El Polla
Luis Melero
Los sabios tienen sobre los ignorantes
las mismas ventajas que los vivos sobre los muertos.
Capítulo 1
Las rechiflas acabaron formando
un recuerdo vago, del que era incapaz de
distinguir lo real de lo imaginado:
Tenía seis años, pero participaba
poco de los juegos escolares, ya que no consideraba amigos a sus condiscípulos
a causa de sus burlas. El colegio ocupaba una parcela semi rural y el clima de
la ciudad era muy benigno, por lo que los retozos infantiles semejaban una
excursión. Una característica suya que no conseguía identificar le hacía
sentirse distinto de los demás. El tiempo del recreo lo pasaba mirándolos como
si los viera en la televisión, con un sentimiento de extrañeza nunca aclarado;
se sabía diferente, aunque no entendía por qué. Su juego solitario consistía en
interpretar las formas de las nubes o contemplar los insectos, y cuando sentía
ganas de aliviarse, entraba en el apestoso retrete colectivo del colegio,
seguido de inmediato por un grupo numeroso; iba a orinar, para lo que no tenía
necesidad de abrirse la bragueta del pantalón. En el mismo instante, alguno de
los otros chiquillos gritaba:
-¡Atención! El Dioni va a sacar la
bicha.
Los demás niños, ninguno mayor de
siete años, se arremolinaban alrededor de Dionisio en el momento que extraía el
pene por debajo del pernil del pantalón corto. La salida de la “bicha”
ocasionaba exclamaciones y risotadas, que terminaban con algo parecido a un
aplauso cuando acababa la meada. Él sonreía beatíficamente, sin comprender la
razón del revuelo, ya que todo lo suyo le parecía natural y de lo más
corriente, aunque persistiera el sentimiento de no ser como ellos a causa de su
esquivez burlona.
No recordaba situaciones parecidas
del resto de la niñez, pero sí de cuando la adolescencia comenzó a manifestarse
con salacidad incontrolable. Casi todas las muchachas de su vecindario se lo
dijeron alguna vez:
-Tu porvenir es meterte a chulo.
Al cumplir Dionisio los diecisiete
sin que su infame trayectoria escolar prometiera nada, su padre fue más
específico. Estaban desnudándose a la vez en una caseta de playa; cuando el
chico se bajó el calzoncillo hasta las rodillas, su padre se quedó inmóvil,
alelado, mirando con ojos maravillados hacia su entrepierna. Tras unos
instantes de mudez y mucho desconcierto de los dos, el padre se bajó el
calzoncillo, lo que confirmó la idea de Dionisio de que lo suyo no era tan
especial. Salieron ambos con cara de circunstancias y en silencio hacia las
tumbonas, donde el resto de la familia había montado ya una especie de
campamento tuareg con las neveras portátiles, las toallas, flotadores,
sombrillas y los cestos y bolsas de comida.
Después de comer, Dionisio vio que
su padre se disponía a echar la siesta en la hamaca situada junto a la suya. Sobre
la algarabía de la comilona mezclada con arena y risas, y a despecho de las
miradas lascivas hacia las muchachas que aquella tarde habían decidido hacer
“topless”, en las mejillas de Dionisio perduraba aún el sonrojo del momento
desconcertante de la caseta, y cuando su padre
–tumbado ahora boca abajo, impaciente y al tiempo dubitativo, y
mirándolo de reojo- denotó que iba decirle algo que por su actitud parecía
importante, la rojez de las mejillas del muchacho aumentó. Dionisio reprochó
con ojos resueltos la mueca burlona de los labios de su padre, pero dijo con
tono de rabieta:
-¿Qué quieres, papá?
El padre vaciló unos segundos
aunque tenía de sobra elaborado el discurso:
-Oye, niño; no tienes cabeza para
los estudios ni apuntas condiciones artísticas. Pero tienes… un don. ¿Sabes de
lo que hablo?
Con un arrebol volcánico, Dionisio
asintió.
-Pues ya lo sabes, niño. Lo tuyo es
de otro mundo. Volverás locas a las mujeres y… también a algunos hombres. Te
harías rico si te atrevieras a chulear.
-Tú…tienes lo mismo que yo y…
-Sí, niño; pero yo hice la tremenda
tontería de enamorarme de tu madre cuando tenía tu edad. No cometas el mismo
error, sácale partido a esa entrepierna
sobrenatural, y disfruta a granel.
El consejo, sumado al clamor de sus
vecinas, le martilló las sienes durante el resto del verano. Llegado septiembre
y ante la pregunta de sus padres de si iba a continuar la tarea imposible de
estudiar o qué se proponía hacer con su vida, meditó un montón de días sentado
en el muro de canalización del torrente. Pasaba las horas muertas mirando el
pedregoso y seco lecho, inmóvil.
Pensaba con frecuencia creciente en
la primera muchacha que penetró. Sus gritos, convulsiones y alaridos. El miedo
a que alguien la oyese y creyera que él la maltrataba. El susto y la impotencia
de casi un año, que pasó evitando el acercamiento a cualquiera de las que se le
sugerían, por temor a que se repitiera aquella escena; sin embargo, la renuncia
alentó el clamor que corría de boca en boca por el barrio. La supuesta “maltratada”
les contó a sus amigas el don incomparable de Dionisio, de modo que se
convirtieron en multitud las que ansiaban comprobarlo.
Lo que para las chicas con las que
tenía escarceos era una lisonja más que una broma, para él fue tomando cuerpo a
partir de la conversación con su padre en la playa. Aguzó el oído para tratar
de averiguar si se trataba de algo que pudiera estar al alcance de sus
aptitudes y situación, e inclusive consultó a los vecinos con los que tenía
mayor intimidad.
-Fonsi, ¿tú crees que yo…podría
meterme a puto?
-¡Cómo no! Con lo que te cuelga,
¿qué quieres que te diga? Yo no lo pensaría. Puedes hacerte rico con tu polla,
que te lo digo yo. Fíjate en el Bibi, que no tiene ni la mitad que tú, y se lo
rifan las ricachonas y los pudientes de Marbella,
Mediado el otoño, alcanzó el
convencimiento de que eso era lo que deseaba hacer con su vida. Con objeto de
llegar a imaginar un método para lograrlo, dedicó muchas tardes a leer las
revistas de “información rosa” que su madre y sus dos hermanas leían con
fruición. Al principio, creyó que todos aquellos noviazgos, rupturas y
adulterios eran reales y se asombraba sobremanera, algo escandalizado; pero
poco a poco se fue convenciendo del obsceno tejido de mentiras e invenciones
pagadas que contenían tales publicaciones.
Estudió las caras, las ropas y las
actitudes que ocupaban tanto las revistas como los programas especializados de
televisión; para su sorpresa, en poco tiempo se convirtió en un experto capaz
de reconocer a todos los famosos, sobre todos a los más descarriados. Hasta se
sintió capaz de descubrir tras los oropeles aparentemente honestos a las que se
prostituían bajo el influjo de una famosa madame que decía que no lo era.
Buscaba inspiración tanto en los
hombres como en las mujeres, “modelos” que nunca salían en publicidad ni en
pasarelas, pero a quienes los periodistas no hallaban ningún otro eufemismo con
que nombrarlos. Ellas lo llevaban con mayor naturalidad; no se inventaban
ocupaciones paralelas, reían aparatosamente siempre, componían posturas que
resaltasen sus atractivos y acostumbraban a emplazar a los fotógrafos para “una
gala que protagonizaré el viernes en la disco”. Ellos, en cambio, se
comportaban con una seriedad que, en opinión de Dionisio, escondía timidez;
solían declarar que ejercían profesiones generalmente raras o muy difíciles de
comprobar; o manifestaban estar estudiando “por libre”. Todo los hermosos
muchachos de las fotografías y los noticiarios rosa de televisión demostraban
avergonzase de su verdadera profesión y era patente su determinación de
ocultarla. Determinación tan fuerte, que llegaba a convertirse en afirmaciones
muy obvias.
El que mejor lo llevaba era el
hombre más guapo que conseguía imaginar que hubiera en el mundo sin llegar a
parecer afeminado. Tenía pómulos prominentes bajo cuencas oculares muy oscuras
y misteriosas, lo que le daba cierto aire de héroe del “far west” Su pelo era
tan negro que parecía teñido. No parecía ser demasiado alto, aunque poseía
proporciones muy armoniosas y vestía de manera espectacularmente elegante, no
tan ostentosa ni estridente como sus iguales, pero todo lo que usaba parecía
muy caro. Casi siempre lo fotografiaban en Marbella, que no estaba lejos. Nunca
parecía avergonzado ni tímido, ni se esforzaba por hacer creer que no era lo
que era.
Con frecuencia, lo sorprendían las
cámaras al lado de grandes estrellas, actrices de cine –tanto españolas como
estadounidenses-, célebres banqueros y nobles, y hasta “personajes” de las
revistas cordiales que habían llegado ya arriba escalando eficazmente de cama
en cama. Dionisio se pasó meses obsesionado con él, buscando sus fotos y
acechando sus apariciones en televisión, que por fortuna eran muy numerosas.
Decidió encontrar la manera de rogarle que fuera su Sócrates, porque era el
mejor sin ninguna clase de duda. .
Una vez que le pareció haber
pergeñado una estrategia viable, Dionisio decidió buscar su camino hacia lo
indeclinable.
Capítulo2
Rodolfo poseía en las fotos la
apostura de un príncipe de leyenda y la elegancia de los príncipes verdaderos
que salían en la revista “Hola”. Dionisio celebró su elección tras reflexionar
meticulosamente durante meses. Aparte de sus condiciones físicas y su
relevancia, intuía en él algo oculto; estaba seguro de que en los ojos de
Rodolfo había una profundidad a la que muy pocos o nadie tenía acceso, mas para
él resultaba evidente que las personas tan glamorosas con las que salía en las
fotos de las revistas ignoraban cuestiones esenciales del “figurín” supuestamente
frívolo que tenían al lado.
Dionisio se jactaba ante su propio
pensamiento de ser capaz de descubrir en los rictus y los ojos de Rodolfo un
desprecio sutil hacia las cosas y las personas que lo rodeaban y, generalmente,
lo ensalzaban.
Los periodistas alababan su
fotogenia y simpatía, la importancia de sus conquistas y el despliegue de sus
aduladores, pero nadie especulaba con un trabajo o una profesión. Otros
“playboys” enmascaraban la prostitución diciendo que eran jinetes, cantantes en
ciernes, atletas, campeones de pimpón, estudiantes o “artistas”;
Rodolfo, en cambio, no daba la impresión de avergonzarse de nada. Nunca
se empeñaba en el esfuerzo inútil de adornarse con títulos u ocupaciones
imaginarios. Además, era el único de los protagonistas de revistas y programas
rosa de televisión al que invitaban a las galas de Mónaco, y Dionisio hasta
creyó reconocerlo en los reportajes de varias bodas reales europeas.
Los cronistas pretendidamente
sesudos lo aclamaban como el más formidable “playboy” del mundo desde Porfirio
Rubirosa, el chulo más afortunado de la historia según lo que Dionisio averiguó en Internet. Pero
comparó las fotos y halló que Rodolfo, “el nuevo Valentino” como lo apodaban
algunos, tenía no sólo una masculinidad mucho más rotunda, sino también poderes
misteriosos que lo convertían en alguien muy superior a Rubírosa, además de ser
mucho más bello.
Dionisio no conocía a nadie que
pudiera ilustrarle acerca de la medida razonable de sus ambiciones, mas se
preguntaba cada noche si eran metas que él pudiera materializar por mucho que
se esforzara. Pero de tanto pensar en el proyecto, había dejado de plantearse
otras alternativas para su futuro que no condujeran a la condición de gigoló.
De modo que tomó la decisión, y tras aguardar varios días la ocasión, aprovechó
un momento que se encontró a solas con su padre.
-Está bien, hijo. Es buena idea.
Pero ese plan puede resultar caro y no puedo darte más que… unos cuatrocientos
euros. Te verás en apuros.
-No importa, papá. A lo mejor me
sale algún “trabajillo” en el camino, y así puedo ir practicando.
-De acuerdo, pero ten cuidado.
Nunca, nunca, hagas nada sin condón.
-Pero si ninguno me entra…
El padre sonrió; trató de componer
una expresión de cinismo: (alusión muy
machista a sus infidelidades).
-Ve al “porno shop” que hay al
doblar la esquina. Tienen unos especiales para tíos como nosotros. Siempre los
compro por si acaso, tú ya sabes, oportunidades que salen en mi trabajo y tal,
pero ahora… no me quedan.
Comprensivo ante la confesión de
infidelidades que el párrafo contenía implícita, Dionisio se abstuvo de
comentarios. Siguió el consejo paterno, pero debía haber alguna diferencia
entre padre e hijo, porque se probó numerosos condones en el aseo del pornoshop
hasta que vio peligrar su presupuesto. Ni los corrientes, ni los de colores ni
los vibradores se le adaptaban. Tras muchas dudas y rubores, superando sus
rubores tuvo que decírselo francamente al encargado de la tienda:
-Todos me quedan chicos…
El encargado lo miró con
incredulidad, resbalándosele los ojos hacia la prominente bragueta del
muchacho; sintió tanta admiración que le prometió:
-Hay unos muy, muy especiales, pero
no tengo existencias en estos momentos. Para hacer un pedido, tendría que ser
un mínimo de cien. Si me prometes comprármelos todos, los pido.
-¿Tendría que comprártelos todos de
una vez?
.No, hombre. Pero prométeme
agotarlos en un plazo de… unos tres meses.
-Vale, te lo prometo.
-Bueno, de acuerdo. Creo que el
lunes o el martes que viene habrán llegado ya.
Precisamente, el lunes era el día
que había pensado comenzar la aventura. Tendría que retrasarla una fecha. Daba
igual, lo prepararía todo y emprendería el camino después de que llegasen los
condones; faltaban cuatro o cinco tediosos días para poner el plan en marcha.
Por suerte, la factura del teléfono
la cobraban en la cuenta de su padre. Pasó el viernes y el sábado llamando a
discotecas, restaurantes de moda, bares y merenderos lujosos de la playa;
sorprendentemente, nadie confesaba reconocer el sonoro nombre de Rodolfo. ¿O
sería discreción desconfiada? En las páginas blancas de Internet no aparecía en
Marbella ni Ojén, ni en Benahavís, ni en toda la provincia de Málaga. Quizá no
fuera su nombre real, pero le parecía incomprensible el tono de duda de quienes
respondían las llamadas. ¿Es que no leían revistas ni miraban televisión?
Tal vez las personas como Roberto y
sus allegados se movían en sitios muy especiales, acaso desconocidos para el
gran público. O podía ser que tales dudas no fueran sino suspicacia, de unos
encargados de negocios que protegían a sus clientes.
No se le ocurría cómo seguir
adelante. Cuatrocientos euros no era capital como para hacer milagros.
Tal vez encontrara alguien que
quisiera compartir un apartamento por Mijas Costa o Fuengirola, mejor si era un
chico de su edad o no mucho mayor. Debía localizar un lugar para vivir a donde
pudiera ir en autobús.
Capítulo 3
Había un servicio directo de
autobús entre Málaga y Benalmádena a cada momento. Los desplazamientos a
Fuengirola y Marbella eran menos frecuentes. Pasó dos días rondando los locales
de Puerto Marina en busca de un muchacho de su edad al que pudiera hacerle la
propuesta.
Recibió muchos rechazos de caras
indignadas que le acusaban de tratar de lograr un ligue gay. Como Dionisio no
se distinguía por su desenvoltura ni su elocuencia, tardaba en explicarse y les
daba a los jóvenes tiempo de expresar las suspicacias que inspiraba un
comportamiento tan insólito. Tras una ojeada en cada local, elegía a uno de los
muchachos sin saber exactamente por qué; hecha la elección, esperaba a que se
levantase para ir al retrete, momento en que lo abordaba. Tardó varios días en
comprender que estaba reproduciendo el comportamiento cazador de viejos gays
más bien decadentes y, además, la timidez le hacía balbucear como si
tartamudease por lo que buscaba, lo que completaba la convicción del otro..
Pero dio con un joven senegalés que padecía aun menor
capacidad comunicativa que él, a causa de su desconocimiento del idioma. Como
el moreno carecía de prejuicios y le costaba entender el español, Dionisio
dispuso de tiempo para explicarle del todo su plan.
El senegalés, llamado Tombo, se
entusiasmó con el proyecto.
-Yo también necesito encontrar un
trabajo parecido al tuyo –consiguió decir-. Tengo un arma que me abrirá muchas
camas.
Dioni sonrió.
III
La breve carcajada trasladó a
Rodolfo al urente y efímero paraíso de su niñez. El paisaje era la piscina de
un chalet inmenso, situado en la más deseada urbanización de Madrid, La
Moraleja que, aunque los verdaderos ilustres y potentados tradicionales la
calificaban como “hortera “y “de nuevos ricos”, agrupaba en un espacio no muy
extenso a la mayoría de la farándula famosa y la moderna clase empresarial. En
la imagen evocada, Rodolfo tenía doce años; jugaba con su hermano mayor,
Alonso, cuyo decimoquinto cumpleaños iba a celebrarse en el mismo lugar al día
siguiente.
-A que no te haces cuatro largos
sin descansar… -le retó Alonso.
-Estoy hecho polvo. Anoche…
-Ya lo sé. Anoche estuviste
trasteando con los libros hasta el amanecer. En el desayuno, papá le ha dicho a
mamá que ya no sabe qué hacer contigo. Coño, Rodolfo, que tienes doce años.
-¿Y qué?
-Hay que divertirse y pasarlo lo
mejor que podamos.
Con impaciencia y desdén, Rodolfo
contempló sesgadamente el rostro sonriente e insípido de su hermano. Alonso era
un estudiante pésimo, que probablemente produciría a su madre más inquietud que
él con sus lecturas nocturnas.
-Otra vez está mirándote la vecina
–murmuró Rodolfo-; vuelve la cabeza con disimulo; trata de taparse con el seto
de pino marino.
-No es a mí a quien espía
–respondió Alonso con un encogimiento de hombros-, sino a ti. Bebe los vientos
por tu cara bonita.
-Tú no estás bien de la cabeza.
Ella tiene tu edad.
-¿Y qué más da? Fíjate en su propia
madre. Se casó con su padre teniendo ella treinta y él veintiuno.
Rodolfo asintió. La historia de esa
familia era una de las preferidas por los chismes de la urbanización. El padre
había sido un cantante muy famoso; siendo casi niño, fue seducido por un noble,
también muy famoso, que aupó al cantante novel hasta el estrellato. Cuando el
noble iba a morirse, pidió al cantante el favor de que se casara con su hija, a
quien daban por solterona incurable y que sería la heredera de su fortuna y el
título; un título que dejaría de tener
titular tal como se presentaba el futuro.
-Cásate con ella, Uriel. A oscuras
en la cama, cualquier cuerpo es un cuerpo. Cásate con ella y dame nietos. Si no
me dices que sí, no me moriré tranquilo.
Para sorpresa de la farándula de la
época, el cantante se casó con la hija de su protector y fue desde entonces
para la prensa el más amante y fiel de los maridos. Tal como el noble muerto
deseaba, le dio cuatro nietos, el menor de los cuales era la muchacha de
catorce años que ahora se escondía tras el pino.
-Pero si comentan que su madre es
lesbiana –arguyó Rodolfo a su hermano Alonso.
-No te fíes. Sea lo que sea su
madre, a ella le molas tú. Está claro.
-Ella no está mal, pero se parece
demasiado a la cara de caballo de su madre.
-Tienes razón- afirmó Alonso-. Ya
ves tú, dicen que para poder follársela, su padre metía en la cama también a un
jovencito y comentan por ahí que cuando iban en esos viajes internacionales tan larguísimos, ella
dormía con chicas y él, con chicos.
-¿Y tú quieres que yo me interese
por su hija?
-Bueno… lo que trato es de que
tengas pareja mañana en mi fiesta.
-¿Para qué necesito yo una pareja
en tu fiesta?
-Para acallar los rumores. Todos
los amigos vendrán en pareja, y no te conviene ser la excepción.
-¿Qué rumores, Alonso?
-Joder, Rodolfo. ¿No lo sabes? Eres
tan guapo, que podrías pasar por Sarita Montiel; si no te echas novia pronto,
acabarán diciendo que eres maricón; si lo sabré yo. Pero tu problema en estos
momentos es que todos dicen que estás chiflado. No haces más que estudiar, leer
y preguntar cosas que nadie sabe ni le interesan. Joder, si sacas en el
instituto notas con las que ni sueñan nuestros amigos, lo más bajo que has
sacado es un notable y vas un año por delante de tu edad. Me he peleado por ti
unas cuantas veces, pero… ya no más. Lo que te encuentres, tú te lo habrás
buscado por tus “rarezas”.
Las lecturas obsesivas inquietaban
también a sus padres. Rodolfo les había escuchado comentar que “ese hijo
nuestro no tiene porvenir, con tantas imbecilidades. De tanto leer, acabará
pasándole como a don Quijote. Menos mal que Alonso sí tiene sentido práctico”.
-Pues entonces, tú no necesitas que
yo esté en tu fiesta -respondió a su hermano, sentado al borde de la piscina
mientras chapoteaba con los pies en el agua.
-Vamos, tío, no seas impertinente.
¿Cómo se te ocurre, no bajar a mi fiesta?
-Yo no pienso echarme una novia de
un día para dar gusto a la gente.
-Bueno, haz lo que te salga del
forro -contemporizó Alonso.
Rodolfo se detuvo a meditar durante
una larga pausa, lamentando la frivolidad de los gestos de su hermano. Tras
unos momentos en silencio, inspiró hondo y adoptó un aire cómicamente doctoral
para decirle a Alonso:
-Esos amigos de los que hablas son
tan imbéciles como la mayoría de la gente. Joder, Alonso, que eres mi hermano y
no puedes ser como ellos.
-¿Qué quieres decir?
-Te voy a poner un ejemplo: Esperas
en el vestíbulo el ascensor de bajada. A tu lado, una persona aprieta sin parar
el botón de subida. Llega un ascensor que va para arriba; con asombro, ves que
se abre la puerta y la persona que apretaba el botón de subida lo ignora; ni
siquiera lo mira, y sigue pulsando con muchos nervios y fuerza el botón de
subida. Llega de nuevo un ascensor que sube; se abre la puerta y esperas
expectante que esa persona suba, ya que demuestra tanta prisa. De nuevo lo deja
ir sin tomarlo. El ascensor de bajada no llega ni de coña. Una y otra vez
llegan ascensores que suben, porque al control automático de los ascensores se
le están dando órdenes sucesivas y apresuradas de subida, y esa persona no los
toma. Vuelve a insistir apretando violentamente botones de subida. Por fin,
para un ascensor que indica que baja. Suspiras aliviado y lo tomas.
Estupefacto, ves que la persona que apretaba el botón de subida se introduce a tu
lado, mirándote de reojo con odio, quién sabe por qué. Tal vez sea que le
incomoda compartir contigo un espacio tan pequeño. Cuando el ascensor llega
abajo, esa persona echa a correr y sale a la calle. Te preguntas por qué
apretaría con tanta impaciencia y tan reiteradamente el botón de subida.
Adolfo adoptó una expresión
perpleja para preguntar:
-¿Qué quieres decir, Rodolfo?
-Yo he visto una escena como esa
muchas veces, y siempre me ha dado cuenta de que a otras personas presentes no
les extrañaba. No creo que tú seas tan vulgar y mediocre como los demás…
Alonso calló un momento. Reconoció
para sí que no entendía más de la mitad de lo que su hermano menor solía decir.
-Mira. Mañana tendré tres años más
que tú. Déjate de coñas. El negocio de papa nos
va a necesitar bien pronto y para mí, sin ti, sería demasié. Le voy a
decir a mamá que mande la biblioteca a un guardamuebles…
Rodolfo sintió descomposición antes
de recordar que su madre, que tanto se enorgullecía ante sus amigas de la
biblioteca heredada de su padre, no aceptaría ocultarla en un oscuro almacén
OJO, HAY QUE CONTAR POR QUÉ UN BURGUÉS SE METE A PROSTITUTO
IV
Ante la pregunta de Jenaro que
ponía en cuestión la medida de su virilidad, Rodolfo rió un buen rato aunque la
evocación de su niñez le producía alguna angustia. Después de una larga pausa,
preguntó:
-¿Sabes quién es Pepe Orduña?
Durante unos instantes, Jenaro
forzó su memoria. Le pareció que se trataba de un famosísimo bailaor flamenco
que estaba casado con la cantante más famosa del país, una que apodaban La
Rondeña. Se dio cuenta de que Rodolfo estaba esperando su respuesta y asintió
mirándolo a los ojos.
-Pues a pesar de quien es su mujer,
el fulano se monta unas orgías de tíos en su yate que todo el mundo comenta en
estos andurriales. Cada vez que ella está de gira, él se viene por aquí y manda
a sus ayudantes a contratar los prostitutos más solicitados del momento. Cuando
ya está en alta mar con el cortejo, manda que todos se desnuden a “tutiplén” y
monta una de película. A mí me mandó contratar hace tres o cuatro veranos, y ni
te imaginas el dinero que mandó ofrecerme, porque aquel año fue el primero que
a las famosas de Madrid les dio por disputárseme, y una de ellas le había
hablado a Pepe Orduña maravillas de mí. Con aquel dinero, ya no habría tenido
que trabajar más aquel verano, pero mandé decirle que enrollara los billetes y
se los metiera en el culo.
Impresionado por el relato, Jenaro
rumió largamente sus implicaciones.
-Pero y ella, ¿no se entera de esas
cosas que hace su marido?
Rodolfo rió ahora de modo más
escandaloso y libre.
-Podría hablarte de una buena
colección de matrimonios famosos, con hijos, en los que ambos van a la cama por
separado, él con chicos y ella con chicas. La mujer de Orduña tiene una novia
en Miami a la que llega a regalarle pulseras de brillantes.
Callaron durante unos minutos.
Jenaro sentía demasiado desconcierto como para continuar preguntando sobre esas
personas tan extravagantes. Por su parte, Rodolfo calculaba los pros y contras
de la pretensión de Jenaro de ser su alumno, y la conveniencia o importunidad
de permitirle vivir en su casa.
-¿Dónde vives, Jeny?
-En un barrio de Málaga que se
llama Mangas Verdes.
-¿A qué se dedica tu padre?
-Pintor de coches. Yo he intentado
aprender la profesión, pero la pintura pulverizada me da alergia.
-Por tu ropa, veo que la economía
de tu familia debe de ser modesta.
-Somos cuatro hermanos y yo soy el
mayor. Como le damos tanta guerra a mi madre, no puede trabajar, por lo que el
único sueldo es el de mi padre. Vamos tirando.
-Ya veo.
Rodolfo examinó despacio la ropa
del muchacho. A su llegada, mientras Jenaro le explicaba atropelladamente el
motivo de la visita, se había quitado la camiseta para exhibir un torso
adolescente lampiño y bien torneado. A continuación se bajó el pantalón y los
calzoncillos, para demostrar que sus argumentos eran mejores que sus
argumentaciones. Ahora, hundido en el sofá de terciopelo color vino tinto,
resultaba más menudo y menos pretencioso que al principio. Resolvió que era una
cuestión de pose inadecuada y de ropa inconveniente.
-Estamos a treinta y cuatro
kilómetros de Málaga. ¿Tienes coche?
-¡Qué va! Ni siquiera tengo edad
para que me den el carnet.
-¿A quién puedo preguntare por tu…
honradez?
-Al párroco.
Rodolfo sonrió. ¿Qué pensaría ese
párroco si lo llamaba para preguntarle por la moralidad de Jenaro y le
explicaba la razón de su interés?
-¿Consumes drogas?
-¡Qué va!
-En esta profesión tendrás que
aparentar que las tomas. Pero sólo aparentarlo. Nunca te aficiones a ellas. Si yo
te contara de los artistas y los políticos drogadictos que hay en este país…
Jenaro calló. Tanto su padre como
sus amigos, le advertían sobre ese riesgo. Pero sólo una vez había intentado
fumar tabaco y lo tiró como si le quemara los labios. No creía que pudiera
aficionarse a las drogas, ni siquiera simularlo.
-Vamos a ver, Jeny… Este piso tiene
cinco habitaciones y no hay nadie la mayor parte del tiempo. Yo tengo que
dormir muchas noches en hoteles o en las casa de mis clientas. O sea, que es un
desperdicio. Si quieres vivir aquí, yo podría ayudarte y enseñarte mi
profesión, pero no podrías comenzar a ejercerla hasta que estuvieras muy bien
preparado.
-¿Y tardaría mucho?
Rodolfo examinó de nuevo la ropa y
la pose del chico. Meditó un poco antes de responder:
-Para serte sincero, sí que
tardarías un poco. Pero déjame contarte algo. Sócrates, que era un filósofo muy
importante de la antigüedad griega, comenzó su búsqueda preguntando y
conversando con aquellas personas a quienes la gente consideraba sabias, pero
se dio cuenta de que en realidad creían saber más de lo que realmente sabían;
filósofos, poetas, y artistas, todos creían tener un gran conocimiento, pero
Sócrates llegó a ser consciente de la ignorancia que lo rodeaba y de la suya
propia. Afirman que dijo una frase que algunos repiten con falsa modestia:
“sólo sé que no sé nada”. Aunque yo me permito dudarlo. La gente se inventa
frases muy redondas que supuestamente habrían dicho personajes famosos,
inclusive en el momento de morir a solas, cuando no había quien pudiera contarlo. Lo que quiero decirte es que no
vayas a creer que tengo la llave de la sabiduría para convertirte en el chulo
perfecto. Lo que sí que puedo hacer es tratar de enseñarte lo que sé, y sospecho
que con tu juventud y las actitudes tan desprejuiciadas de tu generación,
seguramente me podrías superar algún día. Y yo te diría lo mismo que Sócrates.
-¿Y viviría aquí, sin más? ¿Cómo
voy a pagar mi comida?
-No digas estupideces. Aquí se
tiran todas las semanas montones de comida. No te preocupes por los gastos,
porque de todos modos puedes ganarte el sustento y mi ayuda.
-¿Cómo?
-Cuidando esta vivienda. Una mujer
viene a limpiar todas las mañanas, aunque casi nunca tiene nada que hacer y lo
que hace en realidad es robarme a mansalva. Necesito alguien de confianza que
cuide un poco mi… vida.
Jenaro escrutó atentamente el
rostro de Rodolfo. Le habían prevenido contra la posibilidad de que un gay
quisiera conquistarlo. Volvió a preguntarle:
-¿Eres gay?
Rodolfo permaneció serio un
instante, ahora con más enfado que desconcierto en la mirada. A continuación,
se echó a reír.
-¿Te molestaría que lo fuera?
-No. Pero yo no quiero tener que
acostarme contigo.
-No tienes que preocuparte de eso.
II
Pasó un mes.
Jenaro se aburría mucho, a pesar de
que dedicaba en la terraza casi mediodía a los ejercicios físicos que Rodolfo
le indicaba. Notó con satisfacción que comenzaban a marcársele los músculos
abdominales de un modo muy escultural. Pero el aburrimiento iba siendo cada día
mayor. Por no causar gastos, no se atrevía a llamar por teléfono a casa de sus
padres más que de vez en cuando y pidiendo primero permiso a Rodolfo; cuando
llamaba, conversaba apenas medio minuto, lo justo para preguntar por las
novedades y la salud. Esta conducta asombraba grandemente a Rodolfo,
acostumbrado a que muchachos en circunstancias parecidas a las de Jenaro fueran
seres marginales muy abusadores. Tenía que decirse a sí mismo casi a diario que
Jenaro no era marginal, sino pobre, pueblerino y mal estudiante, pero de
familia obrera decente.
Mientras Jenaro entrenaba en la
terraza, situada en un segundo piso, en ocasiones se paraban a contemplarlo
algunas mujeres, lo que acentuaba su rubor. Notaba en esas miradas una clase de
interrogación que no comprendía y para la que no tenía respuesta, lógicamente.
Se escondía a veces para examinar a la mirona a hurtadillas, y siempre le
parecía que había perplejidad en sus ojos.
Era cierto que Rodolfo paraba poco
en el piso.
Curiosamente, Jenaro sentía algunos
días abandono y una imprecisa sensación de celos muy sorprendente. Sentimientos
que se atemperaban cuando, con frecuencia que aumentaba con el paso de los
días, Rodolfo elogiaba el orden y el buen funcionamiento de la casa, donde ya
nunca ocurrían faltas.
Una noche de martes, Rodolfo no
había sido contratado para un servicio y se dispuso a acostarse.
-¿No podemos hablar un poco?
–preguntó Jenaro.
-¿De qué?
Jenaro duró unos instantes,
cohibido.
-Me huelo que hoy has tenido algún
cabreo –aventuró Jenaro.
-¿Porque me has visto llegar serio?
No es nada.
Tras una pausa, Rodolfo añadió:
-Tengo veintisiete años. No puedo
pensar en dedicarme siempre a lo mismo. Hay días que decido reflexionar. Tengo
algún dinero ahorrado, y seguramente lo que haré al final será abrir una
discoteca o algo así. Pero no te vayas a creer que soy gilipollas. Estudié
periodismo y siempre me decían en la universidad que escribía muy bien. A veces
trato de conseguir empleo en un periódico, la radio o una televisión y hasta me
he sometido a pruebas, y esta tarde he hecho varias llamadas infructuosas. En
este país es un pecado gordísimo ser guapo y tener talento.
-No comprendo.
Rodolfo sonrió. Hacía tiempo que
notaba que Jenaro acentuaba con afectación su pretendida ignorancia, como si
intentase homenajearle a él reconociendo su superioridad, al tiempo que se
mostraba respetuoso.
-Ya sabes lo que me gusta referirme
a los clásicos.
Jenaro asintió mientras bajaba la
mirada hacia la alfombra para que Rodolfo no pudiera detectar su temor a
aburrirse.
-Con Sócrates se cometieron muchas
injusticias en Atenas. Sólo unos pocos contemporáneos suyos se dieron cuenta de
la enormidad de su talento, Platón entre ellos. Pero en nuestro mundo es una
carga muy pesada tener talento; cuanto mayor sea, mayores serán los
impedimentos que encuentres. Yo lo he sufrido en mis propias carnes. En octubre
del año pasado, una clienta me facilitó el contacto con el jefe de redacción de
un programa de Radio Nacional. Charlamos un rato por teléfono antes de programar
un encuentro; sin más, él prometió conseguirme un empleo. Me citó para dos o
tres días más tarde; tomaríamos café a la hora de la sobremesa. Como me había
hecho aquella promesa, quise demostrarle mi capacidad. La mañana de la cita, me
estrujé la cabeza a ver cómo podía hacer esa demostración. Me acordé de que
estaba cerca el día de Todos los Santos, o sea, cuando se representa Don Juan
Tenorio. No tuve otra ocurrencia que parodiar la escena del sofá, pero
convirtiendo a don Juan en un muerto de hambre tipo Carpanta, que se prostituía
con el bujarrón don Luis. Coincidió que esa mañana se hablaba mucho de Al-Qaeda
y de Ben Laden, e incluí una alusión al asunto para que no cupieran dudas de
que acababa de repentizar el escrito, el cual cubría cinco páginas de verso
bien trabado que sonaba muy parecido al original. Cuando terminé de escribir,
corrí a la cita orgullosísimo de lo que llevaba. Mientras tomábamos café, él
volvió a hablarme de que sería bastante fácil conseguirme empleo en el programa
de una compañera, que de verdad “está
hecho”. Entonces, considerando que yo debía disolver cualquier duda que le
quedase sobre mis capacidades, le di a leer la composición de la escena del
sofá.
-¡Y te dio un empleo en seguida!
Jenaro lo afirmó con vehemencia, por
lo que Rodolfo trató de transmitir ternura sobre su expresión de amargura y
decepción.
-¿No ves que sigo en esto? ¡Claro
que no me ayudó a encontrar trabajo! Durante aquel café, que me resultó más
amargo que la hiel, no paré de observar al tío mientras lo leía, convencido de
que se entusiasmaría y me felicitaría calurosísimamente. Sin embargo, pareció
que estaba a punto estuvo de caerse del taburete y después leyó de nuevo los
cinco folios una y otra vez, como si algo no le cuadrara. Detecté su descomposición,
sus giros de cabeza como si buscase un asidero o un argumento para mandarme a
freír espárragos. Volvió a mirar los cinco folios mientras se le congestionaba
el cuello. Temí que pudiera darle un infarto. Después de un nuevo repaso, me
preguntó si lo había escrito ese mismo día. Como resultaba evidente que sí,
porque la noticia de Ben Laden se había publicado esa mañana, no añadió nada
más; se despidió bastante bruscamente y nunca volví a verlo ni respondió mis
llamadas telefónicas.
-Entonces… ¿no te consiguió el
trabajo?
-Claro que no. ¿No has comprendido?
Antes de nuestro encuentro, el fulano me había considerado un recomendado
mediocre, pero creyó descubrir por aquel versito que yo tenía demasiado
talento, como si pudiera convertirme en una amenaza para él. El miedo del
mediocre.
-¡No comprendo!
Rodolfo sonrió con amargura. Eludió
entrar en nuevas explicaciones, porque el recuerdo le producía gran enfado y
tristeza.
-No te esfuerces –aconsejó a
Jenaro-. Tú, resalta tus atractivos y conviértete en un Casanova con más éxito
que yo mismo; con que ganes tanto como yo, sería mucho más de lo que gana aquel
tío tan pusilánime y egoísta, aquel jefe de redacción que sabía bien que nunca
llegaría más que a eso. La gente es mediocre, Jenaro, pero la profesión que has
elegido no lo es. Nuestra vida es muy, muy especial. Lo malo es que siempre
resulta sumamente difícil vivir sin que te quieran y también a nosotros nos
ocurre, a pesar de la caradura que el mundo nos atribuye a los chulos. Cuanto
más aprendas y más experto te vuelvas, más descubrirás que nadie te quiere,
aunque todos te aprecien. La práctica me ha demostrado que cuanto más te
aprecian, menos te quieren.
Capitulo
Esporádicamente, Rodolfo invitaba a Jenaro a acompañarle a las
discotecas, para que fuese estudiando los estilismos físicos y de ropa,
conductas y claves sociales. Lo malo era que el joven se quedaba dormido casi
siempre.
Cuando sus amistades y compromisos
se lo permitían, Rodolfo trataba de conversar con él para que permaneciese
despierto:
-Fíjate en cómo va vestida ésa.
-La veo guapa.
Rodolfo compuso una mueca de
repugnancia.
-Pronto aprenderás que lleva una
facha impresentable. Ni esas botas altas le van bien siendo tan pequeñita, ni
debería mostrar la barriga con esos michelines. Es autoindulgente, Jenaro. En
estos sitios encontrarás siempre gente que no es nada autocrítica, muy autoindulgente. Los mediocres son indulgentes consigo mismos,
porque son conscientes de no poder llegar más allá de donde llegan.
-Si es así como tú lo ves, ¿no
habrá quien se lo diga?
-Aunque le señalaran la
inconveniencia de su ropa, no haría caso. El mediocre se ama a sí mismo sobre
todas las cosas y jamás acepta que se equivoca.
-¿Cuándo te parece que yo podré
empezar a trabajar?
Rodolfo examinó un momento al chico
pero retiró muy pronto la mirada. Trataba de que no se sintiera insultado.
-Si quieres lo que yo doy por
sentado que quieres, te falta todavía, Jenaro. Tú querrías ser un chulo de mi
categoría, ¿verdad?
-Ojalá.
Rodolfo asintió en silencio. Al instante,
un voluminoso envoltorio de gasa negra rizada casi le cayó encima.
-¡Rudy! Qué alegría encontrarte.
Jenaro notó que a su “maestro” no
le complacía el encuentro. El corazón le dio un brinco porque la mujer cubierta
de gasas, bastante cursi en sus transparencias que nada mostraban, era una
actriz muy célebre en televisión. Al serle presentado, ella apretó su mano de
modo extremadamente sugerente. Estaba sudando, pero Jenaro se sentía tan
cohibido, que sobre la repugnancia prevaleció su emoción por la ocasión de
conocerla.
Enmudeció, incapaz de participar en
la conversación. Resultaba claro que Rodolfo deseaba deshacerse de ella cuanto
antes, pero la actriz forzaba la prosecución de la charla, mientras preguntaba
con los ojos quién era el muchacho, gesto que Jenaro sorprendió en dos
ocasiones. En ambas, Rodolfo ignoró la pregunta. Cuando finalmente consiguió
zafarse de ella, le dijo al oído.
-Ya lo has visto. Querría tirársete
esta misma noche. Cuando estés preparado, tendrás mucho éxito.
-¿Pero no está casada?
Rodolfo soltó una carcajada.
-¡Qué inocente eres!
-Si quería acostarse conmigo, ¿por
qué no la has dejado?
-Quiero evitar que te conviertas en
un chulo de usar y tirar. El secreto de los grandes de esta profesión es
conseguir que nadie te considere cama de una sola noche. Todavía no estás
preparado, Jenaro. Tienes que desarrollar tu astucia y las artes de seducción.
Para nosotros, es indispensable que quieran más, ¿comprendes? Que seamos
nosotros quienes pongamos excusas, pospongamos o digamos que no. Que ellas
nunca deseen echarte a un lado.
Jenaro bajó la cabeza. Sentía gran
perplejidad, porque esa actriz alardeaba en televisión de lo muy enamorada que
estaba de su marido y de lo felices que eran ambos junto a sus hijos, ya
adolescentes.
-¿Por qué crees que yo sería para
usar y tirar?
-Mírate, muchacho. Estás muy bueno,
y se te marca un paquete de los que hacen que todos y todas se relaman. Ella ha
querido probarte, y nada más. Ni se le ha pasado por la cabeza la idea de poder
ir contigo a un restaurante o a una fiesta. Sin embargo…
-¿Ellas van a fiestas y a los
restaurantes contigo?
-Naturalmente. Y no te imaginas con
qué orgullo me exhiben. Esa es exactamente la meta que debes alcanzar; que no
solamente esperen placer sexual de ti, sino la satisfacción de otras muchas
necesidades. Sobre todo, su vanidad. Muchas veces, son ellas mismas las que
avisan a los periodistas para que nos
“sorprendan” al salir de algún sitio y la retraten conmigo.
Jenaro enmudeció. Repasó en su
mente los recuerdos de la famosa actriz que acababa de conocer. En efecto,
había salido una vez en la portada de la revista Lecturas junto a Rodolfo, “el famoso playboy internacional”.
-¿Por qué te llaman a veces
“playboy internacional”, Rodolfo?
Éste le guiñó y sonrió.
-¿No crees es que es mejor que te
llamen eso que gigoló o chulo? –Jenaro asintió-. De todas maneras, en algún
sentido soy internacional. Paso los inviernos europeos en países del Caribe,
Brasil o Argentina. No me pagan mucho, pero da para ir tirando en vez de quedarme
aquí sin hacer nada.
-¿Piensas que ella es mediocre
también?
-¿La actriz? Bueno, yo diría más
bien que es torpe, tonta. Los psicólogos distinguen entre torpes y mediocres,
pero a mí me parecen iguales. Los mediocres, que son la mayoría del género
humano, cometen tantas torpezas que podrían ser considerados tontos. Pero ella
es muy buena actriz, eso sí; lo que demuestra que en esa profesión no tiene por
qué brillar la inteligencia.
-Entonces, a mí me considerarás
mediocre.
Rodolfo sonrió con ternura. Tomó la
mano de Jenaro y jaló de él hacia el exterior de la discoteca.
-¿Volvemos a casa? -preguntó el
joven.
-No. Quiero que veas que no eres
mediocre.
Condujo en silencio hasta dejar de
lado y sobrepasar la urbanización donde vivían. Detuvo el coche en una parte
oscura de Torremolinos y susurró al oído del muchacho:
-No te asombres por nada de lo que
veas. Tampoco te resistas. Ven conmigo.
Recorrieron una calleja que más
bien era un pasillo entre edificios de escasa calidad; desembocaron en una plazoleta cubierta donde brillaban los
anuncios de neón de tres bares musicales. Los tres presentaban la palabra “gay”
junto a sus nombres.
-¿Vamos a entrar ahí?
-¿Recuerda que te dije que no te
asombres ni te resistas. Déjame a mí. Mira a ése; ¿no recuerdas haberlo visto
en revistas también él?
Jenaro asintió mientras observaba,
estupefacto, a un cubano que salía mucho en las tertulias de televisión y
cuantos medios se ocupaban del entretenimiento “rosa”. El joven
hispanoamericano, de cuyas conquistas femeninas no paraba de hablarse, estaba
apoyado en la barra, muy cerca de la entrada del local a donde Rodolfo le
condujo. Vestía un ceñidísimo pantalón de cuero negro que le dejaba las nalgas
al aire y, cubierto el torso con una
camiseta negra de tirantes, exhibía sus esfuerzos de gimnasio.
-¿Es quien parece que es?
-Desde luego -respondió Rodolfo-
Esta temporada, se lo rifan las famosas, pero su trabajo cotidiano es éste. Él
sí es de usar y tirar, no como espero que tú llegues a ser.
-¿Esta es la demostración de que no
soy mediocre?
-Espera un poco. Ahora verás.
Permanecieron un buen rato en
silencio e inmóviles, aunque al principio Rodolfo le echó el brazo por los
hombros a Jenaro al tiempo que le decía:
-Lo hago para que crean que estamos
liados y nadie se nos acerque.
Con todo el cuerpo en tensión,
Jenaro aceptó que el pesado y musculoso brazo descansara en sus hombros de modo
muy íntimo. Para redimirse a sí mismo de lo que en ese momento le parecía
gravemente transgresor, se preguntó si a la mañana siguiente debería llamar por
teléfono a la actriz que había conocido en la discoteca. A escondidas de
Rodolfo, ella le había puesto en la mano una pequeña tarjeta muy perfumada con
su teléfono móvil escrito a mano. Era posible que Rodolfo le hubiera dicho que
no le convenía ceder a los deseos de ella a fin de no tener competencia. ¿Y si
hacía oídos sordos a su maestro y comenzaba a volar solo? Sin ninguna duda, una
indisciplina así le arrebataría el favor y la ayuda de Rodolfo. ¿Estaba
preparado para echar sus inmaduras alas al vuelo? La estridencia de la música
reclamó su atención. Sonaba una canción que decía “vuela amigo, vuela alto, no
seas gaviota en el mar. La gente tira a matar cuando volamos muy bajo”. La
confusión estaba desanimándolo. Trató de emerger de sus cavilaciones, pero
algunas miradas sumamente indiscretas de parroquianos del bar y el brazo
fuerte, y demasiado confianzudo, de Rodolfo le invitaron de nuevo a la evasión.
Pasado un buen rato, sonó una
música estridente a modo de fanfarria y sobre ella un locutor dijo:
-Los que se hayan presentado al
concurso que suban al estrado.
Jenaro sintió que Rodolfo le
empujaba hacia donde había indicado el
locutor.
-¿Qué haces?
-Vas a ver que no eres nada
mediocre, sino excepcional. No digas nada e imita a ésos.
Capítulo
Ni Jenaro ni Rodolfo despertaron
hasta pasado el mediodía. El muchacho había ganado el “Trofeo al Mayor Pene del
Verano” y a pesar de su azoramiento y desconcierto, al terminar el concurso no
había conseguido eludir la infinidad de invitaciones y obsequios. Cada caricia
insolente y cada soba descarada le incitaban a golpear y, para evitarlo,
tragaba de un sorbo el pelotazo que tuviera más a mano. El resultado, una
borrachera gracias a la cual había olvidado todo lo improcedente que hubiera podido
hacer. Ese mediodía se sentía muy mal.
-La resaca es el peor malestar que
puedes sentir no estando de parto –dijo Rodolfo-. Pero gracias a tu borrachera,
descubrí anoche a un Jenaro inesperado. Todos elogiaban tu gracia, simpatía y
desenvoltura. A lo mejor no lo recuerdas, pero anoche me hubieras dado sopas
con hondas como el más chulo de esta parte del mundo. Pero te aconsejo que no
lo prodigues. Lo preferible es que consigamos que aflore ese carácter escondido
tuyo sin necesidad de alcohol.
-¿Y cómo haríamos eso?
-Procurando que llegues a sentir
confianza en ti mismo, y borrando todo rastro de timidez y complejos de
inferioridad. En cuanto te sientas dominador, aparecerán los valores de tu
personalidad verdadera. Pero deberías
tener presente que no conviene exhibir demasiada valía. Un escritor muy bueno
que se llamaba Jonathan Swift dijo que
cuando un genio auténtico sobresale en el mundo, sería reconocible porque todos
los necios se conjurarían contra él. Es
indispensable evitar que nadie se quiera conjurar contra ti, y para ello no te
conviene destacar demasiado.
-Rodolfo…
Éste notó por el rubor que el
muchacho estaba a punto de decirle algo para lo cual había tenido que
reflexionar a fondo y reunir mucho valor.
-Yo… -continuó Jenaro- me pregunto
si esa confianza en mí mismo que dices no la fomentaría teniendo algún éxito
rápido. Por ejemplo con la actriz de anoche…
-¿Connie Velazques? ¿Estás
preguntándome si deberías llamarla al teléfono que anoche te dio a escondidas
de mí?
-¿Te diste cuenta?
Rodolfo se encogió de hombros como
si la posibilidad de que el hecho se le pasara por alto fuese una insensatez.
-Vamos a ver… Jeni. ¿Tú sabes que eres libre y
autónomo, y que yo te doy consejos, pero no órdenes, no?
Jenaro asintió con un gesto, porque
la frase le pareció irreverente. Lo que Rodolfo le dijera en relación con su
futuro para él era la biblia.
-Llámala si te apetece. En
realidad, seguramente necesitas echar un polvo, ya que a lo mejor me arriesgo
demasiado con que estés en ayunas, porque una noche de éstas pudiera darte por
asaltar mi cama… Y con la manguera que tienes…
-¿Cómo se te ocurre?
-¿Tú quieres acostarte con Connie?
-Si tú no quieres, no.
Rodolfo contempló al muchacho
durante una silenciosa pausa. Finalmente, sonrió.
-Lo que yo quiera no debería importarte
a estas alturas. Tú empiezas a ser un tío más desenvuelto y mucho menos cateto
de lo que eras el día que llegaste. Podría ser que ya consiguieras ejercer como
un chulo no del todo malo, algo así como el cubano de anoche. Pero es que yo
tenía la esperanza de que me superases…
Jenaro descartó por completo la
posibilidad de contravenir las indicaciones de su maestro. Continuaría igual el
tiempo que fuese necesario, hasta que Rodolfo lo aprobase como digno sucesor.
-Mira –dijo desganadamente
Rodolfo-. Tengo un trabajito y me voy a pasar toda la tarde en el Hotel Meliá.
Dentro de un rato, me iré y ya no vendré hasta mañana, seguramente. Así que
tendrás tiempo de pensarlo y tomar tus decisiones sin influencia.
En uno de los programas de chismes
de la sobremesa hablaron de Connie. Más bien, descuartizaron a su marido, del
que dijeron que era un ludópata incorregible que había arruinado a Connie en
dos ocasiones. Durante el tiempo que duró el comentario, Jenaro notó que
Rodolfo lo miraba de reojo, pero ninguno habló. Una vez que el mayor salió, el
joven decidió echarse unos minutos en el sofá para recuperar fuerzas antes de
emprender la tabla de gimnasia que no había hecho esa mañana.
Pocos minutos después de marcharse
Rodolfo, oyó sonar en la cocina el timbre del portero electrónico, pero nunca
atendía esas llamadas. No sabía si estaba autorizado y nunca había hablado con
su maestro del asunto. Pero unos minutos más tarde, fue el timbre de la puerta
del piso lo que sonó. Dejó pasar la primera llamada pero en seguida se puso a
campanear tan insistentemente, que no tuvo más remedio que ir a ver si había
una emergencia. Al abrir, tuvo un estremecimiento. Connie Velazques le sonreía de modo
sugerente, esperando su invitación a entrar.
-Ru… Ru… Rudi… nno… está –titubeó Jenaro.
-Ya lo sé –respondió Connie-, pero
no importa. Creo que será la mar de interesante hablar un poco contigo.
Jenaro comprendió que la actriz
debía de haber estado vigilando la entrada del edificio, acechando la partida
de Rodolfo. Sólo habían pasado diez minutos desde que el maestro se marchara y
la hora, plena siesta, era tabú para las costumbres de la Costa; a nadie se le
ocurría pajarear tan temprano por la tarde y mucho menos ir de visita. No le
cupieron dudas de que Connie venía a “probarlo”, para lo cual había esperado a
que se quedara solo. La idea de ser “probado” de ese modo le repugnó, pero se
dijo que cómo le iba a hacer ascos a una oportunidad así, si su propósito era
convertirse en un chulo, una mercancía. Connie tomó asiento sin ser invitada;
aparentando casualidad, permitió que la falda quedase lo bastante alzada como
para exhibir completamente unos muslos cuya lozanía era ya asunto pasado.
Pero los ojos del muchacho se
clavaron como tornillos del doce en la carne expuesta. Entre las que parecían
piernas un poco más generosas de lo que él estaba acostumbrado a satirear en la
playa, podía intuir más que ver la sombra sin ataduras de una caverna que nunca
había contemplado aún. No llevaba bragas. Ella sonrió complacida por el examen,
sin parar de hablar como si pretendiera convencerse a sí misma de la
verosimilitud del esfuerzo inútil:
-Pues verás… es que pasaba por aquí
cerca… y como anoche no… bueno, es que no hablé demasiado tiempo contigo y
como… en fin, que pareces un chico despierto, y tan… tan… -a Jenaro le pareció
que ella se relamía los labios brevemente-. Bueno, yo diría que tú… que vales
la pena… y mira qué cosa, estuve toda esta mañana esperando a ver si se te
ocurría llamar al teléfono que te di…. Hay que ver, y no te has dignado…Y no
vayas a creerte tú otra cosa, yo no se lo doy a casi nadie, vamos, es que sólo
llego a dárselo a los muy íntimos…. pues que durante el almuerzo me he dicho,
“oye, Connie, ¿por qué no vas a hablar un
poco más con ese muchacho tan simpático y tan guapo? Y aquí estoy, ya
ves…
Jenaro tenía el cutis rojo como el
anuncio de neón de Coca Cola. Ni se le ocurría la posibilidad de decir algo. La
gruta del tesoro de Connie era en aquel momento lo único con existencia
material para él en el mundo.
De nuevo sonrió Connie, ya segura
de que iba a pasar un buen y vivificante rato, y a lo mejor sin tener que
desembolsar las excentricidades que Rudy le cobraba. Hizo una rápida revisión
mental de su apariencia, para ver si podría conseguir sentirse menos insegura que
ese instante, en el juego de seducción con un chico que era tan joven como el
menor de sus hijos y que, en realidad, podía ser perfectamente su nieto. Hacía
tiempo que ignoraba el porcentaje de su pelo formado mayormente por canas,
porque siempre lo mantenía cuidadosamente teñido hasta las raíces, para lo que
se obligaba a ir a la peluquería cada semana. Los “liftings” habían pasado a
ser tan habituales como pintarse los labios. Lo suyo no era tan grave como lo
de la famosa duquesa que hablaba, como el Oráculo de Delfos, a través de una
máscara de piedra, lo que también le estaba sucediendo a otra supuesta
aristócrata falsa; pero a Connie el botox le paralizaba ya demasiados músculos
del rostro, por lo que se veía obligada a redoblar heroicamente sus esfuerzos
de expresividad a la hora de interpretar. Por tal razón su sonrisa se había
convertido hacía ya varios años en una especie de mueca parecida al Joker de
Batman. No permitía que nadie descubriese patas de gallo junto a sus ojos, para
lo que usaba de noche toda clase de cremas y, de día, una gruesa capa de
maquillaje que la obligaba a permanecer con las cejas en expresión de acentos
circunflejos, con objeto de mantener inmóviles los párpados para que el
maquillaje no se le cuartease como arcilla seca.
En cuanto a la figura, comía de tal
modo que estaba cerca de verse obligada a un tratamiento contra la anorexia;
pasaba dos horas diarias en el andador del gimnasio y luego otras dos en la
mesilla del guapísimo masajista gay y, a pesar de tantos esfuerzos usaba
wonderbrás, faja moldeadora y pantys modeladores tan apretados, que eran
incomodísimos.
Quienes la trataban con cierta
asiduidad y los que la veían en fiestas y saraos, definían su modo de moverse
bajo tantos arneses como el de un maniquí robotizado.
Nada de eso veían los ojos
deslumbrados de Jenaro; ni la incipiente sotabarba ni los codos como
acordeones. Las oleadas electromagnéticas que subían por su espina dorsal y le
erizaba el vello de la mayor parte del cuerpo centraban toda su atención; el resto
de ella, la empleaban sus ojos en tratar de reconocer alguna forma o textura en
la misteriosa oscuridad de la entrepierna de Connie.
Ella estuvo punto de delatarse:
-Hay que ver cómo se te señala…
-¿El qué?
-Oh…. No nada. Es que tienes los
ojos tan negros que son como azabache, y con esas pestañas…, pues que te
enmarcan los ojos como… como…
La actriz calló, convencida de que
el muchacho no podía ser tan ingenuo como para no comprender lo que
significaban sus insistentes miradas al pantalón. Un ligero rubor acaloró sus mejillas, que nunca podría
haberlas coloreado porque nadie sería capaz de ver nada bajo la untuosa capa
satinada que le cubría el cutis.
Amagó varias veces un salto
apremiante hacia Jenaro; pero no llegaba a levantarse, disuadida no porque le
quedase algún resto de pudor, sino por el paralizante temor a ser rechazada. La
idea de que un muchacho humilde y sencillo -vestido con un pantalón vaquero
de mercadillo y una camiseta de
propaganda- llegase a pararle los pies, le producía náuseas. Asco de sí misma,
una repugnancia que no tenía redención, porque hacía a diario cosas que por la
noche, aterida en su cama solitaria, se reprochaba. Contempló con especial
detenimiento el rostro juvenil. Era notable que aún no se afeitaba, porque el
bozo, que comenzaba a abundar, le oscurecía el bigote y buena parte del mentón.
Sus dientes eran irregulares y no demasiado blancos. Los labios eran un poco
gruesos, bajo una nariz agresivamente masculina. Si le pudiera aconsejar, le
diría que había que meter depilación a sus cejas, demasiado anchas en toda su
longitud y tan abundantes en el entrecejo que llegaba a parecer cejijunto. A
nadie le hubiera llamado la atención por su elegancia ni por su donosura, ni
falta que le hacía. La verdad era que poseía un atractivo animal irresistible.
Las ganas de lanzarse hacia él le apremiaban cada vez más.
Notó que la nariz que por sí sola
le habría resultado excitante comenzaba a aletear como si le faltara el aire.
¡Oh no! –se dijo Connie-. Va a
ocurrir.
Sin pensarlo más, y casi sin
alzarse del asiento, cayó sobre Jenaro.
El olor acre que exhalaba el
muchacho era el colmo. A Connie le habría bastado con aspirar un rato ese aroma
para gozar un orgasmo. Pero el orgasmo incontenible de Jenaro estalló al primer
contacto de Connie, entre gemidos más escandalosos que cuando lo llevaron para
operarse de apendicitis.
V
Aquella noche, Jenaro comenzó a
hacerse imparablemente célebre en las comidillas femeninas de la Costa, entre
susurros disimulados y muy sigilosos a pesar de la excitación que producían, o en conversaciones clamorosas
en las “toilettes” de los más afamados sitios de moda, lugares indicados para
el chismorreo de gran vuelo y palestras favoritas de las perfumadas, ociosas y
enjoyadas comadres.
-Me ha contado Connie Velazques que
Jeny es jamón, jamón. Que la mortadela italiana sería una ridiculez en
comparación con lo que le cuelga y que es un volcán en erupción, total, total.
Como el de Java.
-Mira tú, y yo que había pensado
que le calentaba la cama a Rudy.
Se produjo una exclamación
colectiva muy ruidosa.
-¿Pero qué dices? ¿Rudy gay? No
tienes ni idea.
-Es que Rudy es tan guapo, que
tendría que estar prohibido. Lo mismo que nos gusta tanto a nosotras, podría
encandilar a cualquiera, aunque sea un macho. Porque donde menos se espera,
salta la liebre, si lo sabré yo.
-¿Lo dices por tu hermana?
-Yo… Bueno…
La vacilación y el sonrojo causaron
muchas risas sarcásticas, muecas despiadadas, murmullos fingidamente solidarios
y toses.
-¡Venga ya! No te pongas colorada…
no seas tan tontita. Todas sabemos demasiado bien lo de tu hermana.
-Yo… Bueno…, es que si se enterara
su marido.
Esta declaración causó asombro
indisimulado.
-¿Es que imaginas que no lo sabe?
-¿Tú crees?
-Mujer, con la cantidad de años que
lleva tu hermana Rosita liada con Silvana… Si se gastó buena parte de la
fortuna de tu familia para fundar la editorial con la intención de que esa italiana, tan tontita
que parece subnormal, pudiera presumir de trabajar y ser útil. Y además, que
Silvana es siempre lo primero para ella, y tu cuñado sería imbécil si no se
diera cuenta. A tu hermana no le importa si uno cualquiera de sus escritores
fuera el mejor del mundo; lo que le interesa es que le rindan pleitesía a
Silvana aunque cometa los errores y las estupideces más garrafales del mundo,
inclusive muy perjudiciales para la propia editorial. Y eso acaba notándose y
comentándose en el mundo editorial, donde sobre tu hermana no hay rumores, sino
seguridad. Todos y todas hablan del “matrimonio” Rosita-Silvana. ¿Cómo no va a
saberlo tu cuñado, si ya es uno de los chismes más viejos de España? Lo mismo
que tu hermana es lesbiana estando casada, Rudy podría ser gay por mucho que
nos haga disfrutar a nosotras.
-Huy, por favor. No digas
idioteces.
-Lo del rollo bollo de tu hermana
es poca cosa, comparado con lo de esa tertuliana de la tele, Charo García. Tu
hermana perjudica tremendamente a muchos buenos escritores por proteger a la
idiota retrasada de su novia, pero lo que hace Charo es de juzgado de guardia y
cárcel de Alhaurín. ¿Qué os parece a todas lo que está haciendo con esa
folclórica tan amiga suya, con la que supongo que también se acuesta? Lo que
hace Charo en su tertulia de la tele es, claramente, apología del delito,
porque todas sabemos que lo de la folclórica es lavado de dinero negro muy
obvio. Más negro que el pelo de sus patillas.
-Es verdad.
-Claro que sí. Es que esas
comentaristas y también muchos presentadores de telebasura, defendiendo a esos
procesados, que todos han pagado alguna vez a las tertulianas, hacen que el
público considere que cometer delitos está bien. Eso nos lleva a que la gente
simple se tome el país por el coño de la Bernarda. Así va la cosa.
-Tienes razón. Ya visteis lo que
pasó con la presentadora Anita de las Rosas, que mintió cínicamente sobre su
plagio, tan descaradamente, que parecía una pobre colegiala cogida en falta.
Pero ante la gente sencilla consiguió hacerse perdonar el plagio, la muy
lagarta. Un plagio que ya le había rendido un pilón de millones, porque había
vendido mucho más de cien mil ejemplares del libro, que se lo había escrito un
“negro”. Ya lo visteis, salió en la tele tan modosita, sonriendo y haciéndole
la inocente y buenecita, el público se lo pasó por alto y, por supuesto, como
consecuencia todos llegaron al convencimiento de que no es delito plagiar. Y
que viva la Pepa y aquí a plagiar todo el mundo, hasta los articulistas más
famosos. Así, lo de esa valenciana que
siempre, siempre, plagia, dejó de parecer anormal.
-Para mí que nadie le perdonaría a
Rudy que fuera maricón. Porque la verdad, la verdad de la buena, es que todas
estamos un poco coladitas por él. Si un día saliera una portada del Hola
diciendo que es gay, me muero.
-Yo a veces pensé cosas raras de
Rudy, porque cuando no le apetece pone más escusas que una cuarentona casada y
con menopausia. Hubo días que después de una noche de locura, he llegado a
ofrecerle hasta el doble por repetir, y nunca me ha dicho que sí. Quizá sea
porque sólo va con mujeres de vez en cuando y el resto…
-No seas estúpida. A pesar de eso
que tú dices, yo lo contraté un día sabiendo muy requetebién que las dos noches
anteriores había estado liado y cumpliendo perfectamente con dos íntimas mías.
¡Y conmigo, cumplió de sobra! Que si cumplió… bueno, es que… Si yo os contara…
Siguieron ampulosos gestos muy
exagerados.
-Pero lo cortés no quita lo
valiente.
-Valiente, es un rato. Y dotado,
que te cagas. Y potente, como una apisonadora y dos Caterpillar. Conmigo echó
tres polvos en una noche. Que os lo digo yo. Tres polvos con preliminares,
galopada y leche a granel. Yo pongáis esa cara. Fue una noche para contársela a
mis nietas cuando sean mayores. Eso sí, en algún momento trató de irse diciendo
que estaba hecho polvo y, para que consintiera quedarse, tuve que pagarle
doscientas cincuenta mil más, encima de lo que habíamos hablado.
-¿No acabará aburrido de tantas
perseguidoras hambrientas como nosotras, y alterna la carne con el pescado?
-Chica, qué quieres que te diga.
Los prostitutos de por aquí son todos ambidextros, lo sabes de sobra. Es que
ya, hasta lo reconocen en los anuncios de internet: para hombres, mujeres y
parejas. ¿Por qué Rudy iba a ser diferente?
-Mira tú, es que hay clases. Rudy
no es el cubano ni el tenista, ni el polaco. ¿No te das cuenta de que no parece
ni siquiera un prostituto, sino un intelectual? Habla de Roseau, Nietzsche y
Sartre como quien chismea de sus amigos de la disco. Con la culturaza que
tiene, podría trabajar en lo que le saliera de los huevines, así que si trabaja
de gigoló será porque le tiene que gustar un par de domingas. Un amigo suyo me
contó hace un montón de tiempo que en la universidad no sacó más que
sobresalientes y que, después de graduarse, tuvo montones y montones de ofertas
de trabajo en las propias universidades. Pero para entonces, ya había hecho sus
pinitos de chulo y se había acostumbrado a la buena vida, porque ¿quién va a
preferir un bocadillo de calamares en vez del caviar Beluga? Pero de gay, ni
pensarlo. Vosotras sabéis muy bien lo
que tiene, que es más bonito que un muñeco, y que siempre lo encontraréis
dispuesto. Y además, sabéis de sobra que un hombre no puede fingir como
nosotras. Aunque él podría con todo si se lo propusiera, hasta acostarse con
uno de esos jeques que traen tantas esposas oficiales y sin embargo mandan contratar
a prostitutos a granel; el verano pasado, me contaron de un jeque que había
llegado con doscientas esposas oficiales y cien “mercedes” y, sin embargo,
mandó contratar una noche a cuarenta prostitutos para una orgía homosexual;
decían que les había pagado a cada uno un millón y que todos tuvieron que
firmar un contrato de confidencialidad, en presencia de abogados y todo. Rudy
va a lo suyo, que es más hombre que un toro. Es un macho como la copa de un
pino y siempre va presentando armas.
-De todos modos, no hay por qué
esperar que sea fanático. Si tuviera relaciones gay, todas nosotras sabemos muy
bien que se gana lo que le pagamos. De sobra. Y el chico ese nuevo, por lo que
ha dicho Connie, es como para perder la cabeza. Cuenta que lo suyo es como… ¡si
levitara!
-Yo ya me lo había imaginado.
¿Sabes? Es que ese bulto no es nada corriente.
-A lo mejor hace como el camarero
de ahí fuera.
¿Cuál?
-El de las mechas platino. Fíjaros
en lo que se le marca. Pues una noche me encandiló tanto que casi lo arrastré a
mi cuarto. Pero, chicas, es un calcetín de deportes enrollado lo que lleva. Lo
del muchacho de Rudy podría ser igual. ¿Creéis que se trata sólo de convertirlo
en un gigoló de lujo?
-Dice Connie que lo suyo es real
como la vida misma, y que es caliente y duro como la pata de un jabalí. En lo
que Rudy pueda, creo que sí lo ayudará a ser gigoló. Pero sin llegar a más,
porque... ¿Sabéis el trajín que se trae la Annie Olmedo?
Annie Olmedo era una de las
estrellas más fulgurantes de la farándula. Mujer culta y desenfadada, había
sido atractiva de joven, pero con sus liftings, botox, implantes, silicona y
operaciones de estética, estaba envejeciendo como una especie de muñequita
geriátrica.
-¿A qué te refieres?
-Para que te enteres, hará unos
cuatro años, Annie Olmedo le ofreció a Rudy ayudarle como hace con otros machos
destacados por sus atractivos; impulsarlo a la fama a cambio de acostarse con
ella y fingirse enamorado por una temporada. Pero Rudy, ni caso. Le respondió
que una cosa eran la cama y el negocio, y otra, el corazón; y que él no
necesita fama de farandulero sin clase, porque algún día se dedicará a escribir
y que esta vida y el mamoneo lo lleva de mala gana. No creo que al chico nuevo
lo quiera empujar demasiado.
La tertulia en el tocador de la que
era sin duda una de las salas de fiesta más caras y famosas, se interrumpía en
ocasiones por la llegada de alguna desconocida. Pero la conversación se
reanudaba en seguida y las nuevas iban incorporándose también, de modo que en
la “toilette” no había ninguna mujer orinando ni maquillándose. El mentidero
había ido nutriéndose hasta ser multitudinario.
-A mí me gustaría asegurarme de que
el chico nuevo es discreto y potente.
-Dice Connie que es como el hierro…
-Y a mí también me gustaría
asegurarme, porque ya estoy harta de pagar cientos de miles por… flojedades.
-Por mi parte, yo estaría dispuesta
a pagar un extra, porque hace un rato alguien comentaba ahí fuera que lo único
que se le puede comparar es un desagüe de uralita. Como la música está tan
alta, no estoy demasiado segura de lo que decía, pero parece que Jeny es como
un sátiro disfrazado de ángel. Dulce al mismo tiempo que un demonio sátiro. Yo
le pagaría lo que quisiera por calentarme la cama una noche, pues no querría
ser de las últimas en probarlo, porque al paso que vamos, de aquí a un mes
todas los habremos probado ya... Y habrá pasado de moda… Pero es que… ¿Y si
fuera demasiado joven para ser prudente y reservado?
-Chicas, en manos de Rudy, demos
por descontado que será discretísimo.
-Estoy deseando probarlo, pero me
voy a aguantar un poco, no sea que llegue a oídos de mi marqués y me dé largas,
y me deje en bragas. Vosotras ya sabéis que en la Costa los rumores corren más
que el viento.
-Pues lo que soy yo, voy a intentar
que Rudy me deje contratarlo mañana. No quiero ser la última ni la segunda. Ni
pensarlo. Lo malo es que dicen que Rudy no quiere dejarlo volar todavía.
-¿Tú ves? Eso es celos, porque
seguramente tienen algo entre ellos.
-No seas tonta. Para opinar de
Rudy, tendrías que tener en cuenta siempre su cultura de escándalo y esos
principios suyos, tan raros en un prostituto. Es que, hijas, hay veces que me
dan ganas de decirle que se ponga en plan confesor al pie de la cama; es como
una fantasía erótica que me sale, porque me apetecería vestirme de primera
comunión para ese caso.
-Yo no me asombraría por nada y
nada me parece raro. ¿Quién te dice que no finge esos principios para
encandilarnos a nosotras? Recordad lo de Carlo Lucerna.
Más de la mitad de las señoras de
la tertulia se agacharon un poco, para oír mejor la confidencia que, al
parecer, no todas conocían. Carlo Lucerna era uno de los presentadores
estrellas de la televisión. Hombre muy atractivo, se le conocían múltiples
parejas de mujeres que alcanzaban instantáneamente la fama por su mediación.
Acababa de tener un hijo de una de ellas, aunque ninguna de las tertulianas
estaba segura de cuál era la chica.
-¿Es que no sabéis lo de Carlo
Lucerna?
Hubo un concierto de noes que incluía a varias
de las que sí conocían el rumor, dado que todas querían oír de nuevo la
tremebunda historia.
-Pues a mí me lo han contado de muy
buena fuente. Una fuente infalible. Sabéis que mi hijo es gay y que su novio es ese periodista chismoso y
perverso a rabiar, tan popular en los pasquines gay. Resulta que hay en Madrid
un prostíbulo de muchachos que se llama “Adonis”, que está por la plaza
Mayor, a donde la pareja de mi hijo iba
mucho… antes de liarse con mi hijo, claro está. Pues resulta que en una ocasión
se cruzó con Carlo Lucerna al subir al prostíbulo. Unos días más tarde,
preguntó a uno de los prostitutos por Lucerna, quien le contó que lo que le va
es el sadomasoquismo. Que va allí dos o tres veces por semana, y lo que le
gusta es tener orgasmos mientras azota el culito de un chico guapo…
Se produjeron toses generalizadas y
escépticas. La noticia resultaba demasiado asombrosa como para resultar
verosímil.
-Pues para que os convenzáis, el
prostituto le dio a mi… yerno detalles físicos de Carlo Lucerna que solamente
podría conocer quien lo haya visto desnudo. Es muy musculoso pero empieza a ser
barrigón flojeras y tiene un pirulí insignificante. Y esas incautas con las que
él sale para guardar su armario, presumiendo de novio famoso en las revistas.
Ya veis, el otro día salieron los dos tan felices y contentos en la portada de
Semana, anunciando el parto…
-Al lado de eso, que Rudy fuera un
poquitín gay ya no me asombraría tanto.
-Que os digo que no. Convenceos.
Rudy es más hombre que un regimiento de zapadores.