DESPUÉS
DE LA DESBANDÁ, cuarto capítulo
Hace ya muchos años, escribí la continuación de LA DESBANDÁ,
titulada DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Al no haberlo publicado a causa de las estafas
que sufgría por parte de las e3ditoriales de Barcelona, en estos años no he
parado de retocarla. Creo que ya la estoy dando por acabada. Tienen a
continuación el cuarto capítulo
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
IV Capítulo
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa,
aunque algo más dispersos que los dos días anteriores, rendidos y vencidos,
arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por
cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos, tras haber descansado un
poco, los miraban ahora con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y
repulsión. ¿Así parecían ellos dos días antes?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al
tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar
una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies
sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo
de concentración, subían por las riberas del Guadalmedina y la calle del
Molinillo, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían
encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna, porque casi no
había más que escombros humeantes. Prematuramente, la mudez que les obligarían a guardar durante años les
dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas esquivas
y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la
incertidumbre y, sobre todo, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la
ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un
pequeño huerto de la calle de Salamanca donde salaban boquerones, hasta que el
Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver
si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que dos hombres que rellenaban un pequeño tonel
con boquerones y sal, le señalaban y murmuraban entre sí. En un primer momento,
sonrieron, probablemente recordando con ternura al “vengador de los pobres”,
pero a continuación, se enzarzaron en una discusión mientras uno de los dos lo
señalaba con cierta severidad; probablemente, discutía si entregarlo. Estaba en
peligro. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tendría que
recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar
el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el
paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le
mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas mujeres lo miraban de reojo. De
hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo
señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor
del muchacho era tan profundo por la desolación que veía pasar, que no tenía
ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver
en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su
hermana Inma, porque todas las piedras de las callejas que recorría se la
recordaban. El estremecimiento le hacía trastabillar y tuvo que hacer un
esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con
todo detalle y cronológicamente.
-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un
huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele
fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba
el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de
su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la
madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes.
Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como
epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles,
hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río.
Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de
llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma
no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la
responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le
exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le
gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con
Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza
no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a
la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia
sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al
corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la
medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por
sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello
pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas
las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando
acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su
desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes
como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención,
de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando
ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se
encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo
regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas
por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban
los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una
multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el
alba.
Fue con la primera luz del amanecer
cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y
babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no
emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del
puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y
Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló
su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios
hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a
golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su
pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las
incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante
desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores
de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta
china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para
evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera
multiplicar su horror.
El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo, pero no
pudo cerrar los ojos del todo por lo copioso del llanto.
De repente lo vio llegar a través del cristal de sus lágrimas. Dibujó una
sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba
con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de
abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus
días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión
sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino de gran
parte de la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se
habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de
gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida
hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar amargas naranjas
cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los
bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes,
como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada
uno.
Más cerca, el Templao dudó que fuera el mismo miliciano que había conducido
el camión de reparto hasta cuatro días antes, porque se había transfigurado. Se
paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No
recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las
órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conductor vestía de un modo que
tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su
clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a
lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor
de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
¿Qué había pasado?
Desde que Paco, el hermano de Mani, fuera nombrado jefe provincial de
Abastos, Mani había sido encargado de comandar el camión que era a la vez
recolector y repartidor. La escasez comenzó pronto en una ciudad obligada a
vivir bajo bombardeos diarios, entre aullidos de sirena y carreras hacia los
refugios, y que por sus propios y disparatados impulsos, se encargaba de
pergeñar resistencias en otros lugares y de surtir de comida y efectos a numerosos
puntos de la línea de guerra y hasta a grandes ciudades, como Madrid. Siempre
habían sido los mismos en el camión, con Mani al mando, lo que resultaba muy
sorprendente por las edades respectivas, pero ni el Templao ni los otros dos
discutieron nunca la autoridad del adolescente, sobre todo a causa de la
celebridad de que gozaba en toda la ciudad como “libertador de los pobres”, así
como el poder de su hermano Paco . El conductor, junto a un miliciano algo
mayor que ellos, el Templao y Mani componían el exiguo pelotón encargado de
tanta responsabilidad. Los dos amigos preferían viajar juntos en la caja por no
ir separados y proseguir sus inacabables
charlas y chácharas, por lo que al conductor lo acompañaba casi siempre en la
cabina el miliciano más maduro, de quien se esperaba cierta autoridad moral
para controlar los reflejos e impulsos juveniles del conductor, a quien
apodaban “Lagartija”, se suponía que por su sinuoso sentido de la velocidad.
El Lagartija era un obsesionado de los motores y como tal, algo simplón,
pero resultaba chistoso a veces, cuando tenían que asaltar entre bromas y
juegos huertos por el camino de Casabemeja o la carretera de Cártama, y el
camión permanecía tan a la vista, que no necesitaban que ninguno se quedase a
guardarlo. En tales ocasiones, el conductor se transfiguraba; pasados unos
momentos desde que empezaran a requisar un sembrado o un pequeño rebaño de
cabras, mientras trajinaban comenzaba a hablar de modo exuberante, contando
chismes de la pequeña pedanía del Guadalhorce de donde procedía y hasta
desbarrando a veces.
Una mañana, pararon el camión junto a un frondoso macizo de chumberas en las
cercanías de Pizarra, porque vieron desde el camino que un extenso sembrado de
alcachofas tenía ya frutos recolectables, aunque el clima era caluroso todavía
y nada otoñal.
-Hay un cateto allí, que nos está mirando –dijo el miliciano maduro.
-No te preocupes , Doro –dijo el Lagartija-; mientras se piensa si avisar a
alguien y va a pedir ayuda, nos daría tiempo a llenar tres trenes de
alcachofas.
-¡Y un jamón! –exclamó Doro.
-Bueno… -bromeó el Lagartija-, eso también. Hay que mirar por si hubiera una
cuadra por aquí.
-Oye –atajó el Templao-, que esto no es el Tarajal.
-Al Tarajal ni se os ocurra a ustedes ir por allí, que mi familia es sagrá.
Mani contemplaba maravillado una larga orla de aulagas que parecía trazar un
camino en una colina por encima de Pizarra. El otoño era ya dueño del
calendario, pero el paisaje de Málaga no obedecía jamás sus convenciones, pues
la exuberante floración amarilla no parecía todavía la de otoño, sino residual
de la abundantísima del verano. Abstraído en la contemplación de esa orla
dorada, volvió a la realidad al notar el tono amenazante del conductor.
-Oye –dijo Mani tratando como de costumbre de eludir los gallos que
comenzaban a aparecer en su voz y revistiéndose de la autoridad que pudo-, si
tu familia tiene pocilgas, lo mejor que podrías hacer es decirles que nos den
algunos guarros, pa hacer el paripé y no ir a requisarlos tos de un tirón.
El Lagartija bajó levemente la cabeza y se encogió de hombros, pero permaneció
en silencio mientras cosecgaba alcachofas. Cuando volvían con los sacos hacia
el camión, Mani le oyó murmurar:
-Mira, Doro, porque es quien es, pero a ese niño tan bonito me lo follaba yo
de una sentá.
-Y a continuación, su hermano te mandaría cortar los cojones.
-Bueno, en tal caso, que me quitaran lo bailao.
-¿No estarás hablando en serio?
Hubo un silencio de más de un minuto, al cabo del cual, Mani oyó que el
Lagartija replicaba muy bajito:
-La vida que vivimos es una puñetera mierda, como pa tomarse ná en serio.
-¿En qué quedamos? –intervino el Templao-. Lo de tu familia del Tarajal si
que te lo tomas en serio.
-Yo no me tomo en serio –repuso el Lagartija- ni las papas en adobillo, y
eso que las de mi madre son gloria consagrá.
-Cuidao –advirtio Doro- que nos han echao los perros.
En efecto, un par de grandes pastores alemanes corría hacia ellos desde las
proximidades del pueblo. Sin mediar ninguna orden, todos treparon por las ramas
de los naranjos del borde de la finca.
-Mira cómo sube ése –dijo Doro señalando al conductor-, de verdad parece una
lagartija.
Ya a salvo en una rama suficientemente distante del suelo, el conductor
contó sin transición:
-Hay un fulano en el Tarajal que nos tiene más manía que un sevillano. Una
vez, quiso meternos la bacalá y se trajinó un guarrito de nuestro corral. Mi
padre hizo como que no se daba cuenta, pero cuando se acercaba la Nochebuena,
ya el guarrito era un guarro mu decente, y ese vecino preparó la matanza. Como
invitó a unos cuantos, pa disimulá nos invitó a nosotros también… ¿A que no
adivináis ustedes lo que hizo mi padre?
-¿Se llevó toa la matanza? –aventuró Doro.
-No, qué va. Se empeñó en ponerse en la mesa donde preparaban las morcillas
y fue echando en cá tripa perdigones de plomo que se había preparao el bolsillo
a reventar.
-¿Se rompieron muchos dientes ese año en el Tarajal? –preguntó el Templao.
-No sé –respondió el Lajartija-. Pero hubo tantas diarreas, que la peste
duró hasta el verano.
-Hay que espantar a los perros –dijo Mani.