaban los enemigos. No podía resignarse a que algo tan bello pudiera no pervivir. Tenía que terminar los trazos básicos en piedra antes de que sus criados portasen la imagen en andas; después, le bastaría con su memoria, porque ese rostro lo tenía minuciosamente grabado en su mente con todos sus detalles y toda su majestad.
Por exigencias del protocolo, también Istolacio fue portado en andas modestas tras las muy exornadas que portaban la imagen de Isbel. En la plaza no podía caber nadie más. Sintió un pellizco extraño en el pecho cuando vio a la princesa Alinea sentada en su altísimo sitial y, a su lado, el pequeño general. Verlos juntos a los dos le producía sentimientos muy extraños y sumamente inquietantes. Desde el comienzo, no había podido mirarlos a los dos demasiado fijamente, porque le asaltaba unos ramalazos muy incómodos de turbación. Curiosamente, él, que siempre había sido el gran amante secreto de todas las damas, sentía una inclinación irresistible por el general. ¿Qué podía estar ocurriendo en su corazón?
Los ilicitanos prorrumpieron en aplausos y aclamaciones cuando la imagen traspuso la muralla.
Ilustibis tuvo que volver la cabeza, con mucho desagrado, hacia las damas que la acompañaban, porque habían prorrumpido en entusiastas aclamaciones y elogios de la belleza de la imagen.
Bastugitas dejó capaz involuntariamente una lágrima, porque la nueva diosa Isbel parecía una versión en femenino de su añorado Tilefos. Se le agolpaba una especie de tensión en torno al cuello que parecía capaz de ahogarla.

ENTREGA VIGESIMOSEPTIMA 25-VI-2011


Nespaiser mandó que la líder de Siniestra Junta, Usarbael, callase y se arrodillara, porque se había expresado de modo gravemente irrespetuoso contra la imagen. Mandó decirle que no interrumpía sus diatribas, Usarbael iba a ser usada como modello para representar el espíritu del mal de las profundidades.
Curiosamente, aunque la protesta y la reconvención habían sido pronunciadas con cierta discreción, pronto corrieron por toda la plaza en forma de chismes y a los pocos instantes daba la gente por sentado que Istolacio recibiría el encargo de esculpir en seguida la imagen en piedra de Usarbael, que sustituiría a la que en la actualidad lanzaban boñigas todas las mañanas.























XCII
A pesar de la fuerte resaca que sentía por tanto vino que había tenido que beber durante la fiesta de entronización, se puso a trabajar en seguida. Casi no había amanecido todavía y, pesar del malestar, trataba de acabar la escultura en piedra de Isbel. A lo mejor, iba a pedirle a princesa que acudiese al menos media jornada para posar directamente, aunque ahora no pareciera necesario. Estaba consiguiendo reproducir con gran fidelidad lo que había tallado en madera. Se retiró un paso atrás y en ese momento incidió sobre el rostro el primer rayo de sol que entró por la ventana. Estuvo a punto de echarse llorar. Esa magia luminosa resaltaba hasta lo sublime la belleza dura y enérgica de la princesa Alinea.
Una vez que el día rompió brillantemente, consideró que la cara estaba terminada. Estaba realizando la imagen en dos partes, el torso y la cabeza por un lado, y luego tallaría el resto de la imagen sedente. Giró alrededor del busto, examinándolo con mirada muy crítica; para su desolación, no se sentía capaz de reproducir el cuerpo sentado en su característico sillón si no tenía el modelo delante. La majestad negligente y soberbia al tiempo que poseía Alinea no se podía comprender más que viéndola. Tenía que mandar recado a la princesa para que acudiera ese día a su estudio.
Tras una corta discusión, Irsecel y Adín concluyeron que era más seguro aceptar la petición del escultor que negarse. Sus constantes negativas y su renuencia a cuantos acontecimientos eran invitados, estaba comenzando a dejar de ser considerado misterio para trocarse sencillamente en enfado por el orgullo herido. Por los chismes que conseguía escuchar Orison en el mercado entre los consortes, se estaba extendiendo la opinión de que Alinea se consideraba a sí misma tan superior, que no quería mezclarse con los ilicitanos.
-Tenemos que detener esos bulos, Alinea. Debemos ir. Vamos a prepararte.
Mientras Irsecel se daba a la ardua tarea de vestir a Adín y maquillarlo, Anibelser espiaba tras las cortinas. Algo le decía que la princesa y el general iban a partir para no volver, pero como se trataba de un pálpito tan absurdo, se lo negaba a sí misma. Lamentablemente, ella no era de verdad una sibila ni nada parecido. Sólo era capaz de hacer lo que hacía a veces, y nada más. Pero cuanto más intentaba ver el futuro para confirmar sus pálpitos, se levantaban murallas impenetrables ante los ojos de su mente.
Pero significaran los pálpitos lo que significasen, y dado que la princesa, el general y su marido Orison iban a salir, ella tendría que permanecer en la casa como si tuviera cosas que guardar, que efectivamente había grandes riquezas que proteger. Si tenía que cegar muchos ojos para ello, sabría hacerlo.
El pequeño séquito llegó discretamente al estudio de Istolacio. Adín se asombró de la perfección de la escultura en piedra.
-Ahora, princesa, necesito que os sentéis en ese sitial de reina, y que adoptéis la pose que os parezca más natural. No he sido capaz de representarme mentalmente la excelsitud de vuestro porte incomparable.
-Pero la cara sí que la has recordado con todo detalle –dijo Adín-Alinea.
Istolacio tuvo un sobresalto, porque era la primera vez que la princesa hablaba en su presencia. Halló que su voz poseía metales que le traían evocaciones extrañas.
-Sí, princesa. Vuestra cara es como si la llevase grabada en el alma…
-Es así desde hace mucho tiempo, Istolacio.





















XCIII
La frase de Adín, pronunciada sin fingimiento alguno de voz y mirando fijamente a los ojos del escultor, acabó de desconcertar a Istolacio. Había sonado una voz sin afectación y algo ronca, una voz que le sonaba a algo muy reconocible e íntimo.
-¿Qué queréis decir, princesa?
-¿Todavía no te das cuenta?
Parado frente al sitial, Istolacio se echó a temblar. La princesa tenía razón; en su presencia, se agitaban fibras indefinibles de su espíritu, pero no había alcanzado nunca a comprender la razón. Divertido por el gesto que componía, Adín sonrió de modo muy afectuoso y, ante el escándalo de Irsecel y los ojos desorbitados del escultor, se quitó el tocado de pelo humano y joyas, y dejó su cabeza desnuda, con sólo la mitra que ocultaba su pelo verdadero.
-¿Todavía no me reconoces?
Istolacio, aún sin comprender por qué, estaba llorando mientras el muchacho que había crecido un palmo en su ausencia se quitaba el manto y la túnica recubierta de abalorios. Muy lentamente y sin dejar de mirarlo a los ojos, Adín se quitó también la mitra, los rodetes de pelo postizo y las joyas de oro, y se puso de pie.
-¡Adín! –exclamó el escultor.
-Así es. Y el general es Irsecel.
Luego de un intento de recuperar la compostura porque temblaba visiblemente, Istolacio inspiró muy hondo, se sentó para recuperar ante el autodominio y dijo:
-Siempre que os miraba sentía que algo me convulsionaba.
-Ha sido necesario que lo sepas, porque necesitamos tu ayuda –aclaró Irsecel.
Ambos relataron brevemente sus aventuras. Con una punzada en el pecho, Adín descubrió el fulgor enternecido con que Istolacio contemplaba el desmontaje del disfraz de Irsecel. No tuvo ecuanimidad para descubrir que el escultor exteriorizaba la misma emoción al mirarlo a él.
-Os van a condenar –dijo Istolacio lleno de pesar.
-Sí –dijo Irsecel- sabemos que eso ocurrirá si nos sinceramos. Por eso necesitamos consejos y ayuda.
Istolacio los abrazó a los dos y se puso en cuclillas frente a ellos, mirándolos fijamente durante una larga pausa. Por fin, dijo:
-Después de haber sido modelo para la diosa, tú no podrías permanecer en Ilici como hombre, porque representa un sacrilegio terrible. Lo tuyo, Irsecel, es menos grave y siempre tienes a tu madre para protegerte. Habiendo llegado tan lejos con vuestra impostura, si no queréis separaros ni que os maten, en mi opinión tendríais que huir lejos y no volver jamás a Ilici.
-¿Y si pedimos consejo a mi abuela? –preguntó Adín.
El escultor reflexionó unos momentos.
-Bueno, que lo sepa Bastugitas no empeorará vuestra situación. Pero no os mováis de aquí. Voy a mandar llamarla con urgencia.


























XCIV
Fue enviado un criado de Istolacio a casa de Bastugitas, con el ruego perentorio de que acudiera inmediatamente al taller. Pero los espías de Nespaiser ya le habían hablado de los movimientos de esa mañana. La princesa y su séquito habían acudido temprano al taller del escultor, quedando en la casa sólo la extraña mujer que se cubría con un velo negro. Y ahora era llamada con extraordinaria urgencia Bastugitas. Algo se tramaba que ella no podía dejar de lado. Interrumpió la sesión del Consejo de Madres, mandó formar su propio cortejo y preparar las andas y se despidió de la Gran Dama Reina con una reverencia apresurada y nada solemne.
Mientras, un centinela de los adarves estaba dando la alarma. Había visto brillar algo todavía en el interior del bosque; pero se trataba no de un escudo ni dos. Estaba convencido de que se acercaba un ejército de cartagineses.
Orison había establecido también un sistema de vigilancia propio. La orden de la princesa, el primer día que llegaron a Ilici, había sido tan tajante en cuanto a que nadie pudiera acercarse a menos de diez pasos de ella, que una vez comprobadas las intrigantes maneras de la ciudad, se vio obligado a establecer discretos sistemas de espionaje que le informaban puntualmente. Uno de estos espías, escuchó la alarma del centinela. Comprendiendo que algo tan importante debían saberlo Orison y el general Indortes de inmediato, corrió en dirección al estudio de Istolacio para avisarles.
Por el camino, adelantó presuroso a la comitiva de Nespaiser a quien le dijo al pasar:
-¡Los cartagineses nos invaden!
Comprendiendo lo que podía estar a punto de pasar, Nespaiser dispuso un fuerte sistema de defensa. También adelantó el espía el cortejo de Bastugitas, pasando de largo sin decir nada porque no le quedaba aliento. La vieja gran dama, a quien nada se le escapaba, encontró preocupante la agitación de ese emisario que corría al lado de sus andas; por la dirección que llevaba, comprendió que iba al taller. Llamó a sus generalas y les ordenó seguir un camino no demasiado directo al estudio de Istolacio y establecer un servicio de vigilancia por si ocurría algo extraño en el intrincado bosque que bordeaba el camino.
En esos momentos, en la casa de la princesa Alinea, Anibelser, que había observado la agitación del espía de su marido que corría al taller a avisarle de la llegada de invasores, estaba subiendo trabajosamente al tejado de la casa. Lo primero que le llamó la atención fue que la plaza hubiera quedado desierta lo que le satisfizo sobremanera aunque confirmaba sus peores sospechas. Observó atentamente todo el perímetro del amplio espacio abierto. Consideró que nadie que estuviera vigilando a hurtadillas por las ventanas observaría que ella se había encaramado al tejado y, cuando se creyó razonablemente libre de testigos, alzó las manos con los brazos extendidos.
Realizó diversos pases tratando de eludir mirar fijamente al Sol, para no ser cegada por el dios. Notó con desazón que Ilici era demasiado grande para ocultarlo. ¿Y qué pasaría con el taller y sus ocupantes? La princesa y su general, y el propio escultor, podían ser masacrados sin que a ella le importase demasiado, pero tenía que salvar a Orison y Sosi. ¿En qué dirección estaba exactamente el taller? Por más que forzó la mirada, no consiguió reconocer la colina; nada podía hacer sino correr por el camino que creía que conducía al taller.























XCV
Una de las generalas de Bastugitas vio el fulgor de unos escudos metálicos y corrió hacia las andas donde viajaba su señora.
.-Gran dama –dijo-; hay extraños en el bosque dirigiéndose subrepticiamente hacia la ciudad. Por el brillo de sus escudos, son cartagineses, pero no he conseguido calcular cuántos puedan ser.
Bastugitas se dijo que se cumplía un vaticinio que había latido muchas veces en su pecho, pero siempre lo había descartado. Desde el momento que la seis damas cautivas había sido liberadas, había temido que los cartagineses se rearmasen e intentaran no sólo recuperar a sus raptadas, sino algo peor. Ordenó a su generala:
-Manda variar nuevamente la marcha, de manera que nuestro destino no pueda ser adivinado ni remotamente, y dispón un férreo sistema de defensa sin dejar de avanzar aproximadamente rumbo a la colina.
El emisario de Orison llegó sin respiración al taller. Detalló sus observaciones en pocas palabras y describió meticulosamente los cortejos que se acercaban. Irsecel dijo:
-Mi madre va a perecer.
-También mi abuela –lamentó Adín.
-Tenemos que hacer algo –sugirió Irsecel-. Yo corro a avisar, al menos, a la Madre Mayor. Si no puedo hacer otra cosa, al menos conseguiré que su séquito corra un poco más que de costumbre.
Istolacio y Adín la contemplaron mientras se alejaba presurosa con sus armas dispuestas, preguntándose cada uno qué podía hacer. Adín observó con asombro que el escultor cavaba rápidamente una pequeña zanja y enterraba en ella su busto en piedra de la imagen de la diosa Isbel.
-No quiero que la profanen los cartagineses –explicó Istolacio a la pregunta muda de su amigo-. Así sobrevivirá, aunque transcurran miles de años antes de que la encuentren. Aunque nosotros seamos aniquilados, la diosa para la que has posado como dama fingida, no será profanada y sobrevivirá por siempre.
Anibelser se acercó cautelosamente por detrás a la comitiva de Nespaiser. Aunque llevaba la respiración entrecortada y sus latidos corrían más que un caballo a galope, se detuvo un momento y alzó las manos con los brazos extendidos. En pocos instantes, dejó de verse tanto a la Madre Mayor como a su cortejo. Satisfecha, Anibelser asintió con un gesto y reanudó la carrera. Pronto notó que se acercaba a otra comitiva, pero en el mismo instante oyó el entrechocar de dos armas.
Se ocultó deprisa. Un grupo de fieros cartagineses estaban atacando a la vieja dama y su séquito, pero ya no podía hacer nada. Si velaba al séquito velaría también a los atacantes y ellos seguirían viéndose entre sí<; por lo tanto, el ataque continuaría y no cambiaría nada.
Suspiró. Se ocultó tras un quejigo desde donde asistió a la terrible escabechina.




























XCVI
Al tiempo que Istolacio enterraba su escultura del modo más cuidadoso y primoroso posible, Adín desató el caballo del escultor, montó de un salto sin ensillarlo y lo espoleó con impaciencia por el camino que conducía la ciudad.
Tenía que lograr que Bastugitas pudiera escapar, pero no la encontró por la trocha en cuyas orillas observó muchos rastros de lucha, aunque le pareció que no había cuerpos abatidos pero sí grandes destrozos del bosque y mucha confusión. Aunque le asaltaban toda clase de sentimientos agoreros, prefirió tratar de convencerse de que a la vieja dama no podían abatirla los males del mundo y siguió cabalgando con rumbo al centro del reino. Corría en pos de algo que ya no podía imaginar si existía, la ciudad de su niñez que, sin necesidad de ser arrasada por un invasor, había cambiado tanto durante su ausencia. Pero tal vez no fuera eso lo que deseaba vehemente salvar, sino el amor de Isercel, el amor más grande que había sentido nunca aunque tal vez ella no lo mereciera. Fuera cual fuera el caso, necesitaba verla orgullosa y altiva, tal como la conoció de niña, y con sólo verla viva y arrogante se conformaría. Al acercarse a las murallas, por las humaredas comprendió que había incendios por doquier; pero seguía sin llegar a ver cartagineses, de modo que cabalgó todo lo aprisa que pudo y penetró en la ciudad con cautela.
Ardían los tejados de muchas casas, pero parecía de ser por efecto del fuego lanzado por catapultas, puesto que a primera vista no vio atacantes ni defensores, ni señales de combates, por lo que después de reflexionar unos instantes con gran apremio y angustia, corrió hacia los rincones donde solían reunirse los zánganos a cotillear sin que las damas de quienes eran consortes los vieran. Encontró a dos docenas, temerosamente

ENTREGA VIGESIMOCTAVA 28-VI-2011


escondidos tras los lavaderos y abrevaderos. Su primer impulso fue azotarlos con la fusta, pero los necesitaba, y por ello, discursó:
-¿No os da vergüenza vuestra cobardía? Hablan de los iberos en todo el Mar del Centro de la Tierra como el pueblo más fiero del mundo. ¿A quiénes se referirán? Desde luego, no a vosotros, que os escondéis como niñas temerosas de ser mancilladas. ¿Tenéis genitales? ¿Os queda alguna hombría debajo de esos abalorios que tan abundantemente os cuelgan vuestras mujeres?
Adín notó que sus palabras no causaban efecto alguno. Eran hombres que habían sido educados en la pasividad y la dependencia. Los sueños infantiles de encabezar una revuelta de liberación masculina no habrían podido prosperar. Debía cambiar sus argumentos o no le entenderían:
-A muchos de vosotros os conozco desde niños y sé que habéis procreado hijos, muchos de ellos varones como vosotros. ¿Es esto lo que deseáis para ellos? Compruebo que habéis aceptado vuestra insignificancia y vuestra indignidad como algo natural, pero ¿queréis que también vuestros hijos sean indignos? ¿Qué en vez de llamarlos “fieros iberos” los denominen “conejos cobardes y degenerados”?
Adín notó que algo cambiaba en las expresiones. Habían dejado de mirar al suelo con los hombros temblorosos; ahora, casi todos lo miraban a la cara, aunque con expresiones que no sabía interpretar aunque le parecía detectar cierto desafío en algunas miradas. De cualquier modo, tenía muy claro que no podía contar con ellos para plantar cara a los cartagineses, apenas para alguna clase de defensa pasiva, mientras que él debería llevar el peso real de la lucha.
-Permitidme comprobar que os queda algo de dignidad de seres humanos. Imitad a vuestras damas y pensad que actuáis como ellas lo harían. Formad una fila en la plaza y vamos a intentar repeler a esos salvajes africanos.
Al salir del refugio tratando de que lo siguieran, le pareció que había signos de lucha en las cercanías del ángulo opuesto de la plaza. Recordó que Irsecel había echado a correr antes que él y que, de no haberse quedado con Nespaiser en el camino, sería completamente seguro que estaría liderando un foco de resistencia. De todos modos, siendo o no ella quien lo hacía, lo importante era que en aquella zona de la ciudad combatían; así, luchar resultaría menos duro tanto para el otro grupo como para el suyo, haciendo frente a los atacantes para intentar repelerlos.
Le impacientó no escuchar detrás de él el ruido de los zánganos siguiéndolo, y volvió la cabeza con tristeza.
Sorprendentemente, estaban desmontando el techo de una casa cercana para proveerse de vigas a modo de trancas con que enfrentarse a los invasores.
Vio con asombro que los hombres a quienes su mente seguía denominando “zánganos” se situaban en formación a sus espaldas y parecían haber resuelto morir matando.






XCVII
Estaban resistiendo como para que algún poeta escribiera una epopeya, pero su capacidad había disminuido dramáticamente.
Ante el cobertizo donde estaban instalados los lavaderos, se había formado una muralla de cuerpos descoyuntados y lanzas y flechas rotas. Curiosamente, los propios cuerpos y los armamentos de los cartagineses caídos actuaban como obstáculos para los que continuaban pretendiendo atacarles. Adín notó que algunas de las armas que abatían a los africanos procedían de la derecha y la izquierda, de procedencias ignoradas; dedujo que algunas damas estaban atacando a escondidas de esas ventanas.
Cada uno de los hombres había matado al menos a media docena de cartagineses. A quienes, durante tres días, les había resultado imposible avanzar hacia el interior de la plaza. En la otra punta, quienquiera que estuviera resistiendo también había luchado denodadamente pero ya no lo hacía.
Arrastrándose sobre cadáveres y escombros humeantes, se veían compañías de cartagineses en formación por todos los rincones, tratando de avanzar hacia la posición que Adín y sus hombres defendían.
Habían impedido la invasión durante casi tres días, pero ahora estaba sucediendo. Ilici iba a ser destruido y sus damas hechas prisioneras. Los hombres que quedasen vivos serían vendidos como esclavos. Todo estaba perdido.
Adín se preguntó lo que estaría pasando en el camino, en el extremo de la plaza, en la sala del Consejo de Madres y en la casa de Bastugitas. Ni siquiera conseguía tener intuiciones, como si todo hubiera acabado ya.
No había tenido tiempo de realizar ninguno de sus sueños de niños y ni tan siquiera había conseguido retornar del todo a la ciudad amada que abandonara. Se dio cuenta de que estaba a punto de llorar, lo cual no dejaba de resultar paradójico; había querido cambiarlo todo y sin embargo todo eso lo amaba tan como era. Comprendió que el anhelo de cambiar algo era siempre, en esencia, la expresión de un amor.





XCVIII
Los cartagineses estaban consiguiendo abrir brechas por donde penetrar furiosamente en los lavaderos.
Mientras los varones caían al suelo en masa, desangrándose, dos de ellos estaban jalando de Adín hacia el muro del fondo del lavadero.
Él no comprendió lo que intentaban, mientras veía pasar venablos cerca de su cuerpo suspendido entre dos hombres. El que sujetaba sus piernas, recibió una lanza en el hombro izquierdo y, aun así, continuó cargándolo entre estertores. Sonrió con una sensación extraña; todos los varones que había conseguido hacer reaccionar estaban muriendo, pero lo hacían con dignidad de guerreros valientes. Les había convencido para transformarse a sí mismos, tal como soñaba con aquella idea del movimiento de liberación masculina de su niñez; pero ello había sucedido en la propia hora de su muerte.
Sintió que los dos que lo sujetaban balanceaban su cuerpo para tomar impulso, y lo lanzaban al vacío. Voló por encima del muro y cayó fuera de las murallas, sobre unas zarzas, donde perdió el conocimiento.
Anibelser había intentado luchar para ayudar en el ataque que las generalas de Bastugitas habían tratado de repeler; inadvertidamente, se vio envuelta en la trifulca sin ocasión para realizar sus pases ni para huir. Presa de la perplejidad por la violencia de lo que sucedía y por la sangre derramada, se detuvo un instante para considerar la posibilidad de encaramarse a un tronco o una piedra donde dispusiera de vistas a fin de realizar algún conjuro fácil, pero ese momento de vacilación bastó para que un enemigo la eligiera como blanco. Lanzó una maldición en el momento que un hacha le abría el pecho.
Curiosamente, la Madre Mayor Nespaiser y su séquito habían presenciado la lucha del grupo de Bastugitas y la muerte de todas ellas. Sintió un escalofrío antes de descubrirlo. Ocurría algo muy extraño, pues los cartagineses daban muestras de no verla a ella, ni las andas ni a su grupo. Pero el estremecimiento se intensificó al ver caer a su antecesora. Inesperadamente, se le cayó una lágrima, lamentando que tanta sabiduría tuviera que terminar de modo tan poco honorable y tan inútilmente.
Sintió nuevos escalofríos cuando comprobó que ella y su gente parecían poseer el don de la invisibilidad; notó que la jefa de su guardia se aprontaba para repeler el ataque de uno de los africanos, pero éste pasó de largo sin dar muestras de haberla visto. Espantada y temblorosa, Neispaser ordenó seguir. Las componentes de su grupo dieron un pequeño rodeo y tras superar el escenario de la lucha de nuevo tomaron la dirección del taller de Istolacio, pero sin transitar directamente por el camino porque se alzaba una oscura humareda del lugar donde estaba la casa.
Por vez primera en muchos años, la Madre Mayor se echó a llorar abiertamente. Ni la princesa Alinea, ni el general Indortes ni el escultor eran nada suyo, pero su corazón estaba sangrando enormes dolores sin saber por qué.
Istolacio notó que se estaba acercando un grupo. Llevaba más de dos días escondido en una alberca, sumergido hasta los hombros. La decisión de lanzarse al agua había sido para librarse del fuego que había devorado el taller toda su casa, pero al emerger del agua le dio tiempo a ver, antes de que ellos lo descubrieran, a varios cartagineses merodeando. Se agachó junto al murete de la alberca, aferrado a dos de las piedras y con la cabeza emergida sólo lo suficiente para respirar.
Así, sin dormir ni comer, había pasado dos jornadas y media. Ahora, el grupo que se acercaba a lo mejor lo liberaba de su prisión líquida, porque no lanzaban los aullidos característicos de los cartagineses. Suplicó a la diosa Isbel que fueran ilicitanos.
Nespaiser había permanecido escondida casi tres días junto a su grupo, temblorosa, nostálgica de la hija que había perdido y del linaje que no iba a perpetuarse. Realmente, ser Madre Mayor no era tan trascendental. En esa tesitura escondida en el bosque, embozada por las zarzas y la maleza entre las personas de su séquito, era como cualquier otra. Valía lo mismo que cualquier ciudadana de Ilici y nada en su naturaleza se había alterado lo más mínimo por la dignidad que había ostentado durante quince años. Al final, por los rumores que le llegaban y por las humaredas que entreveía por doquier, su vida no tenía más oporvenir que la desaparición; iba a perecer con su única hija ausente. Una hija que había escapado de su severidad. Sus ojos permanecían todo el tiempo húmedo.
Con un codazo y un susurro, fue informada de que no quedaban enemigos junto al taller, que no se encontraba demasiado distante. Las ruinas humeantes habían sido abandonadas. Tuvo que arrastrarse en el barro y el limo como el resto de su séquito, y cuando comenzó a notar que la inclinación del terreno conducía a una elevación, comprendió con júbilo que estaba cubriendo la última etapa del trayecto y pronto llegaría al taller de Istolacio. Habiendo comprobado con un sentimiento muy extraño que la gran dama Bastugitas había muerto en la refriega, deseó vivamente que erl escultor, la princesa y su general hubieran sobrevivido.



XCIX
Istolacio se arrastró trabajosamente fuera de la alberca. Los que llegaban se desplazaban con tanto sigilo como él mismo.
Trató de imaginar lo que podía haberles sucedido a Adín e Isercel si no eran ellos quienes acudían. Por lo que era capaz de intuir mediante las humaredas y los rumores que sonaban a través ese ser vivo que era el bosque, estaba convencido de que la ciudad no había sobrevivido. Los cartagineses se habían vengado sobradamente de la incursión protagonizada por Adín para rescatar a las seis damas secuestradas. Ahora, seguramente se habrían apoderado de muchas más y habrían obtenido un cuantioso botín en esclavos y riquezas.
Reptó a través de lo que había sido su jardín. Por un impulso inexplicable, miró hacia el enterramiento de la Gran Dama de piedra que representaba a Isbel; no lo habían tocado porque nadie había sentido curiosidad por la tierra evidente removida hacía poco. Menos mal. Otros atacantes más agudos, habrían sospechado que hubiera ahí un tesoro recién sepultado. Buscó el abrigo de un macizo de flores que habían resistido, para vigilar la irrupción en el jardín de los que se aproximaban.
Se preguntó qué iba a hacer. Si las cosas habían ocurrido tal como temía, se había quedado solo en el mundo. Ya no tenía familia ni ciudad, ni amigos ni amores. ¿Qué iba a hacer? Lo único sensato sería volver a Malaka, donde había hecho buenas y útiles relaciones y donde su arte podría seguir desarrollándose hasta el infinito.
Por fin vio aparecer la cabeza de un cuerpo que se arrastraba en su dirección, seguido evidentemente por varios más. Era una cabeza tocada con el casco de general del Consejo de Madres. Sintió júbilo. No se trataba de un cartaginés que hubiera matado a una generales y se hubiera apoderado de su casco. En conjunto, lo que conseguía distinguir era sin duda una verdadera generala de la Gran Dama Reina o de Nespaiser.
Notó que esa cabeza se apartaba para dar paso a alguien, aunque no demostró haberlo visto. Entonces, se apoderó de él un entusiasmo inesperado al reconocer el rostro de Nespaiser, que le miraba ansiosamente.
-Istolacio, ¿eres tú?
-¡Madre Mayor!
-¿Crees que podemos ponernos de pie?
- Mejor que no, gran dama. No he podido comprobar si merodean cartagineses todavía o no.
-Entonces, acércate. ¿Dónde están la princesa y su séquito?
-Orison, Sosi y todo el séquito han muerto en el ataque. Pero no la princesa ni su general… de los que tengo algo importante que deciros. Ellos…
-Me estremece tu tono, Istolacio. ¿Vas a decirme que eran impostores o algo parecido?
-Algo parecido.
Nespaiser apretó los labios pero su semblante no se ensombreció demasiado.
-No te comprendo Istolacio.
Aún en esas circunstancias traen dramática, el escultor no reunía valor para contar la verdad.
-Bueno… gran dama. Tanto la princesa como el general, corrieron por separado a defender Ilici.
-¡Era de esperar! Quienes tanto valor han demostrado, no iban a mostrarse pasivos ahora.
-Sí, gran dama, eso es verdad. Pero… tengo algo muy importante que revelaros… si me prometéis no montar en cólera.
-No te comprendo Istolacio. ¿Tú crees que estas circunstancias, con los dos tendidos en el fango, son como para mostrar ira? Nuestro mundo ha desaparecido, Istolacio, no creo que sigamos teniendo reina ni consejo y, por lo tanto, yo no soy más que una pobre mujer, sin cargo ni brilla y ni siquiera tengo a mi lado lo que más amo.
-Bueno, gran dama, a lo mejor eso lo conserváis todavía.
Nespaiser afirmó con la cabeza tristemente, y se enjugó una lágrima.
-Tienes razón. Es posible que Irsecel permanezca con vida quién sabe dónde.
-A lo mejor pronto os enteráis de dónde.
-¿Qué quieres decir, Istolacio? Estás haciéndome perder la paciencia.
-Irsecel vive… bueno quiero decir que, al menos hace tres días, vivía.
-¡Dónde! –exclamó más que preguntó Nespaiser.
-Os ruego con todo mi corazón que os alegréis en vez enojaros. Yo, por mi parte, tampoco lo supe hasta anteayer. La princesa Alinea no era tal; era el hijo de la hija de Bastugitas, disfrazado. Y su general Indortes, era vuestra hija.
La sopresa dejó momentáneamente a Nespaiser sin habla. Cuando consiguió hablar, fue para exclamar:
-¡Sacrilegio!
Istolacio apretó los labios. Genio y figura. Pero argumentó:
-Vos misma, gran dama, habéis dicho que no nos queda nada y que, a vos, personalmente, no os queda ni familia. Alegraos al saber que, al menos hasta anteayer, habéis estado cerca de vuestra hija.
Nespaiser cerro los ojos. Su expresión exteriorizaba su dolor.
-Pero ahora, supones que ha muerto.
-No lo sé… -vaciló Istolacio.
-Todo el mundo ha muerto en Ilici, Istolacio. Y habrá que pedir a Isbel que nosotros podamos sobrevivir todavía.
Istolacio reflexionó durante una larga pausa. Había una sensación de pérdida tan intensa en su pecho, que tuvo que preguntarse reiteradamente por la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Estaba abriéndose un vació en su pecho que jamás podría llenarse ni con toda el agua del mar, no con todo el fuego de las montañas habladoras. La idea de que tanto Irsecel como Adín hubieran muerto no podría encajarla hasta que no viera sus cadáveres. Pero no quería dar alas a su propia esperanza ni a la de Nespaiser.
-Señora –dijo el escultor pasados unos momentos-. Ahí abajo, hay una hondonada formada por el entrante de una pequeña cueva. Si nos arrastramos hacia allí, tal vez podemos adoptar posturas más cómodas. Si os dignáis seguirme…
Sin esperar respuesta, Istolacio reptó sin volver la cabeza atrás. Sabía que mirar a la Madre Mayor arrastrándose hubiera resultado muy humillante para ella. Se arrastró por la ladera, hasta reconocer la parte del jardín donde, al comenzar el bosque, había un pequeño tajo formado por la entrada de una cueva poco profunda. Oyó que se movían varios cuerpos tras él y siguió adelante.








C
Sólo pasaron unos instantes desde que Istolacio pudo enderezarse en el pequeño abrigo de la oquedad, hasta que Nespaiser lo hizo también, a su lado. Conscientes de que el diálogo interrumpido en el jardín era demasiado privado, las miembros del séquito se mantuvieron discretamente aparte, porque Nespaiser e Istolacio se hablaban respectivamente en el oído.
La faz de la Madre Mayor estaba demudada. Había recibido una noticia maravillosa y un golpe terrible simultáneamente.
-¿Estás seguro de que era ella?
-Sí, gran dama. Se trataba de Irsecel y Adín, magníficamente disfrazados. Sólo anteayer se decidieron a confesármelo, y creo que porque imaginaron que, de tanto mirar a Adín para esculpirlo como diosa, acabaría dándome cuenta. Pero era completamente imposible; además de su formidable caracterización, había como un velo que los protegía y me impedía reconocerlos a ambos. Ahora, pasados tres días, no logro comprender cómo se desarrolló aquel momento; presiento que existía una especie de campana mágica que los aislaba a los dos, un espacio privado donde las leyes de la naturaleza no actuaban con lógica. Nada era lógico en ellos. Mientras tallaba la escultura de madera, he mirado meticulosamente durante soles completos los rasgos faciales de Adín, que de niño creció prácticamente a mi lado y lo quiero como mi hermano pequeño; sin embargo, tales exámenes tan detallados y profundos no me hicieron sospechar lo más mínimo, nunca. Tal parece que, si ellos lo hubieran querido, habrían podido guardar su secreto eternamente sin que nadie se diera cuenta. Se decidieron a hablar seguramente porque deseaban acabar con el equívoco para poder recuperar sus verdaderas vidas. Y ved, madre mayor qué desventura; una vez desvelado el secreto, tratábamos de imaginar entre los tres qué hacer, cuando se produjo la invasión.
-¡Madre Isbel! –exclamó Nespaiser.
-Ellos fueron conscientes de que habían cometido un grave sacrilegio, y creo que estaban dispuestos a exiliarse eternamente.
-¡Qué tontería! –exclamó Nespaiser-. Alguna solución habríamos encontrado.
-Eso les dije yo. Ahora, ya no importa.
Nespaiser llamó a tres oficialas de su guardia y les ordenó inspeccionar las ruinas de Ilici, en busca de algún signo de vida.
-Ahora sólo nos queda –dijo la gran dama-, dirigir a Isbel todas las plegarias posibles. Me niego a perder a mi hija el mismo día que la encuentro. Y en cuanto a ese… varón…
-El hijo de la hija de Bastugitas –dijo Istolacio con algo de altanería.
-Sí… En cuanto a él, si ellos…, válgame Isbel, se quieren… ¡qué monstruosidad!
Istolacio inspiró hondo y compuso una mueca de desagrado.
Observando el gesto, Nespaser añadió:
-Pero… bueno… si mi hija ha caído en esa indignidad, no me importará gravemente a estas alturas. Que vivan su perversión sentimental libremente. Pero debemos encontrarlos vivos.

















CI
Llevaban dos días refugiados en la pequeña oquedad. Nada sucedía alrededor, ni se acercaban invasores ni daban señales de vida los habitantes habituales del bosque. El silencio causaba una fuerte sensación claustrofóbica, porque ni siquiera sonaban los rumores habituales; ni trinaban los pájaros ni el canto de los grillos atravesaba sus noches; involuntariamente, les asaltaba la pregunta de si no estarían muertos sin darse cuenta. Istolacio iba de asombro en asombro porque, aunque no la miraba a la cara para no avergonzarla, notaba que Nespaiser contenía el llanto constantemente y se enjugaba lágrimas con demasiada frecuencia. El propio corazón del escultor estaba sangrando también, pero procuraba esconder su dolor para no tener que dar explicaciones que él mismo no sabría darle a su propia conciencia. Comenzaba a oler mal porque muchos cuerpos estaban pudriéndose en las cercanías, sin enterrar.
Los dos días, las oficialas mandadas a buscar supervivientes habían vuelto en ambas ocasiones con negativas. No encontraban a ninguno de los dos miembros de la pareja ni tampoco a nadie vivo. Destacaban el asombro descorazonador de no haberse tropezado tampoco con perros o gatos.
-Mi sangre me dice que mi hija no ha muerto –susurró Nespaiser.
Istolacio la miró un momento, asintió, suspiró y afirmó contundentemente:
-Y a mí un pálpito me dice que Adín es muy difícil de matar.
-¿Qué vamos a hacer si no los encontramos?
-Con ellos o solo, yo me iré a Malaka. Mi decisión es firme.
-¿Dejarías que yo fuera contigo

ENTREGA VIGESIMONONA 30-VI-2011

Istolacio miró de través a la otrora altiva Madre Mayor. Se preguntó si sería capaz de resistir su presencia constante, por mucho que las circunstancias la hubieran cambiado.
-Perdonad, gran dama. Es un viaje difícil y peligroso, que es mucho mejor que un hombre lo afronte sin tener que defender a una dama ni a nadie, más que a sí mismo.
La observación, que según la tradición de Ilici hubiera constituido una irreverencia de un machismo inaceptable, no produjo ningún efecto visible en la expresión de la Madre Mayor. Dijo sencillamente:
-Tienes razón. Los varones sois poco exigentes con las comodidades.



CII
En el momento que Nespaiser estaba a punto de ordenar una nueva gira de inspección, oyeron que alguien se desplazaba arrastrándose.
-Alguien se acerca –dijo Istolacio-, y no es enemigo.
El rumor del deslizamiento ocurría a una distancia todavía algo lejana; al ritmo que se aproximaba, demoraría lo menos media mañana en encontrarles. Aguardaron con el alma en vilo. Temían tanto como les alborozaba la llegada de alguien, porque igual podía ser un superviviente herido como un cartaginés en busca de más botines. .
Para disimular su propia angustia, Nespaiser preguntó a Istolacio:
-¿Cómo es esa ciudad que tanto te impresionó?
-¿Malaka? No se parece a en nada a Ilici ni a ningún otro reino que yo conozca. Si os digo la verdad, es un completo disparate. En Malaka no rige ni el menor sentido del orden ni de la disciplina. Cada uno se construye su vivienda donde quiera y como quiere. Nadie parece dictar normas o nadie las respeta, no lo sé… Entre otras muchas costumbres que me llamaron la atención es que, a diferencia de todos los reinos conocidos, allí se respeta y valora más a un extranjero que a un natural. En todas las circunstancias, un extranjero mediocre tiene muchas más posibilidades de recibir el respeto y el reconocimiento que un natural de Malaka que sea brillante. Las cosas son así de estrambóticas y absurdas. Todo es desordenado, caótico, indisciplinado… Pero la belleza del paisaje natural es asombrosa y simboliza en mi opinión un trato preferencial de la divinidad. Cuando se acerca uno a la ciudad por el norte, se llega atravesando montañas y quebradas vertiginosas, por lo que la primera vista de Malaka es como si uno la mirara desde la propia morada de los dioses. Allí abajo, un peñón-espigón de piedra negra se adentra en el mar, rodeado de una estrecha playa; el mar sobrepasa ese espigón formando una pequeña rada en la desembocadura de un río, una rada que está cerrada por una isla muy larga y estrecha que es una simple faja de arena y que, prácticamente, convierte la rada en una laguna costera, donde el agua fresca del río y la del mar se juntan para formar el estanque más transparente y más bello que hayáis visto jamás. Las casa se arraciman alrededor de esa rada, casas de piedra blanca que no cubren con balago, sino con grandes troncos de palmas y losas blancas que reflejan la luz del sol. En sus muelles hay muchos saladeros de pescado y pilones para fabricar la tintura de púrpura, que extraen de unos pequeños caracoles con extraños pinchos que abundan en su mar. Desde la altura de las montañas que os digo, la ciudad deslumbra. Luego, al llegar, uno descubre el caos, pero no importa porque tiene en la retina el prodigio de una belleza que no puede compararse con nada. Por otro lado, tanto desorden es en cierta manera el reflejo de su libertad; allí, todo el mundo se siente libre porque nadie considera que haya normas rígidas que respetar; tal cosa podría parecer demencial, pero ese estado de cosas favorece sobremanera a la creación artística. Yo estoy seguro de que en Malaka es donde conseguí convencerme en artista; claro que en aquellos momentos residía allí uno de los mejores artistas de nuestro tiempo, Praxíteles, pero yo estoy convencido de que, aun sin él, yo hubiera encontrado la manera de evolucionar artísticamente en aquel ambienta tan enloquecido. Como resultado, en medio del desorden de costrucciones, edificadas sin alineamientos ni respeto por nada, emergen construcciones muy hermosas edificadas por artistas helenizantes y esculturas formidables. Allí sentía mucha nostalgia de Ilici, pero ahora me muero de nostalgia por Malaka.
-Calla, Istolacio –aconsejó Nespaiser- Creo que nuestro visitante vuelve a circular hacia nosotros.
Continuaban sin poder deducir quién podría ser ni cuáles serían, al final, sus intenciones. Pero fuera enemigo o amigo, no podría descubrir su escondrijo de modo casual, de modo que Istolacio decidió:
-Tengo que acercarme a él con cautela. Si no lo hago, será incapaz de descubrirnos y creerá que todos hemos muerto.














CIII
Istolacio había recorrido reptando, ya dos veces, la superficie del antiguo jardín trasero de su casa sin descubrir al intruso. A pesar de ello, notaba sin duda, y muy poderosamente, una presencia cercana. Sabía que unos ojos lo miraban con intensidad y presentía que la mirada no era hostil.
¿Por qué no se decidía a hablar?
Examinó los arriates, antaño exuberantes y llenos de colorido; todos habían sido pisoteados y sólo sobrevivían algunas flores abatidas en el suelo. Mientras inventariaba la hermosura extinguida de lo que había sido su rosaleda, de la que ya no quedaba más que amontonamientos de hojas pisoteadas, pudo entrever al fondo una silueta recostada junto a una adelfa. En el primer momento, supuso que sería un cadáver, pero algo indefinible le dijo que estaba vivo y era un hombre, aunque no se moviera.
Tendido como estaba, Istolacio apoyo el mentón en las manos y los codos en la tierra, y permaneció un buen rato con los ojos fijos en ese bulto inmóvil junto a la adelfa.
Se estableció un juego de resistencias. Ambos parecían aguardar a que el otro se moviera primero. Pero los dos resistieron completamente inmóviles. En un momento que un rayo de Sol traspasó uno de los quejigos del jardín, iluminando completamente la cabeza del escultor, éste vio que el otro se movía con una especie de impulso espasmódico. Escuchó una voz queda:
-Istolacio, ¿vives?
-¡Adín! Acércate por favor; pero no te endereces, que no sé si el campo está libre de enemigos.
Fue muy lento el recorrido del muchacho, avanzando con los codos a través de la destrucción vegetal. Las espinas se le clavaban en los brazos y, al aproximarse, Istolacio descubrió las heridas de sus hombres y el rostro.
-¿Qué te ha pasado?
-¡Chiss! He visto una sombra por aquel lado.
Istolacio volvió la cabeza.
-No te preocupes. No se trata de cartagineses. Es una de las generalas de Nespaiser.
-¿La Madre Mayor está aquí?
-Llegó hace dos días.
¿Y los demás?
-No sabemos de nadie más. Sé que Orison y Sosi murieron. A Anibelser no sé qué pudo ocurrirle. Y en cuanto a Isercel…
Adín bajó la cabeza, apesadumbrado.
-Trato de encontrarla hace dos días, pero es como si se la hubiera tragado la tierra… a ella o a su cadáver. Sé que hubo lucha y gran resistencia en un ángulo de la plaza, y estoy convencido de que ella tuvo que ver. Pero en ese sitio hay muchos cadáveres de damas guerreras sin que ninguno se parezca a nuestro amor ni remotamente.
Istolacio miró a los ojos de Adín.
-¿Qué quieres decir con “nuestro amor”?
Adín titubeó.
-Bueno, tú lo sabes.
-No. No lo sé. ¿Qué te pasa por la cabeza, Adín?
El muchacho suspiró Con los ojos algo nublados por el llanto, murmuró:
-Aquella noche os vi.
-¿De qué hablas, por Isbel?
-De tu amor a Irsecel.
-¡Estás completamente loco!
-Lo vi con estos ojos, Istolacio. Y a estas alturas, no me importa. Aceptaría que ella nos amase a los dos, con tal de que no me diera de lado.
Istolacio golpeó con fuerza la mejilla de Adín, dándole un bofetón.
-¿Por qué has hecho eso?
-Porque estás ofendiendo a la muchacha que amas y también estás ofendiéndome a mí.
-Pero yo os vi…
-¿Qué viste?
-La vi salir cautelosamente de tu taller, tras esperar a que hubiera oscurecido…
-¿Y eso, qué te hizo deducir?
-Que habíais yacido. Pero… de verdad, ya no me importa. Lo que quiero fervientemente es encontrarla; La amo, aunque ella te prefiera a ti.
Istolacio asintió con expresión muy severa.
-Siempre has sido demasiado vehemente, Adín -dijo después de una pausa-. Y por ello, con frecuencia te precipitabas, como yo te decía muchas veces, cuando te aconsejaba paciencia, discreción y disimulo. No recuerdo con precisión la noche a la que te refieres, porque Irsecel vino a mi taller varias veces, a tratar de que te influyese a fin de que no te perdieras ni te arriesgases a que ella tuviera que perderte. En cierto modo conspirábamos, y por lo tanto teníamos que ser cautelosos y secretistas, porque debíamos eludir el espionaje de su madre y conseguir que tú no advirtieras que tratábamos de ayudarte.
Sin poder contenerse, Adín rió a carcajadas.
-¡Y la he perdido sospechando de ella!
-Todavía no es seguro. Tenemos que buscarla.
-¿Dónde?
-¿Estás seguro de que ella luchaba en ese sitio que has dicho?
-No.
-Por lo que Orison me daba a entender en sus chácharas constantes mientras posabas, ¿recuerdas?, deduzco a posteriori que Irsecel se había habituado a los asaltos sigilosos. Había asaltado poblados de la costa durante un año, venciendo siempre, pero jamás se arriesgaba a luchar frente a frente. Todo lo hacía de modo subrepticio. Con tales antecedentes, me resulta raro que ella aceptase luchar del modo y en el lugar que has dicho. Imagino que trataría de sacar partido de su experiencia y sus facultades, atacando y obteneiendo pequeñas victorias sin mostrarse jamás.
Adín rió y se echó a llorar. Istolacio le echó el brazo por los hombros y le acarició la nuca. Adín murmuró:
-En ese caso, imagino dónde ha podido atacar y obtener algunas bajas. Bueno, en realidad, puedo imaginarme unos cuatro o cinco lugares. De todas maneras, también he pasado por esos sitios y no la he encontrado.
-Pues tendrás que mirar mejor. Debes ir a buscarla y descubrir hoy mismo si vive o ha muerto, porque mañana temprano partiremos para Malaka.
-¿Partiremos? ¿Quiénes?
-Tú, yo, Nespaiser y su comitiva.
-¿Nespaiser se va contigo? No puedo imaginar algo más molesto y fastidioso.
-Ha cambiado Adín. La guerra nos ha cambiado a todos. Ella vendrá con nosotros y tú, también.
-Yo no me voy sin Irsecel…
Istolacio asintió a su pensamiento, mientras luchaba con su propia imaginación tratando de imaginar el modo más suave de hacer lo que debía preparar hasta la mañana siguiente.
-De momento, vamos a hablar con la madre. Te servirá para que te sorprendan sus cambios pero, también, para tomar decisiones.

CIV
-Lo habrán matado también –gimió Nespaiser.
-Me niego a creerlo –replicó Isltolacio-. Si fue capaz de engañar a todo Ilici y hacerle creer durante tanto tiempo que era una dama, es que Adín se ha vuelto muy astuto. Sé que está buscando a Irsecel del modo más cauteloso posible.
-¿No te das cuenta de lo que han hecho los cartagineses? Adín me dijo esta mañana que la ciudad no existe más ni la mayor parte de las alquerías. Actuando con tanta cruedad, esos malditos africanos no van a dejar vivo a un muchacho solitario.
-Pero él no permitirá que se den cuenta de que merodea y, por otro lado, me parece que han obtenido cuanto deseaban en raptos y botines; por su forma cauta de proceder, lo más probable es que hayan vuelto a sus poblados. Pensad si no será posible que nosotros nos estemos escondiendo por puro miedo inútil; ellos pueden no estar cerca hace tiempo. De todos modos, Gran Dama, si hemos sobrevivido hasta aquí haciendo lo que hacemos, mejor que sigamos haciéndolo.
-No me llames “gran dama”. Ya no lo soy.
-¿Cómo debo llamaros?
Nespaiser titubeó. Representaba un esfuerzo enorme reconocer ante alguien, y sobre todo ante un varón, que sus dignidades se habían esfumado.
-Llámame como te dicte el sentido común. Cuando Adín vuelva…
-Cuando los dos vuelvan –corrigió Istolacio.
-Ya no creo que mi hija viva, y trato de conformarme, y mejor será que tú te conformes también. De todos modos, nos queda Adín, que es para mí como si fuera un parte de ella.
El escultor sonrió conmovido. El abrazo que la otrora presuntuosa dama había dado esa mañana a Adín era difícil de olvidar. Realmente, había que ver a la gente en circunstancias difíciles para llegar a conclusiones definitivas.
-En serio, Istolacio, que ya me he hecho a la idea de que mi hija ha muerto heroicamente y será venerada por la historia. Por suerte, todavía estoy en edad fértil y a lo mejor concibo una nueva hija en Malaka. Háblame más de esa ciudad a donde vamos a marchar mañana.
-Os aseguro que podéis concebir otra hija, si así lo deseáis, pero Irsecel no ha muerto.
-¡Que Isbel te oiga! Háblame un poco más de Malaca, y así resistiremos mejor esta espera tensa y, tal vez, inútil.
Istolacio cerró los ojos. La ciudad marina que veía en su mente era una especie de burla divina. Los dioses habían amontonado en ella los favores, pero entre ellos se les había deslizado un ciclón y una locura. Antes de ser aceptado como escultor oficial de Ilici, había viajado por casi todos los reinos iberos conocido, y en ninguno de ellos se había sentido como en Malaka. Allí, en aquella especie de torta deliciosa sin acabar de cocer, había vivido los momentos de mayor plenitud que recordaba. Desde el primer día, se había sentido cómodo y bien recibido, muchísimo más que en los reinos visitados en su juventud.
-Malaka os va a gustar mucho, señora. Tal vez os queden recuerdos que llorar, como a mí, pero allí encontraréis demasiadas razones para reír.
-Calla. He escuchado un rumor.
Mantuvieron un largo silencio, durante el que Istolacio dirigió su atención en todas las direcciones. El rumor no volvió a oírse. Tal vez se había tratado de un animal silvestre.
Llegó la noche sin ninguna nueva. Las tinieblas se apoderaron de la hondonada y comenzaron los rumores nocturnos de la fronda. Un búho permaneció ululando mucho rato, como si realizaba un cortejo a la luna. Las generalas y oficialas del séquito de Nespaiser dormían profundamente, sin haber dejado a nadie de guardia; mientras, la Madre Mayor no paraba de gemir y suspirar, aunque Istolacio se hacía el desentendido.
Rehusaba la idea de renaudar un diálogo que le producía más dolor del que deseaba dar a conocer.













CV
-¿Cuánto tiempo durará nuestro viaje? –preguntó Nespaiser mientras ayudaba a una de sus oficialas a cargar un bulto en un burro.
-La primera vez, yo tardé casi una Luna completa –respondió Istolacio-. Ahora, dependerá de lo que vos y vuestro séquito nos retrasen.
-Tal cosa no ocurrirá –afirmó Nespaiser con rotundidad-. No solamente no retrasaremos nada la marcha, sino que totalizaremos menos tiempo que tú.
-Me cuesta un dolor inmenso abandonar.
-¿Crees que yo no sufro, Istolacio?
-Por vuestra fama y por lo que veo ahora, yo diría que no mucho.
-Pues te equivocas. No sólo sufro por la hija que he perdido. Me duele muchísimo la pérdida de alguien tan especial como Adín. Como también lloré, para mi sorpresa, abundantemente cuando vi morir a Bastugitas. Y, sin duda, siento un dolor inmenso porque nuestro reino se ha esfumado y no parece quedar nadie para reconstruirlo. Tal vez lo reedifiquen los cartagineses o los romanos, pero creo imposible reproducir la vida tal como era en Ilici hace una Luna. Pero recuerda, Istolacio, que he ejercido el gobierno quince años. Estoy entrenada en la superación de las guerras y sus calamidades. Sufro, pero sé que debemos continuar. Sangra mi corazón, pero mi mente dice que tenemos que vivir.
El cortejo estaba comenzando su formación y sólo quedaban unos pocos bultos que cargar. Las andas habían sido desechadas y habían improvisado una especie de armazón entre dos burros, donde cargar la mayor parte de las viandas que pudieron encontrar en los alrededores.
-Oigo un trote –alertó Istolacio.
Se hizo un silencio injstantáneo. Nespaisar oteó el aire, casi oliéndolo como un perro.
-Sí, se acerca un caballo pero no al trote, sino al paso. Alguien viene. Escondámonos deprisa.
Convencidos todos de que llegaban un cartaginés, condujeron a los animales y todo el séquito al abrigo de la cueva, donde apenas cabían. Nespaiser e Istolacio se arrastraron unos pasos y asomaron la cabeza para contemplar al que llegara.
Poco a poco, los cascos del caballo fueron avanzando pero deteniéndose constantemente.
-Llega con muchas cautelas, Istolacio –dijo Nespaiser-. Debe de ser uno solo. ¿Te atreves a enfrentarlo o mando a una de mis generalas?
-Ya estoy preparado, no os preocupéis. Mi falcata está pronta, pero no será necesaria porque lo abatiré con este arco ya dispuesto.
Efectivamente, Nespaiser observó con cuanta concentración apuntaba el escultor su dardo. Volvieron a oírse los lentos pasos del caballo y, de repente, el animal traspuso una densa zarzamora. Se trataba de un hombre a pie, que transportaba en el caballo un cuerpo de mujer atravesado que parecía desvanecido.
-¡Adín e Isercel! –exclamaron al unísono Nespaiser e Istolacio.





















PERFECTOS DESCONOCIDOS
Desconcierta y exaspera que nos sea casi completamente desconocida la Cultura Ibérica, una parte tan esencial de la historia española.
Se han acercado a esa etapa, medular para casi todas nuestras cosas -incluido nuestro carácter-, importantes autores llenos de buena voluntad y, en algunos casos, con rigor, pero las nociones que transmiten las sedimentan sobre hechos, yacimientos y materiales que no han sido objeto de exploración exhaustiva ni investigación sistemática y multidisciplinar. Con lo ibérico –como con lo celta- se confirma del modo más dramático el viejo aserto de que la historia la cuentan los vencedores.
La ibérica es una cultura arrasada por los vencedores, primero cartagineses y, luego, romanos. Éstos últimos son, básicamente, quienes borraron del mapa la sociedad autóctona española –tanto la ibera como la celta- y por ello nos han transmitido la idea interesada de que se trataba de salvajes indignos de consideración antes de la implantación de la Pax Romana. Sólo a través de textos griegos y, tal vez, bíblicos, sabemos algo del origen genuino y sustancial de España y podemos adivinar su grandeza.
Acercarse a la bibliografía existente sobre los iberos depara dos observaciones capaces de acongojar al más flemático:
A- Los autores redactan sus libros mezclando iberos con celtas, etruscos, cartagineses, griegos, fenicios y tartesios, en un maridaje poco clarificador y


ENTREGA TRIGÉSIMA Y ÚLTIMA 2-VII-2011


Istolacio miró de través a la otrora altiva Madre Mayor. Se preguntó si sería capaz de resistir su presencia constante, por mucho que las circunstancias la hubieran cambiado.
-Perdonad, gran dama. Es un viaje difícil y peligroso, que es mucho mejor que un hombre lo afronte sin tener que defender a una dama ni a nadie, más que a sí mismo.
La observación, que según la tradición de Ilici hubiera constituido una irreverencia de un machismo inaceptable, no produjo ningún efecto visible en la expresión de la Madre Mayor. Dijo sencillamente:
-Tienes razón. Los varones sois poco exigentes con las comodidades.



CII
En el momento que Nespaiser estaba a punto de ordenar una nueva gira de inspección, oyeron que alguien se desplazaba arrastrándose.
-Alguien se acerca –dijo Istolacio-, y no es enemigo.
El rumor del deslizamiento ocurría a una distancia todavía algo lejana; al ritmo que se aproximaba, demoraría lo menos media mañana en encontrarles. Aguardaron con el alma en vilo. Temían tanto como les alborozaba la llegada de alguien, porque igual podía ser un superviviente herido como un cartaginés en busca de más botines. .
Para disimular su propia angustia, Nespaiser preguntó a Istolacio:
-¿Cómo es esa ciudad que tanto te impresionó?
-¿Malaka? No se parece a en nada a Ilici ni a ningún otro reino que yo conozca. Si os digo la verdad, es un completo disparate. En Malaka no rige ni el menor sentido del orden ni de la disciplina. Cada uno se construye su vivienda donde quiera y como quiere. Nadie parece dictar normas o nadie las respeta, no lo sé… Entre otras muchas costumbres que me llamaron la atención es que, a diferencia de todos los reinos conocidos, allí se respeta y valora más a un extranjero que a un natural. En todas las circunstancias, un extranjero mediocre tiene muchas más posibilidades de recibir el respeto y el reconocimiento que un natural de Malaka que sea brillante. Las cosas son así de estrambóticas y absurdas. Todo es desordenado, caótico, indisciplinado… Pero la belleza del paisaje natural es asombrosa y simboliza en mi opinión un trato preferencial de la divinidad. Cuando se acerca uno a la ciudad por el norte, se llega atravesando montañas y quebradas vertiginosas, por lo que la primera vista de Malaka es como si uno la mirara desde la propia morada de los dioses. Allí abajo, un peñón-espigón de piedra negra se adentra en el mar, rodeado de una estrecha playa; el mar sobrepasa ese espigón formando una pequeña rada en la desembocadura de un río, una rada que está cerrada por una isla muy larga y estrecha que es una simple faja de arena y que, prácticamente, convierte la rada en una laguna costera, donde el agua fresca del río y la del mar se juntan para formar el estanque más transparente y más bello que hayáis visto jamás. Las casa se arraciman alrededor de esa rada, casas de piedra blanca que no cubren con balago, sino con grandes troncos de palmas y losas blancas que reflejan la luz del sol. En sus muelles hay muchos saladeros de pescado y pilones para fabricar la tintura de púrpura, que extraen de unos pequeños caracoles con extraños pinchos que abundan en su mar. Desde la altura de las montañas que os digo, la ciudad deslumbra. Luego, al llegar, uno descubre el caos, pero no importa porque tiene en la retina el prodigio de una belleza que no puede compararse con nada. Por otro lado, tanto desorden es en cierta manera el reflejo de su libertad; allí, todo el mundo se siente libre porque nadie considera que haya normas rígidas que respetar; tal cosa podría parecer demencial, pero ese estado de cosas favorece sobremanera a la creación artística. Yo estoy seguro de que en Malaka es donde conseguí convencerme en artista; claro que en aquellos momentos residía allí uno de los mejores artistas de nuestro tiempo, Praxíteles, pero yo estoy convencido de que, aun sin él, yo hubiera encontrado la manera de evolucionar artísticamente en aquel ambienta tan enloquecido. Como resultado, en medio del desorden de costrucciones, edificadas sin alineamientos ni respeto por nada, emergen construcciones muy hermosas edificadas por artistas helenizantes y esculturas formidables. Allí sentía mucha nostalgia de Ilici, pero ahora me muero de nostalgia por Malaka.
-Calla, Istolacio –aconsejó Nespaiser- Creo que nuestro visitante vuelve a circular hacia nosotros.
Continuaban sin poder deducir quién podría ser ni cuáles serían, al final, sus intenciones. Pero fuera enemigo o amigo, no podría descubrir su escondrijo de modo casual, de modo que Istolacio decidió:
-Tengo que acercarme a él con cautela. Si no lo hago, será incapaz de descubrirnos y creerá que todos hemos muerto.














CIII
Istolacio había recorrido reptando, ya dos veces, la superficie del antiguo jardín trasero de su casa sin descubrir al intruso. A pesar de ello, notaba sin duda, y muy poderosamente, una presencia cercana. Sabía que unos ojos lo miraban con intensidad y presentía que la mirada no era hostil.
¿Por qué no se decidía a hablar?
Examinó los arriates, antaño exuberantes y llenos de colorido; todos habían sido pisoteados y sólo sobrevivían algunas flores abatidas en el suelo. Mientras inventariaba la hermosura extinguida de lo que había sido su rosaleda, de la que ya no quedaba más que amontonamientos de hojas pisoteadas, pudo entrever al fondo una silueta recostada junto a una adelfa. En el primer momento, supuso que sería un cadáver, pero algo indefinible le dijo que estaba vivo y era un hombre, aunque no se moviera.
Tendido como estaba, Istolacio apoyo el mentón en las manos y los codos en la tierra, y permaneció un buen rato con los ojos fijos en ese bulto inmóvil junto a la adelfa.
Se estableció un juego de resistencias. Ambos parecían aguardar a que el otro se moviera primero. Pero los dos resistieron completamente inmóviles. En un momento que un rayo de Sol traspasó uno de los quejigos del jardín, iluminando completamente la cabeza del escultor, éste vio que el otro se movía con una especie de impulso espasmódico. Escuchó una voz queda:
-Istolacio, ¿vives?
-¡Adín! Acércate por favor; pero no te endereces, que no sé si el campo está libre de enemigos.
Fue muy lento el recorrido del muchacho, avanzando con los codos a través de la destrucción vegetal. Las espinas se le clavaban en los brazos y, al aproximarse, Istolacio descubrió las heridas de sus hombres y el rostro.
-¿Qué te ha pasado?
-¡Chiss! He visto una sombra por aquel lado.
Istolacio volvió la cabeza.
-No te preocupes. No se trata de cartagineses. Es una de las generalas de Nespaiser.
-¿La Madre Mayor está aquí?
-Llegó hace dos días.
¿Y los demás?
-No sabemos de nadie más. Sé que Orison y Sosi murieron. A Anibelser no sé qué pudo ocurrirle. Y en cuanto a Isercel…
Adín bajó la cabeza, apesadumbrado.
-Trato de encontrarla hace dos días, pero es como si se la hubiera tragado la tierra… a ella o a su cadáver. Sé que hubo lucha y gran resistencia en un ángulo de la plaza, y estoy convencido de que ella tuvo que ver. Pero en ese sitio hay muchos cadáveres de damas guerreras sin que ninguno se parezca a nuestro amor ni remotamente.
Istolacio miró a los ojos de Adín.
-¿Qué quieres decir con “nuestro amor”?
Adín titubeó.
-Bueno, tú lo sabes.
-No. No lo sé. ¿Qué te pasa por la cabeza, Adín?
El muchacho suspiró Con los ojos algo nublados por el llanto, murmuró:
-Aquella noche os vi.
-¿De qué hablas, por Isbel?
-De tu amor a Irsecel.
-¡Estás completamente loco!
-Lo vi con estos ojos, Istolacio. Y a estas alturas, no me importa. Aceptaría que ella nos amase a los dos, con tal de que no me diera de lado.
Istolacio golpeó con fuerza la mejilla de Adín, dándole un bofetón.
-¿Por qué has hecho eso?
-Porque estás ofendiendo a la muchacha que amas y también estás ofendiéndome a mí.
-Pero yo os vi…
-¿Qué viste?
-La vi salir cautelosamente de tu taller, tras esperar a que hubiera oscurecido…
-¿Y eso, qué te hizo deducir?
-Que habíais yacido. Pero… de verdad, ya no me importa. Lo que quiero fervientemente es encontrarla; La amo, aunque ella te prefiera a ti.
Istolacio asintió con expresión muy severa.
-Siempre has sido demasiado vehemente, Adín -dijo después de una pausa-. Y por ello, con frecuencia te precipitabas, como yo te decía muchas veces, cuando te aconsejaba paciencia, discreción y disimulo. No recuerdo con precisión la noche a la que te refieres, porque Irsecel vino a mi taller varias veces, a tratar de que te influyese a fin de que no te perdieras ni te arriesgases a que ella tuviera que perderte. En cierto modo conspirábamos, y por lo tanto teníamos que ser cautelosos y secretistas, porque debíamos eludir el espionaje de su madre y conseguir que tú no advirtieras que tratábamos de ayudarte.
Sin poder contenerse, Adín rió a carcajadas.
-¡Y la he perdido sospechando de ella!
-Todavía no es seguro. Tenemos que buscarla.
-¿Dónde?
-¿Estás seguro de que ella luchaba en ese sitio que has dicho?
-No.
-Por lo que Orison me daba a entender en sus chácharas constantes mientras posabas, ¿recuerdas?, deduzco a posteriori que Irsecel se había habituado a los asaltos sigilosos. Había asaltado poblados de la costa durante un año, venciendo siempre, pero jamás se arriesgaba a luchar frente a frente. Todo lo hacía de modo subrepticio. Con tales antecedentes, me resulta raro que ella aceptase luchar del modo y en el lugar que has dicho. Imagino que trataría de sacar partido de su experiencia y sus facultades, atacando y obteneiendo pequeñas victorias sin mostrarse jamás.
Adín rió y se echó a llorar. Istolacio le echó el brazo por los hombros y le acarició la nuca. Adín murmuró:
-En ese caso, imagino dónde ha podido atacar y obtener algunas bajas. Bueno, en realidad, puedo imaginarme unos cuatro o cinco lugares. De todas maneras, también he pasado por esos sitios y no la he encontrado.
-Pues tendrás que mirar mejor. Debes ir a buscarla y descubrir hoy mismo si vive o ha muerto, porque mañana temprano partiremos para Malaka.
-¿Partiremos? ¿Quiénes?
-Tú, yo, Nespaiser y su comitiva.
-¿Nespaiser se va contigo? No puedo imaginar algo más molesto y fastidioso.
-Ha cambiado Adín. La guerra nos ha cambiado a todos. Ella vendrá con nosotros y tú, también.
-Yo no me voy sin Irsecel…
Istolacio asintió a su pensamiento, mientras luchaba con su propia imaginación tratando de imaginar el modo más suave de hacer lo que debía preparar hasta la mañana siguiente.
-De momento, vamos a hablar con la madre. Te servirá para que te sorprendan sus cambios pero, también, para tomar decisiones.

CIV
-Lo habrán matado también –gimió Nespaiser.
-Me niego a creerlo –replicó Isltolacio-. Si fue capaz de engañar a todo Ilici y hacerle creer durante tanto tiempo que era una dama, es que Adín se ha vuelto muy astuto. Sé que está buscando a Irsecel del modo más cauteloso posible.
-¿No te das cuenta de lo que han hecho los cartagineses? Adín me dijo esta mañana que la ciudad no existe más ni la mayor parte de las alquerías. Actuando con tanta cruedad, esos malditos africanos no van a dejar vivo a un muchacho solitario.
-Pero él no permitirá que se den cuenta de que merodea y, por otro lado, me parece que han obtenido cuanto deseaban en raptos y botines; por su forma cauta de proceder, lo más probable es que hayan vuelto a sus poblados. Pensad si no será posible que nosotros nos estemos escondiendo por puro miedo inútil; ellos pueden no estar cerca hace tiempo. De todos modos, Gran Dama, si hemos sobrevivido hasta aquí haciendo lo que hacemos, mejor que sigamos haciéndolo.
-No me llames “gran dama”. Ya no lo soy.
-¿Cómo debo llamaros?
Nespaiser titubeó. Representaba un esfuerzo enorme reconocer ante alguien, y sobre todo ante un varón, que sus dignidades se habían esfumado.
-Llámame como te dicte el sentido común. Cuando Adín vuelva…
-Cuando los dos vuelvan –corrigió Istolacio.
-Ya no creo que mi hija viva, y trato de conformarme, y mejor será que tú te conformes también. De todos modos, nos queda Adín, que es para mí como si fuera un parte de ella.
El escultor sonrió conmovido. El abrazo que la otrora presuntuosa dama había dado esa mañana a Adín era difícil de olvidar. Realmente, había que ver a la gente en circunstancias difíciles para llegar a conclusiones definitivas.
-En serio, Istolacio, que ya me he hecho a la idea de que mi hija ha muerto heroicamente y será venerada por la historia. Por suerte, todavía estoy en edad fértil y a lo mejor concibo una nueva hija en Malaka. Háblame más de esa ciudad a donde vamos a marchar mañana.
-Os aseguro que podéis concebir otra hija, si así lo deseáis, pero Irsecel no ha muerto.
-¡Que Isbel te oiga! Háblame un poco más de Malaca, y así resistiremos mejor esta espera tensa y, tal vez, inútil.
Istolacio cerró los ojos. La ciudad marina que veía en su mente era una especie de burla divina. Los dioses habían amontonado en ella los favores, pero entre ellos se les había deslizado un ciclón y una locura. Antes de ser aceptado como escultor oficial de Ilici, había viajado por casi todos los reinos iberos conocido, y en ninguno de ellos se había sentido como en Malaka. Allí, en aquella especie de torta deliciosa sin acabar de cocer, había vivido los momentos de mayor plenitud que recordaba. Desde el primer día, se había sentido cómodo y bien recibido, muchísimo más que en los reinos visitados en su juventud.
-Malaka os va a gustar mucho, señora. Tal vez os queden recuerdos que llorar, como a mí, pero allí encontraréis demasiadas razones para reír.
-Calla. He escuchado un rumor.
Mantuvieron un largo silencio, durante el que Istolacio dirigió su atención en todas las direcciones. El rumor no volvió a oírse. Tal vez se había tratado de un animal silvestre.
Llegó la noche sin ninguna nueva. Las tinieblas se apoderaron de la hondonada y comenzaron los rumores nocturnos de la fronda. Un búho permaneció ululando mucho rato, como si realizaba un cortejo a la luna. Las generalas y oficialas del séquito de Nespaiser dormían profundamente, sin haber dejado a nadie de guardia; mientras, la Madre Mayor no paraba de gemir y suspirar, aunque Istolacio se hacía el desentendido.
Rehusaba la idea de renaudar un diálogo que le producía más dolor del que deseaba dar a conocer.













CV
-¿Cuánto tiempo durará nuestro viaje? –preguntó Nespaiser mientras ayudaba a una de sus oficialas a cargar un bulto en un burro.
-La primera vez, yo tardé casi una Luna completa –respondió Istolacio-. Ahora, dependerá de lo que vos y vuestro séquito nos retrasen.
-Tal cosa no ocurrirá –afirmó Nespaiser con rotundidad-. No solamente no retrasaremos nada la marcha, sino que totalizaremos menos tiempo que tú.
-Me cuesta un dolor inmenso abandonar.
-¿Crees que yo no sufro, Istolacio?
-Por vuestra fama y por lo que veo ahora, yo diría que no mucho.
-Pues te equivocas. No sólo sufro por la hija que he perdido. Me duele muchísimo la pérdida de alguien tan especial como Adín. Como también lloré, para mi sorpresa, abundantemente cuando vi morir a Bastugitas. Y, sin duda, siento un dolor inmenso porque nuestro reino se ha esfumado y no parece quedar nadie para reconstruirlo. Tal vez lo reedifiquen los cartagineses o los romanos, pero creo imposible reproducir la vida tal como era en Ilici hace una Luna. Pero recuerda, Istolacio, que he ejercido el gobierno quince años. Estoy entrenada en la superación de las guerras y sus calamidades. Sufro, pero sé que debemos continuar. Sangra mi corazón, pero mi mente dice que tenemos que vivir.
El cortejo estaba comenzando su formación y sólo quedaban unos pocos bultos que cargar. Las andas habían sido desechadas y habían improvisado una especie de armazón entre dos burros, donde cargar la mayor parte de las viandas que pudieron encontrar en los alrededores.
-Oigo un trote –alertó Istolacio.
Se hizo un silencio injstantáneo. Nespaisar oteó el aire, casi oliéndolo como un perro.
-Sí, se acerca un caballo pero no al trote, sino al paso. Alguien viene. Escondámonos deprisa.
Convencidos todos de que llegaban un cartaginés, condujeron a los animales y todo el séquito al abrigo de la cueva, donde apenas cabían. Nespaiser e Istolacio se arrastraron unos pasos y asomaron la cabeza para contemplar al que llegara.
Poco a poco, los cascos del caballo fueron avanzando pero deteniéndose constantemente.
-Llega con muchas cautelas, Istolacio –dijo Nespaiser-. Debe de ser uno solo. ¿Te atreves a enfrentarlo o mando a una de mis generalas?
-Ya estoy preparado, no os preocupéis. Mi falcata está pronta, pero no será necesaria porque lo abatiré con este arco ya dispuesto.
Efectivamente, Nespaiser observó con cuanta concentración apuntaba el escultor su dardo. Volvieron a oírse los lentos pasos del caballo y, de repente, el animal traspuso una densa zarzamora. Se trataba de un hombre a pie, que transportaba en el caballo un cuerpo de mujer atravesado que parecía desvanecido.
-¡Adín e Isercel! –exclamaron al unísono Nespaiser e Istolacio.





















PERFECTOS DESCONOCIDOS
Desconcierta y exaspera que nos sea casi completamente desconocida la Cultura Ibérica, una parte tan esencial de la historia española.
Se han acercado a esa etapa, medular para casi todas nuestras cosas -incluido nuestro carácter-, importantes autores llenos de buena voluntad y, en algunos casos, con rigor, pero las nociones que transmiten las sedimentan sobre hechos, yacimientos y materiales que no han sido objeto de exploración exhaustiva ni investigación sistemática y multidisciplinar. Con lo ibérico –como con lo celta- se confirma del modo más dramático el viejo aserto de que la historia la cuentan los vencedores.
La ibérica es una cultura arrasada por los vencedores, primero cartagineses y, luego, romanos. Éstos últimos son, básicamente, quienes borraron del mapa la sociedad autóctona española –tanto la ibera como la celta- y por ello nos han transmitido la idea interesada de que se trataba de salvajes indignos de consideración antes de la implantación de la Pax Romana. Sólo a través de textos griegos y, tal vez, bíblicos, sabemos algo del origen genuino y sustancial de España y podemos adivinar su grandeza.
Acercarse a la bibliografía existente sobre los iberos depara dos observaciones capaces de acongojar al más flemático:
A- Los autores redactan sus libros mezclando iberos con celtas, etruscos, cartagineses, griegos, fenicios y tartesios, en un maridaje poco clarificador y algo indigesto, porque con las referencias certificables de los iberos, según el método científico de verdades comprobadas, no habría material suficiente para un libro de trescientas páginas.
B- Casi todo lo que tales autores nos cuentan sobre la sociedad y las costumbres iberas son conjeturas, lo que resulta muy patente si nos fijamos en la utilización constante del condicional para sus afirmaciones.
Conocemos con gran detalle las costumbres, arte, lengua y gestas de todos los pueblos que invadieron España durante el milenio anterior a Jesucristo. Contrariamente, la triste y fea realidad es que sabemos más de cualquier pueblo del centro y el oriente mediterráneo que de nosotros mismos.
Traducciones disparatadas de textos imposibles, a pesar de que los iberos usaban alfabetos sospechosamente parecidos al latino. Interpretación de las esculturas y cerámicas rescatadas sólo en claves de influencia helena, a pesar de su originalidad indudable. Empecinada consideración de que los visos que percibimos de ellos se deben necesariamente a reflejos helenizantes, seudo fenicios o prerromanos. Ésta es la desalentadora generalidad de lo que transmiten los textos que tratan de aclararnos quiénes pudieron ser los iberos, que somos nosotros mal que nos pese.
Todo, cubierto de un manto de misterio que se diría imposible de resolver algún día, como si la investigación hubiera sido agotada y culminada, y se hubiese llegado a un punto de convicción ya incontrovertible.

Una de las pocas certezas que tenemos es la preferencia evidente por la mujer en la producción iconográfica ibera. A diferencia de todos los pueblos clásicos que conocemos, que representan preferentemente al varón revestido de los atributos del poder, tanto tangible como intangible, los iberos representaban a damas. Los dioses egipcios, griegos, mesopotámicos y romanos son capitaneados siempre por un dios masculino, y así queda establecido con claridad en sus esculturas, además de en la literatura y en sus tradiciones.
No conocemos las tradiciones verdaderas de los iberos, pero sí algunas de sus esculturas a falta de las que, con toda probabilidad, iremos descubriendo en el futuro. Y por ahora, en este estadio tan descorazonador de las investigaciones, las principales imágenes que nos legaron representan a damas majestuosas, muy encopetadas y, muy probablemente, deificadas. Y no en un lugar único, sino en yacimientos tan dispares y tan distantes para las comunicaciones de la época como La Alcudia, Baza o el Cerro de los Santos
¿Por qué esta diferencia tan notable respecto de las civilizaciones contemporáneas de nuestros antepasados?
¿Formaban los iberos sociedades matriarcales?
Los antropólogos dicen que, por determinismo hormonal, ni ahora ni en el pasado han existido sociedades verdaderamente ginecocráticas, a pesar de que la prehistoria mediterránea esté llena de diosas madres (origen innegable de nuestra afición marianista) y abunden tanto en los museos las tiernas y orondas figurillas de terracota con que las representaban.
¿Por qué no deducir que la ibérica pudo ser una sociedad matriarcal?

Para la redacción de “La dama fingida”, que es una novela paródica y nada más que eso, he partido de la convicción de que si los iberos no respondían ante gobiernos ginecocráticos, al menos parece posible que su religión sí lo fuese. Diosas, sumas sacerdotisas y damas poderosas que muy bien pudieron tener la influencia avasalladora que atribuyo en el texto a Bastugitas y Nespaiser.
Me he valido de ello para meditar sobre si una sociedad feminista reproduciría, al revés, los mismos defectos y exclusiones que las sociedades machistas. Si no lo he logrado del todo, al menos espero que el lector se haya divertido.
Reconozco que el uso del término “clan” tal vez sea inadecuado y se ajuste mejor a otros antecesores nuestros, los celtas. Pero me parece mejor que emplear al término “partido político”. Los denominaciones de todas las cosas me las he inventado, por lo escaso de los datos fiables que nos han llegado. Tampoco sabemos el nombre de su diosa principal, que muchos identifican con Astarté. Yo la he llamado Isbel, confiando en que su resonancia no desentone. Los nombres de personas, están tomados de supuestos nombres iberos que aparecen en los diversos tratados históricos.
He hecho caso del filósofo, en cuanto a que “el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”, y me he inventado una sociedad matriarcal con los defectos más notables que atribuimos al machismo, porque creo que cualquier situación que prime un clima de desigualdad en cualquier sentido, conduciría al exceso y la injusticia.
Por lo demás, creo haber incluido en la ficción de mi relato la mayoría de las certezas que poseemos sobre la cultura ibera.